Título original: Victoria
Año: 2016
Duración: 97 min.
País: Francia
Dirección: Justine Triet
Guion: Justine Triet
Reparto: Laure Calamy; Virginie Efira; Vincent Lacoste; Emmanuelle Lanfray; Laurent Poitrenaus; Melvil Poupaud.
Fotografía: Simon Beaufils.
Título original: Sibyl
Año: 2019
Duración: 100 min.
País: Francia
Dirección: Justine Triet
Guion: Justine Triet, Arthur Harari. Diálogos: David H. Pickering
Reparto: Virginie Efira; Adèle Exarchopoulos; Gaspard Ulliel; Sandra Hüller; Niels ; Schneider; Laure Calamy; Paul Hamy; Arthur Harari; Adrien Bellemare; Jeane Arra-; Bellanger; Liv Harari; Lorenzo Lefèbvre; Aurélien Bellanger; Philip Vormwald; Henriette Desjonquères; Agnès Tassel; Judith Zins; Duccio Bellugi-Vannuccini; Natascha Wiese; Fabrizio Mosca; Etienne Beurier; Frank Williams.
Fotografía: Simon Beaufils.
La evolución de Justine Triet, de una comedia insulsa, anodina, más una intensa cinta psicológica, a la aclamada Anatomía de una caída.
Aprovechando la visita al cine para ver Anatomía de una caída, he querido ver algo de lo rodado anteriormente por la directora para poner en perspectiva su reciente éxito que no es, con todo, una película que, a pesar de sus virtudes, llegue a la excelencia. Lo notable es, en esta evolución, cómo ha pasado de cierta frivolidad argumental, Los casos de Victoria, a un ensombrecimiento de las relaciones humanas en el que ya se adentró, aunque con bastante artificio, en El reflejo de Sibyl. Cabe reseñar, porque va más allá de la anécdota, que, en el original, ambas películas previas se titulan con el nombre de la protagonista: Victoria y Sibyl, respectivamente, lo que se acerca más al intento de la directora de ahondar en una parcela, la mujer, en la que los hombres parecen tener un valor secundario, episódico, accidental, propio de los comparsas. Y de ahí el apabullante acaparamiento de la acción por parte de una actriz, Virginie Efira, de la que no dudo que tendrá sus seguidores, pero, a mi humilde juicio, no pasa de ser un obstáculo considerable para que ambas historias fluyan con la verosimilitud con que los espectadores hemos de asentir a lo que se nos ofrece en pantalla: cojean, y mucho, ambas interpretaciones, cercanas a la sobreactuación y a la incapacidad expresiva para matices dramáticos que, sobre todo en la segunda, son muy necesarios y que raramente consigue, a lo largo del metraje. En el fondo, la disculpa el hecho de que, cuando cualquier actor no cumple con las exigencias de la historia, ello se debe al guion al que se ha de ceñir, y suele estar en este el origen de la inexpresividad de aquellos, actores y actrices que, como se dice coloquialmente, no se creen el personaje, y se ven obligados, como pasa durante el rodaje de El reflejo de Sibyl, a tratar de sentir lo que ni pueden concebir como sentimiento.
