domingo, 31 de marzo de 2024

«El sabor del té verde con arroz» y «Crepúsculo en Tokio», de Yasujiro Ozu, una comedia y un soberbio melodrama extraordinario.

 

Título original: Ochazuke no aji

Año: 1952

Duración: 115 min.

País: Japón

Dirección: Yasujirō Ozu

Guion: Yasujirō Ozu, Kogo Noda

Reparto: Shin Saburi; Michiyo Kogure; Koji Tsuruta; Chikage Awashima; Keiko Tsushima;

Eijirô Yanagi; Kuniko Miyake; Chishu Ryu; Hisao Toake; Yûko Mochizuki; Koji Shidara;

Matsuko Shiga; Yôko Kosono; Mie Kitahara.

Música: Ichiro Saitô

Fotografía: Yuuharu Atsuta (B&W).

 

 



Título original: Tokyo boshokuaka

Año: 1957

Duración: 140 min.

País: Japón

Dirección: Yasujirō Ozu

Guion: Yasujirō Ozu, Kogo Noda

Reparto: Ineko Arima; Kamatari Fujiwara; Setsuko Hará; Chishu Ryu; Isuzu Yamada; Kinzo Shin; Nobuo Nakamura; Teiji Takahashi; Eiko Miyoshi; Masami Taura; Haruko Sugimura; Sô Yamamura.

Música: Takinori Saito

Fotografía: Yuuharu Atsuta (B&W).

 

Ozu en todo su esplendor: una comedia rohmeriana y un melodrama que, por sus pausas contadas, te destroza el corazón.

 

          Volver a Ozu es entrar en una casa conocida, en unos pasillos por los que pasan sombras cotidianas, por salones donde los personajes apenas se dicen sino lo justo, beban sake o no, o en la barra de un bar donde dos extraños coinciden en la comanda y la dueña recibe más como una madre que como una hostelera. Una casa no necesariamente confortable, pero sí acogedora, aunque en sus habitaciones se gesten tragedias que apenas consiguen que una voz, usualmente un  nombre, suene más alta que otra. Y la cámara fija en la posición humilde en que la coloca Ozu, muy cerca del suelo, va a ser testigo de vidas que se viven con dolores o desesperanzas o desengaños que las condicionan cada jornada, aunque cada cual acuda a sus ocupaciones y la vida social quede retratada en algunos espacios cotidianos, nunca extraordinarios. Los amantes de su cine solemos recrearnos muy especialmente en los planos de transición que, al modo de los intertítulos del cine mudo, usa Ozu para efectuar un desplazamiento en la narración. Debería buscarse un nombre para esas «interimágenes», no sé, acaso intergramas u otro que defina esos «ínterin» de la vieja novela realista, cada vez que se trasladaba la acción a personajes o tiempos distintos. Esas imágenes de Ozu, usualmente planos de la ciudad, aparecen con una voluntad estética evidente, porque suele haber en ellos una cierta predisposición a «traducir» estados de ánimo o a indicar la imperturbabilidad de la vida social que parece discurrir ajena a los dramas que se cuecen en ella, con mayor o menor intensidad. Ozu planta su cámara y en la escena, aunque a veces fuera de ella transcurren muchas acciones que incluso son determinantes para el devenir de la historia, como el extraño accidente, acaso intento de suicidio, de la joven protagonista de Crepúsculo en Tokio, del que nos informa exclusivamente el ruido del frenazo de la máquina que alarma al dueño del local de donde ha salido la joven.

          El sabor del té verde con arroz es una comedia agridulce que gira en torno a las relaciones amorosas de mujeres casadas y solteras en el Japón contemporáneo, una comedia aparentemente amable, porque la guerra de sexos es el eje alrededor del cual gira la trama que lleva a tres amigas y a la sobrina de una de ellas a pasar un fin de semana casi clandestino en un balneario, a espaldas de los maridos. La historia se centra, no obstante, en una de ellas, de la que se hace un retrato que se ajusta al de la tradicional «malmaridada» del folclore, si bien, en este caso, la responsabilidad cae del lado de ella, dada su insatisfacción, lo que la lleva a despreciar a un marido cuyos gustos están en las antípodas de los suyos. La presencia de una mujer que es empresaria y una sobrina que no está dispuesta a casarse «a cualquier precio», completan la tríada protagonista. La estancia en el balneario, con la fantástica secuencia en la que identifican a los hombres con los peces del estanque a los que dan de comer dan el tono amable de toda la obra, que solo cambia cuando, tras haber desaparecido la protagonista sin dejar aviso, vuelve a casa y se encuentra con que su silencioso y tolerante marido se ha ido a un viaje de negocios a Sudamérica. La despedida, sin la esposa, tiene unas imágenes que recuerdan sobremanera los cuadros de Edward Hopper, a quien ignoro si Ozu conocía. Después de llegar a casa y no encontrar a su marido, a ese marido despreciado, la protagonista pasea por las estancias como una sombra buscando un cuerpo, contrariada, como si le estuvieran pagando con la misma moneda de ausencia. Pero llega él, tras una avería que ha hecho regresar al avión y posponer la salida para el día siguiente. Entonces, desde la frialdad de ella y la tolerancia de él, se organizan para prepararse una cena, sin saber siquiera ni dónde está la vajilla o los alimentos, porque el servicio se preocupa de esos menesteres. Y ahí se produce el milagro de la transformación de ella y cómo vuelve a ver con nuevos ojos su vida y a su marido, el amante de las cosas simples y familiares, como ese mismo «arroz con té verde» que forma parte de sus recuerdos familiares y que ella hasta esa noche mágica en la casa silenciosa había despreciado como el súmmum de la vulgaridad. Ozu, como siempre, planta la cámara y los personajes, con gestos casi imperceptibles, miradas tímidas, esbozos de sonrisa y movimientos medidos dirimen distancias insalvables y redimen incluso odios profundos incomprensibles.

