sábado, 20 de agosto de 2022

«Cinco tumbas al Cairo», de Billy Wilder, una bélica en tiempos de guerra.

Más allá del cine de propaganda, una “de guerra” con el sello inconfundible de Wilder, apuntes de comedia incluidos.

Título original: Five Graves to Cairo

Año: 1943

Duración: 91 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Billy Wilder

Guion: Charles Brackett, Billy Wilder. Teatro: Lajos Biro

Música: Miklós Rózsa

Fotografía: John F. Seitz (B&W)

Reparto: Franchot Tone, Erich von Stroheim, Anne Baxter, Akim Tamiroff, Peter van Eyck, Fortunio Bonanova, Konstantin Shayne, Fred Nurney, Miles Mander.

 

         Del mismo modo que la revisión de La tentación vive arriba me obligó a  sonrojarme levemente por lo que, retrospectivamente, me hizo sonreír la primera vez que la vi, Cinco tumbas al Cairo, que me resistía a verla por intuir, ahora veo que erróneamente, una simple película de propaganda bélica, me ha deparado una excelente sorpresa, aunque la película, por supuesto, se encuadre entre aquellas que pretendían, y lo conseguían, levantar la moral de la población mientras sus soldados defendían la bandera de la libertad en la vieja Europa. Se trata de la tercera película de Wilder en su nueva patria y, hecha la salvedad patriótica, es una nueva demostración de su enorme talento cinematográfico.

         La historia arranca de un modo espectacular: un tanque avanza sin dirección por las dunas del Sahara y en su interior recobra el conocimiento un tripulante que logra salir por la torreta para, en un brusco descenso del tanque por una duna, salir despedido de él… Intenta correr tras él, pero cae agotado por el esfuerzo. Poco después llega al mar y, al borde del camino que recorre la costa, halla un hotel en ruinas, bombardeado hace muy poco por la aviación alemana. Una caravana de vehículos llega justo cuando el soldado ha sido arrastrado tras el mostrador de recepción por el dueño, mientras, junto a la única trabajadora del centro, reciben al teniente alemán al mando de la expedición que ha e proveer el alojamiento ¡nada menos que para el mariscal Rommel! Ahora tomen nota del reparto: el soldado inglés herido: Franchot Tone, quizás hoy nada recordado, pero, en sus días de gloria, una auténtica celebridad; el dueño del hotel: Akim Tamiroff, un secundario glorioso; la doncella resentida contra los ingleses y los alemanes: un hermano murió abandonado en Dunkerke y el otro está en un campo de concentración, una jovencísima Anne Baxter , y, finalmente, encarnando al general Rommel, un contenido Erich von Stroheim, auténtica «institución» del Séptimo Arte, con quien Wilder trabajaría 7 años después en El crepúsculo de los dioses, su particular homenaje al cine mudo, en el que destacó Stroheim.

         La película, a pesar de pertenecer al género bélico, tiene una dosis de intriga y de espionaje que  la hace ir más allá de las típicas películas bélicas, dada, sobre todo, la escasa acción mortífera que hay en ella, la cual es sustituida por la intriga psicológica que protagonizan Baxter, el teniente alemán que finge ayudarla a liberar a su hermano y el militar inglés que se hace pasar por el camarero cojo del hotel que, para mayor sorpresa, trabaja como espía de los alemanes. La ruina del hotel es un escenario decadente que se alía con la presencia del mayor enemigo de los aliados, quien juega un papel relativamente importante en la película, del mismo modo que el general itialiano que lo acompaña, el actor Fortunio Bonanova, en realidad el balear Josep Lluís Moll, barítono, quien había parecido en  Ciudadano Kane como profesor de música de la mujer de Kane. En la película, Bonanova no deja de cantar trozos de ópera italiana con excelente voz, «pero nunca de Wagner», lo que provoca que los demás protesten para que lo hagan callar, en un juego cómico que alivia la tensión dramática del soldado que busca cómo apoderarse de los secretos de Rommel para llevarlos a las fuerzas aliadas en El Cairo. Muy curiosa, la personalidad de Moll, un secundario que hizo fortuna recorriendo Usamérica con un espectáculo de zarzuela española. En Wikipedia recogen la atención que le dedicó Cabrera Infante en su libro Cine o sardina, dedicado al Séptimo Arte.

         La película tiene momentos estelares y la cámara se mueve por el interior del hotel en ruinas como en un escenario gótico, atendiendo, sobre todo a las intrigas que se van gestando en su interior y de las que el protagonista intentará salir con bien. Hay una intensa pelea que se perpetra fuera de campo mientras la cámara enfoca en primer plano el haz de luz de la linterna de uno de los contendientes que ha caído al suelo en el forcejeo que precede a la muerte de uno de ellos, lo cual no deja de ser extraño en una película bélica, desde luego.

         Sorprende así mismo, que la película se rodase íntegramente en Usamérica, a pesar de que la puesta en escena convence inmediatamente a los espectadores de hallarnos en el norte de África, pero esa es una de las reconocidas magias del cine. Está claro, por otro lado, que Stroheim ni de lejos da el papel de Rommel, más estilizado en la vida real, pero la soberbia prusiana con que se desenvuelve el austríaco frente a la cámara da totalmente el pego de la encarnación del mariscal alemán Hay en la película, en el trabajo de los alemanes que tuvieron que huir del nazismo, una suerte de regodeo especial en el sarcasmo con que se nos presentan los militarotes alemanes, como si estuvieran predestinados a sufrir los reveses que padecieron. Imagino que Wilder y Stroheim estudiaron a conciencia la «composición» de esa figura histórica, tratada con no poca distancia para impedir en todo momento que nadie pudiera ni siquiera simpatizar con el apodado «zorro del desierto», y mostrar que hasta un escribiente inglés convertido en soldado era capaz de «engañar» al zorro...

         Insisto, esta película de Wilder merece una revisión que la sitúe en mejor lugar del que ocupa actualmente: el semiolvido. Por supuesto que no puede competir con El crepúsculo de los dioses o Con faldas y a lo loco, ¡y menos aún con El gran carnaval!, pero Wilder estuvo ciertamente inspirado en la realización de una historia que no cae  en el panfleto ni en el melodrama y que conserva los elementos sustanciales del suspense y la fe en los ideales democráticos.

 

viernes, 12 de agosto de 2022

«Cómo salvar un matrimonio» de Fielder Cook, una comedia «incorrecta» de muy buen ver.

 

En la tradición de la gran comedia usamericana, Fielder Cook adereza con una brillante estética propia de los 50, no de finales de los 60, una estupenda insustancialidad.

 

Título original: How to Save a Marriage and Ruin Your Life

Año: 1968

Duración: 102 min.

