Los límites del poder de los padres
en la educación de sus hijos: Vida para
Ruth o un drama causado por la fe y la generosidad.
Título original: Life for Ruth
Año: 1962
Duración: 93 min.
País: Reino Unido
Director: Basil Dearden
Guion: Janet Green, James McCormick
(Obra: Janet Green)
Música: William Alwyn
Fotografía: Otto Heller (B&W)
Reparto: Michael Craig, Patrick McGoohan, Janet Munro,
Paul Rogers, Malcolm Keen, Megs
Jenkins, Michael Bryant, Leslie Sands,
Norman Wooland, John Barrie,
Walter Hudd, Michael Aldridge, Basil Dignam,
Maureen Pryor, Kenneth J. Warren.
Parece que los hados se
conjuran contra mí. Harto de la situación política que vivo en Cataluña, donde
una explosión de nacionalismo identitario ha hecho llover sobre todo el
territorio un fango espeso e innoble que nos está dejando a todos hechos
fosfatina, por activa o por pasiva, voy yo y me pongo Vida para Ruth, de
Dearden, un director al que el Ojo
mima con delectación, porque él lo merece, porque ninguna de sus películas
defrauda y porque, más allá de la crónica de la vida británica de posguerra,
suele llevar a sus películas temas para los que los periódicos reservan el
adjetivo “candentes”, por más en retroceso que esté su uso. No se trata, pues
de una visión documentalista, sino de una indagación ética en ciertos
comportamientos, actitudes y propuestas que condicionan el normal desarrollo de
la vida social. Víctima, sobre la
homosexualidad y Barrio peligroso, sobre la delincuencia juvenil, son las dos
películas suyas que había criticado. Vida para Ruth, que tiene un origen
teatral, la obra de Janet Green, también
guionista, lo que facilita ese planteamiento de debate de ideas sobre un
comportamiento en el seno familiar que, sin referirse en ningún momento a la
secta de los Testigos de Jehová, sabemos que es de ello de quien se habla
porque, de acuerdo con sus creencias religiosas, el marido, autoridad máxima en
una pareja en aquellos años, tanto en Inglaterra como en España como en toda
Europa, impide que se le haga a su hija la transfusión que ha de salvarle la
vida. La película, con un blanco y negro matizado que describe una localidad
costera, supuestamente County Durham, aunque la película se rodó casi enteramente
en Seaham, con unos exteriores llenos de
belleza, sobre todo la playa al lado del faro donde tiene lugar el drama, en ningún momento se deja llevar por la herencia teatral de la obra, y Dearden consigue una narración ajustada y con un juego de exteriores/interiores muy sugestivo, porque la tragedia se resuelve en ambos, pero en diferentes personas, la hina y el propio padre. Un
ingeniero deja a su hija y al hijo de un vecino jugando en la playa con otros
críos. Al pasar a recogerlos, en un dia de mar muy agitada, uno de los niños,
de un puntapié ha lanzado la pelota de la niña a las olas. La hija y su
amiguito cogen una barca para intentar recoger la pelota y, antes de hacerlo,
son arrastrados por el oleaje hacia las rocas, contra las que lleva camino de
estrellarse. El padre desciende por el acantilado arriesgando la vida, se lanza
al agua y al ver que el hijo de los vecinos ha caído al agua y pide auxilio,
decide, porque su hija aún está en la barca, ir a salvar al pequeño primero, y
luego a su hija, con la mala suerte de que la niña acaba contra las rocas y
haciéndose un corte que la desangra. En el hospital, el padre ha de decidir si
autoriza lo único que la salvaría: un trasplante de sangre. Se niega y la niña
muere. Y ahí comienza la segunda parte de la película, el drama judicial, una
especialidad del cine que tiene en Testigo de cargo, del maestro Wilder, una
de sus grandes manifestaciones, y en Matar a un ruiseñor, del aplicado Robert Mulligan,
otra, por ejemplo. Se va a juicio porque el médico que quería salvar a la niña,
despechado por la actitud fanática del padre lo denuncia ante la ley. A lo
largo del juicio, en tensos interrogatorios de la acusación, queda claro, y
aquí es donde los hados se complacen en no dejarme salir del atzucac, del callejón sin salida en que
nos está metiendo el nacionalismo identitario catalán golpista a los catalanes,
que el padre era muy consciente de haber impuesta su voluntad sobre su hija,
impidiendo que esta pudiera ejercitar, con el tiempo, su inequívoco derecho a
la libertad de pensamiento y de expresión. El padre, como hicieron sus propios
padres con él, imbuía a su hija de sus principios religiosos como verdades
absolutas, pero -y este es el pero que nos traslada a la “alienación política
nacionalista” que sufre buena parte de la infancia catalana- acaba reconociendo
ante el abogado de la acusación que, en efecto, en modo alguno podía poner la
mano en el fuego porque su hija de 8 años “comprendiera” exactamente qué
significaba todo aquello que su padre le estaba embutiendo en un cerebro en
formación. El tema, como se advierte, es de órdago, de esos que solo pueden
resolverse bien desde la conciencia íntima del respeto que nos merecen los
seres humanos, sobre todo en el periodo de formación, bien desde las leyes que
han de limitar el alcance de la potestad paterna sobre los hijos a su cargo. No
voy a revelar el veredicto del juicio, porque ahí empieza la tercera parte de
la película, la más interesante y dramática, perfectamente resuelta por el
guión de una historia impactante y magníficamente interpretada, porque el trío
protagonista, el doctor, Patrick McGoohan, y los padres, Michael Craig y Janet
Munro, sobre todo esta última, bordan unas interpretaciones que, por obra de la
autora, están desprovistos de cualquier maniqueísmo, porque el fanatismo religioso
del padre en ningún momento tiene una traslación social que condicione
negativamente su relación con los demás. Se trata, pues, de un drama íntimo, de
esos viejos conflictos que en aquellos años cincuenta podíamos hallar en Al fila de la navaja, de Maugham y otros
autores con semejantes preocupaciones éticas, un grupo de novelistas y novelas.
“de ideas”, acerca de los que Jaime Vándor escribió un libro de ensayo
prodigioso, Los ricos de espíritu,
que recomiendo vivamente. Cada película que veo de Basil Dearden más me lo
confirma como un cineasta capital del cine europeo y, por supuesto, del
británico. Vida para Ruth no es una
película fácil de ver, porque nos interpela en lo más íntimo de nuestros
posicionamientos vitales, filosóficos y éticos, y nos hace replantearnos muchas
cosas, a cada cual las suyas, pero me parece una película de obligada visión,
porque son muchas sus recompensas, tanto desde la realización, con una puesta
en escena minimalista que acentúa el drama interior de los personajes, y una fotografía espectacular de quien fotografió esa obra singular y magnífica que fue El fotógrafo del pánico, de Michael Powell, como por
la intensidad emotiva del propio relato que, sin embargo, no cae en la
sentimentalidad grosera en la que caen los dirigentes del nacionalismo xenófobo
catalanista.