lunes, 28 de febrero de 2022

«The sound of Fury», de Cy Endfield, represaliado por McCarthy.

 


Un alegato contra el periodismo sensacionalista y la «justicia» de las masas…

  

Título original: The Sound of Fury

Año: 1950

Duración: 85 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Cy Endfield

Guion: Jo Pagno, Cy Endfield. Novela: Jo Pagno

Música: Hugo Friedhofer

Fotografía: Guy Roe (B&W)

Reparto: Frank Lovejoy, Kathleen Ryan, Richard Carlson, Lloyd Bridges, Katherine Locke, Adele Jergens, Art Smith, Renzo Cesana, Irene Vernon, Cliff Clark, Harry Shannon, Donald Smelick, Joe Conley.

 

         Extraños, los caminos del séptimo arte. Cuando fue estrenada The Sound of Fury, una crítica feroz a un cierto tipo de periodismo agitador de masas, y de paso a esas masas agitadas que se tomaban la justicia por su cuenta y acababan linchando a delincuentes de crímenes horrendos, la película fue un fracaso total: a nadie le gusta que le acusen de comportamientos antidemocráticos y fascistoides en el país donde la exhibición del orgullo democrático es rasgo constitutivo de la nación. No tardaron en ver la mano negra de la agitación comunista dispuesta a desacreditar al país, por más que la novela de Pagno, publicada por la recomendación y protección de Faulkner, estuviera basada en hechos reales acaecidos en 1933, aquellos duros años de la Gran Depresión.

La falta de empleo y la pobreza extendida se apuntan como las causas determinantes de la «flaqueza» del protagonista, con un hijo y otro en camino, y sin nada que ofrecer a su familia, a pesar de haber buscado trabajo con denuedo. Por esos azares tan propios de cualquier vida, el desesperado currante acaba en unos billares donde un dandi de medio pelo se entrena para luego jugar en perfecto estado de forma las partidas en las que la apuesta no baja de 50 dólares, un fortunón para la época. Enredado por la labia del «triunfador», con innegables dotes de penetración psicológica para ver con claridad cuándo está ante la viva imagen de la desesperación, de la cual él puede sacar excelente beneficio, el protagonista, medio humillado por el «emprendedor», la secuencia de la habitación, donde el dandi exhibe su poderío en la calidad de sus ropas, es de una ambigüedad extrema y confusa, por el grado de intimidad que presupone entre dos recién conocidos, decide entrar a trabajar para él como conductor cuando él se dedique a atracos de poca monta que se irán complicando por la violencia incontrolable del jefe y, sobre todo, cuando decida organizar un secuestro para pedir un rescate, big money. La película, cuya acción en casi todo momento contemplamos desde el punto de vista del padre de familia que, por llevar algún dinero a casa, ha sido capaz de vender su alma al diablo de la delincuencia y la amoralidad extremas, tiene un ritmo en crescendo que discurre paralelo al arrepentimiento del ingenuo pater familias. La aparición de dos mujeres con quienes quiere salir de fiesta el dandi con su socio para que sirvan, también, de coartada y, de paso, tener amarrado a quien por sus flaquezas morales podía darle algún problema añade a la historia una visión sórdida de las aspiraciones de las mujeres, muy distintas. El papel de Katherine Locke, una manicura cuya máxima aspiración es conseguir un hombre soltero con quien casarse, y cuya noche de diversión con el atormentado protagonista acaba como el rosario de la aurora, añade una dimensión patética a la historia, del mismo modo que la reacia sumisión de la vampiresa de turno, Adele Jergens, espectacular en su papel de «triunfadora» frente a la modesta manicura.

En cuanto el criminal aficionado, llevado por la desesperación, confiesa su complicidad en el crimen materializado por el dandi y la mujer huye a revelarlo a la policía, entra en acción el joven periodista que, merced a un artículo sensacionalista que poco menos que arenga a las masas para que se defiendan por sí mismas frente a la ola de crímenes que los acechan, intenta labrarse un futuro en el medio, aunque su viejo maestro le recrimina que se haya dejado llevar por ese sensacionalismo y no haya sido capaz de discernir la dimensión humana de los acusados, a quien poco menos que se presentaba como bestias salvajes. La irrupción de la mujer del acusado, que lleva al periodista la carta que le ha escrito su marido es uno de los momentos moralmente más complejos y emocionantes de la película. La reacción del periodista, como la del sheriff, arengando a los ciudadanos amotinados sobre las virtudes de la democracia, llegan ya demasiado tarde: como en Furia, de Fritz Lang, cuando la masa hierve, lo primero que desaloja del recipiente es la cordura. El asedio a la prisión donde se ha hecho fuerte el sheriff da pie para, en un montaje febril y visualmente poco explícito, dada la nocturnidad en que se desarrolla, culminar una denuncia que, dado el pésimo recibimiento de la película, obligó a los productores a cambiar el título para colocar en él el motto del violento dandi protagonista, Try and get me, de modo que se desviara la atención a la lectura de la película como la de la «caza» de la bestia, en vez de como lo que Cy Endfield realmente filmó.

Hoy, la película puede verse casi como una película «neorrealista», en la medida en la que el trabajador desesperado acaba involucrado en un crimen que le repugna pero en el que participa como cómplice. Incluso las escenas del matrimonio accediendo a los bienes a los que, sin su desempeño criminal, no hubieran tenido acceso, forma parte de la nube de culpabilidad que se va apoderando del hombre honrado que no ha sabido resistirse a la tentación suprema del dinero «fácil».        

Esta película de Cy Endfield no creo que haya tenido la difusión que merece, y lo cierto es que el «tipo» que encarna Lloyd Bridges se «come» al atormentado protagonista desde su aparición en el billar. Podemos hablar, en efeto, de una de las grandes interpretaciones de Bridges, quien siempre brilló a enorme altura en sus interpretaciones. Ello contribuye, no podía ser de otra manera, a la enorme solidez del conjunto, de lo que resulta una película a la altura de clásicos tan potentes como esa Furia, de Fritz Lang, a la que hacíamos referencia. Endfield, perseguido por el comité de McCarthy hubo de exiliarse a Inglaterra, y de esa época, sepan los seguidores de este Ojo, es muy digna de ver Ruta infernal. Avisados quedan.

        

        

domingo, 27 de febrero de 2022

«Behind Locked Doors» y «El asesino anda suelto, de Oscar «Budd» Boetticher, del «noir» B al «noir» A, con sus «westerns» superlativos al fondo…

Título original: Behind Locked Doors

Año: 1948

Duración: 62 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Budd Boetticher

Guion: Eugene Ling, Malvin Wald. Historia: Malvin Wald

Música: Irving Friedman

Fotografía: Guy Roe (B&W)

Reparto: Lucille Bremer, Richard Carlson, Douglas Fowley, Ralf Harolde, Thomas Browne Henry, Herbert Heyes, Gwen Donovan

 

 

 


Título original: The Killer is Loose

Año: 1956

Duración: 73 min.

