miércoles, 28 de agosto de 2024

«Historia de una monja», de Fred Zinnemann o el amor a la libertad.

 

El debate entre la esclavitud y la libertad como metáfora de la partitocracia.

 

Título original: The Nun's Story

Año: 1959

Duración: 149 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Fred Zinnemann

Guion: Robert Anderson. Novela: Kathryn Hulme

Reparto: Audrey Hepburn; Peter Finch; Edith Evans; Peggy Ashcroft; Dean Jagger; Mildred Dunnock; Beatrice Straight; Patricia Collinge; Rosalie Crutchley; Ruth White; Barbara O'Neil; Margaret Phillips; Patricia Bosworth; Colleen Dewhurst; Stephen Murray;

Lionel Jeffries; Niall MacGinnis.

Música: Franz Waxman

Fotografía: Franz Planer.

 

Fred Zinnemann fue un autor muy resultón de cara al público y a los premios, películas inolvidables suyas como Solo ante el peligro, Oklahoma, De aquí a la eternidad o esa tan poco citada que fue Un sombrero lleno de lluvia, nos hablan de un autor que desde su primera película documental en Alemania, Gente en domingo, junto a dos directores de lujo como Edward Siodmak y Edgar G. Ulmer, prometía grandes cosas. Por pereza, por mi pasión por la mística del XVI español y por mi afición a la vida y «movida» obra de Teresa de Jesús, nunca creí que Historia de una monja pudiera atraerme, seducirme o siquiera entretenerme. Finalmente, llegó el día en que decidimos darle una oportunidad para comprobar si la siempre magnífica Audrey Heburn se salía con la suya en un papel en apariencia tan  insípido. Mi sorpresa ha consistido, tras ver la película, con un metraje excesivo que podría haber sido aligerado en su primer tercio, a pesar del indudable valor documental del periodo de novicia, en que la película admitía una lectura política o politológica, porque la lucha interior de la hermana Luke es el debate entre la sumisión y la libertad, entre el acatamiento al dogma y la libertad de pensamiento y de expresión, entre la represión y la aceptación de nuestros instintos.

En la Europa de posguerra, en Bélgica,  que una joven de clase alta, hija de un cirujano y huérfana de madre, decida «meterse a monja» es vivido por su padre como una pérdida irreparable, sobre todo por los méritos y altas capacidades de la hija, pero en un acto de sagrada tolerancia no solo lo consiente, sino que contribuye a pagar la dote, indispensable, para poder profesar.

A partir del momento en que la joven novicia entra en el convento, vamos a asistir a una primera parte en que, concienzudamente, las postulantes serán «limpiadas» de su pasado, hasta del más nimio, para ofrecerse con absoluta virginidad de conciencia a la siembra de la nueva vida religiosa que las ocupará de por vida y a la que dedicarán todos y cada uno de sus actos hasta que se mueran. Aunque la estética de las ceremonias nos ofrece una visión documental de ese proceso, es importante destacar cómo el director usa a menudo el contraste de los dulces y rozagantes rostros de las jóvenes candidatas con los resecos y apergaminados de las monjas que han envejecido en su ministerio y su fe. No se espere, pues, una crítica demagógica de la alienación que sufren las jóvenes, porque la sutileza de la realización nos ofrece, a cambio, esos contrastes llenos de nítidos mensajes. La sumisión de las jóvenes ante un obispo cuya capa sostienen dos ayudantes, contemplada desde detrás como una suerte de perversión exhibicionista, incluido el beso del anillo en una mano caída por debajo de la cintura, son pruebas inequívocas de cómo progresa la erradicación en las jóvenes de cualquier atisbo de identificación con un «yo» que puedan preservar. Los ritos colectivos, el comportamiento diario en que se valora la delación de los pecados de otras hermanas, la necesidad de «autocastigarse» mediante un cilicio, pero sin caer en el orgullo de la demasía; porque huir de la vanidad y de la soberbia puede llevar a la soberbia de la humildad pretenciosa, una tentación que las novicias han de saber vencer.

La joven hermana Luke aspira, como enfermera que es, a realizar los cursos de medicina tropical para poder cumplir su sueño de ir a las misiones en el Congo belga y, tras haber sufrido algunas experiencias incluso traumáticas, como su paso por el hospital mental, en el que está a punto de perecer a manos de una interna cuyo peligro subestima en un exceso de autoconfianza, es enviada, finalmente, a cursar esos estudios en los que se va a poner a prueba algo sagrado para ella: su dominio del conocimiento. Su superiora le pide como ejemplo de desprendimiento de la soberbia del conocimiento que suspenda el examen para facilitar que sus hermanas lo aprueben. La lucha interior que se plasma en ella es el inicio de un combate que ya no va a dejar de atormentarla a lo largo de su vida, ni siquiera cuando consigue su objetivo y es enviada al Congo para trabajar al servicio de los más pobres. Su sorpresa será que es destinada a un hospital para blancos, como ayudante de un doctor, Peter Finch, espléndido en su papel de retador mefistofélico y sincero reconocedor de la abnegación de la joven enfermera, «desperdiciada» para el mundo, y muy valiosa profesional.

