sábado, 30 de octubre de 2021

«El club» y «Ema», de Pablo Larraín, autor de «Jackie» entre ambas…

  

Título original: El Club 

Año: 2015

Duración: 98 min.

País: Chile

Dirección: Pablo Larraín

Guion: Guillermo Calderón, Daniel Villalobos, Pablo Larraín

Música: Carlos Cabezas

Fotografía: Sergio Armstrong

Reparto: Roberto Farias, Antonia Zegers, Alfredo Castro, Alejandro Goic, Alejandro Sieveking, Jaime Vadell, Marcelo Alonso, Gonzalo Valenzuela, Diego Muñoz, Catalina Pulido, Francisco Reyes, José Soza.

 


Título original: Ema

Año: 2019

Duración: 102 min.

País:  Chile

Dirección: Pablo Larraín

Guion: Guillermo Calderón, Alejandro Moreno, Pablo Larraín

Música: Nicolas Jaar

Fotografía: Sergio Armstrong

Reparto: Mariana Di Girolamo, Gael García Bernal, Santiago Cabrera, Giannina Fruttero, Catalina Saavedra, Eduardo Paxeco, Mariana Loyola, Paola Giannini, Antonia Giesen, Josefina Fiebelkorn, Susana Hidalgo.

 

        

La profunda versatilidad de un cineasta que no rehúye ni lo escabroso, ni la modernidad: dos películas sobre el Chile de siempre y el de hoy…


    Al buscar información sobre Larraín, después de acabar de ver dos de sus películas, descubro que fue el director de Jackie, que tanto me gustó en su día, aunque la vi para acompañar a mi Conjunta, porque, desde siempre, la figura de la viuda de Kennedy y luego inexplicable señora de Onassis me había dejado indiferente e incluso me atrevería a decir que no me caía particularmente bien. El retrato que Larraín construyó en su película, sin embargo, era muy atractivo. O sea, que, sin saberlo, andaba yo ya inclinado a su favor, críticamente… Vi el tráiler de Ema y decidí ver la película porque en ese tobogán de imágenes que pretenden alentar a ver la película había algunos ingredientes que me fascinaban, como el uso del fuego y el de las coreografías, en mi condición de veterano aficionado a los musicales. Advierto al lector/espectador de que esos tráilers se montan, a veces, con mayor habilidad de la que se tuvo para montar la propia película, y se puede «engañar» a los «clientes» con suma facilidad. El paradigma de lo que ahora destaco ha sido, para mí, desde que lo vi, el «corto» fabuloso que anunciaba Eyes wide shut, de Kubrick. Salí del cine deseando que llegara el día de su estreno. Y pocas películas me han decepcionado tanto, en función de mis expectativas, como esa.

         El club es una película que ya quise ver en su momento, a pesar de lo claustrofóbico del proyecto, pero no me animé porque ese submundo amoral de los sacerdotes gravemente pecadores desde la óptica vaticana siempre me ha producido desasosiego, en parte porque los considero víctimas de su Teocracia y en parte por su cobardía para renunciar a su «profesión» y afrontar el futuro sin otro poder que el de sus propias habilidades, como ha hecho recientemente el ya exobispo de Solsona. Cuatro curas castigados por las autoridades eclesiásticas expían sus pecados en una casa «llevada» por una monja que ha establecido con ellos una suerte de complicidad que les permite vivir no solo con tranquilidad, su máxima aspiración, sino un aliciente menor como el de competir en carreras de galgos para sacarse unos dineritos para sus caprichos, bien pocos, la verdad. La llegada de un nuevo interno y un supervisor les trae, así mismo, la presencia de una víctima del recién llegado, un joven de relativas escasas luces que fue violado por él, quien protesta a voz en grito delante de la casa, del «club» de indeseables, dicho en los términos de la película. El «club» está ubicado en lo alto de una colina que domina una playa donde se dan cita algunos surfistas y donde uno de los curas entrena a su galgo con no poco de endiablado engaño para ponerlo en forma. La vida mínima que llevan en la casa, con rígidos horarios que no les dejan mucho tiempo libre —la hermana lo detalla cuando le da las instrucciones al recién llegado—, contrasta con la vida máxima de los pecados cometidos, de los cuales poco o nada arrepentidos están los miembros del «club», excepto el recién llegado, quien, cuando le facilitan una pistola para que dispare al aire y asuste a su denunciante, quien está creando un serio conflicto en la barriada, lo que hace es salir y, frente a la pobre alma sodomizada, se vuela la tapa de los sesos. La indagación del supervisor pretende esclarecer el suicidio y ahí es cuando la monja se planta contra él, porque la intención de las autoridades eclesiásticas es cerrar ese centro y diseminar a los curas por otros, lo que implica otro destino para la monja, quien está perfectamente donde está y se resiste a perder ese «privilegio». La película está dominada por la sutileza de los recursos psicológicos que emplean todos los personajes en sus luchas dialécticas con los otros, para defender lo que consideran un statu quo que no les gustaría ver alterado de ninguna de las maneras. Pocas voces más altas que otras, excepto las de la víctima, quien, con una cantinela de ser de pocas luces, es el único que describe con sus nombres reales, la sexualidad que le forzaron a vivir y que ha acabado asumiendo como la única posible, como lo demuestra la cruda  escena en la que intenta tener relaciones con una mujer. La fotografía en más negro que blanco confiere a la película una atmósfera muy cercana a lo que metafóricamente puede representarse como la lucha de la luz contra las tinieblas. El club  se nos presenta a medio camino entre el documento, esas casas de «retiro forzado» existen, y las películas de terror, y de hecho, hay no poco de las segundas en la segunda parte de la película, lo cual es reflejo, sin duda, de ese otro terror metafísico al que están sometidos los personajes ante el tribunal de su propia conciencia, por más que, cuando el espectador comienza a conocerlos, se da cuenta de que allí no hay ningún «pecador» y que todos creen haber obrado con total rectitud, inspirados por el amor a dios y a los hombres o a los niños, como el sacerdote culpado de entregar niños que las madres no querían a otros matrimonios, niños «robados» en última realidad. La película tiene un ritmo endiabladamente sosegado, como corresponde a quienes son movidos por la obediencia, aun no aceptando su particular «rebeldía», pero la irrupción de la víctima les presenta un desafío que va a dar un giro insospechado a la película y la va a acercar, con total fundamento, a ese género de terror al que me refería. Pero me está vedado decir nada más. Si acaso, que todas las interpretaciones son extraordinarias, sobre todo la de la «monjita» —la víctima siempre habla de los «curitas», por ejemplo—, Antonia Zegers, un prodigio de sutileza dialéctica y de interpretación minimalista, con altísimas dosis de ambigüedad. Es difícil, para el espectador, tomar partido en esta película, quizás porque advierte que el realizador, Larraín, ha sido lo suficientemente habilidoso como para transferirnos esa necesidad a la que él se ha hurtado. Ante esas almas no atormentadas, pero de execrable conducta, pacíficas, sin embargo, en su monótono retiro que altera radicalmente la llegada del nuevo novicio y de su víctima, nos quedamos en una suerte de limbo de la empatía que nos incomoda, como lo hacen todas aquellas películas en las que no podemos escoger «bando». Esa es una de las grandes virtudes de la película, amén de una realización en la que no se da puntada sin hilo, plano sin intención… Larraín ha realizado una película llena de turbios asuntos humanos encarnados en personas dedicadas a los asuntos divinos, pero ha sabido construir, sobre todo, una atmósfera y una magnífica película de terror, porque la casa sobre la colina, con la playa a sus pies, evoca esos grandes caserones del cine de terror que albergan fantasmas o malvados espíritus vengativos; la de El club alberga dóciles ánimas en pena que asumen sus nefandos pecados, pero no se sienten abrumados por ellos. De hecho, el supervisor que intenta conocerlos sufre una curiosa evolución que se resuelve en el sorprendente final de una película tan valiente como desafiante y nada fácil de ver para el espectador, aunque, como a mí me ha pasado, he acabado agradeciendo que la haya realizado y que haya llegado a las pantallas, no solo porque, como ya pasara con Spotlight, de Tom McCarthy, los abusos de los religiosos han de ser conocidos y llevados a juicio, sino, sobre todo, por la magnífica puesta en escena, interpretación y realización de esta película.