País: Unidos Estados Unidos

Dirección: Budd Boetticher

Guion: John Hawkins, Ward Hawkins, Harold Medford

Música: Lionel Newman

Fotografía: Lucien Ballard (B&W)

Reparto: Joseph Cotten, Rhonda Fleming, Wendell Corey, Alan Hale Jr., Michael Pate, John Larch, Dee J. Thompson, John Beradino, Virginia Christine, Paul Bryar.

 

 

El aprendizaje esencial de la concisión y una obra magnífica del mejor noir usamericano, con un Wendell Corey soberbio.

 

         Una sorpresa mayúscula en Filmin: El asesino anda suelto, de Budd Boetticher, el excelente director de westerns con los que encumbró a Randolph Scott. Mi Conjunta y yo lo conocimos cuando La2 tenía ciclos como el suyo, el de Busby Berkeley o el insuperable de Douglas Sirk presentado por el malogrado cineasta Antonio Drove. Asociado al Far West, así pues, el cartel del anuncio de su película me intrigó, porque echaba de menos el vestuario habitual del género usamericano por excelencia. Pero sí, Boetticher no solo dirigió esta estupenda incursión en el noir, sino que, años antes, en plena fase de aprendizaje del oficio, realizó otro, Behind Locked Doors, que preludiaba, en cierto modo, los hallazgos de El asesino anda suelto. El primero, que yo he visto en segundo lugar, es un film de muy bajo presupuesto, rodado casi todo él en interiores, los de un sanatorio mental donde se refugia —ese soplo le ha llegado a una periodista, quien busca a un investigador privado para que se avenga a «internarse» en él para comprobarlo— un juez, imaginamos que prevaricador, en busca y captura, por cuya cabeza se ofrecen 10.000 dólares de recompensa. La película apenas dura una hora y era de las que servían para rellenar programas dobles, pero ha de reconocerse que Boetticher ha sabido exprimir a la perfección todos sus elementos para generar una intriga que ya quisieran otras, con mayor presupuesto, poder mantener como él lo hace. A diferencia del cinematografista de Un asesino anda suelto, Lucien Ballard, tiene en su haber títulos como Atraco Perfecto, de Kubrick o Grupo salvaje, de Peckinpah, Guy Roe se movió en thrillers de menor presupuesto pero también con directores de la talla de  Cy Endfield, Richard Fleisher, Anthony Mann o Douglas Sirk. ¿En qué se nota? En el uso inteligente del claroscuro en las dependencias del sanatorio para contribuir de forma muy efectiva al suspense que acompaña la peripecia del investigador privado que se hace pasar por el esposo enfermo de la periodista. La figura del detective simpático y galán, amén de en bancarrota, razón básica para aceptar la propuesta de la periodista, permite al espectador empatizar con él y seguir sin respiración su peripecia como enfermo que, ¡no podía ser de otra manera!, es descubierto, lo que significa que la periodista ha de recurrir a un plan B que le permita saber en qué consiste exactamente el deterioro de su esposo, que ni siquiera permite que pueda verlo. No revelo nada de la trama porque está tan bien ligada y transcurre en tan poco tiempo que sería imperdonable por mi parte hacer tal cosa. Eso sí, que quede claro que la película tiene alicientes propios que la hacen recomendable, y sirve al espectador para ver el crecimiento artístico del director en “su” otra película de suspense.

         El asesino anda suelto arranca con un atraco que se complica y le complica la vida al cómplice que trabaja en el banco para los atracadores. Una vez que este ha sido descubierto, se atrinchera en su casa y recibe con disparos a la policía. Cuando esta fuerza la puerta de entrada, un bulto en la penumbra irrumpe en el salón y los agentes, Joseph Cotten al mando, disparan contra él, abatiéndolo. Enseguida, el silencio sobrecogedor y la rendición del empleado nos permiten saber que han matado a su mujer, de quien  su marido estaba mucho más que enamorado. La película hubiera sido muy otra de no haber contado con la actuación magistral, uno de los grandes papeles de su carrera, de un actor discreto, pero magistral:  Wendell Corey, a quien todos recuerdan en su papel de policía en La ventana indiscreta, de Hitchcock, entre otros. Su «composición» del marido vengativo que hace de la venganza el único objetivo de su vida es uno de los pilares de la película. Redimiendo penas por buen comportamiento, el atracador se convierte en preso modelo y, como premio, es enviado a una granja de la penitenciaría donde tiene fácil acceso a la huida, algo que no tarda en hacer, asesinato incluido del conductor del camión que ha de llevar, con él de acompañante, las verduras al mercado. Desde ese momento, la película mezcla dos ejes narrativos que se potencian mutuamente: la huida del prisionero, que, mediante disfraces consigue burlar todos los controles que le salen al paso, y la convicción del policía de que su mujer es el objeto último del deseo de venganza del atracador. A ella, su marido le hace creer que es él ese objetivo, y decide exponerse, con el apoyo de sus compañeros camuflados, al asalto final del atracador. Es estremecedora la frialdad del personaje interpretado por Corey, quien juega permanentemente con su miopía para disfrazarse y pasar inadvertido. Que se ha desarrollado su vertiente psicópata resulta evidente desde que ha de atender a un viejo excompañero del ejército que solía hacerle bullying, llamándolo «ranita» y poniendo de manifiesto su apocamiento. Tras la muerte de su mujer, sin embargo, esa pusilanimidad se convertirá en una determinación psicópata de acabar con la mujer del policía que mató a su mujer, y esa ausencia de emociones y gélida inclinación incluso al asesinato se manifestará hasta el desenlace. Por el camino, sin embargo, la aventura de su itinerario hasta el domicilio del policía estará sembrada de lances escalofriantes, no poco ingenio y un suspense conseguido plano a plano por quien nos ha entregado un verdadero ejercicio de hermosa y meritoria caligrafía del cine negro, si bien se trata de una película prácticamente olvidada y que conviene «rescatar». Me lo agradecerán.

martes, 22 de febrero de 2022

«Madres paralelas», de Pedro Almodóvar y «Josefina», de Javier Marco: el consagrado y el debutante.

Título original: Madres paralelas

Año: 2021

Duración: 123 min.

País: España

Dirección: Pedro Almodóvar

Guion: Pedro Almodóvar

Música: Alberto Iglesias

Fotografía: José Luis Alcaine

Reparto: Penélope Cruz, Milena Smit, Israel Elejalde, Aitana Sánchez-Gijón, Rossy de Palma, Julieta Serrano, Adelfa Calvo, Ainhoa Santamaría, Daniela Santiago, Julio Manrique, Inma Ochoa, Trinidad Iglesias, Carmen Flores, Arantxa Aranguren, José Javier Domínguez, Chema Adeva, Ana Peleteiro. Voz: Pedro Casablanc.

 





Título original: Josefina

Año: 2021

Duración: 90 min.

País: España

Dirección: Javier Marco

Guion: Belén Sánchez-Arévalo

Fotografía: Santiago Racaj

Reparto: Roberto Álamo, Emma Suárez, Miguel Bernardeau, Manolo Solo, Pedro Casablanc, Simón Andreu, Olivia Delcán, Belén Ponce de León, Maria Algora, Alfonso Desentre.

 

El manierismo asfixiante y la austeridad mal entendida: folletín y panfleto, por un lado; la incomunicación inexpresiva, por el otro.