Si hay algo que chirríe en la película es la visión de una llegada al Congo belga en la que no hay ni rastro ni alusión ni sospecha ni evidencia, ¡ni nada!, de la atroz colonización de esa parte de África. La película se rodó en 1959 y creo que ni siquiera sospechaban que el proceso de descolonización que las autoridades belgas fijaban para un plazo de 20 años iba a producirse apenas un año después, en 1960. Baste, como dato empírico, que en 75 años de colonización Bélgica no había formado ningún universitario nativo. La historia posterior está llena de violencia, tribalismo salvaje y despotismo, pero nosotros estamos en una película en la que las monjas europeas tratan de paliar las carencias de una población autóctona a la que instan a convertirse a la religión católica, como se nos muestra en las ceremonias de Navidad, cánticos incluidos con niños blancos y negros en el coro, en un intento inusual de convivencia que no respondía a la realidad. Todos tenemos en la memoria las fotos de aquellos africanos exhibidos como atracción de feria en el parque Heysel de Bruselas, en lo que se bautizó como Kongorama.

El afán documentalista de Zinnemann lo lleva a rodar en el recinto destinado a los leprosos, en el que vive un cura que, para ser perdonado por haber cohabitado con una indígena, se ofreció como guardián y cuidador del lazareto, y a quien la hermana Luke visita para llevarse la terrible impresión de que la enfermedad ya se ha cebado en el sacerdote pecador.

Tras una penosa tuberculosis que el doctor logra revertir con cuidados y métodos novedosos que evitan que sea devuelta a la metrópolis, la hermana Luke profundiza intensamente en el principal conflicto que ha padecido desde que se le exigió que en aras de la humildad renunciase incluso a su saber profesional en detrimento de hermanas suyas. Poco a poco va calando en ella la idea de que no va a vencer jamás esa soberbia que le impide alienarse completamente, derrotarse, renegar de esa luminosidad que otorga el saber, por lo que poco a poco, como era de prever, llega a la conclusión de que no está hecha para el mundo de sumisión terrible que exige la institución conventual. En ningún momento ha tenido siquiera un vislumbre de que la gracia divina podría habitar en ella y justificar su vida al servicio de la divinidad, y de ahí la renuncia. La requetesobria y muda escena final en la que se la introduce en una habitación en la que ha de cambiar los hábitos por un traje de calle, llevando con ella la dote que donó para formar parte de la congregación, es impactante, porque mientras en el recibimiento se acercaron a ella con los parabienes y la dulzura propia de la felicidad de abrazar un nuevo estado y formar parte de una colectividad con una única función: ser esposas de Cristo; en la hora de la despedida, la puerta de esa habitación vestidor se abre con un resorte que la deja ante un callejón que la lleva a una calle de la ciudad, sin que nadie, obviamente, se despida de ella con la calidez humana que una decisión como la que ella tomó merecería.

¿Se advierte el símil político de esta película con la vida de nuestros partidos/congregaciones en los que los militantes renuncian al libre pensamiento en aras del culto al líder y a la «línea oficial in-dis-cu-ti-ble» del Partido? Demasiado nacionalcatolicismo en nuestra partitocracia, como para que unos anden dando lecciones a los otros y viceversa.

viernes, 23 de agosto de 2024

«La viuda Couderc», de Pierre Granier-Deferre, sobre un relato de Simenon.

Un caminante entre dos deseos y la utopía, para el extranjero, de una vida «normal», acompasada a los ritmos de la naturaleza.

 

Título original: La veuve Couderc

Año: 1971

Duración: 87 min.

País: Francia

Dirección: Pierre Granier-Deferre

Guion: Pierre Granier-Deferre, Pascal Jardin. Novela: Georges Simenon

Reparto:  Alain Delon; Simone Signoret; Ottavia Piccolo; Jean Tissier; Monique Chaumette; Boby Lapointe; Jean-Pierre Castaldi; Pierre Collet.

Música: Philippe Sarde

Fotografía: Walter Wottitz.

                   

          Honrando la memoria de Alain Delon, a quien tanto quisimos cuando admiramos su trabajo en tantísimas películas…, hemos visto tres muestras muy distintas de su trabajo: A pleno sol, de René Clément, que ni de lejos puede compararse con la serie Ripley, de Steven Zaillian, El silencio de un hombre, de Jean-Pierre Melville que sigue siendo un polar majestuoso, y esta joyita perdida acaso en su amplia filmografía, La viuda Couderc, de Pierre Granier-Deferre, un director que adaptó también otras dos obras de Simenon, El tren y El gato., ambas tan espléndidas como la presente.

          Un autobús, la protagonista sentada en la última fila de asientos, un caminante con aire de vagabundo, un extraño, un levente, hacia quien ella vuelve su mirada porque el ejemplar de macho impone la visión detallada. La mujer llega a la parada del pueblo y el conductor le deja a los pies el pesado equipaje adquirido en la ciudad. En ese instante llega el caminante sin destino. Le ofrece su ayuda para llevarle el pesado bulto. Ella la acepta. Atraviesan una pequeña villa y han de aguardar a que la encargada baje el puente levadizo que permite a los barcos navegar por el canal fluvial. Cruzan al otro lado sin cruzar una palabra con la guardesa del puente. Al otro lado ya, ella dice dos palabras: «mi cuñada». Y llegan a la casa donde un hombre, el suegro de ella, comparte la vivienda.  La atracción animal que siente la mujer, en la edad fronteriza de la madurez avanzada, por ese extranjero sin oficio ni beneficio ni destino alguno la incita a preguntarle si busca trabajo. Y ahí se inicia una historia que va a entretejer varios destinos, familiares y no familiares, porque el enfrentamiento de la viuda Couderc, que entró en la familia del suegro como doncella hasta convertirse, por un matrimonio, en la señora de la casa, con la cuñada que vive enfrente de ella y que le disputa la herencia de la gran casa que ocupa junto a su suegro, alimentará la narración y la acabará conduciendo al trágico final que sella la historia de un amor imposible, una lealtad sorprendente y un brillante futuro, enunciado como la fábula de la lechera…, truncado por esos odios familiares de los que se desentiende la joven sobrina de la madura viuda, quien acaba tentando, verde racimo, el ardiente deseo del recién llegado, poco dado a pararse en barras, si de conquistar tan jugoso premio se trata.