País:  Estados Unidos

Dirección: Fielder Cook

Guion: Stanley Shapiro, Nate Monaster

Música: Michel Legrand

Fotografía: Lee Garmes

Reparto: Dean Martin, Stella Stevens, Eli Wallach, Anne Jackson, Betty Field, Jack Albertson, Katharine Bard, Woodrow Parfrey, Alan Oppenheimer, Shelley Morrison, George Furth, Monroe Arnold, Claude Stroud.

 

         Que me lluevan piedras, ¡y aun los clásicos chuzos (suizos…) de punta!, por traer a este Ojo una película que ni siquiera pasaría el filtro menos escrupuloso sobre el machismo tradicional en el que se ha fundamentado buena parte de la comedia usamericana «de situación», como recientemente hemos podido revisitar en la ya indefendible La tentación vive arriba, de Billy Wilder. Mi primer motor ha sido la curiosidad, por ver algo más de quien alabé hace muy poco un espléndido drama laboral, Patterns, de insólita actualidad, porque parece que para las relaciones laborales no pasa el tiempo, dado los idénticos motores que ha tenido, tiene y tendrá el sistema productivo. Intenté ver una película histórica sobre Napoleón, Águila enjaulada, pero la deleznable falta de calidad de la versión que han colgado en YouTube me lo impidió. Lástima, porque no tenía mala pinta.

         La versión en español del título inglés se come la segunda parte, lo que deja al espectador que nada sepa de la película sin la posibilidad de maliciarse lo que va a ver, la enésima versión del tema de «la guerra de sexos»: How to Save a Marriage and Ruin Your Life («Cómo salvar un matrimonio y arruinar tu vida…») Y de eso va, en efecto, la trama tópica y archirrepetida, pero con un valor narrativo tan efectivo que, a pesar de lo imposible que se nos hace considerar cierta visión de la mujer como la que da la película, la seguimos con cierta complacencia y disfrutamos de algunos gags tan bien construidos como el de la mentira del bachelor  Dean Martin sobre la muerte de su primera esposa, a la que juró, en su lecho de muerte, que nunca se volvería a casar. Improvisó la mentirá al contemplar la lápida de una mujer que tenía su apellido, Sloane. No digo nada más, pero el descubrimiento accidental de la mentira por parte de la cándida  protagonista, una espectacular Stella Stevens, va a dar pie a un desarrollo que se convertirá en uno de los mejores gags de la película. Recordemos además, porque la ocasión lo exige, que el guionista de esta comedia es el mismo de Confidencias de medianoche, de Michael Gordon, una de mis comedias preferidas, y así tendremos una referencia para valorar esta película poco conocida, pero que a más de dos les hará sonreír y pasar un buen rato.

         La historia tiene que ver con la «mediación» que un agente de bolsa intenta entre un empresario y su mujer, de quienes fue padrino de boda. Las intervenciones de Anne Jackson, la amante del amigo, y de Eli Wallach, son de lo mejorcito de la película, por cierto, y sorprende ver a Wallach en un papel que no sea de «villano», en los que se especializó.

Una serie de malentendidos, un recurso sobre el que está construida toda la película, con notable arte, todo hay que decirlo, porque no es fácil «sostenerlos» durante tanto metraje, y aquí, sin embargo, se mantienen perfectamente hasta el desenlace, una suerte de «revolución de las amantes oprimidas» que no deja de tener su gracia, porque, en el intento de apartar a su querida de su amigo, el protagonista le alquila un apartamento justo al lado del de la querida con quien tan bien se entiende el empresario, pues halla en ella refugio de su histérica esposa. Un bloque de apartamentos de lujo que tiene toda la pinta de no estar habitado más que por «queridas» y a cuyo frente está una encantadora Betty Field en su penúltimo papel en el cine, el último fue en La jungla humana, de Don Siegel.

La película arranca con unos títulos de crédito de un tiovivo en el que se pasean los protagonistas y que vuelve a aparecer al final de la película con lo que podría considerarse una elipsis narrativa y su último gag amable. Inmediatamente después, asistimos a un intento de acoso laboral por parte del jefe de sección de la protagonista, aunque la joven le da las merecidas calabazas. A resultas de suplir a una compañera para entregar un pedido, la joven acaba entregándoselo a su jefe en el nido amoroso donde se refugia. La escena con la propuesta de promoción que le hace el jefe de la empresa frente a la candidez personificada de la empleada, que no ata cabos ni con cola, no tiene desperdicio y genera un poco el tono de los malentendidos que van a producirse a lo largo de la película, una vez que Dean Martin confunde a esa empleada con la amante de su amigo. En origen, el papel estaba pensado para Marilyn Monroe, pero su muerte hizo que el proyecto se guardase en el cajón, aunque vale decir que Stella Stevens, una de las sonrisas más encantadoras del Séptimo Arte —¿quién fue capaz de no enamorarse de ella en La balada de Cable Hogue, de Sam Peckinpah, que rodaría dos años después?—, realiza una interpretación muy convincente, amén de la oportunidad que tiene de lucir un vestuario que la favorece enormemente, y del que los aficionados a la moda pueden disfrutar con fruición. Si añadimos que la música es de Michel Legrand, entonces la suma de factores curriculares va acercando la película a lo que deberíamos entender por una excelente comedia cuya base políticamente incorrecta no nos deja saborearla con adhesión, pero sí con el beneplácito por lo que tiene de ingeniosa y, sobre todo, de estrictamente cinematográfica, porque los amplios planos y la excelente puesta en escena nos la acerca a las grandes comedias del género. Por otro lado, pocas comedias de los 40 y 50 aguantan la mirada crítica de la igualdad sin excepciones entre hombres y mujeres de nuestros días. Tiene la película, pues, y no deja de ser un «valor» añadido, una perspectiva de «documento sociológico» que si no es una excusa para verla, tampoco es algo que podamos desdeñar.

Dean Martin en el papel de solterón empedernido, con club de amigotes más londinense que neoyorquino, que intenta salvar el matrimonio de su amigo, es una elección archiidónea, porque realmente apenas sí tiene que actuar, dada la reiteración con que ha representado ese papel en el cine. Hay incluso un momento, cuando ella quiere vengarse del humillante engaño que ha sufrido, en que la comedia parece acercarse a la screwball comedy, y ahí es donde se cruza la historia con la de la tumba, pero no llega a desmelenarse tanto el guion y pronto volvemos a unos usos lisistráticos que nos acercan a la comedia clásica de siempre.

Dada el olvido en que cayó el director, no es una comedia demasiado vista y en la única crítica de FilmAffinity que hay se advierte el esfuerzo del redactor para no reconocer que se lo ha pasado estupendamente viéndola, a pesar de los pesares señalados. Yo lo reconozco paladinamente e invito a que sea vista. La tienen en Filmin.