          Crepúsculo en Tokio, a diferencia de la anterior, es una de las obras mayores de Ozu. Un melodrama que progresa hasta la tragedia en el caso de la hermana pequeña de las dos hijas del protagonista, un admirabilísimo Chishu Ryu al que le da réplica la hija mayor, Setsuko Hará, una actriz prodigiosa que brilló incomparablemente en Cuentos de Tokio, acaso la cumbre cinematográfica de un director que ha creado un mundo muy homogéneo. A su manera, podría hacerse con Ozu lo que hice un día con Rohmer: ver seis películas suyas seguidas, un auténtico maratón en el que las películas se sucedían como si fueran distintas historias de una sola película. En esta, que tiene una banda sonora que parece desmentir el drama profundo que alberga, como si fuera un elemento de contraste para enmarcar tragedia tan intensa como la de la hija en la imposible Gran Comedia de la vida, que absorbe incluso dramas tan acezantes como el que se nos atraviesa en el corazón, encogiéndonoslo. La historia es tan sencilla como efectiva. En la casa del padre se refugian hija y nieta huyendo de un matrimonio insatisfactorio. En La casa vive la hija pequeña, que ha dejado la universidad, atraída por un compañero que, además de dejarla embarazada, pasa de ella y, ante esa revelación, decide emprender una huida que la lleva a ella a recorrer una y otra vez los sitios habituales que él suele frecuentar. Súmese que a la ciudad ha regresado la madre de ambas hijas, que se separó del marido cuando la menor era pequeña, porque ella se enamoró de un joven con quien compartía su tiempo mientras el marido estaba destinado en otra provincia, hasta que, finalmente, se fue con él. Regresa y monta un local de juego frecuentado por el galán de la hija menor. La hija mayor va a verla y le pide que no le diga a su hermana que es su madre. La hermana alberga la sospecha de que ella no es hija de su padre, sino del amante de la madre con quien esta se fue. Poco a poco, se va cerniendo sobre la hija un futuro terriblemente oscuro y toma la decisión de someterse a un aborto, lo cual hace en una clínica legal. Y esta es una de las revelaciones postfílmicas que chocan: Japón, tras la guerra, y dados los escasos recursos para alimentar a su población, decide autorizar el aborto en parte como control de natalidad en parte para evitar el auge de hijos nacidos de uniones entre japonesas y extranjeros, es decir, con una perspectiva eugenésica, propia de su pasado filonazi. No se trata, pues, de un supuesto «derecho» de la mujer, sino de una estrategia gubernamental. Consumado el aborto, todo parece derivar hacia un drama contundente que no tarda en suceder, pero todo ello es mejor que lo conozca de primera visión el espectador, no por mis palabras palidísimas. Lo importante es que ni siquiera un planteamiento tan dramático es capaz de arrastrar a Ozu hacia un planteamiento en que la cámara se desplace en una u otra dirección. Ahí sigue, plantada en su sitio de siempre, fiel testigo de los tremendos desgarros que viven los personajes con una calma que sobrecoge, con una violencia que se reprime tras unos protocolos de relación que parecen inhibirla, pero que, sin embargo, acaba manifestándose. En esta película, la novedad, para mí, del salón de juego o del bar moderno, vigilado por la policía, que vela por la moralidad de jóvenes en peligro de caer en redes degradantes que las conviertan en parias, altera, en parte, el recoleto mundo familiar de espacios silenciosos, casi en permanente penumbra y que aquí contrasta con la luz que se apodera de la casa de la familia protagonista, cono el sol tras la tormenta. Supongo que en no pocas películas de Ozu hay un reflejo del gran drama de la derrota militar y de la reinvención del país, y que cierta sombría tristeza difuminada tiene más de contagio social que de manifestación individual propiamente dicha. La relación de las dos hijas con la madre alcanza unos niveles de dramatismo solo comparables al aciago destino de la hermana pequeña, cuya historia, por cierto, es recontada en una mesa de juego como una narración oral que la degrada hasta la burla inmisericorde de los participantes en la mesa de juego. Una visión que acentúa los trágicos relieves del drama, sin embargo. Y eso es lo que el espectador sufre con una congoja desasosegante. Pero nadie dijo que la vida haya de tener un final feliz.

           Tanto en una como en otra película, si algo caracteriza el cine de Ozu es la contención expresiva de los intérpretes, las miradas, el juego constante de interpretaciones de los silencios de los otros. No hay carcajadas en sus escenas, pero sí sollozos y lágrimas recogidas en el cuenco de las manos que nos ocultan a la contenplación ajena. Un mundo de detalles ínfimos con los que se acaban contando entresijos fundamentales de la historia que se narra. Se trata de un mundo adictivo, sin duda. Y si estar en sus películas es como estar en casa, verlas es reconocerse en un modo de ser y de estar que nos libera de nuestras prisas y nuestros desgarros emocionales que nos trastornan, aunque nuestra novedosa calma de la aceptada isiosincrasia nueva ni los oculte ni los niegue.

domingo, 24 de marzo de 2024

«Comanchería, de David Mackenzie o el «neowestern».

 

La ambigüedad moral y los «deberes» filiales en el oeste moderno.

 

Título original: Hell or High Water

Año: 2016

Duración: 102 min.

País: Estados Unidos

Dirección: David Mackenzie

Guion: Taylor Sheridan

Reparto: Jeff Bridges; Chris Pine; Ben Foster; Gil Birmingham; Katy Mixon; Dale Dickey; ;

Kevin Rankin; Melanie Papalia; Lora Martinez; Amber Midthunder; Dylan Kenin; Alma Sisneros: Martin Palmer; Danny Winn; Crystal Gonzales; Terry Dale Parks; Debrianna Mansini; John-Paul Howard.

Música: Nick Cave, Warren Ellis

Fotografía: Giles Nuttgens.

 

          Comienzo con  una precisión terminológica, pero el título buscado para traducir una expresión coloquial como Come Hell or High Water, me parece muy fuera de lugar, no solo porque ni siquiera el término, *Comanchería, que significa «tierra de los comanches», está aceptado por la RAE, sino porque ese modismo inglés sí tiene que ver con la historia que se narra en la película: «cueste lo que cueste», «sí o sí» o algo por el estilo hubieran estado más cerca de esa obstinación en cumplir una misión «caiga quien caiga», y bien que se intuye que alguno o algunos han de «caer», porque el empeño de la pareja protagonista no es otro que rescatar a un banco la propiedad de un rancho enajenado por la madre por una suerte de hipoteca inversa, pero mediante atracos a los propios bancos, a fin de reunir el dinero necesario para ello.

          Dos hermanos se reúnen apenas el mayor de ellos ha salido de la cárcel, donde ha pasado cinco años. Se trata de un hombre violento y arrojado, que no duda ante ningún peligro. El hermano pequeño, recién divorciado, quiere rescatar el rancho heredado de su madre para legárselo a sus hijos, sobre todo ahora que acaban de encontrar petróleo en él. El único medio a su alcance para reunir la suma de dinero exigida para cancelar la hipoteca es robar esa suma en los bancos, algo que llevan a cabo no sin cierta impericia pero, al tiempo, con férrea determinación, porque les va en ello el patrimonio familiar. Son dos personas muy distintas, y el hermano menor sabe que la insensatez del mayor puede causarles serios problemas a ambos e incluso abortar su estrategia sin haberla podido llevar a cabo.

          No tarda en aparecer la figura del ranger que ha de encargarse de perseguirlos por un territorio desértico, fotografiado con una extraña mística paisajística, y acaso de ahí el recurso del nombre para bautizar la película. Por esos caminos, desiertos, pueblos polvorientos  y sierras de Dios discurren las andanzas de los dos hermanos, hábiles en el camuflaje y prestos en la conducción para librarse de cualquier persecución. Por otro lado, el de la ley, la actuación parsimoniosa del ranger próximo a jubilarse halla en su compañero de origen indio el complemento perfecto para ofrecernos una «extraña pareja» con difícil complicidad, porque el ranger encarnado por Jeff Bridges, con evidentes rasgos racistas, lo que lo equipara a aquel mítico sheriff encarnado por Rod Sgteiger en En el calor de la noche, de Normnan Jewison, suele hacerle la vida imposible a su compañero, quien no deja de reconocer el instinto policial del viejo agente, lo que los lleva a acertar con la localidad donde los hermanos van a dar su próximo golpe, en el que, para perfecta animación de la trama, el hermano excarcelado acabará matando al policía del banco e hiriendo a un cliente, antes de, como el propone a su hermano, seguir cada cual por un camino: el menor, con el botín, hacia el escondite; el mayor, con sus armas, hacia el despiste de la policía para favorecer la huida del hermano, aunque ello implique una suerte de juego más que peligroso.