          La película tiene un ritmo tan lento como el del paso de los barcos que atraviesan  la localidad, porque el canal la divide en dos; barcos que tanto son de trabajo como de diversión, que tanto llevan la bandera francesa como la usamericana, y en los que se oye un jazz propio de la época histórica en la que se sitúa la acción: 1934 y el nacimiento del antisemitismo y de los movimientos totalitarios. La vida misma no tiene otro ritmo que el pausado de las faenas del campo, entra las que vamos conociendo los enfrentamientos entre la protagonista y la cuñada, porque esta quiere que el padre firme ante notario la cesión a la hija de la propiedad, para «quitársela» a la viuda de su hermano, aunque el suegro prefiere vivir con la viuda.

          La vida cotidiana adquiere un relieve protagonista en la película, como se aprecia en la secuencia del baile en que las jóvenes cifran su esperanza de hallar pareja para formar una familia. Llama la atención del uso del tocadiscos para amenizar con música el baile, y la desbordante alegría de los participantes, especialmente de la sobrina, a quien rescata el extranjero para llevársela y gozar de ella en unas escenas que fueron suprimidas por la censura franquista.

          Poco a poco el hombre acabará jugando las dos barajas, la de la viuda y la de la joven, por un lado, el deseo de la juventud, por otro, el de la estabilidad económica, y lo dirá claramente cuando es interpelado por la viuda, a quien le dice que su vejez no puede competir con la lozanía de la joven sobrina, una escena realmente dramática en la que la verdad sin tapujos es encajada por la viuda de un modo casi heroico, lo cual no obstará para que ambos sigan manteniendo su extraña relación. A diferencia de la novela, el  origen del extraño solo se conoce mediante una leyenda antes de los títulos de crédito, pero conviene recordar que el extraño posee una pistola que, descubierta por la viuda, esta se encarga de apartar de su lado, escondiéndola en la chimenea, junto al atadijo de sus dineros.

          Cuando la sobrina se cuela en la casa y roba la documentación falsa del joven, que ha confesado a la viuda que ha salido de la cárcel, se inicia la persecución del extraño a partir de la denuncia de la cuñada. Entonces se pone en marcha el aparato represivo y nos extraña a los espectadores el despliegue de tropas a pie, a caballo y motorizadas para reducir a un hombre de quien, hasta ese momento, no hemos visto tendencia hacia la crueldad ninguna y sí un deseo firme de «establecerse» junto a la viuda y convertirse en criador de pollos para venderlos al por mayor. No se resalta demasiado en la película esa tendencia hacia la violencia sin razón aparente propia del extraño que lo emparentaría con la famosa novela de Camus, cuyo éxito sorprendió a Simenon, dada la semejanza de tema entre ambas.

          En cualquier caso, la realización de Graniere-Deferre, apegada a los planos descriptivos de la vida cotidiana, al lento deslizarse de los barcos por el canal y a la celebración del deseo, amén de la lealtad del extraño a la viuda que lo acoge en su casa, describe un ritmo de vida en el que parece que sea imposible un final como al que asistimos con algo de incredulidad, y que se aparte del propio de la novela de Simenon. Al final, todo parece indicar que el vínculo extraño entre la viuda y el caminante sella el destino de ambos, en un giro poético que nos hace pensar casi en el final de Bonnie y Clyde.

          Si El gato es un extraordinario análisis psicológico de la ruina de la convivencia marital, La viuda Couderc saca a la luz las entrañas de las egoístas rivalidades familiares en el contexto de una Francia en la que triunfará el orden totalitario y el antisemitismo, propiciadores de la ocupación alemana.

jueves, 22 de agosto de 2024

«Sangre en los labios», de Rose Glass o el filón de las familias desestructuradas.

Un thriller con incursión lésbica en el fisioculturismo femenino y en la violencia sin trabas.

 

Título original: Love Lies Bleeding

Año: 2024

Duración:104 min.

País: Reino Unido

Dirección: Rose Glass

Guion: Rose Glass, Weronika Tofilska

Reparto: Kristen Stewart; Katy O'Brian; Ed Harris; Dave Franco; Jena Malone; Anna Baryshnikov; Jerry G. Angelo; David DeLao; Keith Jardine; Catherine Haun; Roger Ivens;

Mikandrew; Eldon Jones; Orion Carrington; Matthew Blood-Smyth; Tait Fletcher.

Música: Clint Mansell

Fotografía: Ben Fordesman.

