El debate
entre la esclavitud y la libertad como metáfora de la partitocracia.
Título original: The Nun's Story
Año: 1959
Duración: 149 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Fred Zinnemann
Guion: Robert Anderson.
Novela: Kathryn Hulme
Reparto: Audrey Hepburn; Peter Finch; Edith Evans; Peggy Ashcroft; Dean
Jagger; Mildred Dunnock; Beatrice Straight; Patricia Collinge; Rosalie
Crutchley; Ruth White; Barbara O'Neil; Margaret Phillips; Patricia Bosworth; Colleen
Dewhurst; Stephen Murray;
Lionel Jeffries; Niall MacGinnis.
Música: Franz Waxman
Fotografía: Franz Planer.
Fred Zinnemann fue un autor muy resultón
de cara al público y a los premios, películas inolvidables suyas como Solo
ante el peligro, Oklahoma, De aquí a la eternidad o esa tan
poco citada que fue Un sombrero lleno de lluvia, nos hablan de un autor
que desde su primera película documental en Alemania, Gente en domingo,
junto a dos directores de lujo como Edward Siodmak y Edgar G. Ulmer, prometía
grandes cosas. Por pereza, por mi pasión por la mística del XVI español y por
mi afición a la vida y «movida» obra de Teresa de Jesús, nunca creí que
Historia de una monja pudiera atraerme, seducirme o siquiera entretenerme. Finalmente,
llegó el día en que decidimos darle una oportunidad para comprobar si la
siempre magnífica Audrey Heburn se salía con la suya en un papel en apariencia
tan insípido. Mi sorpresa ha consistido,
tras ver la película, con un metraje excesivo que podría haber sido aligerado
en su primer tercio, a pesar del indudable valor documental del periodo de
novicia, en que la película admitía una lectura política o politológica, porque
la lucha interior de la hermana Luke es el debate entre la sumisión y la libertad,
entre el acatamiento al dogma y la libertad de pensamiento y de expresión,
entre la represión y la aceptación de nuestros instintos.
En la Europa de posguerra, en Bélgica, que una joven de clase alta, hija de un cirujano
y huérfana de madre, decida «meterse a monja» es vivido por su padre como una
pérdida irreparable, sobre todo por los méritos y altas capacidades de la hija,
pero en un acto de sagrada tolerancia no solo lo consiente, sino que contribuye
a pagar la dote, indispensable, para poder profesar.
A partir del momento en que la joven
novicia entra en el convento, vamos a asistir a una primera parte en que,
concienzudamente, las postulantes serán «limpiadas» de su pasado, hasta del más
nimio, para ofrecerse con absoluta virginidad de conciencia a la siembra de la
nueva vida religiosa que las ocupará de por vida y a la que dedicarán todos y
cada uno de sus actos hasta que se mueran. Aunque la estética de las ceremonias
nos ofrece una visión documental de ese proceso, es importante destacar cómo el
director usa a menudo el contraste de los dulces y rozagantes rostros de las jóvenes
candidatas con los resecos y apergaminados de las monjas que han envejecido en
su ministerio y su fe. No se espere, pues, una crítica demagógica de la
alienación que sufren las jóvenes, porque la sutileza de la realización nos
ofrece, a cambio, esos contrastes llenos de nítidos mensajes. La sumisión de
las jóvenes ante un obispo cuya capa sostienen dos ayudantes, contemplada desde
detrás como una suerte de perversión exhibicionista, incluido el beso del
anillo en una mano caída por debajo de la cintura, son pruebas inequívocas de
cómo progresa la erradicación en las jóvenes de cualquier atisbo de
identificación con un «yo» que puedan preservar. Los ritos colectivos, el
comportamiento diario en que se valora la delación de los pecados de otras
hermanas, la necesidad de «autocastigarse» mediante un cilicio, pero sin caer
en el orgullo de la demasía; porque huir de la vanidad y de la soberbia puede
llevar a la soberbia de la humildad pretenciosa, una tentación que las novicias
han de saber vencer.