        

jueves, 11 de agosto de 2022

«Inocencia y juventud», de Alfred Hitchcock o la intriga, el romance y la comedia…

 

Un excelente muestrario de los mejores recursos de Hitchcock poco antes de saltar el charco… 

Título original: Young and Innocent (The Girl Was Young)

Año: 1937

Duración: 82 min.

País:  Reino Unido

Dirección: Alfred Hitchcock

Guion: Charles Bennett, Edwin Greenwood, Anthony Armstrong. Novela: Joséphine Tey

Música: Louis Levy

Fotografía: Bernard Knowles (B&W)

Reparto: Derrick De Marney, Nova Pilbeam, Percy Marmont, Edward Rigby, Mary Clare, John Longden, George Curzon, Basil Radford.

 

 

         Penúltima película antes de iniciar su etapa Usamericana, Inocencia y juventud es un compendio de las virtudes y algunas de las debilidades de las películas de Hitchcock, a quien poco le importaba, todo sea dicho de paso, atentar contra la verosimilitud si conseguía crear una atmósfera, un suspense, una intriga o, sobre todo, la necesidad constante del espectador de no apartar los ojos de la pantalla para no perderse ni un segundo de una acción en la que nunca se sabía qué podría ocurrir, como el momento exacto de su cameo en la pantalla. Por cierto, en su aparición en esta película, como un fotógrafo a las puertas del tribunal de justicia, hay un momento en el que incluso parece que Hitchcock musita, más que pronuncia, algo parecido a unas palabras, contrariamente a sus apariciones mudas tradicionales.

         Está claro que la diferencia de medios entre sus producciones británicas y las usamericanas, además del uso del blanco y negro en las primeras, invita a considerar la etapa insular como una suerte de «preparación» para sus grandes obras, las que, al margen de los gustos del público, le fueron labrando una reputación entre la crítica que acabó elevándolo a los altares de los grandísimos directores, allá donde solo se tolera la compañía de Dreyer, Ford, Kurosawa, Renoir, Lang, Ophuls, Eisensstein, Griffith, Welles, en fin, un puñadito granado de artistas cuyas obras han engrandecido el Séptimo Arte mucho más allá de su inequívoca naturaleza industrial. Pero tras haber visto buena parte de esa obra inglesa, me parece injusto no considerarla como expresión acabada de su genio realizador. Valga, por ejemplo, Inocencia y Juventud, en la que se advierten, de forma madura, buena parte de sus «constantes».

         A un asesinato en el que se identifica al homicida por un tic facial fácilmente reconocible, el cadáver de una actriz aparece en una playa. Un joven lo divisa, baja, comprueba que ya lo es, cadáver, y sube el acantilado, de vuelta, en busca de la policía. Mientras lo hace, dos jóvenes entran en la playa, ven el cuerpo y a él supuestamente «huyendo», aunque haya vuelto al supuesto lugar del crimen trayendo con él a la policía. Resulta que el joven, un proyecto de autor literario, conoció a la actriz algo más de lo protocolario a juzgar por la herencia que ella le ha dejado en su testamento, lo que lo convierte, inmediatamente, en primer sospechoso del asesinato.

         Estamos en un pequeño pueblo costero. La vida provinciana, con sus personajes a medio camino entre lo cómico y lo estrafalario, como el abogado al que le roba las gafas de veinte dioptrías para poder salir de la sala de vistas camuflado entre la gente, una vez que, al entrar en ella, ha conseguido escabullirse de la vigilancia policial, nos marca, desde el comienzo, el humor que va a presidir la película; un humor, por cierto, en el que advierto un notable parecido con el modo como lo enfoca John Ford en sus películas, y que consiguen, más allá de ciertas inverosimilitudes de la acción del protagonista, una encantadora sensación de realismo costumbrista amable y cordial. Antes, por cierto, la irrupción de la hija del jefe de policía del pueblo, que consigue reanimar al joven, quien se desmayó en el interrogatorio al saber que era el «heredero» de trece mil libras, ya nos ha puesto en antecedentes de ese humor cordial y popular, así como de la súbita atracción mutua que nace entre los jóvenes protagonistas. Ella, Nova Pilbeam, una joven estrella de apenas 17 años, de quien Hitchcock consigue primeros planos espectaculares, fue tentada por O’Selznick para hacer el papel de Rebeca, con un contrato de cinco años, pero lo rechazó; y él, Derrick de Marney, de discreta carrera posterior, está aquí sencillamente encantador, dueño de la situación en todo momento y forjando unos estrechos lazos emocionales con la joven que van a permitirles a ambos vivir «su gran aventura».

         El protagonismo de la joven en la película, quien no tarda en darse cuenta de que se ha convertido en «cómplice» de un fugitivo, ¡siendo ella hija del jefe de policía de la localidad!, adquiere una dimensión que confirma la predilección de don Alfred por un tipo de mujer que se irá repitiendo a lo largo de sus películas y que acabará encontrando en Grace Kelly su actriz fetiche. Pilbeam es guapa, expresiva y con notables recursos interpretativos, pero he de reconocer que me recordaba «excesivamente» a nuestra presidenta del Congreso, Meritxell Batet, lo que me ha significado un «ruido» perturbador, pero no me ha impedido disfrutar enormemente de las peripecias de los jóvenes, hundimiento del coche en la mina incluido, cuando se repite el juego de las manos que no se encuentran para salvar a la heroína o a la malvada de una caída al vacío, como en Con la muerte en los talones o Atrapa a un ladrón, por ejemplo.

         La película, itinerante, va recorriendo los pasos que nos llevan en busca de una gabardina y un cinturón que pueden probar que el joven no es el responsable de la muerte de la actriz. Lo inconcebible es la chiripa por la cual la investigación de los jóvenes ha dado con la pista cierta que les permita acercarse al responsable del asesinato. A ese respecto, una vez que las pesquisas los llevan al hotel donde  trabaja el asesino, en la banda que ameniza los bailes de un hotel, es un trávelin notabilísimo que arranca del vestíbulo del hotel y va recorriendo el espacio hasta entrar en la sala de baile, en la que va descendiendo desde las alturas hasta un primerísimo plano de la cara del asesino, sin evitar siquiera el difuminado y reajuste de la cámara, quien, pintado de negro, como el resto de los miembros de la orquesta, no sé si como un discreto homenaje a El cantor de jazz, de Aland Crosland, con Al Jolson en su papel protagonista, resulta irreconocible para el vagabundo al que le regaló la gabardina en cuestión.