 

          Segunda película de Rose Glass, quien triunfó con la primera, Maud, perteneciente al género del terror psicológico. La presente, también de género, ha de encuadrarse en lo que podríamos llamar thriller violento, porque el adjetivo, a diferencia de thriller a secas, en el que el misterio se  ha de resolver es lo suficientemente atractivo, es sustancial: hay violencia desde el comienzo hasta el final y, aunque no es gratuita, sí que alcanza unos niveles de intensidad que no agradarán a algunas sensibilidades. Puede hablarse, sí, de regodeo en esa terrible dimensión humana que nos ha definido como especie, entre otras «virtudes» socializadoras. Y luego tenemos el «factor familiar», al que tanto partido suelen sacarle los guionistas, sean usamericanos o de otra nacionalidad. Lo que por estos lares europeos es hija de atención social, la «desestructuración» familiar, en Usamérica bien puede decirse que es la norma, y de ahí los muchos clichés que han sido establecidos, solo por la simple repetición de los modelos: el padre autoritario y mafioso; una hija que lo odia, porque ha apartado de su vida a su madre; una hija que sobrevive al frente de un gimnasio en el que ha de desempeñar hasta las muy ingratas labores de desatascar los váteres, una secuencia que se regodea en esa otra violencia, la olfativa, hasta a que llega sin mucho esfuerzo la imaginación de los espectadores, quienes intuyen, al verlas, que han de ir acomodando el estómago a las fuertes reacciones que preludian tales aseos.

          Sangre en los labios es, básicamente, una historia de amor lésbico entre la encargada del gimnasio, una Kristen Stewart algo sobreactuada en su papel de chica dura, desengañada y resentida contra su padre, quien es el dueño del negocio, y una fisioculturista que va camino de Los Ángeles para participar en un concurso de aguerridas imitadoras de Schwarzenegger. La película arranca con esas dos duras realidades: la «patrona» del gimnasio, asqueada de su oficio, y la aventurera del músculo, durmiendo literalmente debajo de un puente después de haber comerciado sexualmente con quien después sabremos que es el cuñado de la protagonista.

          Así que la fisioculturista comienza a frecuentar el gimnasio para seguir con su íntima escultura del músculo, no tardan ambas mujeres en cruzar expresivas miradas de deseo que tampoco demoran en exceso el anunciado revolcón. Admitida en la intimidad de su casa, se inicia una relación compleja que se va a ramificar en varias líneas de interés ajenas, en principio, a ella: el padre, que regenta un club de tiro en el que trabaja su yerno y en el que coloca a la culturista como camarera; ese yerno, y cuñado de la protagonista, que resulta ser un maltratador crónico de la hermana de la protagonista; una frecuentadora del gimnasio que busca desesperadamente ligar con la protagonista, si bien esta se la quita de encima una y otra vez, hasta que, andando la trama hacia episodios muy oscuros…, y después de que la hermana haya sufrido una paliza que requiere internarla en un hospital, la culturista se encarga, como la rediviva encarnación de Hulk, de borrar del registro de los vivos al maltratador… Yendo ambas mujeres con el coche de él y el de la protagonista, se detienen en un semáforo y, ¡zas!, ahí de repente que aparece la niñata que bebe los vientos por la protagonista, preguntándose por qué va conduciendo el automóvil de su cuñado, quien ocupa el maletero con la cara destrozada tras una violentísima escena de venganza descontrolada. Está claro que la niñata seducida acaba de escribir su aciago destino, pero eso lo verá el espectador mucho más tarde.

          Aunque el padre tiene comprado al sheriff, se inicia una investigación, porque la hija, deseosa de vengarse del padre, lleva el cadáver del cuñado a un barranco donde su progenitor ha ido arrojando los cadáveres de las cuentas saldadas en su vida de negociante sin escrúpulos. El padre, Ed Harris, representa la estampa de un ser repulsivo, digno merecedor de todo lo malo que pudiera ocurrirle, Y se ha de reconocer que la súbita dimensión fantástica que asume la historia en ese preciso instante del final del padre, en modo alguno rompe la ilusión de verosimilitud, sino que la refuerza, pero ni una palabra diré al respecto. Lo cierto es que la hija no solo arroja al cuñado al barranco, sino que lanza un artefacto explosivo para provocar un incendio que las autoridades por fuerza no podrán ignorar. Y el objetivo no es otro que el de que descubran los otros cadáveres que involucran al padre, a quien ella, por haber sido testigo de ellos, puede incriminar directamente.

          Entretejida en la movida familiar, no se puede pasar por alto la parte de la historia en que la culturista participa en la competición, todo un espectáculo de crudo realismo poco conocido en España, pero se ve que popular en Usamérica. Cualquier película que se centre en mundos marginales, como las competiciones caninas, las de bailes por parejas, el culturismo, los concursos de belleza o cosas así, ofrece un notable nivel de interés, y confieso que la directora ha sacado a la competición culturista un rendimiento extraordinario que enriquece la película, porque sería algo así como una versión muy cutre de concursos como el que vertebra Little Miss Sunshine, de Jonathan Dayton y Valerie Faris, tan usamericana. Como la protagonista le ha descubierto a su pareja el mundo de los anabolizantes para potenciar y definir los músculos, la concursante, que no anda sobrada de luces, se pega un chute que la hace participar drogada. Todo parece ir bien hasta que… pero eso ya lo verán quienes sean amantes de este tipo de películas «naturalistas» que nos muestran ambientes degradados en que pululan seres perdedores. Eso sí, de la cárcel en que acaba la libra la fianza que paga el padre de su pareja, aunque no tardará mucho el espectador en ver con qué finalidad, consumada la cual, la película adoptará una deriva hacia la hipérboles que acaba entrando de lleno en lo fantástico, pero tan ligeramente que ni nos repugna, esa dirección, ni nos da tiempo a acostumbrarnos a ella. Piénsese que estamos en el tramo del desenlace, si bien aún se guarda el guion un giro escalofriante que cierra el círculo vicioso de unas vidas abocadas a la supervivencia, «caiga quien caiga»…