 

         La mar de extraño, el programa doble que vimos mi Conjunta y yo el otro día, como resaca de los bobos Goyas de hace unos días, porque nos las encontramos en Netflix y eran dos películas por las que no pensábamos pagar en taquilla. Aunque las anuncio por orden de edad del director, ya que son del mismo año, me voy a permitir seguir el orden de visionado. Empezamos, por pura curiosidad —¡y ya tiene mérito seguir manteniéndola intacta, a nuestros años de contumaces aficionados!— por Josefina, porque parecía, como resultó ser, una película en la línea de las películas intimistas de Rosales, pero a años luz de Javier Rebollo, por ejemplo, cuya obra La mujer sin piano tanto me gustó. Las intenciones son intachables, cierto, pero desde que Álamo abre la película con esos cierres de ojos para afilar la mirada uno intuye que se va a bordear el desastre. Suerte tiene el director de contar con Emma Suárez, quien sí que con los ojos, el cuerpo y la voz es capaz de emitir significados como un álveo virginal. Los tópicos para describir la «unión de soledades», el encuentro de dos «perdedores emocionales», etc., la dificultad de la comunicación desde la «vida devastada», etc., pudieran servir para acercarse a Josefina, pero lo cierto es que la elección del actor, tan determinante en la historia que se narra, lastra la película hasta, al menos en mi caso, el amago de risotada por el ridículo estruendoso del mismo. Se trata de una paradoja: ¿puede la inexpresividad interpretativa de un actor interpretar la suma torpeza expresiva de un personaje? En modo alguno, a mi entender. Sería algo así como si para describir el aburrimiento cósmico, se aburriese cósmicamente al espectador. ¡Saldría disparado de la sala, abarrotado de bostezos! Quiero creer que me habita la objetividad de un espectador poco dado a acomodar su criterio a nada que no sea su experiencia cinematográfica, y por ello estaría dispuesto a señalar, secuencia a secuencia, qué movimientos, gestos y miradas del intérprete me parecen absolutamente ineficaces respecto del fin previsto. Cierto, la incomunicación y la inexpresividad son dos elementos constitutivos del relato, pero mientras que en Emma Suárez se palpa el drama humano de quien vive atrapada entre dos encerrados y se defiende como puede con la Singer, el funcionario de prisiones, eco pálido del personaje de Still Life («Nunca es demasiado tarde»), de Uberto Pasolini e incluso del de Nieva en Benidorm, de Isabel Coixet, no logra expresar ni una brizna de su interioridad, acaso, propiamente, un páramo de insignificancia, torpeza  y vacío que, en buena lógica, le hacen ingrata la travesía al espectador, a pesar de la invención para la que ni siquiera está capacitado, por eso, con excelente criterio, se renuncia a que sepamos qué escribió en las cartas, porque seguro que no le haríamos los elogios que le regaló Sancho a Don Quijote cuando este le leyó en Sierra Morena la carta que le encomendó entregar a Dulcinea: —Por vida de mi padre —dijo Sancho en oyendo la carta—, que es la más alta cosa que jamás he oído. ¡Pesia a mí, y cómo que le dice vuestra merced ahí todo cuanto quiere, y qué bien que encaja en la firma El Caballero de la Triste Figura! Digo de verdad que es vuestra merced el mesmo diablo y que no hay cosa que no sepa. Desde que vi que la presentación se alargaba tanto y que lo mejor de la película estaba en el gracejo del compañero del protagonista, el siempre eficacísimo Manolo Solo, temime lo peor y cumpliose: no se bordeaba el desastre, sino que se caía en él con todo el equipo, y ello hasta el disparate final de la entrevista con el Jefe en la prisión rizando el rizo del absurdo con la hija del subordinado. Los despropósitos en un edificio realista cantan demasiado, y aunque la irrupción de lo maravilloso también pertenece, legítimamente, al género, su epifanía requiere una preparación sutil para que el espectador asienta a la misma, ¡e incluso se complazca con ella!, en vez de, como a mí me ha ocurrido, colmarle hasta rebosar el vaso de la paciencia. Me llama la atención que, en FilmAffinity sean mayoritarias las críticas positivas, a la inversa de lo que ocurre con Madres paralelas, pero luego he pensado que quienes podrían escribir las desencantadas ni siquiera se habrán acercado a ella o han desertado al cuarto de hora y ni ánimo les ha quedado en el cuerpo como para escribir nada. A mí, además, aficionado acérrimo a Rosales y Bresson, que me deleito sobre manera  con las películas especializadas en que no pase nada y todo se resuelva a través de delicadísimos detalles y matices, me sabe fatal que Josefina me haya aburrido soberanamente. Creo que el director se ha «precipitado», que las ideas aún no estaban del todo claras, y que el reparto, además,  no ha colaborado en modo alguno.

         De Madres paralelas, por otro lado, tengo la impresión de que vuelvo a ver la misma película, como sucede con Woody Allen, en el capítulo de las malas, muy malas e infumables, que también las tiene, como el manchego; es decir, los mismos defectos repetidos ad náuseam y que, cuando no los controla, le llevan a perpetrar «cosas» como Los amantes pasajeros. Con todo, y dada la polémica que había levantado el tratamiento de la Guerra Civil del 36 y el de la actual «Memoria histórica», pensé que iba a ser mucho peor, porque le reconozco el mérito, al menos, de haber urdido una trama en la que, con muchas peticiones de principio a la credulidad de los espectadores, contaba una historia no del todo descabellada, a pesar de esas insufribles inverosimilitudes que en otras películas son de mayor calado y las vuelve aborrecibles. De que Almodóvar es el Sautier Casaseca de nuestro cine poca duda hay, así como también de que su innegable gusto por la puesta en escena preciosista le ha granjeado algo así como una «marca de fábrica» que permite identificar sus películas. Otra cosa son las actuaciones de sus protagonistas, cuya naturalidad afectada y postiza chirría estentóreamente. Compárese, sin ir más lejos, las actuaciones de las dos parturientas y la de Aitana Sánchez-Gijón, quien, ajustada a un papel con un contenido muy específico, sabe lucir sus dotes con total solvencia e incluso, en el recitado en los ensayos de Doña Rosita la soltera, con capacidad de emocionar, algo que, ninguna de las otras dos «sufrientes» me transmite en ningún momento. Será que tengo un problema con las voces átonas, sin relieves expresivos, y de afectada espontaneidad, pero ninguna de las dos conseguía, salvo contadísimos momentos, suscitar una corriente de simpatía emocional. Menos aún cuando ha de oír uno una homilía paleoizquierdista que pone en tela de juicio la Constitución del 78, traicionándose el autor a sí mismo, porque bien claro y alto dijo por ahí fuera lo agradecido que estaba a nuestra Constitución y nuestra Democracia por la libertad con que le permitían crear su obra.

