Una infiel recreación de la sorprendente novela de Raymond Radiguet, pero con un trabajo sobresaliente de un monstruo de la interpretación: Gèrard Philipe.
Título original: Le diable
au corps
Año: 1947
Duración: 110 min.
País: Francia Francia
Dirección: Claude
Autant-Lara
Guion: Jean Aurenche, Pierre Bost. Novela: Raymond Radiguet
Reparto: Gèrard Philipe; Micheline Presle; Jean Debucourt; Jean Varas;
Denise Grey.
Música: René Cloërec
Fotografía: Michel Kelber
(B&W).
Para cuando Autant-Lara decide llevar
a la pantalla la novela homónima de Raymond Radiguet, esta era ya un clásico y
el director aún no había sido condenado por la intelectualidad francesa por su
desembarco, negación del holocausto incluida, en la extrema derecha francesa
del Frente Nacional. Aunque absuelto por la Justicia, la Academia de Bellas
Artes le prohibió ocupar su asiento. Estamos, pues, ante una película muy
anterior a su ostracismo sociopolítico. Se trata de una adaptación que responde
fielmente a ese concepto, dado que los guionistas bien puede decirse que se
inspiran muy libremente en la novela de Radiguet para ofrecernos un anticipo de
lo que muchos años después aparecería en las librerías con el nombre de En
brazos de la mujer madura, de Stephen Vizinczey, que conoció, por cierto,
una parece ser que floja adaptación fílmica española, con el mismo título, a
cargo de Manuel Lombardero.
La historia, conocida para quien haya
leído la novela, relata los amores de un adolescente con la hija acuarelista de
unos conocidos de la familia cuyo novio está luchando en el frente y con quien
mantiene un contacto epistolar. El grado de tensión erótica que supone dicha
relación se va a convertir en el centro nuclear de la trama, y admitirá, por
cierto, una transparente trasposición metafórica a través del fuego de la
chimenea, tanto para el clímax como para el anticlímax.
Impresionado por la presencia de una
elegante y bella mujer que llega al hospital improvisado en un Liceo, el joven
estudiante François siente la ardiente necesidad de entrar en contacto con
ella, y cuando se entera de que la recién llegada no ha podido superar el
choque con la realidad de los mutilados para prestar sus servicios como
enfermera, sale corriendo en su búsqueda, porque no quiere perder la
oportunidad de relacionarse con ella.
Se inicia, entones, un particular asedio por parte del joven,
que ella resiste con paciencia y prudencia, dada la juventud del pretendiente. La
presencia, sin embargo, de un Gèrard Philipe extremadamente joven, ocho años
más joven de la reseñada en este Ojo, Las maniobras del amor, de
René Clair, en la que también ejerce de amante poco menos que «profesional», un
papel que borda, basta para dar por bueno el visionado de la película, pues
encarna a la perfección al amante egoísta, imperioso, celoso y acaparador que
se describe en la novela; esa presencia, digo, resulta poco menos que
irresistible. En efecto, aunque ella, dada la diferencia de edad, se resiste y
le parece poco menos que una frivolidad dar esperanzas a un candidato tan joven, máxime teniendo un
prometido que lucha en el frente de la Primera Guerra Mundial, comprobaremos que no tardará en
ceder al entusiasmo de un ardoroso joven bien plantado, de mirada y sonrisa muy
seductoras, quien ejerce su dominio sobre ella tras unos dubitativos primeros
pasos de acercamiento, y dado el rechazo del padre a unas correrías que más
tarde disculpará y aun animará.
La lucha familiar, porque un amor al que todo se allana
parece menos total que el que ha de superar obstáculos, forma parte de la
adaptación de la película, pues en la novela original los padres se lo permiten
todo, propiamente. ¿Estamos ante un melodrama? Pues sí, tiene todos los
ingredientes, dada la relación adúltera con un menor, pero, ateniéndonos a las
terribles circunstancias de estar el país en guerra, la culpabilidad de ambos
viene más por ese lado de, mientras el país se desangra, dedicarse ellos a las
dulces batallas amorosas, en las que, no obstante, también hay heridos.
La diferencia de edad entre ambos es
un factor que condiciona el desarrollo de la película, porque, como ya hemos
indicado, más parece que la mujer madura se preste a iniciar al joven en los
secretos del arte amoroso que propiamente se preste, atraída por el joven, a
una relación de igual a igual. Siempre, ella, lleva la voz cantante y detiene o
acelera los ritmos de su relación, y aun lo desespera cuando le marca la
distancia que impone, por ejemplo, la obligación contraída por ella con su
prometido.
La película, buena parte de la cual
transcurre en exteriores, tiene un ritmo muy fluido, aunque se remansa, a
veces, en largas secuencias, como la de su cambio de ropa ante la chimenea tras
haberse empapado con la lluvia que ha desafiado para ir a verla o la escena
cómica en el restaurante cuando se empecinan en que el vino está picado y se
establece una cadena de degustadores que ha de juzgar la reclamación. La historia
se narra mediante flashbacks, a partir de la muerte de la protagonista, y tiene
un conjunto de planos extraordinariamente bellos, como la secuencia del paseo
en barca, con él tendido en el interior y apoyado en el regazo de ella, o
muchos otros planos en los que la fotogenia de Philipe destaca muy
poderosamente. La exquisita fotografía en blanco y negro le confieren a la
película una pátina de gran cine que se consigue por la delicadeza del director
en la composición del plano y, como vengo diciendo, por las interpretaciones.
No es fiel a la novela, pero sí a la pasión que surge entre los personajes. Ver
al estudiante debatirse entre sus deberes estudiantiles y familiares de
jovencito y su pasión amorosa de adulto sí responde fielmente al conflicto
fundamental de la novela, y, por supuesto, Autant-Lara escogió un actor a quien,
de haberlo conocido Radiguet, hubiera dad su plácet hasta con entusiasmo. El
autor tiene, por las fotos, un aire taciturno que no se corresponde con la expresión
de Philipe, pero a este le cabe el honor de representar a la perfección la
ambigüedad de los muchos y contradictorios estados anímicos propios del proceso
amoroso, por lo que la película puede verse como un ejemplo muy propio de
melodrama.