          Insisto, la película, como hace unas críticas la de William Friedkin, Killer Joe, hurgan en la Usamérica profunda de los restos humanos del naufragio en su duro sistema social, pero a quienes defienden la idea de que «de todo se vive», estas vidas componen un fresco social muy interesante y atractivo, todo el atractivo que tiene el mal y la psicosis, está claro.

miércoles, 21 de agosto de 2024

«Después del diluvio», de Jacinto Esteva o el desvarío.

 

El dudoso arte de «a lo que saliere»…o el guion in progress

 

Título original: Después del diluvio

Año: 1970

Duración: 101 min.

País:  España

Dirección: Jacinto Esteva

Guion: Jacinto Esteva, Mijanou Bardot, Francisco Rabal, Francisco Viader, Manuel Requena, Francisco Ruiz Campos

Reparto: Mijanou Bardot; Francisco Rabal; Luis Ciges; Francisco Viader; Romy.

Música: Joan Manuel Serrat y Tete Montoliu

Fotografía: Juan Amorós.

 

          De verdad, no entiendo por qué un prometedor documentalista, al estilo de la magnífica obra fotográfica de Cristina Rodero, decide abandonar tan fértil campo para cultivar la ficción que se empantana a bien poco de comenzar una narración sin historia. Supongo que serán muchos los mensajes subliminales y simbólicos que hacen de esta película algo que a los progres de entonces, ¡nada menos que en 1968!, debía de incendiarles las meninges… El caso es que, y como he acreditado a lo largo de estos años, yo soy capaz de ver hasta lo invisible, y aun lo infumable; pero este disparate sin pies ni cabeza, un experimento colectivo sobre la nada en el interior de una campana neumática, no hay, sencillamente, por dónde cogerlo. He tenido la sonrojante sensación de una vergüenza ajena que el propio director no parece haber sentido en ningún momento al rodar algo tan tosco, desangelado y absurdo, sobre todo absurdo, pero sin ningún rudimento de lo mucho que aportó a la literatura, y sobre todo a las artes escénicas,  la corriente literaria del absurdo.

          Hubo un tiempo en el que el cine apenas necesitó historias que contar, porque se creaba a partir de situaciones que apenas exigían soporte argumental, salvo el esqueleto de lo que podría entenderse como una narración. Y sí, son esos años que van del 68 al 78, una década llena de disparates como este que los propios jóvenes de la época nos tragábamos hasta casi con reverencia. Y ahí hubo de todo, desde directores como Ferreri hasta jóvenes como Fassbinder, pasando por autores de tanto prestigio como Godard o Louis Malle. No se trataba tanto de un cine «contra» el sistema, como de un cine «ajeno» al sistema, en teoría, y, aunque tarde y mal,  el sistema también acabó exhibiendo estas películas. Para esta «joyita», en una plataforma cinéfila como Filmaffinity solo constan 40 espectadores y ninguna crítica. Si publico esta, será la primera y única.

          Dos hombres pasean por un bosque calcinado. Parecen camaradas o amigos, a pesar de la diferencia de edad. En un momento dado comienzan a hostigarse mutuamente y peleando peleando caen en una charca, cercana a la destartalada casa en la que viven, y acaban riendo, después de los golpes, con generosidad. Más tarde, los dos hombres, de quien se desconoce todo, encuentran el coche de una francesa que ha huido de una cena de la alta sociedad en la Costa Brava. Los dos hombres, poseídos por una furia repentina, destrozan salvajemente el coche, en un claro anticipo de lo que décadas más tarde dominaría la escena teatral catalana bajo el nombre de Fura dels Baus. A la orgía destructiva le sigue el descubrimiento de la mujer que, en su huida ha atravesado un pueblo en el que un aldeano, Luis Ciges, ¡nada menos!, pretende violarla. Pedro y Mauricio son una pareja extraña. Pedro, mayor que Mauricio, parece llevar la voz cantante y pagana de la factura de los bienes que consumen. No se me pregunte por qué, pero en una mesa del comedor, situados al estilo medieval, o de la nobleza inglesa, la mujer en una esquina y los dos hombres juntos en la otra, Pedro, Paco Rabal, comienza a recitar, con hiperbólico dramatismo, la Elegía a Ramón Sijé, de Miguel Hernández. Lo hace con una violencia arrebatada que va más allá del sentimiento propio de la orfandad en que nos deja la amistad perdida. Con todo, no suena mal, en la voz ronca y aguardentosa de Paco Rabal, un actor para un roto y un descosido, con papeles memorables a lo largo de sus casi seis décadas de dedicación profesional ininterrumpida en el mundo del cine-.