         Ema es la antítesis de El club, porque pasamos de un modo de justicia endogámico y desconocido del gran público a la vida de una pareja, un coreógrafo y una bailarina, en un Valparaíso fotografiado con un curioso mimo y en el que los personajes tienen unas vidas que parecen representar el no va más de la modernidad chilena, sobre todo por lo que al modo de entender el arte y la sexualidad se refiere. La historia está contada, además, de tal manera que tardamos lo nuestro en pasar del desconcierto por lo que vemos al perfecto guion trazado por Ema para «recuperar» a su hijo adoptivo. Antes de seguir he de reconocer públicamente que nos fue preciso utilizar los subtítulos en español para ver una película chilena, no tanto por el desconocimiento del léxico, aunque hay muchos localismos, sin duda, cuanto porque parece que en Chile siguen la misma tónica que muchas películas españolas: no vocalizar, lo que, sumado al registro en directo del sonido, da como resultado lo que a nosotros nos pasó: sin los subtítulos nos hubiéramos perdido como las tres cuartas partes de los diálogos. No sé si es lo mejor para nuestra lengua, desde luego, pero ahí queda la anécdota. Me recordó al comienzo de Amores perros, de González Iñárritu, buena parte de cuyos primeros minutos salvo el “güey” reiterado, mec costó horrores entenderla. Curiosamente, el protagonista de ambas es el mismo Gael Bernal. Aquí ya bien madurito y encarnando a un coreógrafo estéril que pretende construir arte con la danza, y alejarse del reguetón popular que domina incluso a su mujer, primera bailarina de la compañía. Dada su reconocida infertilidad, la pareja adopta un hijo, pero, instruido por la madre adoptiva en el amor al fuego y a los lanzallamas caseros, el niño acaba quemando la mitad de la cara de su tía, la hermana de la protagonista, y la pareja se ve obligada a «devolver» la criatura quien es dada en adopción a otra pareja. A partir de esa situación, el conflicto entre ambos esposos está servido, pero se acabará extendiendo también a su vida profesional y sexual, tres ejes narrativos que se van superponiendo a través fe la película, sin saber el espectador a dónde se dirigen los pasos de la protagonista, aunque los seguimos no solo con curiosidad, sino también con extrañeza, porque nos habla de una realidad chilena muy diferente de la tradicional que conocemos. En primer lugar, por la abierta y natural descripción de un club lésbico que suma a su sexualidad un amor por el baile inspirado en el reguetón que se opondrá a las coreografías modernas del «esteta» para quien casi todas ellas trabajan. La película, así pues, se vertebra, en parte, a través de coreografías espléndidas, tanto las exquisitas del coreógrafo, con una puesta en escena muy esmerada, como las urbanas de la protagonista y sus amigas en rincones de la ciudad perfectamente escogidos. Valparaíso queda muy bellamente retratada en la película y, sin duda, contribuirá a su potenciación turística, aunque en modo alguno sea ese uno de los objetivos de la película. El eje narrativo de la devolución de la criatura sí que lo viven ambos esposos como lo que es: un drama. De hecho, cuando el enfrentamiento dentro de la pareja llega a su cénit, esa situación incluso se comenta en unos de los ensayos de la compañía; del mismo modo que se comenta en el trabajo auxiliar que la protagonista realiza en un colegio como profesora de expresión corporal y aparece el tema en una reunión del claustro de profesores. En realidad, poco más puedo decir sobre la película sin chafarle a los espectadores su original desarrollo, como si la película girara hacia el género de la intriga, pero sin la variante criminal. El hermetismo expresivo de la protagonista, con una enorme capacidad de seducción que acaso no acaben de ver algunos espectadores, como este que escribe, va a tomar unas iniciativas cuya coherencia no descubriremos hasta el final de la película, pero como el camino hasta ese final está lleno de magnificas escenas de todo tipo, sexuales, musicales, dramáticas, sentimentales…, bien merece la pena recorrerlo. Claro que le pido al espectador que confíe en mi criterio, pero si me hace caso, me imagino que la película no le defraudará. Sí que hay cierta deriva hacia el retrato de las tribus urbanas que pueden gustarnos más o menos, pero ello está al servicio de una historia de redención que merece la pena. Larraín ha cambiado totalmente de orientación temática, pero su habilidad narrativa es muy poderosa y sabe extraer de sus protagonistas lo máximo: Gael Bernal no necesita ningún elogio de su buen hacer, porque siempre lo acredita, incluso en alguna película tan floja como La ciencia del sueño, de Michel Gondry. Mariana di Girolamo, sin embargo, «construye» un personaje lleno de dureza, sensibilidad y pasión por el fuego, capaz de cualquier cosa, incluso de lo que más le gusta, sobre todo, para conseguir el objetivo que se ha propuesto. La determinación de la protagonista que encarna, unido a su mutismo y su capacidad para la estrategia son toda una sorpresa para quienes van asistiendo al progreso de la película sin saber exactamente hacia dónde se dirige, lo cual añade un interés evidente a la acción. Muy sorprendente, esta película de Larraín, sin duda, pero admirable.

viernes, 29 de octubre de 2021

«La misteriosa dama de negro», de Richard Quine, con guion de Blake Edwards.


Con referentes tradicionales ingleses como El quinteto de la muerte, una comedia de misterio con una de las diosas del celuloide y uno de sus mejores cómicos: Kim Novak y el polifacético Jack Lemmon. 

Título original: The Notorious Landlady

Año: 1962

Duración: 123 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Richard Quine

Guion: Blake Edwards, Larry Gelbart

Música: George Duning

Fotografía: Arthur E. Arling

Reparto: Kim Novak, Jack Lemmon, Fred Astaire, Estelle Winwood, Maxwell Reed, Lionel Jeffries, Doris Lloyd, Philippa Bevans, Henry Daniell.

 

         Está claro que Jack Lemmon no es un galán romántico, luego su aparición en pantalla junto a una actriz tan inconmensurable como Kim Novak nos asegura que los feos vamos a empatizar inmediatamente con ese diplomático «gris», pero simpático, bienhumorado, noble, lleno de bueno sentimientos y dispuesto a enamorarse hasta las cachas, ¡y cómo no!, de la casera que primero lo rechaza y luego lo acoge en su mansión, próxima a la embajada usamericana en Londres y permanentemente vigilada por Scotland Yard, sin discreción ninguna, aunque nuestro adorable ingenuo ni se dé cuenta, por supuesto. Si tras este esbozo inicial de La misteriosa dama de negro no se intuye la paternidad de Blake Edwards en el guion es que no se han visto sus películas. De hecho, estamos ante una película casi «familiar», porque Quine colaboró con Edwards, Lemmon y Novak en no pocas películas. De hecho, Kim Novak rodó su primera película, La casa número 322, a las órdenes de Quine, quien estaba enamoradísimo de ella, pero nunca fue correspondido.