         La trama de la película se inicia con  el contacto de una fotógrafa con un antropólogo forense a quien pide ayuda para desenterrar los restos de los represaliadas en el pueblo de sus antepasados durante la Guerra Civil. Ello da pie a un inevitable romance y este al nacimiento de una criatura de la que la protagonista no informa al padre. Pare al mismo tiempo que una adolescente con la que coincide en la clínica, y ambas estrechan una relación ajustada al asunto de la maternidad. Como la criatura de la madre tiene marcados rasgos sudamericanos de origen nativo, todos le dicen que ha salido a su padre, venezolano, pero lo cierto es que cuando el supuesto padre la ve no tarda mucho en confesarle que no la reconoce como hija suya. Ese es uno de esos momentos fundacionales del  camelo que amenaza con echar por tierra el edificio dramático de la película, pero Almodóvar se empeña en continuar y la cosa deriva, entonces, una vez confirmado mediante prueba genética de paternidad que ella no es la madre de la criatura, al posible cambio de criaturas en la clínica. Sobre un cambio así Étienne Chatiliez realizó una maravillosa película: La vida es un largo río tranquilo, pero, en este caso, Almodóvar escoge la vía fatalista: la hija de la adolescente ha fallecido por muerte súbita. ¿Remedio? Tras encontrarse ¿por azar? en un bar al lado de la casa de la protagonista, esta le propone que deje ese empleo y que se emplee como cuidadora de su hija y para llevar la casa, porque ella ha vuelto a trabajar y —aquí repite «la rusa» de Todo sobre mi madre— quiere deshacerse de una au pair irlandesa(siempre esa predilección por el mundo al revés) que solo se preocupa de sus estudios, no de cuidar a su hija… Aprovechando esa instancia, y se ha de entender que dando por sentado que la adolescente es bien corta de entendederas, ella le hace una prueba genética que confirma que la joven es la auténtica madre de la criatura, y no tardamos en saber quién fue uno de los autores de las diferentes  violaciones de las que  acabó naciendo la criatura, y que ni la joven ni los padres, en Granada, denunciaron. En fin, son tantas las acumulaciones de despropósitos narrativos que a todos ellos se ha de asentir para que la acción tenga el mero sentido de la continuidad que lleve a alguna parte... Que haya una aventura lesbiana entre las madres debe de formar parte del roce que engendra el cariño, imagino, o de la angustiosa sensación de culpabilidad de la protagonista, quien, sabiendo lo que sabía, que ella no era la madre verdadera, se escondía para no afrontarlo. En fin, entrar en mayores honduras cuando la superficialidad de las emociones y las reacciones peca tanto de frivolidad es hablar de la película que no existe, no de la que he visto. La profesión de la protagonista permite sesiones fotográficas con cameos como la medallista olímpica gallega Ana Peleteiro o la de Isabel Torres, la actriz que encarnó a La Veneno y que ha fallecido aún no hace ni dos semanas, y ello justifica, de paso, la privilegiada puesta en escena de los espacios donde habita, una de las especialidades de Almodóvar. Toda la parte dedicada a la exhumación de los restos está sobrecargada con unos tonos emotivos que pecan de archivistos. De hecho, detalles como el del sonajero, que parece potenciar la dimensión íntima de un personaje, lo toma el autor de un caso real ocurrido en el norte, en el parque de la Carcavilla, en Palencia, y que nos llamó la atención y nos conmovió a cuantos leímos la historia. ¿A qué, pues, la apropiación indebida? Almodóvar es incomprensible sin ese sentido del pastiche y del collage, pero ello mismo le resta hondura dramática a sus tramas y a sus historias, compuestas más de retazos y «momentazos» para el lucimiento de sus actrices que de una narración sólida y bien estructurada. Estéticamente, la película es impecable, y no abusa, contra su natural, del recargamiento de la puesta en escena, muy aligerada en esta ocasión, aunque su buen gusto para la composición del plano permanece inalterado, por supuesto. Ideológicamente, es comprensible que Almodóvar se haya dejado llevar por una corriente de la que se debe de sentir cerca y que ostenta el poder político actualmente, pero el esquematismo pueril de la protagonista no soporta la más mínima reflexión histórica desapasionada. Sí quiero indicar que el letrero final con la frase de Galeano inducirá a confusión, me temo, a los espectadores no familiarizados con nuestra Historia, porque la Democracia, ni siquiera gobernando el PP, ha estado en contra de las exhumaciones, pero la reflexión de Galeano da a entender que la Historia real se abre paso frente a la Historia Oficial que la niega, lo cual no se corresponde con el sistema del 78, desde luego, cuyo objetivo final fue la reconciliación nacional, y en ello sigue aún. Espero que no se confundan los espectadores extranjeros y crean que están ante otra película como La historia oficial, de Puenzo, porque la película corre ese peligro, ciertamente. Me temo que Almodóvar se ha metido en un asunto que ciertamente levanta ampollas y en el que la polarización implantada por el Poder está causando auténticos estragos. A todo ello no se le puede hacer frente mediante la ingenuidad o el postureo, sino desde la convicción de la tragedia vivida como tal, pero Madres paralelas no va de eso, fijo; sería, acaso, pedirle demasiado a Almodóvar.

«La séptima víctima», «Bedlam, hospital psiquiátrico» y «Nube de sangre», de Mark Robson, o la artesanía como una de las bellas artes.

Título original:  The Seventh Victim
Año: 1943
Duración: 71 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Mark Robson
Guion: DeWitt Bodeen, Charles O'Neal
Música: Roy Webb
Fotografía: Nicholas Musuraca (B&W)
Reparto: Tom Conway, Jean Brooks, Isabel Jewell, Kim Hunter, Evelyn Brent, Erford Gage, Ben Bard, Hugh Beaumont, Chef Milani, Marguerita Sylva, Barbara Hale, Lorna Dunn.

 







Título original: Bedlam

Año: 1946

Duración: 79 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Mark Robson

Guion: Val Lewton, Mark Robson

Música: Roy Webb

Fotografía: Nicholas Musuraca (B&W)

Reparto: Boris Karloff, Anna Lee, Billy House, Richard Fraser, Glen Vernon, Ian Wolfe, Jason Robards Sr., Leyland Hodgson, Joan Newton, Elizabeth Russell.

 



Título original: Edge of Doom

Año: 1950

Duración: 94 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Mark Robson

Guion: Philip Yordan, Charles Brackett, Ben Hecht. Novela: Leo Brady

Música: Hugo Friedhofer

Fotografía: Harry Stradling Sr. (B&W)

Reparto: Dana Andrews, Farley Granger, Joan Evans, Robert Keith, Paul Stewart, Mala Powers, Adele Jergens, Harold Vermilyea, John Ridgely.

  

Una magnífica película de intriga y satanismo, la crónica de los maltratos psiquiátricos en el Londres del siglo XVIII, y un angustioso drama social y religioso:  tres muestras de la maestría del «preterido» Mark Robson.

 

         Mark Robson es conocido, sobre todo, por un potente melodrama boxístico, El ídolo de barro, y por El premio, la primera con Kirk Douglas; la segunda con Paul Newman. No figura en los anales como el gran director que fue, por eso me han llamado la atención, nada más ver La séptima víctima, otras dos obras como Bedlam, hospital psiquiátrico y la muy celebrada Nube de sangre, con Dana Andrews y un Farley Granger algo sobreactuado más allá incluso del dolor.