          No se trata, especialmente, de una película en la que abunden los diálogos, porque todo lo que ha de decirse quienes han de oírlo ya lo saben. El guion, por lo tanto, está atento a fijar las motivaciones de los personajes, la estrategia para salirse con la suya, burlar a la Justicia, a la policía y a los bancos, y vengar así la vejez amarga de la madre, y prestar atención a algunas escenas de carácter costumbrista que le dan sabor local a la historia, como el encuentro del hermano menor con la camarera en un bar restaurante enfrente de un banco que al final atraca su hermano de modo muy chapucero, y que lo obliga a salir por piernas de la localidad, o el restaurante donde comen los rangers, y en el que la camarera les pregunta «qué no querrán», en vez de lo contrario, una escena la mar de graciosa y que se desvela en su propio desarrollo.

          El guion ha sido escrito por Taylor Sheridan, también director, de quien he criticado muy favorablemente en este Ojo su ópera prima Wind River. Sheridan, natural de Texas, escogió la localidad de Archer City para el primer atraco, pero se da la circunstancia de que en Archer City se rodó La última película, de Bogdanovich, lo cual habla bien a las claras del mensaje metacinematográfico que palpamos enseguida en esas tomas de los pueblos amplios, semivacíos y crepusculares donde atracan, con mayor o menor fortuna los hermanos, lo que da pie a situaciones propiamente de cine cómico. Esa comicidad que aparece en la película aquí y allá atenúa el drama de la vida al límite que viven ambos hermanos y que se resolverá de un modo que lo ha de ver el espectador por sí mismo, porque, a buen seguro, le va a levantar serias sospechas sobre la moralidad o amoralidad de una película que, en última instancia, nos habla de una Usamérica en la que la supervivencia exige, a veces, aventuras delirantes como la que se narra en *Comanchería.

          Las interpretaciones, todas ellas muy ajustadas, dotan a la película de un grado de verdad muy propio de este neowestern crepuscular en el que la vida y la muerte, la venganza, la amoralidad y los buenos sentimientos se cruzan sin saber nunca muy bien donde empiezan y acaban las razones de cada cual para hacer lo que hace. El sentido de la amistad entre colegas o hermanos, sin embargo, resplandece como un brochazo de humanidad en lo que, para todos los personajes de la película, es una auténtica selva donde se escenifica la lucha por la vida (y el patrimonio).

         

viernes, 22 de marzo de 2024

«Solo las bestias», de Dóminik Moll o la enésima prevalencia del Azar.

 


Un excelente guion para una historia de soledades agrestes e instintos desatados.

 

Título original: Seules les bêtes

Año: 2019

Duración: 117 min.

País:  Francia

Dirección: Dóminik Moll

Guion: Gilles Marchand, Dóminik Moll. Novela: Colin Niel

Reparto: Denis Ménochet; Laure Calamy; Damien Bonnard; Nadia Tereszkiewicz; Bastien Bouillon; Valeria Bruni Tedeschi; Jenny Bellay; Fred Ulysse.

Música: Benedikt Schiefer

Fotografía: Patrick Ghiringhelli.

 

          En una geografía nada desconocida, dos vacaciones familiares en Millau, esta película del experimentado director de intrigas policiales, Dóminik Moll, cuya obra La noche del 12 lo acredita como experto en la creación de tramas muy sólidas y, en esta precisamente, en una revisión del polar tradicional, al centrarse en los métodos de investigación que persiguen aclarar un caso casi imposible de ser resuelto, nos presenta una trabada historia sobre un asesinato no menos difícil de resolver y que presenta una complicación de relaciones cruzadas que hacen de la historia casi una celebración del Azar como motor del acontecer cotidiano de las personas. Rodada en tiempo invernal, con lo que inconscientemente tendemos a recordar Fargo, de los Cohen, de buen comienzo sabemos que se ha producido la desaparición de una mujer y se investiga si de ello se deriva un asesinato, algo de lo que no tardamos en enterarnos. Los distintos personajes que aparecen en la trama pertenecen ya a esforzados ganaderos de la zona, ya a la alta burguesía, el proletariado o los jóvenes de Abiyán que explotan las fantasías sexuales de adultos reprimidos a través de falsos contactos en los que se hacen pasar por las jóvenes de quienes han comprado la persona y vídeos eróticos con los que seducir a los contactados. Eso es lo que le ocurre a uno de los protagonistas, interpretado por Denis Ménochet, el ya famoso en España protagonista de As Bestas, de Rodrigo Sorogoyen, una historia complementaria, pero fundamental para acabar de entender las miserias humanas que vehiculan las historias corales, entre las que no es menor el adulterio de la mujer del estafado en internet con un ganadero vecino.

          Lo profundamente original, siempre hasta cierto punto, claro…, es la manera como se nos cuenta la historia, porque los hechos van conociéndose a través de los capítulos en que  vuelven a verse hechos conocidos en otros desde la perspectiva de otros personajes, lo que permite ir atando cabos muy poco a poco, hasta llegar, finalmente, a saber que ha habido un asesinato y quién es la persona responsable, amen de las reacciones insospechadas que provoca tal suceso. Ello significa que, aparentemente, todas las relaciones parecen pertenecer a historias muy distintas, el adulterio mencionado, el adulterio/estafa a través de internet, la relación tóxica de una mujer madura con una joven que se enamora de ella, la aparición testimonial de un policía que anda totalmente desorientado respecto de la desaparición de la mujer en una estepa nevada, la perturbación mental del ganadero vecino, la historia de la mujer africana que tiene un protector blanco al que no quiere perder, la historia del joven estafador que tiene una hija con ella… Como se aprecia, el planteamiento lo tiene todo de laberinto de historias, de Vidas cruzadas, de Altman, un método en el que, al ir descubriendo los vínculos de unas historias con otras, acabamos convenciéndonos de la importancia del Azar en nuestras vidas y de la fragilidad de las relaciones humanas.

          En términos generales, todas las historias tienen un algo de soledad, misterio y oscuridad que nos acercan más a la tristeza que a lo real complejo: no hay ni un resquicio para el humor en la vida de los personajes: viven arrastrados por sus pasiones, sus condicionamientos, sus caprichos y sus egoísmos, y no ven más allá de su propio ombligo. Que estemos en un ambiente rural explica algo, porque los personajes viven en casas aisladas, con difícil comunicación y tienden, como le pasa al vecino de la pareja protagonista, a hablar «solo con las bestias», que da pie al título de la película. Todos desconfían de todos y todos viven una profunda insatisfacción, como si todos estuvieran desubicados y anhelaran un lugar propio. Incluso la joven enamorada de la mujer madura acaba viviendo en la inhóspita rulot de un camping de bungalows cerrados porque quiere buscar su lugar en brazos de la mujer madura, quien, sin embargo, intuye la pasión devastadora de la obsesión y la acaba rechazando. La mujer madura será la víctima. Y nadie será sospechoso de la muerte hasta que descubramos cómo muere, lo que no pone en modo alguno fin a la trama, dado que hay, al menos dos hilos narrativos abiertos que el guion tiene la bondad de permitirnos seguir para iluminarnos sobre lo que realmente ocurre, algo que nos estremece y nos pasma por igual.

          La vida en el campo es dura, y el trato con los animales deja huella. Si añadimos el hecho de llevar una vida insatisfecha matrimonialmente o vivir traumatizado y tener serios conflictos mentales, comprendemos enseguida que son condicionantes a los que difícilmente se puede escapar.