          La tensión entre los dos hombres, porque Pedro es quien se lleva a la francesa a su lecho, se resuelve con la huida de la francesa y Mauricio, quienes se desplazan al Londres tan de moda, Carnaby Street…, en aquellos finales de los 60. Como si fuera un reportaje turístico, los dos jóvenes, supuestamente enamorados, pasean por la ciudad, frecuentan los pubs, ella encuentra a sus amigos y… sorprendentemente, no tarda en aparecer  Pedro como un paleto borracho que recorre la ciudad buscando a los «traidores». Cuando, finalmente, se produce el encuentro, los dos hombres se reconcilian y abandonan a la francesa para volver a su extraña vida en el bosque calcinado.

          Como estoy convencido de que tras esta crítica nadie va a perder ni un minuto de su sagrado tiempo en seguir las peripecias sin contexto de tan inexplicables personajes, déjenme añadir el final, violando todos los códigos éticos que tengo a honra respetar en este Ojo: ella vuelve y los mata con dos disparos de escopeta —hay que recordar que Pedro, mientras vive con ellos, la enseña a disparar—. Cuando tal cosa sucede, ha de reseñarse que ambos personajes se han retado el uno al otro a vestirse con ropas de mujer del vestuario teatral que guardan bajo llave en una de las habitaciones de la casa. Y ahí, disfrazados y muertos en tierra quedan los dos miembros de una pareja que, por azares insospechados, han optado por vestirse de mujer e iniciar una danza, así travestidos, por los alrededores de la casa, una secuencia que recuerda notablemente un tremendo cuadro De José Gutiérrez Solana, en quien acaso haya podido inspirarse Jacinto Esteva, aunque dudo mucho de que lo tuviese como un referente estético.

          Y así se acaba esta historia sin historia, muy apta para que hermeneutas especializados le saquen punta a tantísimo mensaje trascendental como se supone que alberga una película construida, muy modernamente, a través del trabajo de improvisación de los actores y el director. Si algún valiente se atreve con ella, déjeme comentario, por favor. Estaré encantado de intercambiar opiniones al respecto.

sábado, 10 de agosto de 2024

«La sombra de Caravaggio», de Michele Placido, el «biopic» del claroscuro.

 

Una vida apasionada, pendenciera y virtuosa pincel en mano…

 

Título original: L'ombra di Caravaggio

Año: 2022

Duración: 118 min.

País: Italia

Dirección: Michele Placido

Guion: Sandro Petraglia, Fidel Signorile, Michele Placido

Reparto: Riccardo Scamarcio; Louis Garrel; Isabelle Huppert; Micaela Ramazzotti; Tedua;

Vinicio Marchioni; Lolita Chammah; Brenno Placido; Lorenzo Bianchi; Alessandro Haber;

Maurizio Donadoni; Moni Ovadia; Lorenzo Lavia; Michele Placido; Gianfranco Gallo; Gianluca Gobbi; Duccio Camerini; Carlo Giuseppe Gabardini; Lea Gavino; Michelangelo Placido; Tommaso de Bacco; Pietro Micci; Alberto Onofrietti; Sebastiano Lo Monaco; Guia Jelo; Davide Paganini.

Música: Planetoid

Fotografía: Michele D'Attanasio.

 

          Hace años, Derek Jarman ya hizo un biopic sobre Caravaggio, en el que aparecía una desconocida Tilda Swinton, en su casi debut cinematográfico, pues ese mismo año hizo tres papeles, ninguno, claro está, de la envergadura de los que vinieron después. La película parecía un trasplante a Inglaterra de la figura del pintor milanés, y, salvo algunas escenas pictóricas de relieve, la obra era muy desigual y excesivamente experimental. Hay otras, pero esas no las he visto, la de Jarman sí, porque ya me llamó la atención su Sebastiane, rodada en latín, acaso lo más significativo de una obra de culto para el mundo gay.

          El actor y director Michele Placido ha dirigido lo que puede y debe entenderse como una superproducción europea a la mayor gloria de uno de los más célebres pintores del Barroco, y creador de la corriente conocida como «tenebrismo», en la que el juego del claroscuro se acentúa de un modo extraordinario, creando un contraste visual de dramático impacto en el observador de sus cuadros.

Supongo al cabo de la calle sobre la biografía del pintor a quienes lean estas líneas, pero la película se centra en sus últimos años, con sus constantes huidas debido al carácter temperamental y pendenciero del pintor, quien llegaba a las manos y las armas blancas por un quítame allá esas pajas. Pintor de nobles y de cardenales, fue, también, un artista muy discutido, porque su vida personal transcurría en los más bajos ambientes de la sociedad y se complacía en llevar como modelos a sus lienzos a delincuentes, prostitutas, enfermos y personajes castigados por la vida y la miseria, como se manifiesta en bastantes secuencias de la película.