         La composición de las escenas, y la puesta en escena de las mismas, marca de la casa, son tan variadas como magistrales, desde la casa abandonada en la que parece que vayamos a ver una película de terror gótico, y lo mismo puede decirse de la mina abandonada, hasta la casa de la familiar del jefe de policía que lo avisa de que su hija va en compañía sospechosa de un joven «¡váyase a saber con qué intenciones, pero ninguna agua clara…!», una mansión donde se celebra una fiesta de cumpleaños y de la que la anfitriona no les deja salir, hasta que el marido, comprensivo, les echa una manita a los jóvenes, en una escena muy propia de ese mundo bienhumorado de las relaciones sociales según Hitchcock, muy propia de su cine británico, aunque no de todo él, por supuesto.

         En conclusión, Hitchcock ya era Hitchcock mucho antes de que los estudios de Hollywood le abrieran sus puertas de par en par y consiguiera atemorizar a todo un país con una película, Psicosis, que figura en los puestos de honor de los anales del Séptimo Arte, junto a tantas otras como Vértigo —que juega la liga de «la mejor película de la Historia del cine», junto a Ordet, Ciudadano Kane, El nacimiento de una nación, Ikiru, La Strada, y tantas otras…— , Los pájaros o Marnie, la ladrona, por poner algunos ejemplos al azar…

         Hitchcock es inagotable, y cualquier nueva oportunidad de acercarse a sus películas nos permite descubrir algo que se nos había pasado por alto en otros visionados. Por eso estoy deseando volver a Pero… ¿quién mató a Harry?, una de sus mejores humoradas, con una Shirley MacLaine en estado de gracia…

         Disfruten.

        

lunes, 8 de agosto de 2022

«Mi hijo John», de Leo McCarey o una película de tesis anticomunista en la Guerra Fría.


Una película ideológica tan endeble como ambigua: el origen teocrático de la democracia usamericana. 

Título original: My Son John

Año: 1952

Duración: 122 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Leo McCarey

Guion: Leo McCarey, John Lee Mahin, Myles Connolly. Historia: Leo McCarey

Música: Robert Emmett Dolan

Fotografía: Harry Stradling Sr. (B&W)

Reparto: Helen Hayes, Van Heflin, Dean Jagger, Robert Walker, Minor Watson, Frank McHugh, Richard Jaeckel, James R. Young.

 

         Yo nací en el intervalo del estreno de esta película en Barcelona y luego en Madrid. Ahora, a casi 70 años vista, no me cuesta imaginar el alborozo con que el régimen franquista debió de avalar su estreno en las pantallas, porque la película demonizaba a los comunistas y ensalzaba los principios religiosos del cristianismo como la fuente moral de la democracia, aunque la española de entonces fuera «orgánica» y la de Usamérica «inorgánica». En todo caso, el fanatismo religioso de base que considera la democracia un «regalo» de dios se compartía a ambos lados del océano Atlántico. Recordemos que en ese mismo año de 1953, en plena Guerra Fría, España se gana el reconocimiento internacional a partir de los Pactos de Madrid de 1953 entre los usamericanos y el franquismo, lo que lleva a la entrada en la ONU en 1955 y a la visita de Eisenhower en 1959. Y la Guerra Fría al fondo…

         Mi hijo John es una historia familiar, algo que McCarey sabía contar con exquisitez y, de hecho, esta película, a pesar de ser «cine de tesis» y alinearse en el movimiento de películas anticomunistas, como Casada con un comunista, de Robert Stevenson o El telón de acero, de William A. Wellman,  que precedieron o siguieron a las campañas de ambas cámaras, Congreso y Senado, contra la amenaza del espionaje y el sabotaje soviéticos, una verdadera histeria que tuvo momentos dramáticos, histéricos, cómicos y no pocas injusticias de todo tipo que, en la parte que nos toca, la Historia del Cine, se resolvió en las listas negras que impidieron trabajar a un buen número de personas simplemente «sospechosas» de simpatizar con las ideas izquierdistas y con el Partido Comunista Americano, que jamás fue suspendido como tal, por cierto; a pesar de ello, decía, esta película tiene unos valores narrativos y dramáticos que la hacen merecedora de un visionado, por crítico que sea, para apreciar sus valores fílmicos y el retrato ambiguo de la familia del protagonista, el único «universitario» de la familia tradicional usamericana cuyo retrato se nos hace en los primeros tres minutos, cuando los dos hijos, vestidos de militares porque se van a la guerra de Corea, juegan con la pelota de Football en la calle mientras el padre se pone fuera de sí porque la madre demora su aparición en la entrada de la casa para ir a la iglesia. Un «cromo», una «postal» de los valores dominantes que no tardarán en entrar en conflicto con la resabiada dialéctica del hijo que ha destacado intelectualmente, frente a sus hermanos más jóvenes que han destacado en el deporte, uno de ellos, por cierto, Richard Jaeckel, aquí con apenas unos minutos en pantalla, ganaría el Oscar al mejor actor de reparto por Casta invencible, de Paul Newman.

         La llegada de John, que preocupa a los padres no tanto por lo inesperado de la visita —él trabaja para el Gobierno en Washington—, cuanto porque no pudo asistir a la despedida familiar de los dos hermanos que se iban a luchar al frente en defensa de los valores que, supuestamente, defiende John desde la retaguardia o el padre con su participación entusiasta en la Legión Americana, una asociación de veteranos nacida tras la Primera Guerra Mundial en la que se disputa por quién sea más patriota y nacionalista. Cuando llega enseguida sabemos dos cosas: es el ojito derecho de la madre, algo en lo que ser el primogénito tiene no poca importancia, y no se entiende de ninguna de las maneras con su padre, de quien le separa la religiosidad extrema y el nacionalismo ciego. ¡Cuánto cuesta, a pesar del inequívoco desarrollo de la película, que la encuadra en las de propaganda anticomunista y defensa de los «sagrados» valores del sistema político usamericano, como repiten por activo y pasiva todos: la madre, el padre, el agente del FBI que persigue a su hijo y, en el colmo de las manipulaciones sentimentales de una película de tesis, y quizás por ello mismo, la «conversión post mórtem» del protagonista, quien, por cierto, murió durante el rodaje, razón por la cual McCarey hubo de pedirle prestados a Hitchcock algunos planos de Walker con los que rellenar ciertos momentos de la historia.

         He leído que para el reputado crítico Miguel Marías, quien tiene un libro dedicado a McCarey, esta película tiene el aura de las películas de Dreyer, y está claro que la profunda religiosidad exhibida por la mayoría de los protagonistas, además de la turbia atmósfera doméstica que crea el enfrentamiento del padre y del hijo, abonarían esa lectura. Recordemos que la madre se precia de haber leído solo dos libros: Su recetario de cocina y la Biblia, y en esta última enseñó a leer a su hijo. En el curso de una discusión entre padre e hijo, este cuestiona la «autoridad» de la Biblia, libro con el que el padre acaba, paradójicamente, golpeando a su hijo, quien le apremia a que le diga en qué página estaba la «bondad» de semejante agresión. Como se advierte, no son enfrentamientos «menores» y menos para quien, preceptivamente, debía de considerar la religión como «el opio del pueblo».