Así pues, a nadie puede extrañarle que esta película no solo tenga un guion excelente, sino que la pareja protagonista disfrute en escena y esa perfecta química se le transmita al espectador en cada escena. Si añadimos que Quine le permitió a su musa que diseñara su vestuario para la película, ya cerramos el círculo de esa obra familiar en la que la presencia de un actor como Fred Astaire, que parece dispuesto a arrancarse a bailar en cada uno de sus movimientos, sea recorriendo un pasillo, entrando en su despacho o subiendo las escaleras de la misteriosa mansión, acaba redondeándolo.

La película fue un éxito, pero fue también la última colaboración de Quine con Novak y Edwards, aunque en el recuerdo quedan títulos imperecederos como Encuentro en París, una comedia «deliciosa» e ingeniosa, y, sobre todo, Un extraño en mi vida, un potentísimo melodrama. En todo caso, lo importante es que, a pesar de su extensión, pasa de las dos horas, Quine nos regala una película muy británica que apenas se rodó en Inglaterra, por cierto, y cuyas últimas y maravillosas escenas de auténtico cine mudo del mejor slapstick se rodaron en Big Sur, California, donde Kim Novak se construyó poco después una casa sobre el mar para «retirarse», cuando esa geografía de Henry Miller se convirtió en la costa de moda para las celebridades y los peregrinos de la era Acuario.

Una supuesta viuda ha sido absuelta del asesinato de su marido porque no ha sido hallado el cadáver del mismo. No obstante, todo Londres la tiene proscrita porque la consideran culpable, por esos juicios populares paralelos que tanto daño hacen a la verdadera justicia. El primer gag es el de una familia que, ignorando a quién pertenece la casa que quieren alquilar, huyen aterrorizados nada más verla, aunque no la haya visto el espectador, claro. El segundo buscador de una habitación con derecho a cocina es Bill, el diplomático recién llegado, a quien Novak, haciéndose pasar por la sirvienta, quiere disuadir de alquilarla. La insistencia de Bill tiene éxito y, descubierto el engaño, convence a la «casera» de que se llevarán bien. El título en inglés es mucho más explícito, como suele ser su tradición, que los «embellecedores» títulos en español: The notorious landlady («La casera conocida», podríamos traducir), lo cual implica una dimensión pública de ella, merced al juicio, a la que él es completamente ajeno, y de ahí la extraña salida al restaurante, por ejemplo.

La película está construida sobre la intriga que despierta el caso que ella hubo de afrontar en el juicio, y si a ello se suma la estrecha vigilancia de Scotland Yard, quienes no desesperan de encontrar el cadáver del marido, enseguida el espectador se deja arrastrar a ciertos elementos, como una pistola en un cajón o la existencia de una puerta cerrada a cal y canto que pondrán sobre aviso al inocente Bill de que algo esconde ella, que no es honesta con él. Añadamos que, avanzada la película, después de una escena tan hilarante como la de la cena romántica en el jardín de la casa, que acaba en un incendio que han de sofocar los bomberos, el embajador, jefe de Bill, junto con el inspector de Scotland Yard, y con el fin de reafirmar los vínculos tradicionales entre ambos países…, le piden a Bill que se convierta en los ojos y oídos en el interior de la casa para «atrapar» a la sospechosa del asesinato del marido, algo frente a lo que protesta Bill con todas sus energías, por supuesto.

De más está decir que Kim Novak aparece hermosísima en toda la película, lo cual es uno de los principales objetivos de Quine en el rodaje, dada su devoción por la actriz. Estamos ya en 1962, a punto de entrar en la revolución juvenil de las costumbres y de la sexualidad que supuso la década prodigiosa de los 60, concluida con el Mayo del 68 francés, pero aún la película se mueve con esquemas puritanos de décadas anteriores, como ocurre en la escena en que Lemmon irrumpe en el cuarto de baño y Novak está desnuda en la bañera, razón por la que él cierra herméticamente los ojos y se da la vuelta…

Si los espectadores quieren disfrutar un buen rato del mejor cine de humor inteligente, con actores magníficos, no deben dudarlo: esta es «su» película. Los guros del guion, abundantes a lo largo del metraje, me los reservo, porque van empujando la trama hacia una salida completamente inesperada, y de la que solo adelantaré que, en un momento dado, irrumpe, de nuevo, en la vida de ella el marido del que se creía que había fallecido…. Y, como ahora se dice, yo ahí lo dejo. Ver actuar a Jack Lemmon y a Kim Novak —¡a quién no se le ha grabado a belleza y fuego su participación en Vértigo, de Hitchcock!— es, por sí mismo, un verdadero espectáculo. Si, además, la trama tiene la solvencia cómica de Blake Edwards y un refinado sentido de la realización, como el de Quine, no diré que se trata de la película perfecta, pero sí una altamente recomendable.

domingo, 24 de octubre de 2021

«Coda», de Claude Lalonde o la humanidad de los virtuosos.

 

Ópera prima con una hermosa historia de amor, de devoción por la música y de dolorosa soledad.

 

Título original: Coda  

Año: 2019

Duración: 96 min.

País:  Canadá

Dirección: Claude Lalonde

Guion: Louis Godbout

Fotografía: Guy Dufaux

Reparto: Patrick Stewart, Katie Holmes, Giancarlo Esposito, Abdul Ayoola, Letitia Brookes, Don Anderson, Drew Davis, Nicholas Haze, Beat Marti, Silvana Sanchez, Patrick Ryan, Paul Van Dyck, Catherine St-Laurent.

 

         Me he enterado, después de verla, de que Coda es la ópera prima del guionista Claude Lalonde, y me ha sorprendido porque no lo parece en absoluto, puesto que se trata de una obra redonda e íntima, perfectamente construida, magníficamente realizada y de indudable interés no solo para los amantes de la música, sino sobre todo del cine, porque el ejercicio de sobriedad estilística realizado por Lalonde lo convierte en un consumado director simplemente con su primera obra, llena de tanta pasión por la música como por el propio cine.

