Radiografía de la soledad y la promesa sexual joven de un
futuro incierto. Domingo, maldito domingo
o la crónica de la frustración y otros cambios sociales temibles.
Título original: Sunday,
Bloody Sunday
Año: 1971
Duración: 110 min.
País: Reino Unido
Dirección: John Schlesinger
Guion: Penelope Gilliatt
Música: Ron Geesin
Fotografía: Billy Williams
Reparto: Glenda Jackson, Peter Finch,
Murray Head, Peggy Ashcroft, Maurice Denham, Vivian Pickles, Tony Britton,
Thomas Baptiste, Frank Windsor.
¡Qué ganas tenia de echarme
a los ojos y al Ojo esta película de
Schlesinger! Desde que, como primera película suya, viera Cowboy de medianoche, Schlesinger siempre ha tenido un lugar de
privilegio entre mis directores preferidos. Aquí, en este Ojo he criticado dos
suyas poco conocidas: Billy el mentiroso y Esa clase de amor, ambas muy dignas
de ser vistas. Schlesinger es un cirujano de la crítica social, atento, además,
a la vida de ciertos personajes a los que podríamos calificar de “patológicos”,
en cierto modo, como los de John Voigt y Dustin Hoffman, el propio Billy o, en
el caso de la presente película, los dos amantes de una misma persona que
satisface a ambas casi con un milimétrico reparto del tiempo y de la intensidad
amorosa. La película ofrece una narrativa perfecta y nos presenta no solo los
protagonistas del falso trío amoroso, sino también las familias de cada uno de
ellos y otra más que comparten ambos, la de un matrimonio liberal que educa a
sus hijos mediante la ausencia total de la represión paterna, con lo que ello
conlleva de tormento añadido para quien se encarga de su cuidado cuando los
padres han de salir un fin de semana y para quien los visita a diario en una
casa que más parece un auténtico psiquiátrico nada apto para personas sensibles
y reposadas. La película tiene unas secuencias de tipo documental
excepcionales, sobre dos realidad, además, que nada tienen que ver entre sí: de
un lado, el sistema telefónico con mensajería incorporada al que están abonados
los dos amantes del joven norteamericano, un artista de inclinación científica.
Los planos de esos cableados que llevan dentro de su delgada materialidad
tantas expectativas, deseos y sufrimientos me parecen una inclinación
maravillosa a la vertiente documental del cine, sobre todo cuando las tomas e
acercan al primerísimo plano, llenando la pantalla de una realidad que nunca
veremos, pero que siempre usaremos y que condiciona, en cierto modo, buena
parte de nuestros asuntos más íntimos. Los diálogos de los dos amantes con la
encargada de recibir los mensajes en sus números y administrar sus llamadas no
tienen desperdicio, ciertamente. Por otro lado, la condición judía del doctor
protagonista, un Peter Finch en su espléndida madurez física e interpretativa,
nos permite asistir a la ceremonia del Bar Mitzvah de su sobrino, es decir, a
la ceremonia religiosa en la sinagoga, donde el promocionado a la condición de
adulto ha de leer unas líneas de la Torá en hebreo, y a la fiesta de
celebración, propiamente lo más parecido a un banquete de bodas. Como no podía ser
de otro modo, dada la edad del protagonista y su soltería irrenunciable, su
condición de homosexual ha de ser preservada de ese mundo orientado al
cumplimiento de los mandamientos divinos: procrear y apropiarse del mundo. Desde
el padre que inquiere, con tacto, si algo pasa en su vida que no les haya dicho
a sus padres, hasta la tía que quiere sentarlo al lado de una “candidata”, el
protagonista se ve sometido a un tormento del que huye en cuanto puede. En
apariencia, nada ocurre en la película que podamos considerar trascendental para
la vida de los protagonistas, que se resienten, eso sí, ambos, de no poder
tener la exclusiva de su amante. El doctor planea un viaje por Italia con él, “su”
viaje; ella, divorciada, quisiera comprometerlo y atarlo en corto, aunque sabe
que su “contrato” implícito con él implica
una libertad total para tener las relaciones que deseen, en la estela del “amor
libre” que las comunidades hippies habían popularizad y que la Revolución del
68 contribuyó a difundir. En esta ocasión, lo que les deja a los amantes un
cierto regusto amargo es la bisexualidad absolutamente normal y desacomplejada
de su enamorado. Recordemos que estamos en 1971, y que, aunque las costumbres
se habían relajado no poco y se permitían ciertas licencias en las costumbres,
la bisexualidad como la mostrada en la película seguía siendo un profundo escándalo social, sobre todo por la
parte de la homosexualidad -recordemos que mantener relaciones homosexuales fue
delito en Gran Bretaña hasta 1967-. Schlesinger no busca en modo alguna ninguna
situación morbosa, porque la naturalidad con que todos los personajes viven sus
vidas pequeñoburguesas en un ambiente de tolerancia llama mucho la atención y
permite que el espectador fije su atención en lo que se esconde tras esa
relación casi idílica: el fracaso de una mujer madura, Glenda Jackson at her best!, que ha de afrontar la
soledad y su propia vida, cuando está convencida de que el verdadero amor que
la hace sentirse plenamente viva lo tiene todo de amor imposible, y de ahí la
aventura resignada con un hombre maduro que acaba de perder su trabajo y a
quien ella no parece que pueda ayudar desde su puesto en la agencia de colocación
gubernamental. El diálogo con su propia madre, una mujer que un buen día tomó
la decisión de dejar a su padre, por la ausencia de alicientes de una
convivencia frustrante y que, finalmente, volvió con él para compartir una
átona vida sin el más mínimo interés, nos muestra, con extrema delicadeza esa
suerte de epidemia de soledad que afecta a todos por igual, como se advierte en
las últimas imágenes de la película, con el doctor aprendiendo los rudimentos
de la legua italiana para un viaje que, definitivamente, ya no va a ser “su”
viaje, el de los dos amantes, sino “su” viaje, el suyo, solitario y triste,
hacia una evasión meridional que lo compense de la pérdida. Estamos ante una
película que podemos etiquetar como cine
social, porque el retrato social de varios sectores de población permite
hacernos a la idea de una época concreta en un país determinado. La película,
que juega con una narración alterna de una y otra historia de los dos amantes
del joven artista, nos permite asistir, al final, al encuentro entre ambos
rivales por el amor del joven, una escena soberbia, interpretada con una
delicadeza exquisita. ¡Qué encuentro! En fin, aunque rodada inmediatamente después
de la aventura americana de Midnight
Cowboy, esta película, inglesa hasta decir basta, continúa la exploración
de la fragilidad humana, admirablemente retratada aquí.