         En La séptima víctima hace su debut una actriz tan delicada como Kim Hunter, llamada a ganar un Oscar por Un tranvía llamado deseo, de Elia Kazan. A pesar de su juventud, sobre ella recae el peso de la acción, pues encarna a una joven que, mantenida por su hermana en un internado católico, recibe la noticia de que su hermana ha dejado de pagar el pensionado y no tienen noticias de ella. La protagonista decide trasladarse a Nueva York para investigar qué ha pasado con ella. La desaparición misteriosa y la búsqueda mediante palos de ciego que ella emprende van a sorprender a los espectadores con no pocos giros de guion que complicarán la trama en espiral para llevarnos a un desenlace sorprendente, efectivo y contundente. Como le sucede a cualquier espectador que ve la película con las únicas referencias de su propia historia cinéfila, está claro que hay en esta película un tema, el de la pacífica secta de los adoradores de Satán, y una secuencia, la de la protagonista en la ducha, donde entre una figura contemplada a través de la cortina de la misma, lo que potencia su amenaza, que recuerdan inequívocamente a La semilla del diablo, de Polanski y a Psicosis, de Hitchcock. Por si fuera poco, el productor, Val Newton, en aquellos tiempos un factótum, a casi todos los niveles, de “sus” películas, se empeño en introducir en esta al psiquiatra de La mujer pantera, de Jacques Tourneur, interpretado por el exquisito Tom Conway, hermano, por cierto del no menos sofisticado George Sanders, a pesar de que ya había fallecido en la otra película. Un psiquiatra, una mujer trastornada que ha ingresado en una secta diabólica, los Paladistas que observan, sin embargo, la no violencia, aunque entre sus normas figura que quien abandona la secta, la hermana de la protagonista, y revela su existencia, ha de morir. En ese sentido, es extraordinaria la secuencia en la que la secta reunida ofrece a la mujer trastornada y sedienta un vaso de agua con veneno para que ella misma ejecute la sentencia de la secta. Los miembros de la secta son personas instruidas y de una posición elevada, y su sociedad secreta revela el éxito que tuvieron las tales a finales del siglo XIX con el auge del esoterismo, el espiritismo y todas las supercherías referidas a lo que entonces se conoció como “teosofía”, entre cuyos cultivadores destacaron Madame Blavatsky, Allan Kardec, Roso de Luna, Aleister Crowley, etc.

         La búsqueda angustiosa de la hermana desaparecida no tardará en encauzarse, cuando, tras ir a la empresa de perfumería de la que la hermana era propietaria y enterarse allí de que había vendido la propiedad a la actual directora, quien resultará ser cofrade de la secta satánica, le es revelado que frecuentaba un restaurante italiano. Va allí y acaba descubriendo que ha alquilado una habitación en el primer piso. Tras mucho insistir, los dueños del restaurante se la enseñan y el plano escalofriante de una habitación con una silla bajo una soga dispuesta para que alguien se ahorque supone un efecto tan eficaz en la línea narrativa, que, a partir de ese momento, el desasosiego más profundo se apodera del espectador y no lo abandona hasta el mismísimo final de la historia. Más tarde, con quien, aun presentándose a ella como amigo de la hermana, sabremos después que es su esposo, acabaremos descubriendo a la hermana momentos antes de que vuelva a desaparecer, porque se siente perseguida y huye de todos, del psiquiatra que la cuida también. De forma paralela, la joven protagonista descubre la existencia de una mujer enferme que vive justo al lado de la habitación del pánico que tiene su hermana alquilada. En el restaurante italiano, que se convierte en otro centro de la acción, conoce a un poeta que ha dejado de escribir, pero que había tenido un cierto éxito con su primer libro, y a quien el psiquiatra conoce bien porque trató profesionalmente a su enamorada, que acabó suicidándose.

         Un investigador que se ofrece a la joven, aunque esta no pueda pagarle hasta que no encuentre un trabajo, acaba acompañándola a la fábrica, donde hay una habitación siempre cerrada. Allí, el hombre es asesinado, y ella lo descubrirá cuando otros dos lo transportan en el metro como si estuviera dormido o bebido, una magnífica secuencia, por cierto, muy propia de las películas de terror de Newton. El poeta se suma al psiquiatra y al amigo, en realidad marido, y tenemos ya una autentica cuadrilla aplicada a la búsqueda de una persona realmente enajenada a la que quieren forzar a suicidarse para cumplir los estatutos de la secta.

         No seguiré revelando nada del argumento, porque forma parte del encanto de la película. Quiero, sí, revelar la existencia de una secuencia que todos los críticos unánimemente califican como inspiradora, en parte, de la ultrafamosa escena de la ducha en Psicosis. La capacidad de intimidación que supone la irrupción de la nueva propietaria de la fábrica y miembro de la secta satánica en el cuarto de baño donde la joven se ducha. Hemos de recordar que el equipo técnico que acompaña a Robson es prácticamente el mismo del de las películas que hizo Newton con Tourneur, y eso se aprecia en la calidad de la iluminación y en la sugerente fotografía llena de claroscuros dramáticos que acentúan el suspense de la trama.

         La séptima víctima es una película casi desconocida en España, salvo para los cinéfilos de pro que hurgan en los contenedores del olvido para rescatar auténticas gemas como la presente. Conviene verla, porque es entretenida, porque la secta satánica no representa un disparate irracional, porque la angustia de la protagonista se mantiene durante todo el metraje y porque los diferentes golpes de efecto que vamos conociendo nos espolean hacia un desenlace que no deja de sorprendernos. Añadamos un fotografía excelente y una cámara “transparente”, sin dejar de ser personal, y tendremos una narración perfectamente estructurada y con unos magníficos diálogos, sobre todo a cargo del psiquiatra.

         Bedlam es una muestra de la laxitud con que se entendía, entonces, el género del terror, porque la presencia de Boris Karloff en la película anuncia inequívocamente el género, casi como la de John Wayne para el western. La película en sí es una apreciable muestra de película histórica centrada en las existencia de un manicomio londinense que los más atrevidos, por una módica cantidad, podían visitar para ver las evoluciones en sus celdas, jaulas y espacios comunes, de los locos a quienes se trataba propiamente como a animales que ni sentían ni padecían. El alcaide de esa prisión psiquiátrica es Karloff, obviamente, pero en este caso se trata de un autor de comedias que ha conseguido el beneficio de la dirección de ese psiquiátrico casi como una gracia por la que está agradecido al Lord que se la consiguió. La concubina de este, decide ir a conocer a los célebres locos y queda estremecida por la contemplación de lo que allí ve. Inicia una lucha con Karloff para que se provean remedios para los padecimientos de esa gente y, como treta defensiva, el alcaide consigue que declaren loca a la concubina y que la ingresen en Bedlam. Como ella es amiga de otro noble de la oposición política a su Lord, y gracias a la intermediación de un cuáquero pacifista, se inicia el proceso para sacarla de allí, pero, en el ínterin, la protagonista se dedica a mejorar la vida de los prisioneros y a dignificar materialmente su estancia en el psiquiátrico, lo cual inquieta, no podía ser de otra manera, al sádico guardián que mantenía, hasta la llegada de ella, en estado de salvajismo a los dementes. No adelanto más información porque conviene seguirla paso a paso, pues la estancia de la joven en el sanatorio que no sana nos da pie a un interesante viaje al centro mismo de cómo se concebía la enfermedad mental en el siglo XVIII y los crueles tratamientos que se usaban. Junto a esa situación, la frívola de una sociedad para quienes los dementes estaban totalmente desprovisto de humanidad, como los esclavos con los que se empieza a negociar para trasladarlos desde África a Usamérica y las Antillas para abastecer de mano de obra barata las plantaciones de tabaco y algodón.