Vaya por delante, para los aficionados a otros tipos de películas más «movidas», que Coda es la antítesis de ese tipo de cine. Aquí se nos ofrece una historia singular, la de un célebre pianista, en la élite del arte musical, que sufre repentinamente de ansiedad y, al poco, de un miedo escénico que lo lleva a ver el teclado como un desafío ante el que cae derrotado. A ese respecto, ¡qué ilustrativa es la pesadilla en la que ve el teclado con un reparto anárquico de las notas y los bemoles o sostenidos, es decir, entre las teclas blancas y las negras! El horror que le produce ver alterado el instrumento al que ha dedicado toda su vida lo despierta como si volviera propiamente del infierno. De hecho, de lo que no tardamos en enterarnos es de que la personalidad esquiva y huidiza del pianista se debe al fallecimiento de su esposa, una confidencia que le arranca la periodista que irrumpe en su vida con una capacidad perturbadora solo propia del desasosegante sentimiento amoroso que rebrota en un corazón afligido y ajeno a esas llamaradas que tanto iluminan, a veces, como calcinan, de ahí los grandes esfuerzos del pianista por proteger su intimidad. Pero «ella», la «agente provocadora», que diría Gimferrer, en su calidad de periodista cultural tiene un gran objetivo: elucidar el «misterio» que encierra tan elusivo personaje, y no parará hasta conseguirlo. El modo como ella, finalmente, entra en la vida de él, aunque muy tímidamente, se produce cuando el célebre músico es invitado a «estrenar» una línea de pianos de la casa Steinway, ante la prensa especializada, y él sufre un ataque de pánico escénico que le impide siquiera acercarse al instrumento. La madura periodista, que fue pianista hasta que se disuadió de que no pasaría de mediocre aprendiza, con firme resolución, se sienta en el taburete y comienza a tocar la parte de la mano izquierda de la famosa Habanera de Carmen, cuya letra conviene recordar porque está muy vinculada con el desarrollo de la historia. Gracias a ella, pues, el pianista sale del paso y, desde entonces, se inicia una relación que se centrará en la entrevista que le había pedido y que le había negado. Entonces comenzamos a entender la vida del pianista, su solitaria niñez y cómo la música fue su verdadera tabla de salvación personal, así como los músicos románticos sus verdaderos amigos, sin los que no podría entender su propia vida.

La historia transcurre con tanta lentitud como la  propia personalidad metódica, solitaria  y tranquila del personaje exige, porque, sumido en esa crisis que lo va apartando de la actuación en público, porque él sabe que no rinde a su verdadero nivel, e incluso tiene algún lapsus de memoria que lo deja en silencio en medio de una pieza ante el público, su vida va reduciéndose a una suerte de resignación ante o que intuye como el final de su carrera, y de ahí el título de la película, «coda», esa «adición brillante» a su biografía cono concertista y como persona, porque la relación con la periodista va estrechándose poco a poco hasta que ambos se vuelven «inseparables».

Al tiempo que ella va entrando en la vida de él y conociendo lo que él le deja conocer, el pianista, un excelente Patrick Stewart, en un papel muy alejado de Professor Xavier,  que lo ha hecho conocido en todo el mundo, lleno de sensibilidad y capacidad de transmisión de un padecimiento tan físico como entrañado, el pánico escénico, va descubriendo en ella una aliada que le permite superar ese estado de ansiedad y le permite cumplir con los compromisos que su agente, espléndido Giancarlo Esposito, siempre en mi memoria por Breaking Bad,le organiza, una agenda que él atiende con una profesionalidad impecable. El mundo de ella, muy dominado por su vivencia de las teorías nietzscheanas de la imposibilidad de vivir sin música, que es el motto con que arranca la película, y la teoría del eterno retorno, sencillamente explicada a partir del encuentro de Nietzsche con una roca monumental en el entorno de Sils-Maria, adonde acaba trasladándose el pianista una vez ha pasado aquello de lo que ni siquiera sugeriré qué pueda ser, acaba siendo el del pianista, y la intensidad melancólica con que lo vive se relaciona con los descubrimientos sobre su vida que la periodista ha hecho por una indiscreción de su agente, que su esposa se suicidó…

La película, quiero insistir mucho en ella, es una película psicológica, rodada con un tempo lento y fotografiada bellísimamente en escenarios naturales de indescriptible belleza, como suelen decir las guías turísticas… Con esa puesta en escena, está claro que la música adquiere un relieve muy distinto del de la mera ejecución en una sala de conciertos, y ahí está para demostrarlo el lied de Schubert, de Viaje de invierno, que se interpreta delicadamente en la película.

El repertorio musical de la película es incomparable, porque no hay pieza que suene que no se le entre a uno por los senderos del espíritu mejor dispuesto a acoger cuantas emociones nos generan esas notas, interpretadas en la película, por cierto, por Serhiy Salov, quien presta sus manos a las artríticas de Stewart. Chopin, Schumann, Bach, Beethoven, Liszt, Schubert, Rachmaninov, Bach, Scriabin… Un puro éxtasis sonoro y visual, esta Coda delicada de Claude Lalonde, en efecto. Una de esas películas que le dejan a uno satisfecho por haber visto una obra de arte en la que este ocupa un lugar preeminente en la vida de los personajes.

viernes, 22 de octubre de 2021

«Un 32 de agosto en la Tierra», la «ópera prima» de Denis Villeneuve.

 

Una ficción anacrónica sobre el amor, la amistad y sus lábiles fronteras.

 

Título original: Un 32 août sur terre

Año: 1998

Duración: 85 min.

País: Canadá

Dirección: Denis Villeneuve

Guion: Denis Villeneuve

Música: Nathalie Boileau, Robert Charlebois, Pierre Desrochers, Jean Leloup

Fotografía: André Turpin

Reparto: Pascale Bussières, Alexis Martin, Paule Baillargeon, Emmanuel Bilodeau, R. Craig Costin, Joanne Côté, Frédéric Desager, Estelle Esse, Lee C. Fobert, Venelina Ghiaourov, Richard S. Hamilton, Marc Jeanty, Evelyne Rompré, Ivan Smith, Serge Thériault.

 

         Si hay algo a lo que no me puedo resistir es a ver la ópera prima de directores que alcanzan, tras aquel debut en la realización, cierta notoriedad e incluso celebridad. Y desde Incendios, que vi como una sorpresa totalmente inesperada, he seguido la carrera de DenisVilleneuve con cierta atención, aunque me resisto a ver su Dune, porque si Lynch fracasó con la suya, imagino que debe de haber algo en la historia que la convierte en irreductible a la versión cinematográfica, como sobradamente demostró John Huston con su más que pésima, ¡infumable!, adaptación de Bajo el volcán, de Malcolm Lowry, por ejemplo.

         En la primera película uno se afana, por lo general, en dejar bien claras las devociones que lo han llevado a ese oficio. Que en la habitación de uno de los dos protagonistas aparezca un cartel con la imagen de Jean Seberg en  Al final de la escapada, de Godard, es pista suficiente para poner en el haber de Villeneuve ciertos usos supuestamente innovadores, como los cortes bruscos en el cambio de plano y la sucesión rápida de algunos de ellos, del mismo modo que puede añadirse un travelín larguísimo de los dos protagonistas por un paseo interminable para el momento cumbre de la «proposición indecente» que vertebra la película. Queda claro que el título nos saca del chato realismo para meternos en un tiempo ajeno al calendario y, en consecuencia, quedan abiertas las interpretaciones para saber qué plano de la irrealidad ha escogido Villeneuve para contarnos una historia tan posmoderna, esto es, un mero pretexto para mostrar un virtuosismo estilístico que, ciertamente, puede recordar no pocas influencias, incluido el Antonioni de Zabriskie Point.