          El paisaje de Les Grands Causses sirve de escenario para una realización en la que la geografía y el clima parecen convertirse en factores decisivos para entender la psicología de los personajes. Se trata de una gran Parque Natural en el sureste de Francia siempre atractivo, en invierno y en verano. El frío invernal al que los protagonistas parecen habituados nos cala en los huesos cuando advertimos que aún es más gélido el corazón de esos seres incomunicados, que rehúyen la palabra cordial y que renuncian a la vida social. Los planos de las bestias estabuladas hasta que pasen los fríos son, acaso, la visión más cordial y amable de la película. Y ni siquiera las secuencias lésbicas de la víctima con la camarera, que complementa el sueldo con sesiones de vídeo porno caseras, tienen la más mínima «cordialidad», y sí el agrio regusto de un amor fou casi incomprensible.

          Insisto, sin embargo, en que el modo feliz como el director va encadenando las revelaciones de la trama en torno a la desaparición, primero, y después asesinato, nos ofrece una película altamente adictiva. Sí, es cierto que el viaje a Abiyán del protagonista tiene un regusto de disparate narrativo, pero se disculpa si tenemos en cuenta que sirve para completar la historia de los dos jóvenes costamarfileños, ella, que emigra a Francia con su «blanco» rico y él, que continúa su vida de innobles trapicheos en los barrios bajos de la gran ciudad. Los ambientes de la capital africana, la aspiración a la vida de «triunfadores» de quienes solo lo pueden conseguir con el fraude, tiene un poder visual magnífico y unas interpretaciones muy destacables.

          En conjunto, todos los elementos, por dispares que sean, sirven para describirnos dos realidades, la de la antigua colonia y la de la región del Gran Macizo francés, altamente interesantes, tanto desde la psicología como desde la sociología de una profesión, la de ganadero, dura y poco reconocida.

jueves, 21 de marzo de 2024

«Of Freak and Men», de Aleksei Balabanov o el paleoporno…

 

El invento del cine,  la doble moral burguesa y la perversión suma: una obra maestra.

 

Título original: Pro urodov i lyudeyaka

Año: 1998

Duración: 93 min.

País: Rusia

Dirección: Aleksei Balabanov

Guion: Aleksei Balabanov

Reparto: Sergey Makovetskiy; Dinara Drukarova; Anzhelika Nevolina; Viktor Sukhorukov;

Chingiz Tsydendambayev; Vadim Prokhorov; Aleksandr Mezentsev; Igor Shibanov; Alyosha Dyo; Dariya Lesnikova; Valeri Krishtapenko; Yuriy Galtsev; Boris Smolkin; Irina Rakshina; Lyudmila Arzhannikova; Valeriya Yakovleva; Kristina Skvarek.

Música: Éric Neveux

Fotografía: Sergei Astakhov.

 

          San Petersburgo a principios de siglo. El negocio de las postales eróticas, sobre todo las dedicadas al «vicio inglés». Las ricas familias acomodadas en las que, a través del servicio, se cuelan esas postales. Una ciudad retratada con una belleza total: desierta, como en Días felices, su ópera prima. El nacimiento de las primeras cámaras de rodaje y proyectores. El salto de las postales a las películas, con el mismo tema. La falta de escrúpulos de un rufián que no se detiene ni ante el crimen para «apoderarse» de la joven heredera de quien está arrebatadamente enamorado. Un padre seducido por la hermana del truhan y a quien nombra albacea testamentaria de su hija hasta que esta se case con quien libremente quiera. El lacayo del truhan obsesionado con los hijos siameses adoptados por el matrimonio fracasado de un doctor, y, de paso, eróticamente, con la mujer ciega que no soporta al marido pero se rinde ante el jayán.

          Y comienza la película, en riguroso blanco y negro, muda, con intertítulos. En antros inhóspitos se sacan las fotografías de la mujer venerable azotando los cuerpos desnudos de las jóvenes. A medida que avanza la acción, el blanco y negro gira a sepia y empieza una narración costumbrista de la decadencia de esos dos hogares que acabarán unidos por el mal que se introduce en ellos casi subrepticiamente y logra, finalmente, triunfar, de modo que la novia idealizada acaba convertida en «carne de porno» para las películas que rodará quien asiste, en los tiempos felices, a una comida en casa de la protagonista y es considerado como el novio oficial, aunque depende económicamente de quien le paga las cámaras, el perverso Yohan que, con frío cálculo, ha logrado apoderarse de la casa de quien lo echó con cajas destempladas cuando pidió la mano de su hija. El viaje de Yohan en barca por el río Nevá con una chimenea que despide un denso humo negro, como una vieja locomotora, y él en la proa con un ramo de flores es una de las mil y una imágenes icónicas de esta terrible y maravillosa película en la que se mezclan la belleza de los planos con el mal de la perversa historia no solo de la hija del ingeniero, sino del imperturbable Yohan y la emocionante historia de los gemelos siameses a quien la criada del doctor seduce eróticamente con las postales y con la exhibición impúdica de su seno desnudo ante los ojos atónitos de uno de los siameses, porque son distintos. Luego volveré sobre ellos.

          La majestuosidad de los movimientos de cámara en una ciudad desierta por la que atraviesan apenas los personajes de la historia y un tren que, mientras vive el ingeniero, parte hacia la derecha del plano, como símbolo de progreso y esperanza de los personajes, y después de su muerte, hacia la izquierda, simbolizando la fatalidad del destino de los mismos, son elementos que nos revelan la querencia de Balabanov por los símbolos y, en parte por revelar esa faceta absurda de la existencia que desvela las profundas hipocresías sociales que construimos. Por cierto, el estrafalario traje del operador de la primera cámara de cine recuerda sobremanera el del marido de la patrona de la casa donde le alquilan al personaje de Días felices una habitación. Y ahí entra en juego el otro lado de la perversión asociada al cine como atracción de barraca de feria, algo que el cine no ha olvidado, dada la prevalente afición de innumerables cineastas a localizar en las ferias parte de la acción de sus películas, e insisto en que alguien debería escribir una monografía sobre ello… El ayudante de Yohan, el protagonista de Días felices, vive obsesionado con los siameses de la frígida ciega y el doctor amigo de la familia del ingeniero y su hija. Una vez que Yohan se sacude la amenaza del doctor disparándole por debajo de la mesa mientras está comiendo, y es muy notable el plano en que se vierte el contenido liquido del bol y va goteando hacia el cadáver; el ayudante, digo, secuestra a los niños, después de haber seducido a la mujer y los lleva a los tres a la casa tomada por Yohan para que todos sirvan de intérpretes de esas películas que luego se verán de forma privada por los miembros de una sociedad tan devota de ellas como escandalizada por su existencia. Antes de llegar, ha habido una escena escalofriante en la que el ayudante levanta los largos faldones de la mujer ciega para descubrir que no lleva ropa interior ninguna, y en ese momento irrumpen los hijos en escena y contemplan horrorizados a su madre medio desnuda.