         La película tiene una exquisita ambientación, una combinación afortunada de grabados de época y una puesta en escena acorde con las películas de limitado presupuesto, pero muy dignas, que producía Newton. Los seguidores de Karloff celebrarán mucho su excelente papel en esta película ya digo que más histórica que de terror. Ojo a la loca catatónica…

         Nube de sangre, un título tremebundo para una película que mezcla el cine religioso con el thriller y con la crítica social, nos permite adentrarnos en un flash back a través del cual un mosén —que no es un mossén cualquiera, sino el mismísimo Dana Andrews, icono del cine negro que en esta película, vestido de clerygman  y con el sombrero propio de los 50, mantiene el tipo de un modo espectacular—  cuenta la historia de un jovencísimo repartidor de flores cuya madre padece una enfermedad terminal para la que le es imposible pagar los cuidados, en otro estado, que la permitirían mejorar. La descripción de la impotencia económica del joven se amplificará cuando, fallecida la madre, el joven, febrilmente, decide conseguir el mejor funeral posible para su madre, devota católica de la parroquia dirigida por un cura al que el hijo hace responsable de que su padre, quien se suicidó cuando él era un niño, no tuviera un funeral católico y fuera enterrado en el camposanto. Lo que la madre entiende, el hijo no lo perdona. Por esa razón, cuando discute con el cura que le negó aquel funeral a su padre, la ira lo ciega, de ahí el título dramático de la película, y acaba matando al sacerdote. La línea policial de investigación generará un suspense muy poderoso de auténtico cine negro de la mejor calidad, aunque la obsesión del joven repartidor, cuya tragedia consiste en negarse a aceptar que en la crudelísima realidad social estratificada que nos toca vivir él ocupa, a pesar de su honestidad, el más bajo escalafón retribuido imaginable. Esa obcecación hace algo incómodo al personaje, pero su rebelión contra la iglesia está totalmente justificada emocionalmente. La muerte de la madre lo trastorna casi hasta la enajenación, lo cual lo lleva a plantear unas exigencias al dueño de su empresa, a la funeraria y al mosén encargado de la parroquia fuera del sentido de la realidad. Granger da bien el papel, pero el papel es muy ingrato, porque la pobreza unida a la desesperación y a la exigencia es una combinación que difícilmente concita la empatía del espectador, aunque sí su compasión. El encargado de vehicularla y añadir luz humana al desenlace es el mosén encarnado por Dana Andrews, quien, recordémoslo, le cuenta la historia de cómo un feligrés le ayudó a él a encontrar sentido a su misión pastoral cuando, como el adjunto que quiere pedir el traslado, también él pensaba que lo habían enviado a un destino donde no podía hacer nada para ayudar a nadie. No revelo en qué consiste esa intervención porque nos llevaría al mismísimo desenlace, algo reservado para quienes decidan verla, aunque yo animo a todos a hacerlo, porque la historia tiene, también, una magnífica historia paralela de un ratero de poca monta interpretada por uno de los grandes actores «de carácter» del cine usamericano, Paul Stewart, quien fuera compañero de Welles en el Mercury Theatre,  y en cuyo Citizen Kane tuvo el papel de mayordomo de Kane. Si le sumamos la aparición de otro secundario de lujo, el comisario interpretado por Robert Keith, ya solo nos falta añadir al reparto a Mala Powers, como desdichada novia del protagonista, para saber que un reparto de tantas campanillas no podía reunirse para una nonada. Insisto, tanto La séptima víctima como esta Nube de sangre son dos películas que merecen ser vistas por un público numeroso. La primera de ellas no fue estrenada en España y la segunda sí, en 1955, pero no creo que haya sido rescatada por las televisiones; en mi frágil memoria no consta, al menos. Quedan invitados.

miércoles, 16 de febrero de 2022

«Bob, el jugador», de Jean-Pierre Melville, el clasicismo majestuoso del polar.

 

El texto y el contexto estilizados hasta la perfección del retrato en perfecto claroscuro de un dandi, jugador compulsivo, y un barrio parisino, Pigalle.

  

Título original: Bob le flambeur

Año: 1956

Duración: 98 min.

País: Francia

Dirección: Jean-Pierre Melville

Guion: Jean-Pierre Melville. Historia: Jean-Pierre Melville, Auguste Le Breton

Música: Eddie Barclay, Jo Boyer

Fotografía: Henri Decaë (B&W)

Reparto: Roger Duchesne, Isabelle Corey, Daniel Cauchy, Guy Decomble, André Garret, Claude Cerval, Simone Paris, Howard Vernon.

 

         Hay una variedad de paracinéfilos, a los que podríamos llamar «aficionados compulsivos lentos», en la que no me cuesta reconocerme: aun teniendo predilección por un autor , hasta cuatro obras suyas llevo criticadas en este Ojo, no nos lanzamos ebrios de ansiedad al visionado de todas sus obras una tras otra hasta agotar su filmografía; preferimos ir viendo sus películas a medida que tropezamos con ellas en este o aquella plataforma, en este o aquel videoclub, en este o aquel programa dedicado a los clásicos en las TV (género televisivo en vías de extinción, la verdad…). Le toca el turno hoy a Bob le flambeur, traducida por Bob, el jugador, si bien se pierde la connotación de «compulsivo», imprescindible para entender la pasión ludópata del protagonista, encarnación de un dandi que bien podríamos relacionar con los de Calle sin nombre, de Keighley o La casa de bambú, de Fuller, de las que hablábamos recientemente. Hay, con todo, en el retrato de este jugador empedernido, una nota que disuena en el género: la bondad y generosidad del protagonista, siempre dispuesto a ayudar a los desamparados. Para redondear la extrañeza del personaje respecto de los tópicos habituales del género, es excelente amigo de un comisario de policía a quien salvó de ser tiroteado en el curso de una acción policial que llevó al personaje a la cárcel durante tres años. Esa relación le da una dimensión moral a la película que la aparta, en parte, del polar seco, duro y violento, y la acerca más a lo que en realidad es la película: el retrato de un carácter dominado por la ludopatía.