La joven hermana Luke aspira, como
enfermera que es, a realizar los cursos de medicina tropical para poder cumplir
su sueño de ir a las misiones en el Congo belga y, tras haber sufrido algunas
experiencias incluso traumáticas, como su paso por el hospital mental, en el
que está a punto de perecer a manos de una interna cuyo peligro subestima en un
exceso de autoconfianza, es enviada, finalmente, a cursar esos estudios en los
que se va a poner a prueba algo sagrado para ella: su dominio del conocimiento.
Su superiora le pide como ejemplo de desprendimiento de la soberbia del
conocimiento que suspenda el examen para facilitar que sus hermanas lo
aprueben. La lucha interior que se plasma en ella es el inicio de un combate
que ya no va a dejar de atormentarla a lo largo de su vida, ni siquiera cuando
consigue su objetivo y es enviada al Congo para trabajar al servicio de los más
pobres. Su sorpresa será que es destinada a un hospital para blancos, como
ayudante de un doctor, Peter Finch, espléndido en su papel de retador
mefistofélico y sincero reconocedor de la abnegación de la joven enfermera, «desperdiciada»
para el mundo, y muy valiosa profesional.
Si hay algo que chirríe en la película es
la visión de una llegada al Congo belga en la que no hay ni rastro ni alusión ni
sospecha ni evidencia, ¡ni nada!, de la atroz colonización de esa parte de
África. La película se rodó en 1959 y creo que ni siquiera sospechaban que el
proceso de descolonización que las autoridades belgas fijaban para un plazo de
20 años iba a producirse apenas un año después, en 1960. Baste, como dato
empírico, que en 75 años de colonización Bélgica no había formado ningún
universitario nativo. La historia posterior está llena de violencia, tribalismo
salvaje y despotismo, pero nosotros estamos en una película en la que las monjas
europeas tratan de paliar las carencias de una población autóctona a la que
instan a convertirse a la religión católica, como se nos muestra en las
ceremonias de Navidad, cánticos incluidos con niños blancos y negros en el
coro, en un intento inusual de convivencia que no respondía a la realidad.
Todos tenemos en la memoria las fotos de aquellos africanos exhibidos como
atracción de feria en el parque Heysel de Bruselas, en lo que se bautizó como Kongorama.
El afán documentalista de Zinnemann lo
lleva a rodar en el recinto destinado a los leprosos, en el que vive un cura
que, para ser perdonado por haber cohabitado con una indígena, se ofreció como
guardián y cuidador del lazareto, y a quien la hermana Luke visita para
llevarse la terrible impresión de que la enfermedad ya se ha cebado en el
sacerdote pecador.
Tras una penosa tuberculosis que el
doctor logra revertir con cuidados y métodos novedosos que evitan que sea devuelta
a la metrópolis, la hermana Luke profundiza intensamente en el principal
conflicto que ha padecido desde que se le exigió que en aras de la humildad renunciase
incluso a su saber profesional en detrimento de hermanas suyas. Poco a poco va
calando en ella la idea de que no va a vencer jamás esa soberbia que le impide
alienarse completamente, derrotarse, renegar de esa luminosidad que otorga el
saber, por lo que poco a poco, como era de prever, llega a la conclusión de que
no está hecha para el mundo de sumisión terrible que exige la institución conventual.
En ningún momento ha tenido siquiera un vislumbre de que la gracia divina
podría habitar en ella y justificar su vida al servicio de la divinidad, y de
ahí la renuncia. La requetesobria y muda escena final en la que se la introduce
en una habitación en la que ha de cambiar los hábitos por un traje de calle,
llevando con ella la dote que donó para formar parte de la congregación, es impactante,
porque mientras en el recibimiento se acercaron a ella con los parabienes y la
dulzura propia de la felicidad de abrazar un nuevo estado y formar parte de una
colectividad con una única función: ser esposas de Cristo; en la hora de la
despedida, la puerta de esa habitación vestidor se abre con un resorte que la
deja ante un callejón que la lleva a una calle de la ciudad, sin que nadie,
obviamente, se despida de ella con la calidez humana que una decisión como la
que ella tomó merecería.
¿Se advierte el símil político de esta
película con la vida de nuestros partidos/congregaciones en los que los
militantes renuncian al libre pensamiento en aras del culto al líder y a la «línea
oficial in-dis-cu-ti-ble» del Partido? Demasiado nacionalcatolicismo en nuestra
partitocracia, como para que unos anden dando lecciones a los otros y
viceversa.