          En el transcurso del secuestro, los explotadores descubren que los siameses son excelentes cantantes —su madre ciega los educa exquisitamente— y que, cada uno por un lado del instrumento, ambos tocan al alimón el acordeón. Estamos ante uno de los momentos «mágicos» de la película, tanto cuando interpretan en la casa la canción como cuando lo hacen ante un auditorio. La historia de estos siameses es de una crueldad infinita y muy difícil de soportar, porque muchos personajes de la película han roto todas las barreras morales y solo atienden al negocio y a su explotación. El lacayo de Yohan consigue aficionar a la bebida a uno de los siameses, y me abstengo de seguir contando el devenir de esa terrible iniciación porque es importante asistir a la perversión diferida de esa adicción. El otro, sin embargo, más serio, se enamora de Leeza, la hija del ingeniero, y, compartiendo los tres la habitación donde viven literalmente secuestrados, ella accede a tener relaciones sexuales con él, en lo que, «probablemente será la

única ocasión que tenga en mi vida», porque el hermano está profundamente dormido, a causa del alcohol.

          Como se advierte por la sinopsis, estamos ante una obra que mezcla muy sabiamente varios elementos que definen toda una época y que tienen, para Balabanov, una importancia capital: el cine, en primer lugar, porque, a pesar de la trama sórdida, el descubrimiento de la cámara es un momento «feliz» para quien, sin embargo, ha pasado de novio aspirante de Leeza a operador de su degradación, y esa sabia mezcla de felicidad y profanación del objeto de su deseo está muy conseguida en la secuencia; el oscuro mundo de los criados y su poder sobre los amos; la doble moral burguesa; y unos exteriores solitarios en los que el director consigue secuencias muy brillantes. Hay otros aspectos dignos de consideración detallada, pero solo puedo entrar en ellos destripando totalmente el argumento.

          A mí, y esta es la quinta película que veo del autor, me ha parecido la mejor de todas. Las interpretaciones, sobre todo la de Yohan, Sergey Makovetskiy, es fantástica, y, a su manera, me ha recordado, acaso por la similitud temática, al mejor Dirk Bogarde, el de El sirviente, de Losey. A su lado, repiten los dos personajes protagonistas de Días felices, Anzhelika Nevolina y Viktor Sukhorukov. Y sobresalen, por méritos propios, Dinara Drukarova, una Leeza inolvidable, y los siameses Chingiz Tsydendambayev (Tolia) y Alyosha Dyo (Kolia).

          Dada la nula distribución del cine de Balabanov en España, esta película, que puede verse en Filmin, no ha llegado a nuestras pantallas. A mí me parece una obra maestra, con un final apoteósico. Otros habrá que acaso me desengañen, pero hasta el momento…

         

 

miércoles, 20 de marzo de 2024

«Días felices, de Balabanov, una ópera prima beckettiana.

 

Una triste celebración del absurdo, rigurosamente fiel al espíritu del autor irlandés.

 

Título original: Schastlivye dni (Happy Days)

Año: 1991

Duración: 86 min.

País: Unión Soviética (URSS)

Dirección: Aleksei Balabanov

Guion: Aleksei Balabanov. Obra: Samuel Beckett

Reparto: Viktor Sukhorukov; Anzheklika Nevolina; Yevgeni Merkuryev; Georgi Tejkh; Nicolai Lavrov

Fotografía: Sergei Astakhov (B&W).

 

          Si las obras de Beckett, antes de convertirse el autor en un icono del teatro del absurdo, suscitaron tantas adhesiones como rechazos, inspirarse en una de ellas para debutar en el cine, con una propuesta tan radical y a contracorriente de los gustos populares, amerita un valor extraordinario. ¡Qué suerte tuvo Balabanov, de haber encontrado financiación para llevarla a cabo! ¡Y qué maravilla nos ha entregado a cambio! De acuerdo, no es una película para «mayorías», lo reconozco, pero cada autor elige en qué tradición hunde sus raíces, y Balabanov escogió la de Tarkovski, la de Béla Tarr, la de Kaurismäki, la de Lynch, la de Dreyer, la del primer Antonioni…, ¡y hasta me atrevería a decir que también Ozu!

          En este Ojo he criticado tres de sus películas, y después de una ópera prima tan singular, aún me atreveré con la que acabo de ver, impulsado por esta: De monstruos y hombres. Todas son muy distintas de Días felices, aunque De monstruos y hombres guarda un cierto nexo de unión con ella, no solo por la aparición en ambas de dos actores espléndidos, sino por el uso del blanco y negro y por la concepción del espacio como una ciudad vacía en la que solo habitan ciertas personas torturadas por conflictos de muy distinta naturaleza.

          La situación de partida es clara. A un hombre en una clínica se acercan dos doctores que le piden ver el cráneo que el paciente tiene vendado. Una vez visto, sin ulteriores comentarios ni gestos, le dicen que vuelva a colocarse la venda que cierra la supuesta herida abierta y el paciente es dado de alta. Le devuelven sus pertenencias, una caja de música, su dinero y lo ponen de patitas en la calle, a pesar de que él quiere seguir residiendo en el hospital. Incluso baja a la lavandería, en el sótano y se instala allí, para que lo dejen permanecer en el único sitio que conoce. Expulsado, finalmente, comienza la peregrinación ciudadana del protagonista en busca de una habitación, lo que la lleva a una casa en la que dos viciosos pretenden embromarlo para sumarlo a sus prácticas y él sale huyendo. Luego pasa por una pensión donde es acogido y secuestrado al tiempo, y en la que la patrona le adjudica un nombre que él hace suyo: el de su esposo que va y viene y hace mucho que no vuelve, aunque reaparece y, después de golpear a su esposa, le dice al inquilino que ha de desaparecer. El marido viste un traje circense y en la ciudad cuelgan algunos carteles desgarrados que anuncian su espectáculo. Finalmente, acaba en la puerta de una iglesia, pidiendo limosna. Un ciego que se hace acompañar de un burro lo invita a compartir su alojamiento, y allí se encuentra con el decrépito padre del ciego, que amenaza a su hijo y le reprocha que no lo cuide, cuando, de pequeño, siempre lo llamaba llorando para que él acudiera. La vida deprimente de ambos seres en una cueva, más que alojamiento, acaba convenciendo al protagonista de que ha de buscar otros aires. Se instala en el banco de un cementerio y allí entrará en relación con una joven con quien  inicia lo más parecido a la más extravagante relación amorosa jamás concebida. Tengamos presente que el protagonista no sabe quién es ni dónde está ni de donde viene: aparece en las calles desiertas de San Petersburgo como una presencia extraña que solo reacciona desde los impulsos más primitivos del miedo a los demás y de la búsqueda de su propia seguridad, aunque es un observador atento de cuanto lo rodea. El palacio adonde lo lleva la joven para instalarlo en una de sus habitaciones es un edificio en ruinas, del mismo modo que la ciudad es un espacio deshabitado, helado, en el que suenan los compases de la música de Wagner, con unas tomas panorámicas magníficas, bellísimas. La joven consigue acostarse en el mismo sofá que el protagonista y ambos comentan, con risas adolescentes, el hecho, sorprendente para él, de que hayan tenido relaciones sexuales. A todo esto, no he dicho algo acaso significativo: que el protagonista, además de su caja de música, guarda con celo el erizo que la joven le regala, con un mimo que viene a representar el hilo cordial que lo ata a la naturaleza que comparte con otras especies, aunque, en un momento dado, deje abandonado el borrico en el cementerio.