         Es cierto que el primogénito ironiza sobre las creencias de sus padres y los considera un perfecto ejemplo de las «almas cándidas» que nunca se han atrevido a ir más allá de las tradiciones heredadas ni han cuestionado nunca los valores recibidos; pero no es menos cierto que siente un amor real y muy afectuoso por su madre, en la medida en que ambos, cada uno desde sus principios, defienden un mismo «humanitarismo». Es la perspectiva política de la histeria anticomunista en plena Guerra Fría la que pone en primer plano la «traición a la patria» como el pecado de los pecados.

         Sin llegar a la altura de las películas de Dreyer, por supuesto, es cierto que la intensidad de los conflictos entre el hijo y los padres tiene un desarrollo en el que la ambigüedad permite ver con claridad la acendrada religiosidad como una fuente del fanatismo. Demos un salto en el tiempo y lleguemos hasta la presidencia de Trump: está claro que los padres serían votantes de Trump y su populismo, curiosamente idéntico al de los herederos de la rusia soviética. No niego que en mi lectura de la película ponga yo de mi parte lo que a lo mejor en la película no está, pero esa visión crítica pero compasiva de la religiosidad de los padres equilibra algo la balanza del fondo panfletario de una película de tesis en una época de furor anticomunista en la que quien le dio nombre, el senador McCarthy, no jugó un papel tan decisivo como algunos historiadores defienden.

sábado, 6 de agosto de 2022

«El precio del triunfo», de Fielder Cook, un clásico imprescindible de un director ¿«menor»?


Del creador de La dimensión desconocida, Rod Serling, un drama directo e implacable sobre el mundo de los altos ejecutivos, de eterna actualidad.

 

Título: Patterns

Año: 1956:

Duración:  83 min.

País:  Estados Unidos

Dirección: Fielder Cook

Guion: Rod Serling

Fotografía: Boris Kaufman

Reparto: Van Heflin, Ed Begley, Everett Sloane, Beatrice Straight, Elizabeth Wilson, Joanna Roos, Shirley Standlee, Ronnie Welsh, Sally Gracie, Michael Dreyfuss, Adrienne Moore, Elaine Kaye.

 

         Siempre me sorprende que mi intuición sea, a su vez, capaz de sorprenderme tan gratamente como ha sucedido con el visionado de esta película que antes de llegar a las pantallas fue un rotundo éxito en televisión, quizás porque su autor, Rod Serling, fue una de las «vacas sagradas» de un medio tan denostado, pero en el que tantas joyas se han hecho. Serling fue el creador y animador indesmayable de una serie archiclásica The Twilight Zone («La dimensión desconocida»), una maravilla de la ciencia-ficción y el terror en el que la imaginación de Serling se derrochó como una bendición para los sobrecogidos espectadores que seguían esa serie [algún capítulo a hurtadillas vi yo a mis estremecidos 11 años…]. Las preocupaciones sociales de Serling se manifestaron abiertamente en la película para televisión que rodó también Fielder Cook en 1955 y que le deparó no pocos premios. Un año después decidieron llevarla al cine y en vez del actor desconocido que asumió el rol protagonista de Fred Staples, Richard Kiley, escogieron a un veterano y expresivo actor, Van Heflin, quien encajó a la perfección con los otros dos secundarios de lujo que representaron el mismo papel en ambas películas, el director de la empresa, Everett Sloane y el vicepresidente, Ed Begley.

         Fielder Cook dedicó casi toda su vida a la televisión, pero hizo nueve películas de desigual factura, aunque algunas de ellas tan excelentes como la presente, Home Is the Hero, rodada en Irlanda, y que trata un tema como el de la novela de Marsé Un día volveré, y El destino también juega, un western de comedia con un reparto espectacular en el que destacaban Henry Fonda, Jason Robards o Joanne Woodward, mujer que no aceptaba «cualquier» papel, desde luego. Prudencia, prudencia, con Deborah Kerr y David Niven es una comedieta muy irregular ambientada en Londres.

         Al ver esta precisa disección quirúrgica de las prácticas empresariales, me ha sido imposible no recordar hitos del tema como La torre de los ambiciosos, de Robert Wise, significativamente titulada en inglés Executive Suite, porque es en esa planta de ejecutivos donde transcurre la mayor parte de la historia, tan sencilla como desgarradora. El otro referente es Glengarry Glen Ross, de David Mamet, tan despiadada como triste, pero a la que nada tiene que envidiarle esta joya clásica que desde el comienzo, con las «vistas» del poder económico de la ciudad de los rascacielos, el interior de una de esas torres a lo Mad Men, y el lujo clásico de los espacios de la empresa, nada que ver con la modernidad, ni siquiera entonces, nos va acotando el terreno para la historia que se nos va a contar de manera tan agresiva.

         Un experimentado ingeniero llega a una empresa en la que un director de maneras autoritarias tiene una disputa con su vicepresidente, aquejado de serias dolencias estomacales y cuyo rendimiento ha disminuido en función de su relativa avanzada edad. Cuando el nuevo ejecutivo se instala en el piso, lo primero que hace la Dirección es quitarle al vicepresidente la secretaria que llevaba siete años con él y se la adjudican al recién llegado. La amena conversación entre Fred y Bill, el vicepresidente, parece augurar un feliz aterrizaje en la empresa, una ilusión que se desvanece en cuanto ambos asisten a la reunión de directivos en la que está en cuestión la adquisición de una empresa en quiebra que significará el despido de todos sus trabajadores en la única industria de la comarca donde viven. El punto de vista «social» defendido por el vicepresidente y el expansivo del Presidente de la compañía, quien piensa en términos de reflotar el negocio para contratar aún a más personal del que ahora tienen, chocan de un modo violento, muy agresivo, lo que deja «descolocado» al recién llegado, a quien se le pide su opinión, si bien se niega a darla porque necesitaría estudiar detenidamente el expediente para hacerse una composición de lugar que generara una «opinión», una respuesta que satisface plenamente al Presidente, quien ya empieza a destacar sus valores ante al resto del Consejo.