         Esta película ocupa un desvaído espacio intermedio en la filmografía de Melville. Lejos de El silencio del mar, una auténtica joya, y más lejos aún de sus últimas obras, como la maestra que es El silencio de un hombre, por ejemplo. Temáticamente, tiene alguna de las constantes del cine policiaco de Melville, sobre todo la amistad entre hombres, pero, técnicamente, en esas fechas, es algo así como el inicio de la inminente nouvelle vague, por el rodaje en exteriores y la importancia de París, casi como personaje, más que como decorado, en la exploración de un personaje ligado íntimamente a un espacio concreto del que acaba formando parte indisoluble: no puede entenderse al personaje sin sus espacios de relación, y Melville los filma, además, con un repertorio de planos que agigantan el retrato de Pigalle para darle una dimensión casi mítica, lo que logra, también, con una selección muy cuidada de la puesta en escena. La película se abre, además, con un barrido auroral de París desde Montmartre y el Sacré Coeur, el cielo, momento en el que descendemos con el funicular hasta Pigalle, el infierno, escenario de la acción. El arranque descriptivo de la ciudad, cuyos neones irán apagándose a medida que irrumpa la claridad del nuevo día, es de una belleza y una fuerza espectaculares. Una constante que se mantendrá a lo largo de toda la narración/descripción de un carácter que dominará la historia.

         Sorprende que, de forma tan temprana en su filmografía, Melville escoja contarnos las andanzas de un jugador crepuscular, al borde de la ruina, lo que no impide que se manifieste su generosidad constantemente, como en el caso de la joven expuesta a las inclemencias y rigores del nocturno lado impío de una ciudad en la que ella parece, sin embargo, saber defenderse con habilidad y determinación. El retrato de un jugador aún elegante, pero ya mayor, y dueño de un ascendiente indiscutible entre los jóvenes delincuentes vividores que lo rodean, nos atrapa desde la mismísima aparición de Bob, cuya peripecia social nos interesa no solo por el estudio del personaje, sino por el modo como Melville nos acerca con sus planos sorprendentes al corazón mismo del declive y a las sutiles leyes del hampa que subyacen en los comportamientos de los personajes. Los bares y las calles acaban adquiriendo una dimensión de hábitat sin el que esos personajes no tendrían razón de ser, porque no puede ubicárseles en otro sitio distinto de ese en que se instalan como si hubieran nacido exclusivamente para ellos.

         La decadencia del personaje, sobrellevada con una serenidad estoica que lo aleja de cualquier patetismo absurdo, lo obliga, a pesar de las continuas advertencias de su amigo policía, a no involucrarse en golpes que pudieran dar con él en una cárcel que, a sus años, tan difícil de soportar sería. Con todo, la segunda parte de la película gira en torno al robo de un casino, el de Deauville, que el protagonista intentará llevar adelante a pesar de que la policía está informada de que se producirá ese asalto. La preparación del atraco, con una escena de muchos quilates, cuando el técnico prueba las llaves que abrirán ciertas puertas, con primeros planos de los compinches y de un perro, en una alternancia medida por el cronómetro, no se altera, pero sí se complica cuando la joven revela a Bob que le ha contado a un «amante pasajero» las intenciones del joven galán delincuente de llevarlo a cabo. Este, acuciado por el sentimiento de culpa, acaba matando al soplón. Sorprende que, con tantos elementos adversos, porque los compinches de dentro del casino acaban chivándose también a la policía, de forma anónima, Bob se empecine en dar el golpe con una seguridad que parece un desafío. Esa noche, sin embargo, el perdedor habitual al que Azar parece haberle dado la espalda, tiene «su» noche y gana una fortuna de forma legítima, pero…

         Y ahí no seré yo quien dé un paso más allá. Tengo para mí que La bahía de los ángeles, de Jacques Demy, le debe no poco a esta película de Melville, no solo por el enfoque estético, sino por el análisis de la ludopatía, tan parecido en ambas. Si la presencia de las ferias populares  en el cine exige una monografía instructiva, no menos la exige la presencia de los casinos y del juego. Hay algo muy primitivo en ambas manifestaciones que quizás deberíamos analizar siguiendo el estupendísimo Homo ludens, de Joan Huizinga. Nos sorprendería lo cerca que estamos de los barracones de feria y de las timbas clandestinas. La vida es una apuesta, en efecto, y Bob, el jugador compulsivo, no solo lo sabe bien, sino que, para él, es la única vida posible.

         Insisto, la fotografía nocturna del Pigalle de esta película es un auténtico festín para cualquier aficionado, compulsivo o no, lento o no. Mi ignorancia habitual me impide decir si se trata de una película poco o nada vista, porque confieso que en modo alguno asociaba el título con Melville. En cualquier caso, si es muy conocida, esa suerte he tenido yo de no haberla visto hasta hoy para poder disfrutar de una película magistral.

 

domingo, 13 de febrero de 2022

«Cry Vengeance» y «Time Table», de Mark Stevens, un afortunado descubrimiento.


Título original: Cry Vengeance

Año: 1954

Duración: 82 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Mark Stevens

Guion: Warren Douglas, George Bricker

Música: Paul Dunlap

Fotografía: William A. Sickner (B&W)

Reparto: Mark Stevens, Martha Hyer, Skip Homeier, Joan Vohs, Douglas Kennedy, Cheryl Callaway, Mort Mills, Warren Douglas, Lewis Martin, Don Haggerty, John Doucette, Dorothy Kennedy.

 









Título original: Time Table

Año: 1956

Duración: 79 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Mark Stevens

Guion: Aben Kandel. Historia: Robert Angus

Música: Walter Scharf

Fotografía: Charles Van Enger (B&W)

Reparto: Mark Stevens, King Calder, Felicia Farr, Marianne Stewart, Wesley Addy, Alan Reed, Rodolfo Hoyos Jr., Jack Klugman, John Marley.

 

Dos sólidos thrillers de un reputado y versátil actor, Mark Stevens: Una aproximación al crimen perfecto y una novedosa incursión en el «thriller exótico», en Alaska, en esta ocasión.

 

         Si hace poco subí a este Ojo la crítica de Calle sin nombre, de William Keighley, protagonizada por Mark Stevens, hoy, por esos azares de la selección en la cinta de correr, traigo aquí dos películas dirigidas por quien, a buen seguro, aprendió mucho de las películas que protagonizó como actor para dirigir estos dos thrillers en los que también actúa como protagonista, un desdoblamiento de funciones que salva con muy buena nota.  Yo las vi en orden inverso de su fecha de estreno,  pero están tan cerca la una de la otra que no hay grandes cambios estéticos o argumentales que justifiquen un orden cronológico para su visionado. La «factura» de ambas se ajusta a los cánones más reputados del género, si bien la primera de ellas, Cry Vengeance, tiene la particularidad de desplazar casi toda la acción a Alaska. Ketchikan, con sus tótems amerindios como máximo exponente de ese exotismo del que hablaba, es el destino de un exconvicto cuya mujer e hijo murieron en un atentado con bomba y cuyo supuesto responsable, un mafioso de San Francisco, se ha escondido en ese rincón lejano en compañía de su hija. Sí, por supuesto, la presencia de la hija en esa trama de una venganza, el único objetivo vital del protagonista, quien sufrió severas quemaduras en una parte del rostro en aquel atentado, es determinante en el desarrollo de la acción. La obra arranca con mucho nervio y unas magníficas tomas en la ciudad de San Francisco, y en particular un par de secuencias que lo enfrentan con un sicario elegantísimo —¡y volvemos, con ello a Calle sin nombre, de  Keighley y a La casa de bambú, de Fuller!— que se siente humillado por el expolicía cuando, en el club, le zurra la badana ante la presencia de su jefe. Ver actuar a Skip Homeier me ha deparado la extraña anacronía de ver actuar a Jim Jarmusch, dado el parecido entre ambos. La figura del sicario elegante con anchas gafas negras de concha, además, añadía al personaje un toque exótico tan potente como la ciudad de Alaska donde se desarrolla la mayor parte de la película y donde se desenlaza. No ignoro que tanto la producción como el reparto, a excepción de Marta Hyer, quien había tenido una destacada actuación en Sabrina, de Wilder, ese mismo año, convierten esta película en una más de las de serie B, si bien la calidad de la misma va a obligar a los críticos a realizar una clasificación de algo así como las Aes de la be o cómo descubrir excelentes películas que merecen una segunda oportunidad popular; algo que debería caer del lado de los programadores televisivos, pero andamos siempre muy cortos de imaginación para sacar rentabilidad del inmenso acervo de películas que tenemos a nuestra disposición. YouTube, a ese respecto, es una mina llena de auténtico oro cinematográfico.