         La historia arranca con un espectacular accidente de automóvil del que la protagonista sale con una facilidad inversamente proporcional a la inverosímil posición que ha adoptado la cámara para rodarla, y que tanto despista al espectador, al tiempo que lo sorprende gratamente, porque es todo un alarde de encuadre. Eso sí, una vez que la mujer ha salido de esa cápsula, primera de la que sale sin daño aparente, porque luego, andando la trama, habrá otra de la que sí sale muy dañada —la habitación de hotel al estilo japonés en el que su compañero de aventura simula con éxito la falta de gravedad…—, sufre una crisis existencial que la lleva a retirarse de todo, ella es modelo,  a pesar de su juventud, para dedicarse a una sola cosa: tener un hijo. Como es soltera, decide proponerle a su mejor amigo que se lo haga. Él le sigue la corriente y le dice que solo lo tendría con ella en un desierto, una de esas condiciones absurdas que pretenden disuadir, no invitar. Recordemos que estamos en los días 32, 33 y 34 de agosto…, y que ella, como hija de piloto, tiene fácil acceso a los vuelos, lo cual explica que, sin pensárselo dos veces, y con lo puesto, aterricen en Salt Lake City, Utah, el estado  de los mormones, aunque no creo que Villeneuve haya querido connotar hermenéuticamente ese dato trivial,  y tras un tira y afloja con un taxista casi mefistofélico, ambos se dirigen al desierto que sirve de frontera con Nevada, un desierto de sal donde, supuestamente, ambos van a concebir a la criatura. Los planos que Villeneuve le arranca a la presencia de sus personajes en ese desierto son realmente espectaculares, sobre todo los aéreos. De alguna manera, la película se convierte en un popurrí de géneros, porque, de repente, irrumpe la road movie y ambos van a la deriva, propiamente, hasta que llegan a esa habitación de hotel japonesa en la que él decide que no va a ayudarla a tener el hijo. Sepa el lector que cuando el «mejor amigo» decide seguirle la corriente, este tiene una pareja a la que engaña con unas guardias inesperadas (él es médico en etapa de formación, algo así como el MIR)  para justificar su ausencia. Lo que sucede, en realidad, es que él vive en un estado de indeterminación absoluta y no sabe exactamente cuáles son sus verdaderos sentimientos hacia su «mejor amiga». Está claro que no voy a seguir desentrañando la película, sobre todo porque tiene un giro inesperado que la acerca mucho a una película de Almodóvar (y no sé yo si ya estoy dando demasiada información).

           A mi entender, hay un abismo entre la materia narrativa y la técnica con que nos la hace llegar. Esta última es excelente, y el repertorio de habilidades estéticas de Villeneuve se ha visto luego plenamente desarrollado en películas    posteriores como Incendios o la magnificente La llegada. Los protagonistas de esta aventura fuera del calendario tienen, a mi entender, un sí sé qué de vacuos y unas vidas de postureo que se traslucen en su manera de enfrentarse a los más pequeños actos de la vida cotidiana. Está claro que Villeneuve no ha querido hacer una película realista, pero el conflicto lo es totalmente, ¡nada menos que la maternidad! El contraste, entonces, entre la artificiosidad desangelada de ambos y el conflicto se convierte en una distancia excesiva con, al menos, este espectador. No son seres humanos con tragedias íntimas, sino poses estereotipadas que las imitan, pero desde la frialdad y desde la incomunicación. Como diría Boyero, esas cuitas nada me transmiten, ni las hago mías. Con todo, ya digo, la espectacularidad de las imágenes reconcilia con esta ópera prima interesante y cargada del futuro que ya hemos conocido en sus películas posteriores a esta ópera prima.

        

miércoles, 20 de octubre de 2021

«La colina», de Sidney Lumet o el antimilitarismo crítico necesario.

 

En el género carcelario, una insólita película en la que los «nazis» son los británicos. Extraordinarias interpretaciones, asfixiante atmósfera, flagrante inmoralidad.

 

Título original: The Hill

Año: 1965

Duración: 122 min.

País:  Reino Unido

Dirección: Sidney Lumet

Guion: Ray Rigby. Obra: Ray Rigby, R.S. Allen

Fotografía: Oswald Morris (B&W)

Reparto: Sean Connery, Harry Andrews, Ian Bannen, Alfred Lynch, Ossie Davis, Ian Hendry, Roy Kinnear, Michael Redgrave, Jack Watson, Neil McCarthy, Norman Bird.

 

         Sidney Lumet, de quien critiqué hace poco un par de películas, una algo tosca y la otra acaso demasiado comercial, rodó en 1964 El prestamista, con un estratosférico Rod Steiger a través de cuyo personaje reflexionaba la película sobre el estrés postraumático que sufre el protagonista por haber estado en los campos de exterminio nazis, y ello en un barrio marginal de Nueva York y con una música de Quincy Jones que creaba una atmósfera muy particular y desasosegadora, como las propias pesadillas del protagonista. Inmediatamente después Lumet se embarca en una obra de producción británica de factura en apariencia muy diferente, pero con un hilo argumental subterráneo que las une estrechamente, porque La colina es una obra perteneciente al género carcelario, pero con la particularidad de tratarse de un campo de prisioneros británicos en suelo libio (rodada, por cierto, en Almería)al que llegan desertores, ladrones y alborotadores de todo tipo para ser «reeducados» a través del castigo físico, del ejercicio y de la humillación constante. El jefe del campo está más que ocupado en su cinegética amatoria y, en consecuencia, el auténtico jefe del presidio es un Sargento Mayor que va más allá del autoritarismo, quien se rodea de guardias leales a su manera sádica de entender la corrección de los seres humanos a quienes quiere devolver la condición de «soldados», antes que la de «personas». La película está basada en la novela del mismo título de Ray Rigby, quien sufrió en sus propias carnes el paso por un penal de las características del que se describe en la película, ¡y a fe que se nota que estamos ante un documento vivo de la experiencia personal!, no ante una ficción mejor o peor asacada, porque si algo excelente tiene la película de Lumet es haber sabido transmitir las vivencias de unos personajes poco menos que abandonados a su mala suerte, la de tener a un guardián sádico al cargo de ellos. Los recursos fílmicos empleados por Lumet, una variedad de encuadres, de planos esquinados en picado y contrapicado, de primerísimos planos que nos adentran en la inmediatez de la transpiración, la mirada y las agudas voces autoritarias de los personajes, transmiten de una manera excepcional las penalidades a las que se han de enfrentar los cinco prisioneros recién llegados al campo, ignorantes de la crueldad mental de sus guardianes a la que se han de someter. En el centro de la penitenciaría (que nos trae a la memoria el aparato de tortura kafkiano de En la colonia penitenciaria, aunque solo sea por el contraste con la sencillez del de la película, lo cual hace aún más absurda la situación de unos prisioneros que han de luchar contra sí mismos en realidad…) se alza la «Colina», una montaña de arena alzada por los presos y cuyas subidas por una vertiente y bajadas por la otra, repetido todo ello bajo un sol inclemente, llevando el petate con todas sus cosas encima, acaba derrotando al más valiente entre los valientes. En la película, toda la acción se centra en las diferentes conductas de los cinco recién llegados, personalidades muy distintas que, a lo largo de su estancia en el penal, van a tener comportamientos muy distintos no solo entre ellos, en la celda, sino con los guardianes y con el Sargento Mayor que dirige el penal como un dictador paternalista que solo busca el «bien» de los internos, su redención y posterior reincorporación al servicio activo para poder contribuir al impulso de la guerra. Lo que más llama la atención de los espectadores es que, para conseguir esos fines, los guardianes hagan uso de la tortura constante, y la principal, por supuesto, por lo que «castiga» el cuerpo, es el constante ascenso y descenso de la «colina» un monumento erigido para satisfacción de los más bajos instintos agresivos de quienes gobiernan el penal. Las psicologías de los cinco recién llegados son muy distintas, y la película efectúa cinco retratos minuciosos y perfeccionistas de cada uno de ellos. El resultado es una película tensa, vibrante, que moviliza la indignación de los espectadores, porque las relaciones de poder que se establecen no se dan únicamente entre guardianes y prisioneros, sino también entre los prisioneros y entre los guardias. Y ahí es donde juega un papel esencial el médico de la penitenciaría, encarnado por el siempre brillante Michael Redgrave, dispuesto, cuando las cosas se complican en exceso y se llega a la muerte de un recluso, a enfrentarse con un inconmensurable Harry Andrews que, usualmente en papeles secundarios, se alza aquí con un protagonismo que consigue eclipsar incluso al brillante Sean Connery, quien abandonó los glamurosos papeles de 007 para meterse en la piel de un militar indisciplinado que se niega a cumplir las órdenes suicidas de ataque dadas por su superior, a quien incluso llega a agredir.

