Expresionismo luso
para relaciones familiares dramáticas.
Título original: O Sangue
Año: 1989
Duración: 95 min.
País: Portugal
Dirección: Pedro Costa
Guion: Pedro Costa
Fotografía: Acácio de
Almeida, Elso Roque, Martin Schäfer (B&W)
Reparto: Pedro Hestnes; Inês
de Medeiros; Nuno Ferreira; Luis Miguel Cintra; Canto e Castro; Isabel de
Castro; Henrique Viana; Luís Santos; Manuel João Vieira; Sara Breia; José
Eduardo; Ana Otero; Pedro Miguel; Miguel Fernandes.
Si ver es,
siempre, descubrir, porque solo los muros opacos nos hurtan los objetos sobre
los que cae nuestra curiosidad innata; ver la primera película de un director
al que descubres muy a deshora, bien puede considerarse una epifanía. El cine
moderno tiene estrenos sorprendentes y largas decadencias, aunque también
modestos inicios y carreras muy consolidadas. Como es mi primer encuentro con Pedro
Costa, aunque haya venido oyendo hablar de sus bondades desde hace mucho,
quiero pensar que el poder subyugador de las imágenes con las que debutó en el
cine se confirmarán en otras películas que espero caigan en un próximo e
inmediato futuro bajo mis ojos, que tan agradecidos han quedado tras la
contemplación de una historia rodada con una sensibilidad y un blanco y negro
de auténtico lujo.
Es cierto que
la historia usa y abusa de la elipsis para huir de la narrativa tradicional, y
ello nos aboca, en buena medida, a un cine con una potente carga poética en la
que la narración es sustituida por bellísimos momentos climáticos cuyas partes
omitidas, la verdad sea dicha, ni siquiera conviene que el espectador intente
suplirlas. Disfrutará infinitamente más si se deja llevar por el alud de
sensaciones que logra Costa con sus encuadres, su iluminación, los primeros
planos de ambos protagonistas jóvenes y con la creación de una atmósfera en la
que los personajes aparecen y desaparecen como un auténtico milagro.
Sí, es obvio
que la muerte del padre deja a un adolescente y a su hermano menor solos. También
que la desaparición del padre tiene un corolario, la inhumación clandestina,
más propio de un thriller que de una obra realista, por mágico que nos parezca
el hermetismo con que se cuenta una historia llena de flecos y un largo
episodio, el «secuestro» del hermano menor por parte de su tío, quien se hace
cargo de él contra el deseo de la criatura, quien no piensa en otra cosa que en
huir de su tutela arisca y algo violenta, máxime porque con su primo, que da
muestras de cierto retraso mental, es imposible la comunicación.
La
incomunicación entre el hermano mayor y la maestra de parvulario de quien está
enamorado, por más que ninguno de ellos parezca decidido a dar el paso de
manifestar la plenitud de su deseo, es el eje narrativo, por llamarlo de alguna
manera, sobre el que pivota un conjunto de acciones que tan pronto nos acercan
a la separación de ambos como a la más estrecha unión imaginable. Dos jóvenes
muy jóvenes que se comunican a través de las mitradas, de contadísimas
palabras, del roce furtivo de sus cuerpos y de la inmensa necesidad emocional
que tienen el uno del otro, lo cual no impide momentos de amarga incomprensión.
La sangre,
título más propio de un dramón rural que de la sutil narración que nos entrega
Costa, se narra a través de las imágenes y, muy especialmente, de la soledad y
la orfandad de los personajes. La unión entre ambos hermanos, quebrada por el «secuestro»
va a dividir la acción de un modo que marca el progreso de la narración: por un
lado, el estrechamiento de las relaciones amorosas entre el hermano mayor y la
maestra; por otro, la necesidad del pequeño de escapar de la tutela forzada del
tío, lo que lo lleva a una travesía de vuelta a casa que tiene un eminente
sabor metafórico, sobre todo por el final, una imagen de la criatura
apoderándose de su propio destino, y no destripo nada a los futuros
espectadores, porque hay películas cuyo desenlace son imágenes que quedan al
arbitrio interpretativo de los espectadores, y esta es una de ellas.
Por el camino,
con una dulcísima manera de arropar a los personajes con la luz contrastada en
espacios, a veces, casi fantasmagóricos, como la fiesta a orillas del río, la
película nos va dejando escenas memorables y una interpretación de Inês de
Medeiros (hermana de la más famosa Maria de Medeiros) que enamora al espectador
por su dulzura, su contención, su ambigua inocencia y un modo de mirar y de
sonreír capaz de crear un mundo a su alrededor. ¡Qué capacidad de transmisión de
sentimientos! Pedro Hestnes le corresponde con solvencia y profundidad, y
juntos componen una pareja que se apodera de la pantalla y nos lleva tras sus
confusas reacciones y sus poderosos sentimientos, de exaltado romanticismo.
La película,
más en los exteriores que en interiores, crea una suerte de espacio fabuloso
que sorprende, ¡y mucho!, aunque no carece de detalles realistas que no nos
dejan volar hacia lo fantástico. Es harto curiosa la escena de los balcones en
plenas fiestas navideñas, por ejemplo, una escena diríase que de Magritte,
porque nos habla más de la soledad que de la fiesta.
Puedo entender
que un cine que hinca sus fundamentos en las elipsis no esté llamado a ser un
cine popular, pero de lo que no me cabe duda es de que cualquier espectador va
a dejarse llevar de mil amores de la mano de esas relaciones familiares y
amorosas que retratan la fragilidad de los seres humanos y su necesidad de
afecto para hacerle frente a la vida a la intemperie a la que los hermanos se
enfrentan, por ejemplo. Frente a esa desesperanza, el vínculo fraternal y el
amoroso aparecen como la vida más verdadera que podemos vivir, ¡y desear!