         Es evidente que una fiebre vengativa como la del personaje, que no vive, tras tres años de condena, por saldar cuentas con quien él cree que es el responsable de la muerte de su mujer y su hijo, quien, además, tiene el rostro tan desfigurado que impone cierto respeto a quienes tratan con él, no da para que el protagonista nos muestre un abanico amplio de matices interpretativos, pero, aun así, en esas condiciones argumentales, Stevens tiene momentos de auténtico magisterio interpretativo, como en  la tenebrosa escena en que la hija del mafioso sale a jugar sola y él se le acerca para entregarle una bala que la niña le ha de dar al padre, a quien va destinada. La aparición de la propietaria del bar de ambiente local de la ciudad, que se relaciona con ambos hombres, el mafioso y el recién llegado, a quien en modo alguno rechaza por la cicatriz de la cara, suma complejidad a la historia y unas secuencias estupendas en un bote y en las riberas de la ría donde se ubica Ketchican, una ciudad pesquera que el hidroavión en el que llega el personaje recorre en vuelo casi rasante, para darnos una idea de la extensión de una pequeña comunidad «típica», de esas «donde nada habitualmente ocurre». El plan del mafioso donde el exconvicto buscó información para encontrar al responsable de la muerte de su familia añade un factor más de complejidad argumental y propiciará un desenlace narrado con excelente tensión y un brillante desenlace en lo alto de una presa cercana al pueblo. Puede alegarse que la historia no desarrolla con convicción algunos extremos de la misma que bien lo merecían, como la relación entre la propietaria del bar y el exconvicto, pero ya se sabe que las producciones B exigen una economía narrativa indispensable para atender al corazón de la historia, sin desvíos ni atajos. Y la película, en ese sentido, cumple escrupulosamente con lo que promete. Por demás está decir que la cámara se mueve con arreglo a los estándares del género ¡y con nota!, como el picado de la escalera por donde sube el secuaz del mafioso en Alaska cuando se entera que el prisionero ha sido puesto en libertad y busca a su jefe. Ejemplos hay sobrados, como las tomas de ambos en la barca, ella al timón y él despertándose de una siesta de una hora…; o la escena con la niña en los bajos de la casa, cuando le «regala» la bala para el padre…

         Puede parecer, insisto, una narración excesivamente lacónica, y un sobrepeso limitador la obsesión vengativa del personaje, pero todo lo supera esa economía de medios de la que, sobre todo en las escenas callejeras, Stevens logra sacar tan excelente partido. Y para los amantes de los lugares exóticos, está claro que Ketchican es un destino a tener en cuenta…

         Time Table, por su parte, es la historia de un subgénero del thriller, «el atraco perfecto». Con él arranca la película, ejecutado con precisión de cirujano y una limpieza que sume a los investigadores, tanto a la policía como al agente de la compañía de seguros a quien se le encarga la investigación paralela sin pistas de ningún tipo. Se comienza, pues, de cero, para ir adentrándonos en lo mejor que el cine policiaco sabe darnos: los pasos desde las sombras hasta la luz para iluminar la autoría de cualquier delito. La sorpresa salta para el espectador cuando, a mitad de narración, el expolicía y ahora agente de investigación de la compañía de seguros se reúne con una de los perpetradores del robo al tren, del que salieron con una ambulancia para evacuar un caso de enfermedad muy contagiosa, de quien está apasionadamente colgado. En cuanto somos conocedores del doble juego del agente, todo parece cobrar sentido y la película deriva hacia la prueba inicial que se recalca en uno de los planos en comisaría cuando el ahora ya delincuente y perseguidor al mismo tiempo es encuadrado al lado de un cuadro colgado en la pared en el que se lee: «No existe el crimen perfecto». Ahí está el reto y a ello se dedicará lo que queda de metraje: advertir cómo el protagonista, de nuevo el propio Mark Stevens, quien cree estar muy seguro de la inefabilidad de su plan, va cayendo, a medida que transcurre la acción, en esa red de contratiempos inesperados, capaces de arruinar el más perfecto de los planes. Junto a él, un secundario de lujo como Wesley Addy, uno de los actores preferidos de Robert Aldrich, con quien rodó hasta cinco películas. Al espectador le da igual que la motivación del paso al lado oscuro del mundo criminal sea la sempiterna razón de siempre: el corto salario que nunca va a dejar disfrutar a quienes lo reciben y viven insatisfechos con él de los lujos de la vida a los que se consideran acreedores. Parte importante, en este caso, es el enamoramiento del protagonista, quien maltrata a su esposa de un modo que solo sorprende a esta hasta saber que ello obedece a que se ha enamorado de otra. Si en la anterior Alaska figuraba como ese toque exótico que anima cualquier historia, en esta, la huida al otro lado de la frontera mejicana opera en el mismo sentido, y ello incluye no solo unas escenas de mérito en uno de los muchos bares de la zona, sino también una canción en español, así como algunas palabras en nuestro idioma. Desde que comienzan los contratiempos para el protagonista este vive con una creciente angustia, porque, sin colaborar en nada con el investigador-jefe asiste al círculo que se va cerrando en torno a él y del que comienza a dudar bien pronto si podrá zafarse. Siguiendo el patrón de la anterior película, también en esta el desenlace se resuelve con una huida y un tiroteo, aunque conviene verla para enterarse de quiénes acaban cayendo.

         A mitad de visionado, caí en la cuenta de que ya había visto la película, pero la acabé de ver de nuevo para refrescarla y poder hacer esta crítica a la que he sumado otra, de muy buena factura, y quizá más interesante que esta,

aun a pesar de su espectacular comienzo.

         Son muchos los actores que se sienten tentados por la labor de dirección, pero pocos los que, con humildes presupuestos, son capaces de entregarnos películas de género tan logradas como estas dos de Mark Stevens. Supongo que a muchos espectadores les sorprenderá el excelente nivel de ambas producciones, y se alegrará de añadir dos thrillers convincentes a su particular historia del género.