         La película, insisto, es un festival de primeros y primerísimos planos que logran generar una suerte de materialidad que se adhiere a la mirada de los espectadores de un modo incluso pegajoso, porque la sensación de calor agobiante que domina la cinta se percibe, ya digo, casi físicamente. Pero las agresiones psicológicas son las que se llevan la palma, esos rostros encarados a un centímetro en el que se gritan órdenes o amenazas o insolencias o insultos, como las secuencias terribles en que el Sargento Mayor se burla del soldado negro considerándolo un mono al que hay que amaestrar. ¡Impresionante! La rebelión de este, entrando de sopetón, con la imitación de un mono, ¡estando en calzoncillos, porque ha decidido dejar el ejército y no reconoce ya ni galones ni institución ni, por supuesto, un uniforme que lo humilla!, en el despacho del Comandante de la prisión… La película, ya digo, genera un estado emocional perfectamente trasladado desde imágenes muy agresivas por su dureza y su inhumanidad, que golpean la conciencia del espectador de un modo apabullante: ¡qué sensación desasosegadora de claustrofobia! Vivimos la experiencia de los cinco soldados como una pesadilla que nos va indignando progresivamente, de forma medidamente paralela a la indignación creciente de los prisioneros, quienes entran en una espiral casi autodestructiva que a punto está de mostrarnos lo peor de la naturaleza humana sin posibilidad de redención. El motín provocado por la muerte de uno de los cinco prisioneros (una secuencia espeluznante, por cierto) da lugar a unas secuencias extraordinarias y a un recital interpretativo de Andrews.

         La colina, así pues, tiene todos los ingredientes de películas tan clásicas como El sirviente y Rey y Patria de Losey o la mismísima Doce hombres sin piedad, del propio Lumet. Recoge la mejor influencia del cine expresionista alemán y del realismo psicológico y metafórico de Eisenstein, cuyo estudio de la anatomía humana tanto parece haber influido a Lumet en la realización de esta película a la que casi podríamos calificar de hiperrealista. Lo más sorprendente, con todo, es el modo como Lumet, a partir de una historia extraordinariamente sencilla, como el proceso de represión de unos británicos por otros, que parecen convertirse en sus guardianes nazis, contra los que luchan todos, es capaz de descubrir tantas características de las diferentes psicologías humanas que se enfrentan en el estremecedor campo de batalla de la penitenciaría.

         Aún me dura el impacto terrible que me ha causado el visionado de esta película magistral. ¡Menuda escuela de interpretación para futuros actores! Sí, tiene mucho de intensidad teatral esta película, pero esa proximidad es la que consigue transmitir Lumet con una realización tan acerada y vibrante, tan elocuente de lo fácil que es, desde la instancia del poder, incurrir en el despotismo salvaje institucional.

«El indulto», de José Luis Sáenz de Heredia, la tradición de la tragedia rural.

 

Sobre un relato de Emilia Pardo Bazán, un excelente guion de Sáenz de Heredia para una realización acerada y casi expresionista en una pequeña comunidad agraria.

 

Título original:  El indulto

Año: 1961

Duración: 90 min.

País:  España

Dirección: José Luis Sáenz de Heredia

Guion: José Luis Sáenz de Heredia. Historia: Emilia Pardo Bazán.

Música: Salvador Ruiz de Luna

Fotografía: Cecilio Paniagua

Reparto: Pedro Armendáriz, Concha Velasco, Manuel Monroy, Eulália del Pino, Antonio Garisa, Rafaela Aparicio, Xan das Bolas, José María Caffarel, Ángel del Pozo, Luis Induni, María Isbert, José María Lado, Guadalupe Muñoz Sampedro.

 

         A horas extemporáneas en La 2, en la Noche del cine español, los programadores invierten el orden de interés de las películas emitidas y primero nos largan la insufrible Malena es un nombre de tango y, después, para sorpresa de este espectador, un muy sólido drama que toma como pretexto un breve cuento de la grandísima escritora que fue Doña Emilia Pardo Bazán, cuyos cuentos reunidos bajo el título Un destripador de antaño, en Alianza Editorial, contiene auténticas joyas narrativas. El cuento que sirve de base a la película está muy modificado en esta, sobre todo por la incorporación de un personaje, el hermano del asesino, que hace mucho más compleja la historia y plantea un conflicto moral de primera magnitud, porque, como ya se intuyen quienes lean estas líneas, el hermano del asesino está enamorado de su cuñada.

         Sáenz de Heredia es un autor muy vinculado al régimen franquista, y es reconocido, sobre todo, por su genial Historias de la radio, realizada cinco años antes, pero esa vinculación no impide que, como en esta cinta sucede, su posición moral ante la violencia contra la mujer y ante las relaciones amorosas extramatrimoniales al margen de la iglesia y de las leyes vaya bastante más allá de lo que, en la España rural del comienzo de la década de los 60, era permisible.

         La historia arranca con una secuencia que parece propia de un funeral: todos los presentes visten de negro, estamos en la sacristía de una iglesia, una mujer joven sentada en una silla y su madre y otro hombre junto a ella esperan que ella firme lo que todo parece indicar que es una «capitulación» en toda regla, aceptando, incluso, la pena capital, aunque, en realidad, se trata de las «capitulaciones» de un matrimonio arreglado con una condición: que el esposo renuncie a la cohabitación con la esposa con quien ha acordado casarse para recibir unos dineros que, más tarde, el esposo se gastará en Barcelona con su querida. A título incidental, cabe reseñar el modo como se habla de Barcelona en la película, algo así como la ciudad del pecado y la lujuria consentida socialmente, la meca del liberalismo erótico en la España franquista, y con mayor énfasis si se contempla desde una aldea pequeña, un medio que aparece perfectamente fotografiado en la película, sobre todo cuando la mujer huye de su marido, de noche, por las calles del pueblo. Hemos de apresurarnos a decir que el marido no solo acaba reclamando lo que le «pertenece», que su mujer viva en su casa, sino que, frente a los tratos económicos que han acabado perjudicándole, establecidos con la madre de su mujer, una mujer que sabe lo que le conviene y no está dispuesta a ceder frente al «macho» que ha usado para darle a su hija un estatus en el pueblo que la deje a salvo de las habladurías ¡o algo peor, si llegado el caso!, a que puede dar lugar su relación con su cuñado, quien trabaja de jefe de estación, el marido, en un forcejeo con ella, acaba matándola, asesinato que descubre la hija, quien sale huyendo de la casa y reclamando una ayuda que se materializa, finalmente, en la detención del marido y el envío a prisión, tras un juicio que lo condena a 12 años de cárcel. La boda de Alfonso XII, estupendamente representada en la película, así como la vida cotidiana del marido en la cárcel, donde acaba traicionando un intento de asonada y de escapada del penal, le granjean un indulto que supone, para los enamorados, quienes aún guardan las apariencias de la estrecha relación que los une, una amenaza de primera magnitud. Todo se complica cuando el hermano recibe la visita de un trabajador de la cárcel que le trae un mensaje: su hermano ha fallecido, asesinado por los compinches de a quienes él traicionó en el intento de motín. Como se advierte, esa otra muerte en la historia parece el remedio mágico para todo, porque ya no necesitarán ni siquiera iniciar el trámite para el divorcio. Curiosamente, en el relato de Pardo Bazán, cuando aparece la palabra «divorcio», otra mujer del pueblo, de las que se turnan para proteger a la protagonista, pregunta qué cosa es eso del «divorcio»…