          Como se advierte, nada en la película se ajusta a los cánones del realismo o de la narrativa que se rige por las leyes lógicas de la causa y el efecto  y la coherencia. Estamos en presencia de una película casi muda que lo fía todo a las impactantes imágenes de la decadencia, de la miseria, de la desorientación y de la degradación moral de unos personajes tan o más perdidos que el protagonista. Quizás sea ese concepto vago que solemos usar en estos casos, el de «atmósfera», el más apropiado para describir lo impactante de esta película. Balabanov ha creado un mundo singular, solo parcialmente conectado con el mundo que habitamos los espectadores y, por ello mismo, nos exige un plus de aceptación para asentir a la narración de esta alma en pena, con el cerebro operado, sin memoria ni siquiera de su propio nombre y con muy escasos resortes sociales para la supervivencia. Y luego hemos de considerar las imágenes nucleares que atraviesan la película, como el tranvía que pasa por delante de la casa donde había alquilado una habitación y la patrona le había transferido el nombre de su marido y que él hace suyo, sin más, hasta que vuelve el original y se abre camino por la violencia para recuperar su espacio. Hay un autor, hoy imagino que totalmente olvidado, pero muy exitoso en los años 70, Walerian Borowczyk, que dirigió dos películas que hoy figuran en la selecta lista de las rarezas del séptimo arte: La bestia y Goto, isla del amor, esta última en blanco y negro y con una estética muy próxima a la de  Días felices de Balabanov, un cineasta m uy próximo al «exceso» que, como saben los lectores de Blake, es el camino que lleva a la sabiduría…

domingo, 17 de marzo de 2024

«El último millonario», de René Clair o aquellas viejas fábulas encantadoras…

 

Un sainete con tintes surrealistas sobre el poder, la sumisión y el amor…

Título original: Le dernier milliardaire

Año: 1934

Duración: 92 min.

País:  Francia

Dirección: René Clair

Guion: René Clair

Reparto: Max Dearly, Sinoël, Paul Ollivier, Marthe Mellot, Charles Redgie, Renée Saint-Cyr, Marcel Carpentier, Raymond Cordy, José Noguéro

Música: Maurice Jaubert

Fotografía: Rudolph Maté, Louis Née.

 

El Ducado de Fenwick, Ruritania, Freedonia, Pimlico… y tantos otros países imaginarios aparecen en películas con fuerte color satírico en las que, por lo general, se hace una ácida crítica del abuso del Poder, del poder del dinero y de la corrupción política y moral de sus dirigentes. Todo ello bañado, usualmente, en carcajadas que, entre bromas y veras, suelen levantar un retrato bastante fidedigno de las miserias humanas. A esa lista hemos de añadir mi reciente descubrimiento: Casinario, el reino imaginario creado por René Clair para despacharse a gusto contra los absurdos del Poder y el poder absoluto del dinero, encarnado aquí en un millonario nacido en Casinario y que hizo fortuna en Usamérica. Que en la cinematografía de la película encontremos a un futuro director de tanto interés como Rudolph Maté nos permite intuir lo que, apenas comenzamos a ver la película, distinguimos enseguida: la virtuosa perfección formal de la obra, tanto en los exteriores como en los interiores de los magnos lugares, el palacio real y el casino, ¡única fuente de ingresos del reino!, y de la que viven todos los habitantes de Casinario como funcionarios, salvo el pobre oficial que se pasea displicentemente por el reducido reino, una ciudad portuaria, rechazando la calderilla que algún desaprensivo le ofrece.

Estamos, por lo dicho nadie lo duda, en una estilizada parodia del Principado de Mónaco, que toma Clair como motivo cercano para construir una fábula política con lejanos ecos del teatro de marionetas con un sentido del humor que no abandona el metraje en ningún momento y que llega, en el delirio narrativo de la experiencia de bancarrota por la que pasa el reino de Casinario, a un planteamiento que roza el surrealismo-

La situación de bancarrota está sumiendo en la desesperación al pueblo de Casinario, que comienza a rebelarse contra la familia real. La solución es, como siempre, fijar un objetivo irrealizable como metra para superar el aciago presente. El método, sin embargo, consiste en pedirle un empréstito de 300 millones de dólares a un hijo de Casinario que ha triunfado, como banquero, en Usamérica. La contrapartida: ofrecerle la mano de la joven princesa heredera, de quien sería rey consorte, pues la reina madre anula el orden preferente en la sucesión y descarta a su hijo para abdicar en favor de la nieta. El magnate llega a Casinario y todo el reino se vuelca en honrar al hijo predilecto que regresa para «salvar» el reino y a sus habitantes del futuro sombrío de pobreza que les aguarda. El hombre, no obstante, ante las informaciones que recibe sobre la situación real del reino, en el que se ha vuelto a la economía de trueque —lo que la hace muy curiosamente cercana a la situación de Argentina y el famoso corralito…—, decide comunicar a todo el mundo que la reina le ha ofrecido la dirección económica del reino, y, aprovechando la ocasión, la política, que él añade por el mismo precio: el préstamo de trescientos millones. Todo discurre dentro de unos cauces en los que pronto advertimos dos historias paralelas: los intentos de la hija, enamorada del director de orquesta, una orquesta que solo toca el himno nacional…, por alejar el momento de ser llevada al altar por el millonario, y, por otro lado, la rebelión de los ministros y altos cargos de la Corte que no aceptan el gobierno autocrático del millonario, aunque este parece querer enmendar los años de corrupción institucionalizada que ha sufrido el reino. En uno de los intentos por deshacerse de él, sufre un asalto en su dormitorio y, a resultas de unas pruebas que hace su guardaespaldas, un detective privado, diríase que salido del mejor cine mudo cómico, el millonario sufre un golpe en la cabeza que lo atonta y le transforma la personalidad. Es en esos momentos, cuando pierde su continencia y severidad y se comporta como un absoluto idiota, cuando asistimos a los mejores momentos cómicos de la película, un brochazo de surrealismo o poética del absurdo que convierte cada decisión del primer ministro en el mundo al revés, con imágenes espectaculares, como la requisa de sombreros y su lanzamiento al mar para  mejorar la industria de la confección, por ejemplo.

Sí, algunos reconocerán en ese humor «blanco» poético un tipo de humor que entre nosotros encarnó a la perfección el humor disparatado de Enrique Jardiel Poncela, por ejemplo, y que, pasada la Guerra Civil Española, se manifestaría en una revista de humor como La Codorniz. Se trata, pues, de un tipo de humor «de época» que podemos ver en una película como I’ll Give a Million, de Walter Lang o La muerte de vacaciones, de Mitchell Leisen. So capa de un planteamiento absurdo, ir, poco a poco, dejando caer ciertas críticas con notable carga de profundidad que suelen calar en los espectadores. No quiero adelantar acontecimientos que han de ir viendo y descubriendo los espectadores en el orden dispuesto por el autor, pero la historia del casamiento permanentemente pospuesto, tiene un desarrollo que provocará la sorpresa de cualquiera, además de revelar no poco de la condición humana en ciertos personajes de la trama. Sí, también tiene mucho de viejo vodevil, atento a las entradas y salidas, a las confusiones y a los cambios inesperados que animan la acción. El giro final de los acontecimientos es insospechado, pero entra dentro de una lógica que se impone frente al mundo caduco de las aristocracias sin sentido de la realidad.

Quizás sea yo benévolo en exceso, pero este tipo de humor, la excelente realización, la fotografía y una puesta en escena magnificente hacen de esta película una de ese buen puñado de ellas a las que les corresponde, sobre otros, el calificativo de «deliciosa», por su ingenio y por su radiante humor que no cesa. Clair, digan lo que digan los «entendidos», es un valor seguro para disfrutar ante la pantalla.

viernes, 15 de marzo de 2024

«Vidas pasadas», de Celine Song o el mal de ausencia en una ópera prima muy sensible.