Un valor definitivo de la película es la prodigiosa ambientación de época gracias a los decorados, el vestuario y el maquillaje, lo que unido a una fotografía deliberadamente «oscura», que acentúa el lado lumpen de la historia, tanto en los interiores como en los exteriores, recrea la vida de Caravaggio con lo que toda parece presumir que intachable fidelidad. La narración recorre los hitos fundamentales de sus últimos años, su condición de «pintor favorito» de las jerarquías sociales y eclesiásticas, y pone el acento en la «persecución» inquisitorial que sufre, porque algunas autoridades religiosas consideran un acto profano que los altares de media Italia tengan obras cuyos modelos no fueron, precisamente, modelos de santidad ninguna. La figura del inquisidor que persigue «a sangre y fuego» a cuantos se han relacionado con el pintor para estrechar el cerco sobre él antes de que pueda llegar un indulto papal para su crimen, por el que hubo de exiliarse a Nápoles, primero y a Malta, después, donde incluso fue nombrado caballero de su famosa Orden, aunque posteriormente le despojaran del nombramiento. La interpretación de Louis Garrel como espantado y seducido admirador de Caravaggio potencia la película espectacularmente, muy por encima, incluso, del propio protagonista, que, aunque ajustado físicamente al semblante desgarrado de Michelangelo Merisi, que podemos apreciar en sus propios cuadros, tiene un repertorio gestual muy limitado, y carece, en muchos momentos, de verdadera identificación con el pintor.

Aunque la vida del artista es suficientemente conocida, la narración se concibe como una persecución implacable en la que la todopoderosa máquina inquisidora funciona como autoridad represora implacable, lo que crea una ritmo persecutorio que va ganando en intensidad.

Si hay un elemento que decepciona en el visionado de la película es, curiosamente, aquello en lo que debía de haber sobresalido: la realización pictórica de obras tan famosas como las de Caravaggio y que todos tenemos en mente. Su amor por la escenografía, sus composiciones teatrales y la elección de los modelos sí están presentes, pero ni rastro del modo compulsivo y directo como Merisi abordaba la pintura directamente con el óleo, sin pasar por boceto previo ninguno, algo que no deja de ser sorprendente, teniendo en cuenta  la depuración de las figuras y el detallismo realista del cuerpo humano y de todos los elementos materiales.

Se trata, así pues, de una película biográfica que no aspira a recontar toda la vida del pintor, pero que sí lo retrata como fue y como vivió: temperamental y en los márgenes de la sociedad, amante de los cuerpos y los rostros maltratados por la vida, de los que supo extraer un arte que cautiva a cualquier espectador, quienes, allá donde estemos de Italia siempre aspiramos a ver los caravaggios que haya allá donde estemos.

 

viernes, 9 de agosto de 2024

Los silenciadores, de Phil Karlson, un disparate paródico de Bond.

¡Ya hay que tener valor y poco que hacer…! Solo apta para alimentar indignaciones feministas…

 

 

Título original: The Silencers

Año: 1966

Duración: 102 min.

País:  Estados Unidos

Dirección: Phil Karlson

Guion: Oscar Saul. Novelas: Donald Hamilton

Reparto: Dean Martin; Stella Stevens; Cyd Charisse; Victor Buono; Arthur O'Connell; Roger C. Carmel; Robert Webber; Daliah Lavi; James Gregory; Nancy Kovack; Beverly Adams.

Música: Elmer Bernstein

Fotografía: Burnett Guffey.

 

          ¡En qué berenjenales me meto, la verdad! Con 35º en el exterior y unos pocos menos en un gimnasio en el que apenas se nota la tímida refrigeración, me subo a la cinta de correr y selecciono Los silenciadores para pasar una hora de trote y de muy penoso entretenimiento, desde la ortodoxia mental, y una bobada simpática, desde la tolerancia acrítica que avala el calor, amén de las escasas ganas, dadas las circunstancias, de volver a ver algo tan trascendental como el díptico portugués Vivir mal y Mal vivir, tan exigente cinematográfica y emocionalmente.

          La presencia en el reparto de un mito del cine musical, Cyd Charisse, aunque sea a título de «colaboración especial», más el protagonismo de la siempre bellísima y excelente actriz Stella Stevens me parecieron atractivo suficiente como para ponerme ante la película con la más escéptica de las poses y dejar que corriera el metraje hasta que, sencillamente, no hubiera podido aguantar más. Como tengo callo en el Ojo, y a pesar del desmadre argumental y de las chapuceras escenas de acción, logré aguantar hasta el final.

          Que sea una parodia no lo justifica todo, y menos aún recrearse, para hacerlo, en los puntos más flojos del original. Sí, es cierto que esta primera entrega de lasa aventuras del espía Matt Helm pone el acento en el machismo seductor que es marca de fábrica del gran éxito de 007, y aquí se hace gala de él con un tono irónico que nunca deja claros los límites entre la parodia y el homenaje. Dean Martin se presta con apenas poner un gesto de «qué tendrá mi menda que es irresistible…» que no le exige mucho ni aunque la película progrese de unos primeros compases ultraparódicos, como el piso del agente lleno de «ingenios» mecánicos al servicio del hedonismo fundamental del personaje., como la cama redonda que lo lleva desde el dormitorio directamente hasta el baño de espuma. La aparición inicial de Cyd Charisse, ejecutando un  número de burlesque preludia su posterior aparición en otro número en el que da una hermosa muestra de sus poderes danzantes.