Los casos de Victoria la presentaba la plataforma Filmin como una película inspirada en Hawks y Wilder, y cercana a la screwball comedy, pero uno de los comentaristas dejaba bien claro en su puntuación, que quien ha escrito eso no había visto ninguna película de esas dos glorias del cine ni sabía muy bien qué es una screwball comedy. Imagino que, como salen un mono y un perro, en dos de las secuencias más graciosas de la película: testificando ante un tribunal, alguien ha creído que eso ya avalaba la etiqueta, sin más. Los casos de Victoria debería titularse, más propiamente, El caos de Victoria, porque de eso se trata en la película, de cómo una abogada lidia con la vida cotidiana, dos hijas incluidas, que parecen criarse sin la más mínima atención maternal seria, con una vida sexual promiscua e insatisfactoria y una vida laboral que sufre varios contratiempos, entre ellos el de la suspensión para ejercer durante seis meses por quebrar el código ético profesional. Que su ex haya publicado un exitoso libro de autoficción que la afecta en su honorabilidad redondea una situación bastante disparatada hasta que aparece el «hombre milagro», Vincent Lacoste, un «paria» a la deriva, sin oficio ni beneficio, que, sin embargo, resulta cumplir con creces el papel de cuidador de las hijas y sostén cotidiano de la apariencia de «familia» que la abogada pretende mantener. Los casos permiten, eso sí, cierto entretenimiento durante las disparatadas escenas judiciales, aunque la superposición de estas, casi sin solución de continuidad, evitan un desarrollo que acaso hubiera sido más interesante que la «devastada» vida de la abogada, intento de suicidio melodramático incluido…
El reflejo de Sibyl plantea el caso de una psicóloga que deja la profesión para dedicarse a escribir. En el fondo, para retomar una vieja aspiración auroral abandonada. Mientras que la escena que abre la película, en la que un editor amigo de ella hace un atropellado análisis de lo que significa «escribir» y «publicar» en estos tiempos, el modo como comunica a su marido y a su hermana, que vive con ellos, que lo deja todo y va a dedicarse a escribir, tiene un sí sé qué de frivolidad, de banalidad, que enseguida se nos disparan las alarmas ante la posible impostura del personaje y de la historia. Cuando ya ha tomado su decisión, una de sus pacientes exige verla porque está en una encrucijada de la que no puede salir sola y necesita planteársela para tener alguna respuesta que la ayude. El caos no es otro que el de una actriz profesional que se ha quedado embarazada de un actor que, a su vez, es pareja de la directora que los dirige a ambos en una película. No es necesario decir que, cuando llega el momento de ir a rodar en los exteriores elegidos, la isla de Estrómboli, la actriz, que ya ha decidido tener el hijo, le pide a la psicóloga que viaje con ella, para tener la seguridad suficiente para afrontar el rodaje. Mientras tanto, la novela que la psicóloga va escribiendo es la historia camuflada convenientemente de la joven actriz, en cuyo papel se mete tanto que acaba viviendo parte de su vida y liándose con el actor de quien espera un hijo. A quienes han visto Anatomía de una caída, les sorprenderá la participación de su actriz principal, Sandra Hüller, aquí en el papel de directora exigente y algo sobreactuada, en un papel muy distinto del de la última película. El escenario natural, Estrómboli, con el cráter volcánico en plena erupción durante los días de rodaje, añade un aliciente más a la película, siquiera sea por el recuerdo lejanísimo y en modo alguno argumental de la Strómboli de Rossellini. La psicóloga, que ha tenido una compleja vida sentimental, transgrede los límites éticos de su profesión y queda sumida en una suerte de caos emocional que ni siquiera el éxito editorial resuelve. Las narraciones paralelas de la vida de la actriz y de la psicóloga no acaban de funcionar como un engranaje que redunde en una mejor comprensión de la protagonista, quien parece dejarse llevar sin tener un criterio al que agarrarse, improvisando siempre y perdiendo por el camino más de lo que gana. En las escenas patéticas del desmoronamiento psicológico del personaje es, además, donde más falla la actriz fetiche de la directora, pero, en conjunto, el planteamiento general es capaz de entretener el tiempo del espectador, algo imposible para Los casos de Victoria, que acabé viendo sobre la cinta del gimnasio, en modo imperativo…, para poder hacer esta crítica de los «antecedentes» fílmicos. Lo que no se puede negar es la facilidad de Triet para narrar ambas historias, y no son pocos los planos espléndidos que consigue a menudo, sobre todo en Estrómboli. Pero el virtuosismo o el preciosismo en la iluminación o los encuadres es algo que no distingue ya una buena de una mala película, excepto que sea horrorosa. Por ello, la historia vuelve a ocupar un lugar importante, y el guion se revela como el alma potente de la película.