         Supongo que los más avezados lectores de estas críticas habrán intuido ya que de muerte del salvaje marido nada de nada, que hay un malentendido, sobre si intencionado o no me abstengo de decir nada, y que el bruto marido salvaje, interpretado a la perfección por el actor mejicano Pedro Armendáriz, ha de acabar apareciendo como por arte de magia, ¿no? Pues creo que no satisfaré la duda, que prefiero dejarles con ella…, porque la película bien merece un visionado que yo hice quedándome en vela hasta las tantas, pero que, con eso de los podcasts, cualquiera puede ver a una hora más sensata. Reconozco que comencé a verla por curiosidad y acabó enganchándome de tal manera que me fue imposible irme a dormir sin ver el sufrimiento de quien entonces aparecía en los títulos de crédito como «Conchita» Velasco, muy joven, pero ya con las excelentes maneras que siempre tuvo, a pesar de la dificultad intrínseca del papel. La magistral puesta en escena, que confiere un realismo carpetovetónico a la película, es obra de Siegfried Burman, toda una institución en el cine y el teatro españoles. La realización de Sáenz de Heredia, muy atenta al juego de los primeros planos que nos muestran el dolor y la angustia de los personajes, así como sus muchas incertidumbres, está hecha con una técnica casi expresionista en que el blanco y negro se contrasta poderosamente para marcar esas alternativas emocionales que nos acompañarán hasta el sorprendente final de la película que, por supuesto, me abstengo de revelar. Ya antes había visto algunas tragedias rurales en ese programa dedicado al cine español que me parecieron muy notables, como, sobre todo, Condenados, de Manuel Mur Oti, que es una joya total, y reconozco que hay todo un acervo de películas acaso aún por descubrir y que quizás sean tan interesantes como esta de Sáenz de Heredia.

jueves, 14 de octubre de 2021

«Siempre Eva», de Tay Garnett, entre el vodevil y la comedia corrosiva.

 

Cine sobre el cine desde la óptica empresarial de los grandes estudios: La magia del cine vs. la dura realidad de las cifras…

 

Título original: Stand-In

Año: 1937

Duración: 91 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Tay Garnett

Guion: Gene Towne, C. Graham Baker. Novela: Clarence Budington Kelland

Música: Heinz Roemheld

Fotografía: Charles G. Clarke (B&W)

Reparto: Leslie Howard, Joan Blondell, Humphrey Bogart, Alan Mowbray, Marla Shelton, C. Henry Gordon, Jack Carson, Tully Marshall, J.C. Nugent, William V. Mong.

 

         Hace poco critiqué Asesinato en Beverly Hills, de Blake Edwards, una parodia de las películas de detectives a través de una incursión en el mundo del cine desde dentro, con dos personajes legendarios: Tom Mix y Wyatt Earp, y hoy nos acercamos de nuevo a ese género metacinematográfico gracias a una película temprana de Tay Garnet, quien nueve años más tarde dirigiría un auténtico clásico: El cartero siempre llama dos veces, la tercera adaptación cinematográfica  de la novela de James Cain después de Le dernier tournant, de  Pierre Chenal, en 1939 y de  Ossessione, de Luchino Visconti, en 1942.

Siempre Eva es una comedia, en efecto, pero no llega al disparate ni es, tampoco, una parodia, sino un intento de comprender el funcionamiento interno de unos grandes estudios a raíz de la posible venta de los mismos, por parte de una sociedad radicada en Nueva York, a un especulador que quiere, a su vez, deshacerse del estudio para sacar un beneficio a los terrenos donde se levanta. El director financiero de la sociedad, Leslie Howard defiende que la venta sería ruinosa, porque perderían el 50% del valor de la propiedad, y, a su juicio, lo único que ha de hacerse es reordenar los gastos exorbitantes para mejorar los beneficios. La sociedad, de carácter familiar, está dirigida por el patriarca que tiene en su comité de dirección tanto a su hijo como a su nieto, dos auténticos incapaces de marca mayor. Es una lástima que esa veta narrativa solo nos acompañe brevemente al inicio de la película, porque al patriarca podría habérsele sacado un extraordinario partido, dada su vis cómica. Enseguida, sin embargo, el jefe contable de la sociedad, una luminaria en los ambientes de Wall Street, pero sin la más mínima experiencia vital, aunque con un largo historial de dedicación a las matemáticas, las cuales, a su juicio, son la piedra angular sobre la que se ha construido la sociedad,  se desplaza a Los Ángeles para instalarse en el Estudio Colossal e inspeccionar sus cuentas, de modo que pueda ajustar los presupuestos y convertirlos en lo que pueden ser: una fuente importante de beneficios para la sociedad en la que presta sus servicios.

Desde su accidentada llegada,  tras rehusar los servicios del guía que el estudio pone a su disposición y tras haberse tropezado con Joan Blondell, exniña prodigio y actual fracasada que sirve de doble en escenas en las que ha de soportar el calor de los focos para que se ajusten las condiciones del rodaje y salga después la estrella de turno para rodar la escena, esta le propone al protagonista, si es cierto que no quiere ser molestado por tirios y troyanos, que se instale en su pensión, donde nadie aparecerá con una niña que le represente un número como el que la madre de la aspirante a niña prodigio le obliga a tener que soportar cuando él «toma posesión» de su cargo en la dirección de los estudios. Cuando él llega, se está terminando el rodaje de la última posibilidad de salvar los estudios gracias a un éxito que rueda un director sin escrúpulos, aunque a las órdenes de un jefe de producción, interpretado por un Humphrey Bogart en meteórico ascenso después de haber rodado un año antes El bosque petrificado, de Archie Mayo, un actor que es capaz de darle a su personaje un relieve que en realidad no tiene en la historia, pero su manera de interpretar, más alguna escena excepcional, consiguen que todos nos fijemos en él, por encima del protagonista, Leslie Howard y en igualdad de condiciones con Joan Blondell, cuyo pizpireto personaje se adueña de la representación. El problema con Howard es que acaba convirtiendo a su personaje en una caricatura, lo que le resta la verosimilitud que exige la historia, aunque se va creciendo y alcanza, al final, una dimensión que lo redime de todas las tonterías que se ha visto obligado a hacer en la exhibición de una timidez casi patológica. Con todo, la película explota a fondo esa dialéctica del virginal inexperto tímido y la chica de vuelta de todo y consigue escenas superlativas.

A medida que avanza la acción, advertimos que el sistema de grandes estudios es un gigante con los pies de barro, y que, ¡ya en 1937!, el sistema de las grandes estrellas en películas que no valían gran cosa, más que la presencia de ellas, parece entrar en declive y aleja a las multitudes de las pantallas. La critica de esas naderías que rodaban actrices de medio pelo, perfectamente propagandeadas, aparece en todo su esplendor en la cinta, y depara algunas escenas brillantes, como la del rodaje en la selva, ridículo hasta la exasperación.