 

Rescatar el pasado o el trance de aceptar que no somos, en cierto modo, quienes fuimos.

 

Título original: Past Lives

Año: 2023

Duración: 105 min.

País:  Estados Unidos

Dirección; Celine Song

Guion: Celine Song

Reparto: Greta Lee; Yoo Teo; John Magaro; Moon Seung-ah; Youn Ji-hye; Jonica T. Gibbs; Federico Rodriguez; Choi Won-young; Jane Yubin Kim; Emily Cass McDonnell; Conrad Schott; Oge Agulué; Leem Seung-min; Kristen Sieh; Nathan Clarkson; Nadia Ramdass; Skyler Wenger; John-Deric Mitchell; Bob Leszczak; Isaac Cole Powell; Chase Sui Wonders.

Música: Christopher Bear, Daniel Rossen

Fotografía: Shabier Kirchner.

 

          En estos tiempos de comunicación global, nadie se pierde para nadie en el gran río de la vida. Y no siempre los «¿y qué habrá sido de…?» acaban teniendo un final feliz o siquiera amable. El planteamiento de la película supone, en efecto, la constatación de la validez de mi primer aserto, porque, a través de internet, no resulta complicado, en sociedades avanzadas, seguir el rastro de alguien y dar con la persona deseada para «rescatarla» de un olvido de, a veces, muchos años. Hay una suerte de rito nostálgico en esa búsqueda del pasado, viejos amigos, familiares lejanos, compañeros de escuela, amilegas, etc. al que parece difícil resistirse, si bien todo está en función del recuerdo óptimo que tengamos de ese pasado que queremos descubrir y con el que queremos reconectar.

          Los dos protagonistas de esta película han sido compañeros de clase muy «especiales» durante su infancia, hasta el punto, incluso, de poder hablarse de un «primer amor», jamás formulado de otro modo que el de la felicidad de compartir el tiempo y los juegos, hasta que ella, siguiendo a su familia ha de irse, con el consiguiente desgarro que ello supone. Ella se va a Canadá. Él se queda en Seúl. Su último encuentro es en un jardín en el que, bajo la atenta mirada de sus madres, juegan con absoluta complicidad. Pronto la vida de cada cual es absorbida por su presente inmediato y se olvidan el uno del otro, ¡hasta que ella decide rastrear su existencia en internet!, momento en el que se entera de que él la ha estado buscando también. El momento del contacto, y quien haya pasado por una experiencia similar sabrá la intensidad emocional involucrada en ese reencuentro extraño en el que dos desconocidos  vuelven a cruzar sus caminos como si nunca se hubieran apartado el uno del otro y no hubieran pasado los doce años de la primera separación y luego otros doce más hasta el encuentro en persona, estando, como en este caso de la película, ella casada y él, soltero, y sin saber muy bien qué rumbo ha de seguir en la vida, más allá del del trabajo y la añoranza de un lejano amor infantil que sigue guardando como un preciado tesoro en su memoria.

          La reanudación de la relación es inicialmente cibernética, de pantalla a pantalla, y permite constatar que el afecto de antaño sigue vivo, y que la felicidad de simplemente estar juntos aún mantiene su hechizo. En esta fase de la película, podemos relacionarla con otras como 10.000 km, de Carlos Marquet-Marcés, en la que se mantiene la ficción del enamoramiento de una pareja a través de la relación por videoconferencia a la distancia del título. 1000 km más se añaden en esta otra relación que relaciona a los protagonistas con veinticuatro años, antes de que cada cual siga el curso de su vida, a resultas del cual ella acabará contrayendo matrimonio con un escritor —en parte para conseguir el permiso de residencia en Usamérica— y él seguirá soltero y sin otro compromiso que el trabajo y la amistad. Han de pasar esos otros doce años —pero estamos lejos de la propuesta de Richard Linklater, Boyhood, y sí más cerca, acaso, de su trilogía del Antes de…— para pasar la prueba de fuego de la cercanía, del contacto físico y de la convivencia, aunque sea la algo forzada de ciertas salidas turísticas en una Nueva York muy hermosamente fotografiada, con una presencia y una nitidez que aparecen, sobre todo sus edificios luminosos, como un recordatorio del Manhattan, de Allen. Hacía tiempo que no veía Manhattan tan hermosamente fotografiado como aparece en esta película.

          La castidad del encuentro entre ambos, él, Hae Sung, tan tímido, y ella, Nora, casada y supuestamente enamorada de su marido, aunque sintiendo aún un fuerte tirón afectivo hacia su cómplice de infancia, quien permanecía a su lado, como un feroz e impasible guardián armado, cuando ella cedía a sus muchos llantos, nos ofrece una relación muy sutil que acabará complicándose con la entrada en liza del tercero en discordia: el marido. La impotencia de este, quien se siente marginado ante la relación en coreano de su mujer y su amigo de la infancia le lleva a revelarle que está estudiando coreano porque, por las noches, ella solo habla, cuando sueña, en coreano, acaba «complicando» relativamente el encuentro, porque él se siente inseguro respecto de la reacción de su mujer, aunque, en su calidad de escritora teatral, le recuerda que es imposible que ella deje colgado un ensayo teatral, y menos por ningún hombre. Pero esa valiente afirmación es anterior al encuentro en persona, cuando aparece el concepto budista del In-yun, de acuerdo con el cual, cada uno de nosotros está destinado a tener una relación con alguien con quien, acaso, no hayamos hecho otra cosa que rozarnos inadvertidamente, un hecho aparentemente intrascendente pero que puede tener consecuencias duraderas en nuestras vidas. Hay, en ese concepto, una visión poética de las relaciones amorosas que la película ejemplifica en el caso de ambos protagonistas, cuyo «roce» en la infancia fue tan marcado como para poderlos convencer, ahora, de que han nacido el uno para el otro. La película, romántica como pocas, pero también contenida y sin el más mínimo alarde de sensiblería, va por otros derroteros, esto es, por la fuerza del presente y de lo real frente a las teorías del amor idealizado, pero el caso es que el buen mozo, Yoo Teo, que se planta ante ella, con la misma timidez que de niño, pero también con la misma devoción amorosa, la hace dudar seriamente de cuál ha de ser el derrotero que siga su vida. A quienes no les guste que les destripen los finales, haga el favor de detener su lectura, pero, dada la economía de gestos de la película, tan de matriz oriental, no puede pasar desapercibido al espectador que cuando él se va al aeropuerto en el taxi y ella lo despide en la acera de la calle, vuelve al refugio del abrazo de su marido, pero ella continúa con los brazos extendidos y paralelos al cuerpo, como si aún estuviera recriminándose no haberse ido con su «verdadero» amor. Sí, claro, el In-yun garantiza que siempre se está a tiempo de recuperarlo, porque esa teoría del amor implica un altísimo número de contactos como requisito previo para poder cumplir con él.

          Aunque la puesta en escena, con el fabuloso retrato de Nueva York, otorga cierta majestuosidad a la película, estamos ante una película intimista, casi sotto voce, con diálogos nada grandilocuentes, pero sí llenos de sorpresa y admiración por el azar de los caminos que siguen las vidas. Hay mucho lenguaje fático, el propio que admite esa presencia apabullante de lo real imponiéndose contra cualquier intento de cambiar lo que ha sido escrito con la tinta indeleble del azar: no otra cosa son los wow! con que se saludan a uno y otro lado de la pantalla cuando por fin se encuentran, por ejemplo.