         La trama avanza en la única dirección hacia la que se dirigen todas las intervenciones de los personajes: el nuevo ingeniero ha sido seleccionado como el sucesor del vicepresidente. Cuando no hay duda y el recién llegado descubre los propósitos del Presidente, va a encontrarse entre dos fuegos: por un lado, su lealtad a Bill y a su manera humanitaria de ver los negocios y, por otro lado, no al Presidente, sino a su propia esposa, una ambiciosa mujer que lo ha «invertido» todo en el más eficiente de los maridos y quiere los réditos pertinentes, es decir, la promoción de su esposo, como sucede en La egoísta, de Curtis Bernhardt, con Bette Davis.

        Estamos, pues, ante un auténtico drama moral que, por la parte de Bill, a quien sinceramente ha cobrado afecto «el nuevo», se resuelve en su negativa a darle al Presidente el gusto de su dimisión, que es lo que está provocando con la manera humillante de tratarlo que tiene. Ese es el «modelo» del título, el pattern: el acoso laboral, el actual y muy difundido mobbing. Por el medio se cruza una difícil relación con su hijo, lo que tiñe de sentimentalismo justo y necesario, para redondear la perspectiva humana del personaje, la difícil situación que vive en la empresa.

         Suspendo el resumen de la historia porque esta tiene varios desenlaces sobre los que conviene ignorarlo todo; pero apuesto doble contra sencillo que a nadie va a dejar indiferente el último: una muestra de «dirty realism» avant la lettre.

         Las interpretaciones, en un marco esencialmente teatral —¡hay que ver lo que le costó a los telefilmes abandonar la influencia teatral!—, son poderosas y convincentes, a todos los niveles. Piénsese, por ejemplo, que Beatrice Straight ganó el Oscar a la mejor actriz de reparto por Network, de Sidney Lumet, por 5 minutos de actuación…, y ahí se puede valorar el mérito de una interpretación. Grabada a fuego llevo yo en la memoria la de Brenda de Banzie en Fuego en las calles, de Roy Ward Baker, por ejemplo, uno de los mejores monólogos femeninos de la Historia del Cine, a mi parecer.

viernes, 5 de agosto de 2022

«Las arañas 1. El lago de oro» y «Las arañas 2. El barco de los brillantes», de Fritz Lang, los inicios…

 


La ópera prima de Fritz Lang y una prefiguración del mundo cinematográfico de un genio indiscutible: Aventuras, mundos subterráneos, conjuras, traficantes, exotismo…

 

Título original: Die Spinnen, 1. Teil - Der Goldene See

Año: 1919

Duración: 81 min.

País: Alemania

Dirección: Fritz Lang

Guion: Fritz Lang

Música: Max Josef Bojakowski (Película muda)

Fotografía: Karl Freund, Carl Hoffmann, Emil Schünemann (B&W)

Reparto: Carl de Vogt, Ressel Orla, Georg John, Lil Dagover, Paul Biensfeldt, Harry Frank, Friedrich Kühne, Rudolf Lettinger, Meinhart Maur, Paul Morgan.

 

Título original: Die Spinnen, 2. Teil - Das Brillantenschiff

Año: 1920

Duración: 69 min.

País: Alemania

Dirección: Fritz Lang

Guion: Fritz Lang

Fotografía: Karl Freund (B&W)

Reparto: Carl de Vogt, Ressel Orla, Georg John, Lil Dagover, Friedrich Kühne, Rudolf Lettinger, Reiner Steiner, Thea Zander, Edgar Pauly, Meinhart Maur, Paul Morgan, Karl Römer.

 

         Recién visto su testamento cinematográfico, El tigre de Esnapur y La tumba india, realizadas tras su regreso a Alemania, bien puede decirse, tras haber visto su ópera prima, Las arañas, dividida en dos partes que bien podrían haber sido cuatro, prefigurando las miniseries actuales, que lo del volver a los orígenes fue, en el caso de Lang, todo menos una frase hecha. Entiendo perfectamente que más de dos horas de cine mudo, con cambios cromáticos en los fotogramas, debidos a la deficiente conservación de los originales, con deficientes iluminaciones, con los intertítulos correspondientes, etc., no es un desafío cinematográfico a la altura de cualquiera que no esté muy interesado en la historia del cine, en Fritz Lang o en el género de aventuras, porque hay algo del moderno Indiana Jones en estas películas de Lang, del mismo modo que los mundos ocultos subterráneos y las inevitables galerías que o bien se inundan de agua o de un gas venenoso nos remiten a sus dos penúltimas películas, a la serie de Mabuse o a las esclavitudes sombrías de Metrópolis.

         La ambición fílmica de Lang se demuestra en esta proyectada tetralogía que, finalmente, se redujo a las dos presentes películas, una de las cuales se creía perdida y pudo ser hallada y restaurada. Sin la calidad formal de su obra posterior, Las arañas tiene muchos puntos de interés y, a mi modesto entender, creo que aún es un proyecto capaz de sorprender a los espectadores de hoy, siempre y cuando tengan ese puntito de candor indispensable con que acogen, con los ojos abiertos, obras como King Kong, de Merian C. Cooper o La mujer y el monstruo, de Jack Arnold.

         Un apuesto aventurero rivaliza con una mujer que, avanzada la historia, sabremos que es la cabecilla de una sociedad secreta de amigos de lo ajeno que responden por «Las arañas», y cuyos mensajes siempre van acompañados de una tarántula decorativa que les sirve para firmar sus innobles actos. La primera historia gira en torno al descubrimiento de una tribu heredera de los Incas, aún no descubierta, cuya existencia llega a manos del aventurero al descubrir un mensaje en una botella, lanzado por un antropólogo de Harvard que muere justo después de lanzar la botella al mar. La seria posibilidad de que esa tribu custodie tesoros de incalculable valor estimula la ambición de «Las arañas» y se proponen interferir los planes del aventurero para apropiarse de su mapa y dar con ellas.