A todo ello pretende el nuevo director contable ponerle remedio, pero se da cuenta de que todos sus esfuerzos no van a servir para relanzar los estudios, porque la preview de la película arroja unos resultados más que lamentables. Entonces la protagonista le recuerda que solo el jefe de producción al que acaba de despedir, porque él mismo ha sido despedido, sería capaz de deshacer el entuerto. Entonces se le ocurre la idea brillante: ampararse en el pequeño accionariado de los estudios para plantar cara a nuevo comprador, pero eso solo puede hacerlo con una refilmación de la película que los saque del atolladero. En fin, una suerte de desafío que el jefe de contabilidad de la sociedad neoyorquina le lanza a su jefe para devolverle, intactos, Colossal, sin tener que perder los cinco millones de dólares que estaba dispuesto a perder al vender a la baja. ¿Lo conseguirá?

Por el camino, habremos entrado en el apasionante y duro mundo de aspirantes a estrellas que tato tiene de circo como de drama el mundo del cine, y ello en contraste con un ingenuo al que solo Eva, siempre Eva…, será capaz de «despertar»…

miércoles, 13 de octubre de 2021

«Funny Face», de Tim Sutton, lo último de lo último…

De YouTube Star a director de tragedias minúsculas en los márgenes del sistema…

 

Título original: Funny Face

Año: 2020

Duración: 95 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Tim Sutton

Guion: Tim Sutton

Música: Phil Mossman

Fotografía: Lucas Gath

Reparto: Cosmo Jarvis, Dela Meskienyar.

 

         Con un cartel construido sobre un famoso cuadro de Caravaggio, el dueño absoluto del claroscuro como seña de identidad artística, Funny Face es la penúltima película —la última es el western The last son, de 2021— de un director del llamado cine independiente y anteriormente actor y exitoso Youtuber, aunque lo ignoro todo sobre Sutton, y poca información, con ese bagaje, encuentro en la red. Traigo, por lo tanto, una absoluta «novedad» a este Ojo tan proclive al descubrimiento de cintas añejas y viejos clásicos de todas las filmografías. Conviene saber qué se rueda en estos tiempos convulsos, llenos de fanatismo, violencia, victimismo y claudicación. Solo he leído algunas críticas a una obra suya de 2018, Quien quede en pie, que no anima excesivamente a seguir viendo su obra. Con todo, después de haber visto esta curiosa Funny Face, es muy probable que obras anteriores suyas admitan una lectura que vaya más allá de lo aparente, porque en esta se suman dos líneas narrativas, la especulación inmobiliaria y las psicologías borderline, que son majestuosamente envueltas en una puesta en escena tan poderosa como sugerente, con imágenes realmente cautivadoras.

         La historia arranca con el anuncio del desahucio de la vivienda donde el protagonista ha vivido con sus abuelos al quedar huérfano de padres, muy cerca del parque de atracciones de Coney Island. Este, que suele llevar la cara cubierta con una careta que representa la alegría, trabaja en un pequeño supermercado y, al margen de su pasión por el baloncesto, no parece tener otra deriva existencial que la de sobrevivir sin ninguna ambición ni legítima ni prohibida. El joven, amante del silencio y de los paseos por su barrio, es una de tantas personalidades limítrofes, entre la normalidad y el desequilibrio con estallidos puntuales de insólita violencia y posterior arrepentimiento convulsivo, como habitan en las películas usamericanas que no aspiran a construir discursos sociales o ideológicos, sino un retrato individual de un ser complejo y poco amigo de expresarse. Saul, interpretado por un preciso Cosmo Jarvis, se encuentra en sus andanzas por el barrio con una chica, Zama, que, tras salir de casas de sus padres adoptivos, porque ella también es huérfana, se viste con el hiyab para tener una máscara con la que «protegerse» de una sociedad hostil en la que no parece hallar su sitio. El encuentro entre esas dos soledades y sus andanzas juntos desde entonces se van a convertir en el eje de esta singular road movie ceñida a un territorio muy concreto: el barrio de Brooklyn. Roban un coche con el que viajan y en el que viven y la suma de sus dos máscaras y sus dos silencios, más el deseo de venganza contra la inmobiliaria que les ha «robado» la casa a sus abuelos, va a devenir la columna vertebral del relato. Funny Face es una sólida muestra de lo mejorcito del cine independiente que bucea en historias de «los márgenes» del sistema, con personajes tan hundidos en sí mismos que es un milagro encontrarse con alguien no tanto que sea «afín» cuanto «respetuoso». El proceso de acercamiento e incluso enamoramiento de ambos jóvenes, incapaz de sonreír él, a pesar de sus deseos de hacerlo, y de ahí la careta, y el mutismo defensivo de ella, construyen una insólita love story que se mezcla con un intento de venganza bastante ingenuo contra los expropiadores de toda una vida. Todo esto, digámoslo enseguida, nos viene narrado con unas cuidadísimas imágenes y encuadres que permiten explorar espacialmente la dimensión de esos conflictos personales. El contraste de esa historia es la narración paralela de los especuladores sin escrúpulos, retratados como unos mafiosos en el reservado de un restaurante, y la personalización del fracaso dentro de ese mundo en el hijo que ha de ir a pedir a su padre, un constructor, que lo saque del apuro económico que amenaza con arruinarlo.  Hay una secuencia espectacular en la película: la máscara de Saul, que ha sido lanzada al aire, y cuyo vuelo es seguido por la cámara, acaba en el coche del especulador con problemas. La cámara enfoca la careta y al especulador y, por la ventanilla del coche, vemos pasear por la calle, al fondo, segundos antes de desaparecer del plano, ya sin máscara, a Saul… Hay, por lo tanto, muchos elementos simbólicos en la película, y conviene hacer una lectura muy atenta de los mismos, porque lo cierto es que, a pesar del excelente discurso narrativo del film, este casi podría considerarse una película muda en la que ciertos detalles han de verse con la lupa hermenéutica que descubre significados en lo más nimio.

         Teniendo en cuenta la dificultad de expresar la incomunicación y de acceder a los sentimientos no expresados de sus personajes, Funny Face se inscribe en esa tradición fílmica con antecedentes tan extraordinarios como Antonioni o Bergman, aunque, por la estética, esté más cerca de la primera época de Wim Wenders. No es una película para los amantes de la acción ni mucho menos para los de las tramas realistas convencionales. Aquí hay realismo, e incluso del «sucio» que puso Raymond Carver de moda, aunque tenga otros autores anteriores, como Fante o Bukowski, pero también no poco simbolismo que salta a la vista con todo su poder expresivo. A mí me ha parecido una experiencia interesante, llena de excelentes imágenes y con algunas secuencias antológicas, como la cena de los especuladores en el restaurante o la explosión de ira de Saul cuando se le toca algo que, para él, es realmente «sagrado»: su equipo de baloncesto: Brooklyn Nets. La película, finalmente, nos muestra unas actitudes vitales muy pero que muy usamericanas, de las que distinguen su sociedad frente a las europeas, por ejemplo. En ese sentido, la película tiene algo, también, de documento social que conviene tener en cuenta. Ya se sabe que todo lo usamericano acaba llegando a Europa con veinte años de retraso.