          Si la protagonista, una mujer ambiciosa que quiere llegar a lo más alto en su carrera de escritora, nos enamora con su sensibilidad, la actuación de Yoo Teo es de todo punto admirable, y en su presencia, acaso un poco «acomplejada», por el poco mundo que tiene el joven, se condensan rasgos tan atractivos como la sinceridad y la pasión intacta, aunque controladas por una timidez que lo lleva, acaso por falta de confianza en sí mismo, a no intentar «modificar» una vida tan «escrita» como la de su antiguo amor. Ambos, el uno frente al otro, tienen la misma duda: ¿soy yo, sigo siendo…, aquel que fui? La doctrina budista de los cambios constantes, fundamento del Yijing, impide dar una respuesta definitiva a esa pregunta, si bien siempre queda la esperanza de la puerta abierta a un encuentro futuro.

          Una historia de amor muy de nuestro tiempo, en el que parecemos empeñados en no renunciar a nada; pero ciertos descubrimientos no tardan en revelarnos que la esencia de la vida es la toma de decisiones que nos impiden, paradójicamente, poder tenerlo todo. El dolor de la ausencia, no obstante, puede acabar enquistado de forma endémica en cada uno de nosotros.

«American Fiction», de Cord Jefferson, ópera prima con mucho oficio.

 

El poder, los estereotipos y la ideología woke… en una comedia con excelentes finales…

 

Título original: American Fiction

Año: 2023

Duración: 117 min.

País:  Estados Unidos

Dirección: Cord Jefferson

Guion: Cord Jefferson. Novela: Percival Everett

Reparto: Jeffrey Wright; Tracee Ellis Ross; Erika Alexander; Issa Rae; Sterling K. Brown;

John Ortiz; Leslie Uggams; Adam Brody; Keith David; Myra Lucretia Taylor; Raymond Anthony Thomas; Okieriete Onaodowan; Miriam Shor; Michael Cyril Creighton; Patrick Fischler; Neal Lerner; J.C. MacKenzie; Jenn Harris; Bates Wilder; Michael Jibrin; Skyler Wright; John Ales; Michele Proude; David De Beck; Becki Dennis; Greta Quispe; Kate Avallone; Dustin Tucker; Justin Andrew Phillips; Jason A. Martinez; Celeste Oliva; Alexander Pobutsky; Michael Malvesti.

Música: Laura Karpman

Fotografía: Cristina Dunlap.

 

          Otra pieza cobrada a la actualidad: una película con Oscar al mejor guion adaptado en la primera aparición en un largo de su autor, Cord Jefferson, habitual de la televisión, y a quien se le cerraron no pocas puertas antes de poder sacar adelante su proyecto. El premio reconoce la calidad de un guion perfectamente trabado que fluye con una doble perspectiva: el drama familiar y la comedia en el mundo literario. Arranca con el despido de un novelista de su puesto como profesor de escritura en una universidad, donde es denunciado por el wokismo dominante en tantos sectores de la sociedad usamericana y europea, y su regreso a la casa familiar para encontrarse no solo con la muerte de su hermana, el ángel de la guarda que lo ha librado de la responsabilidad frente al envejecimiento de su madre —su padre se suicidó en la casa de la playa de la familia—, con Alzheimer declarado y a quien él se ve forzado a cuidar, dada la ausencia del otro hermano, un escultural gay, aficionado a colocarse, con  quien se reencuentra y a quien tendrá que descubrir para aceptarlo, si bien es él quien se encarga de todos los trámites para instalar a su madre en una residencia donde reciba los cuidados que él no está dispuesto a prodigarle, por supuesto, y en buena lógica vital. Después de algunas publicaciones exitosas, el autor protagonista choca contra un muro de incomprensión acerca de sus proyectos de notable altura intelectual. La desaparición de su fuente de ingresos lo obliga a buscar una solución y, a modo de divertimento, se dedica a escribir una novela llena de motherfuckers y otras crudas lindezas en un ambiente de marginación y drogas que, en un guiño cómico no original, pero sí efectivo, se representa ante su escritorio, de tal manera que los personajes están pendientes de lo que a él, finalmente, le dé por escribir. La escena es divertida y constituye una muestra del disparate frenético y sádico de ciertos ambientes que parecen inspirados en The Wire, de David Simon,  pero en su versión más cutre. Al final, la firma con un pseudónimo  y se la envía a su desesperado representante, quien la mueve entre los editores y consigue «colocarla», con la ficción contextual de que el autor es un huido de la Justicia, y de ahí el uso del pseudónimo. El experimento, en consecuencia, que se inicia como un juego, acaba cobrando una dimensión que se le escapa de las manos al autor, quien, además, es convencido para participar como miembro «de cuota racial» en el comité que otorga el premio al libro del año, comité donde ha de evaluar su propia obra, a la que, en un triple mortal sin red, decide cambiarle el título original por el de Fuck, ante el estupor, primero, y el entusiasmo, después, de los editores que están dispuestos a pagar por esa «mierda» deliberada, hasta 750.000$, lo que queda chico ante los cuatro millones que, rodando y rodando la bola del disparate, está dispuesto a pagarle un director por la adaptación al cine. Y ahí la trama deriva hacia una complicación argumental que se superpone a la historia cotidiana de la vida familiar y la relación del protagonista con una vecina que ha leído sus libros pero a la que sorprende leyendo el bodrio que ha escrito para reírse de los lectores blancos a los que todo lo relativo a la «negritud» les interesa y siguen desde esa superioridad que, junto a otra escritora con quien coincide en el jurado, él califica como «de los Hampton», esto es, la zona residencial del extremo de Coney Island con el valor inmobiliario más alto de toda Usamérica.

          Las dos tramas, que canónicamente acaban convergiendo, se siguen con absoluto placer, gracias, sobre todo, a un protagonista, Jeffrey Wright, que pasea su escepticismo y su contención expresiva a lo largo de la película con un magnífico sentido del humor. Estamos ante un escritor consciente de lo que son los altos valores culturales de la literatura y que se ve embarcado en una suerte de engaño masivo que descubre las miserias de un mundo editorial amigo del sensacionalismo y dispuesto a convertir en un superventas una novela que ni llega a la altura de las de quiosco, las venerables muestras de pulp-fiction a las que rindió extraordinario homenaje Tarantino en su famosa película. Junto a esa trama desternillante, el drama familiar, al que el hermano y la criada de la casa con su boda tardía, añaden un toque de comedia, nos priva, por exigencias del guion que imponen la muerte de la hermana cuidadora para que el autor haya de vérselas con la vida real, en vez de solo con sus elaboradas ficciones, la presencia de una actriz, tan eficaz en su papel de doctora desengañada, como Tracee Ellis Ross. ¡Una lástima que el guion exija óbitos estratégicos así!

          American Fiction, pues, viene a ser como una alternativa a los premios «oficiales» del poderío productor, filmada desde una visión muy realista de la sociedad usamericana y con muy notable sentido del humor. Tenía razón su director. Es posible que en vez de una película de doscientos millones, se deberían hacer diez de veinte, porque hay muchas historias que merecen ser contadas. Y esta de Cord Jefferson es una buena muestra.