         Resulta sorprendente, no tanto que Lang ubique la aventura en Usamérica, cuanto que, en buena parte del metraje, la película lo tenga todo de un güestern como los que ya empezaba a rodar John Ford en aquellos años y cuyo género llevó a la culminación tan pronto como en 1924 con El caballo de hierro. Los episodios de capturas y huidas del protagonista lo llevan hasta un globo al que asciende por una cuerda tras galopar en huida desesperada de la jefa de «Las arañas», una mujer de rompe y rasga, que no ha conseguido atraer al aventurero a sus filas y a quien, rompiéndole la copa en un brindis en un acto social, lo desafía abiertamente. Una vez se ha lanzado con paracaídas desde el globo sobre una antigua ciudad inca, el protagonista descubre a la sacerdotisa de la tribu bañándose ritualmente hasta que es amenazada por una boa a la que el aventurero fulmina de tres disparos. Teniendo en cuenta que la película es muda y que los intertítulos hablan por ellos, ¿por qué iba a chocarles a los espectadores de la época que la princesa inca y el maduro aventurero se entendieran a la perfección, como si ambos vivieran antes de la confusión babélica de las lenguas? Pues eso. Por intrincadas galerías, los enamorados a primera boa…, permítaseme la licencia, se refugian en el recóndito tesoro de la tribu y de sus antepasados, los mismos que despertarán la codicia de los secuaces de la jefa de «Las arañas» cuando, tras desembarcar en tierra firme, no tardan en dar con el acceso al reino de los herederos de los Incas. Primero es apresada la araña jefe, y, dada la proximidad de la fiesta del sol, es destinada a ser ofrecida en sacrificio al dios Sol, acto que ha de realizar la sacerdotisa. Cuando los secuaces irrumpen a tiro limpio en la ceremonia, el protagonista y la princesa y sacerdotisa escapan en un cesto bien sellado con el que se lanzan por una catarata para llegar al mar, donde esperan a ser rescatados, lo que efectivamente ocurre cuando un barco los avista. La araña jefe también escapa, aunque las elipsis en estas dos películas se usan con una generosidad que incluso atentan contra la verosimilitud, como cuando el protagonista ha de huir de un calabozo que se va inundando y dobla, como si fueran de goma los barrotes de hierro que momentos antes, en seco, no podía forzar ni un milímetro, pero las «pelis de aventuras» no van a reparar en minucias, ¿no? Me recuerda lo que se contaba de la narración encadenada en la que participó Borges: le dejaron al protagonista en un foso «infestado» de cocodrilos, pero tardó dos segundos en continuar la historia. «Cuando salí de allí…», dicen que escribió. Pues eso.

         Sin contar el triste desenlace de la primera parte, la segunda se centra en una joya, un diamante con el rostro de Buda grabado en él que marcará, cuando se recupere, el inicio de la liberación de Asia del yugo colonial, ¡tal cual! En esta segunda parte nos movemos ya en un territorio tradicional de las aventuras exóticas: el mapa de un pirata «consentido» por las autoridades británicas, lo que llamaban  un Privateer Captain, en el caso del ancestro del magnate que poseyó, en su tiempo, la joya, y que escondió, como mandan los cánones, permitirá llegar a los rivales a una isla en la que se resolverá parte de la acción de esta entrega, porque el segundo desenlace tiene que ver con el secuestro inútil de la hija del supuesto poseedor de la joya. La evocación del ancestro permite a Lang el rodaje de unas escenas, la de este dirimiendo con sus secuaces el reparto del botín encontrado, que a fe que debieron de hacer las delicias del joven soñador con mundos exóticos que fue Fritz Lang. Una fiebre que supo llevar, después, al género de la ciencia-ficción con su más que extraordinaria película Una mujer en la luna.

         Por no faltar, para redondear el mundo fantástico de Lang, un yogui a quien logra hipnotizar un miembro del grupo de «Las arañas» para que le revele el poseedor de la piedra. Una vez sabido, el yogui muere, como si se hubiera producido una lucha entre el saber oriental y el occidental, algo muy distinto del factor positivo con que se nos presenta al yogui en La tumba india. Los poderosos traficantes en joyas y otros bienes que responden a la secta de «Las arañas» se reúnen en un sótano cuyo acceso custodia un oriental armado a la más pura usanza de las películas exóticas que, como Sumurun, de Ernst Lubitsch, con la entonces rutilante estrella mundial Pola Negri.

         La predilección por las conjuras, las ciudades secretas bajo las ciudades reales, como el doble subterráneo de Chinatown en Nueva York, lugar al que la posesión de un marfil grabado le franquea el acceso al protagonista: una trampa de la que ya supimos líneas arriba cómo salió, forma parte del imaginario colectivo europeo del periodo de entreguerras y del cine de terror desde sus primeras apariciones. A pesar de ser Lang medio judío, por parte de madre, si bien esta se convirtió al catolicismo, en aquellos años de la película, y sobre todo tras la aparición del partido nazi de Adolf Hitler, hacía auténtico furor un libro tan apocalíptico como anónimo, Los protocolos de los sabios de Sion en los que se denunciaba una conjura judía para hacerse con el gobierno del mundo. Dio igual que desde los mismos años 20 se descubriera que el libro era en realidad una copia, con algunos añadidos, de una obra de Maurice Joly: Diálogo en el infierno entre Maquiavelo y Montesquieu, o la política de Maquiavelo en el siglo XIX, en el que se recogía un complot urdido por Napoleón para adueñarse del mundo. Lo cierto es que desde las películas sobre Mabuse hasta el Luthor de Gotham, ciertos saberes prohibidos han alimentado intelectualmente infinitas conjuras. De hecho, y ello lo reseño a título anecdótico, cuando el protagonista no sabe cómo acceder al mundo secreto de Las arañas, busca la ayuda de lo que en los intertítulos se descrito como un bookworm, esto es, nuestro tradicional «ratón de biblioteca», a fin de que el experto en saberes ocultos lo lleve al descubrimiento de las amenazas reales.

         No niego que en esta segunda entrega de la serie hay una cierta precipitación en la acción, y que los saltos narrativos si bien no hacen imposible seguir la trama con facilidad, no lo ponen fácil. Por cierto, el tesoro pirata se halla en las islas Malvinas, las Falklands británicas, que aquí aparecen como tales, claro. La división de la trama en las dos líneas que suponen el secuestro de la hija del supuesto poseedor y la acción sobre el terreno, en la que se enfrentan, de nuevo, el aventurero y la intrépida araña-jefe no acaba de estar bien resuelta, pero el desenlace, aunque muy precipitado deja las cosas en su sitio y dispuesto todo para una continuación que nunca se filmó. He leído que, por dirigir este proyecto, no pudo Lang participar en el rodaje de El gabinete del Dr. Caligari, la película madre del expresionismo alemán, y sorprende, en efecto que fuera leal a un proyecto tan distante del que acabaría, para su eterna gloria, dirigiendo Robert Wiene; pero lo que está claro para los aficionados al cine y en especial a Fritz Lang es que en estas dos películas el director austriaco-alemán-usamericano es fiel a su mundo creativo, y lo demostró con el rodaje, en sus postrimerías, de dos títulos que tanto tienen que ver con estos: El tigre de Esnapur y La tumba india. Por cierto, en el submundo de Chinatown, también hay tigres en jaulas protegiendo el lugar…

         Yo he disfrutado como un chiquillo, lo reconozco, y creo que las dos películas encierran la enseñanza profunda del cine: llevarnos a otros mundos, a otras vidas, y conocerlos y vivirlas intensamente, para salir de esas visiones transformados, quizá, también purificados por la catarsis correspondiente, pero eso… allá cada cual con sus emociones.

martes, 2 de agosto de 2022

«Envuelto en la sombra», de Henry Hathaway, el «noir» canónico o los clásicos mejoran el verano.

