Puro vicio o la inextricable trama argumental al
viejo estilo del mejor cine negro.
Título
original: Inherent Vice
Año:2014
Duración:
148 min.
País:
Estados Unidos
Director: Paul Thomas Anderson
Guión: Paul Thomas Anderson (Novela:
Thomas Pynchon)
Música: Jonny Greenwood
Fotografía: Robert Elswit
Reparto: Joaquin Phoenix, Josh
Brolin, Katherine Waterston, Owen Wilson, Reese Witherspoon, Benicio del Toro,
Joanna Newsom, Martin Short, Hong Chau, Jena Malone, Jordan Christian Hearn,
Michael K. Williams, Martin Donovan, Peter McRobbie, Serena Scott Thomas,
Belladonna, Eric Roberts, Maya Rudolph, Jeannie Berlin, Sasha Pieterse, Keith
Jardine
Acabo de salir de ver Puro
vicio –que se debería de haber titulado Vicio oculto– y aún dudo de si he
de considerar la película un fiasco total o un intento fallido, pero por
momentos exitoso, de retomar las historias de inextricables tramas clásicas del
cine negro, como las de El sueño eterno (1946),
de antes, o L.A. Confidential (1997)
entre las recientes. No sirve de nada la voz en off, quizás demasiado lírica,
que ejerce de anfitriona y nos quiere aclarar algo de lo que estamos viendo y
que, a menudo, no acabamos de entender, lo cual nos induce a pensar en la
gratuidad de ciertas escenas y en que el director se ha desentendido de la
clara inteligibilidad de lo que no está narrando para centrarse en la
descripción de los personajes principales, el protagonista, un excelente
Joaquin Phoenix y el antagonista, un soberbio Josh Brolin. Ambiciosa sí que lo
era, la intención de Thomas Anderson, pero tengo la impresión de que se le ha
ido de las manos el desarrollo de la historia, aunque la película tiene unos
ingredientes muy atractivos, porque describe, en síntesis, el enfrentamiento
entre dos maneras antagónicas de entender la vida en los años 70, cuando aún
los viejos esquemas morales de la cruzada anticomunista se resistían a
desaparecer políticamente de la escena norteamericana, con Nixon encabezando
una opción política de marcado carácter filo fascista, como queda de manifiesto
en las hilarantes escenas de la clínica de rehabilitación y una contracultura
que había tenido sus momentos estelares poco años antes y que se había gestado
a finales de los años 50 con el movimiento beatnik, del cual los hippies de
finales de los 60 e inicios de los 70 no eran sino un epifenómeno colorista y
bien fácil de asimilar por el sistema, como quedó demostrado con la
comercialización de que fueron objeto, al amparo del éxito de la música
pop-rock, de la moda juvenil y de una relajación moral y sexual que acabó
imponiéndose por todo Occidente. La película de Anderson se ajusta a los
patrones clásicos del detective escéptico –en este caso un hippy drogadicto cuyos
recursos sorprenden incluso a los descreídos de que pudiera tener algunos–, un
detective inusual, a todas luces, a quien meten en una historia cuyo sentido
nunca acaba de ver, del mismo modo que no entiende as súbitas demandas que
recibe de sus servicios para resolver asuntos que todos tienen que ver con lo
mismo, como si su intervención no sirviese sino para favorecer, con su
ignorancia, el perfecto desarrollo de unos asuntos y de unos negocios cuya
naturaleza ignora durante casi dos horas de película. El carácter tópico de la
mayoría de las situaciones y de los personajes se ajusten a los clichés
habituales del cine negro, y eso permite una lectura genérica que permite la
apreciación de las variantes que marcan la incursión de Anderson en el género.
Hay, sin embargo, una dimensión paródica y extravagante que incluye un serio
toque de comedia alocada, la famosa screwball
comedy, que depara, quizás, los
mejores momentos de la película, porque incluso pueden apreciarse como unidades
aisladas del desarrollo de la compleja trama, momentos que nos acercan a
películas como El gran Lebowski
(1998) de Joel Coen, donde Jeff Bridges hace un personaje, el Nota, muy
parecido al de Joaquin Phoenix o El
guateque (1968) de Blake Edwrds, con un Peter Sellers inolvidable y en
quien parece haberse inspirado para la figura del Dr. Que encabeza una red de
traficantes de droga. Lo peor que le sucede a la película es el peligro real de
desentenderse el espectador de una trama tan inextricable y, una vez perdido el
hilo de la narración, ver desfilar escenas que difícilmente ligan con aquel
hilo perdido, y que acaban convirtiéndose en escenas aisladas e
insignificantes, a pesar de los esfuerzos interpretativos de Phoenix, a la
altura de su reconocida carrera, ya demostrada, por ejemplo, en la última
película del propio Anderson, The master
(2012) donde daba inmensa réplica al
desaparecido Seymour Hoffman. La película tiene momentos excelentes y una
puesta en escena intachable, pero como a veces parece que todo sea simplemente
una alucinación del detective emporrado, hay momentos de demasiado
desconcierto, y el espectador se pierde con demasiada facilidad como para
acabar entendiendo con pelos y señales cuanto se desarrolla ante sus ojos. La
segunda película de Anderson Boogie Nights
(1997), con la que ésta tiene bastantes puntos de contacto, me parece muy
superior a esta; como también Magnolia
(1999) y, por descontado, Pozos de
ambición (2007). Los golpes de comedia y aun de sátira despiadada, como la
de la homosexualidad de su antagonista, el jefe de policía Bigfoot, o el sanatorio de rehabilitación dejan buen sabor de boca
al espectador, pero también la sensación de haber visto una oportunidad
perdida, por la falta de definición y, por qué no, de un montaje que aclarara
mejor todos los extremos de la trama. NO es fácil adaptar obras literarias como
Inherent Vice, de Thomas Pynchon. Aún recuerdo el patinazo espectacular de
John Huston con la novela de Lowry, Bajo
el volcán (1984). Fue sonado…