 

En la estela del gran éxito que fue Laura, de Otto Preminger, Hathaway da una lección sobre el abecé del cine negro. Altamente recomendable.

 

Título original: The Dark Corner

Año: 1946

Duración: 99 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Henry Hathaway

Guion: Jay Dratler, Bernard C. Schoenfeld

Música: Cyril J. Mockridge

Fotografía: Joseph MacDonald (B&W)

Reparto: Lucille Ball, Clifton Webb, William Bendix, Mark Stevens, Kurt Kreuger, Cathy Downs, Reed Hadley, Constance Collier, Eddie Heywood.

 

         Laura, de Otto Preminger, dejó el listón por las nubes, está claro, y no menos que las productoras buscaban con desesperación guiones y directores que, ajustándose a esas premisas hiperclásicas del cine negro, lograran emular aquel éxito. Allá se lanzo Fritz Lang con La mujer del cuadro y también Henry Hathaway con la presente, The Dark Corner, tan mal titulada en España, no «como siempre», pero casi. El título inglés, además, surge de un diálogo entre el detective privado y su secretaria en que dice que se siente como en un rincón oscuro en el que es golpeado a placer sin saber por quién. De hecho, la historia transcurre por dos vías paralelas a las que les cuesta casi todo el metraje encontrarse. El espectador está al cabo de la calle de los entresijos de la trama, pero el detective privado con muy pocos casos, quien aún se halla en libertad vigilada tras haber cumplido una condena de pocos años por no involucrar a su socio, un gigoló que trabaja, también, para un ambicioso galerista y crítico de arte interpretado por, en aquellos años, después de Laura, el actor de moda: Clifton Webb, un malvado de exquisitos modales y continente que representaba a la perfección el papel de vengador de las infidelidades de su esposa, bella, admirada y deseada por todos los galanes, próximos y lejanos, aunque él no se entere de la traición de su esposa y su amigo hasta que las sombras de ambos se unen en un beso sobre el suelo, mientras él lo contempla desde la escalera.

         Avanzo mucho, de la trama, pero no descubro nada esencial, porque la ignorancia del protagonista, un Mark Stevens con mejores interpretaciones futuras que esta, aunque aquí cede la iniciativa a una Lucille Ball para un papel no estrictamente cómico, aunque su bienhumorada presencia aligera el horizonte de sombrías amenazas que se ciernen, sin saber por qué, sobre el investigador. Mark Stevens acabaría sus días en el cine español, donde rodó cuatro películas y donde falleció a los 77 años.

         La película, un muestrario perfecto de los recursos del claroscuro para el género negro, contó con la participación de uno de los grandes cinematografistas del cine, Joseph MacDonald, quien ese mismo año trabajaría en una de las películas mejor fotografiadas de John Ford, My Darling Clementine, «Pasión de los fuertes», aunque también trabajó con Kazan en Pinky, otra película con una atmósfera muy especial. Desde la oficina típica del detective, pasando por las intrusiones del asesino a sueldo o la presencia de espacios como cafés, calles y callejones e incluso una feria en la que el asesino persigue a la pareja, si bien el Private Eye no ha perdido de vista ese seguimiento en ningún momento y le tiende una trampa en la que el otro incauto, ¡el gran secundario William Bendix!, un clásico sin cuya presencia no se entenderían tantas excelentes películas, como Náufragos, de Hitchcock o La dalia azul, de George Marshall, lo cual es una particularidad no solo del cine usamericano, sino también del cine coral español, por ejemplo.

         Centrar el punto de vista en el único personaje que no sabe de qué va todo el asunto de la película es un acierto, y podría haber dado pie a que Stevens se luciera aún más, pero, al margen de cumplir sobradamente, el actor desaprovecha esa oportunidad y solo el interés propio de la trama, gracias a la soberbia actuación de Clifton Webb, quien, por su sola presencia, ejerce un poderoso magnetismo en el espectador, seduciéndolo, y acaba justificando el visionado de la película, tiene el suficiente relieve para atraer ese interés. Si la presencia de Lucille Ball es un poderoso atractivo, la de Cathy Downs podría entenderse como el reverso del triunfo: abandonó la actuación a los 40, atravesó serias dificultades financieras y murió de cáncer a los 50, cuando su primer marido quiso ayudarla.

         No engaño a nadie: no estamos ante un éxito como el de Laura, pero sí ante una película que respeta escrupulosamente los códigos férreamente consagrados del cine negro y consigue unas actuaciones convincentes y una intriga que mantiene en vilo al espectador hasta el final, y todo ello con secuencias altamente sugestivas, como el momento del descubrimiento del cadáver del exsocio del investigador privado, asesinado en su oficina para cargarle el muerto a él: la mujer de la limpieza se va alejando, fuera de plano con la aspiradora y, justo un segundo antes de oírse el grito que certifica el hallazgo, el cable se desenchufa violentamente por la fuerza con que la mujer se agarra al palo de la aspiradora. Son detalles de buen hacer que se repiten constantemente a lo largo de la película y que constituyen un buen aliciente para los amantes del género.

         Envuelto en la sombra tiene más reputación de la que uno podría imaginarse, después de verla, pero, diez años más tarde, Hathaway dirigiría A 23 pasos de Baker Street, otro film negro con un detective ciego que es de lo mejorcito que puede verse dentro del género. Conviene, por lo tanto, aunque no sean películas rutilantes, éxitos absolutos, frecuentar muestras del género que por fuerza han de satisfacer a los aficionados al género e incluso a los que no lo son, pero quieren ver una película con una fotografía excepcional y dirigida con un excelente sentido del ritmo narrativo: la investigación para descubrir a qué tintorería llevó su traje blanco el asesino a sueldo es excelente, por ejemplo. De verdad, nadie puede sentirse decepcionado, salvando algunos pequeños detalles de interpretación, por esta película que cumple con las expectativas que el nombre de su director hace nacer en nosotros, por los buenos ratos que nos ha hecho pasar ante las pantallas.

    A título anecdótico hay que señalar la respuesta que el protagonista le da a su secretaria cuando esta le quiere hacer ver el lado positivo de la realidad: "No me vengas con la cantinela pollyanna", que, traducido para quienes no hayan leído la novela de Eleanor H. Porter o no hayan visto ni la versión cinematográfica de 1920, El ruiseñor del pueblo, de Paul Powell, ni la de 1960 de David Swift, Pollyanna, significa lo que devino un principio psicológico, el Principio Pollyanna,  descubierto en 1969 que consiste en recordar siempre el lado positivo de las cosas, propio del subconsciente, frente al consciente que tiende a recordar los aspectos negativos,  todo ello, claro está, en términos muy resumidos.