          La irrupción en el guion de Stella Stevens como patosa acompañante de uno de los «malos» en un hotel en Phoenix, crea un dúo cómico con Dean bastante efectivo, un rol que tendrá su punto culminante en la secuencia de cine cómico bajo una lluvia torrencial al salir del coche-picadero del agente Helm, en el que ambos sortean una persecución automovilística muy movidita. La trama, por supuesto, es lo de menos: el caudillo del mal quiere provocar una explosión nuclear que enfrente a las superpotencias para que estalle la guerra nuclear que le permita, exterminadas ambas potencias, en el gran y único poder del mundo.  En  resumen, una suerte de Dr. No con todos los clichés habituales de los malvados puros, indistinguible de cualquiera de ellos, hasta de Fu Man-Chu, ya puestos, si bien las películas sobre este malvado personaje tienen un aura clásica de la que Los silenciadores carece, por supuesto.

          La película se alimenta de pequeños juegos de complicidad con el público usamericano, como cuando van en el coche y Helm le pide que ponga música, momento en el que se oye a Frank Sinatra para disgusto de Helm, quien le pide que cambie la emisora, para que se oiga a Dean Martin, con el subrayado irónico del protagonista: «Este tipo sí que canta bien». No es, sin embargo, la primera vez que se oye cantar a Dean Martin a lo largo de la trama, y a este espectador se le ocurre que acaso si se hubiera planteado la trama desde la perspectiva del género musical, acaso hubiera ganado lo suyo esta película anodina y casi invisible, solo apta para curiosos todo terreno como yo, capaces de echarse a la retina desde lo sublime hasta lo abyecto…

          El capítulo de los «inventos», esencial en las películas de 007 nos ofrece aquí una novedad, la pistola que, al disparar, dispara hacia atrás, y que provoca bastantes situaciones graciosas- Por lo demás, los escenarios son muy cutres y los botones-granadas con que Helm se abre paso en la cueva de los malos provocan explosiones de juegos artificiales de pueblo con poco presupuesto…

          Insisto, digamos que me tomé unas vacaciones del cine —aunque productos como estos son un buen reflejo de la industria que busca beneficios, pero no del cine como arte— tal y como en este Ojo se entiende, y traigo aquí este divertimento en el que Phil Karlson, un excelentísimo director, da muestra de su buen oficio pero sin ningún compromiso con una historia inverosímil que en modo alguno le motiva para dar algo de sí que nos permita relacionar esta película con su magnífica obra.

jueves, 8 de agosto de 2024

«Mal vivir» y «Vivir mal», de João Canijo, un díptico magistral sobre las mujeres, sus dichos y sus hechos, sus silencios y sus pasividades.

Un exquisito tejido de vidas cruzadas y doloridas en el marco neutro de un hotel semivacío.

 

Título: Mal Viver

Año: 2023

Duración: 127 min.

País: Portugal

Dirección: João Canijo

Guion: João Canijo

Reparto: Anabela Moreira; Rita Blanco; Madalena Almeida; Cleia Almeida; Vera Barreto; Nuno Lopes; Filipa Areosa; Leonor Silveira; Rafael Morais; Lia Carvalho; Beatriz Batarda; Carolina Amaral; Leonor Vasconcelos.

Fotografía: Leonor Teles.

 

Título original: Viver Mala

Año: 2023

Duración: 124 min.

País:  Portugal

Dirección: João Canijo

Guion: João Canijo

Reparto: Nuno Lopes; Filipa Areosa; Rita Blanco; Leonor Silveira; Rafael Morais; Lia Carvalho; Beatriz Batarda; Carolina Amaral; Leonor Vasconcelos; Anabela Moreira; Madalena Almeida; Cleia Almeida; Vera Barreto.

Fotografía: Leonor Teles.

 

          El cine portugués, tan cerca, tan lejos. Y cuando uno se asoma, guiado por los virtuosismos que ha visto siempre en él, se lleva descomunales sorpresas, como la de este díptico trágico, sombrío, desesperanzado y doliente que recorre la vida de un puñado de mujeres que conviven durante unos días en un  hotel deficitario que ha sido, sin embargo, el negocio que ha mantenido unida a una familia. Estamos ante un prodigio de guion y de realización, con unas interpretaciones que, aunque puedan parecer hieráticas o demasiado trágicas, por fuerza han de serlo, porque las emociones y las desesperaciones que albergan esas mujeres y los huéspedes del hotel conforman una suerte de radiografía del dolor de vivir que, curiosamente, se manifiesta en una canción que, acompañando los títulos de crédito de la primera parte del díptico, resume perfectamente cuanto hemos visto. Se trata de la canción de la gran fadista Amàlia Rodrigues, Extraña forma de vida. Después de un suceso trágico, del que nos enteramos tras un plano fijo que nos permite entrever el amanecer desde el interior del hotel, creando un hermoso cuadro con el primer plano de la piscina, los árboles que rodean el perímetro del hotel y el vasto paisaje posterior que sitúa lejos del enclave silencioso y apartado, el bullicio de la vida de la ciudad en la que algunos de los personajes proyectan sus vidas llenas de complejidad, aparecen los títulos de crédito y suena ese fado lleno de desengaño y de incomprensión ante la propia vida, y parece que solo entonces nos hacemos cargo de lo que la historia nos cuenta.

          A un hotel regentado por una madre y sus hijas, llega una nieta tras la muerte del padre, divorciado de una de sus hijas, una mujer altiva, neurótica, que solo parece vivir para el negocio, en el que trabaja impecablemente y para su perrita faldera, Alma, pura proyección del desdoblamiento de su interior desolado y de la pérdida de la hija que prefirió al padre y que ahora se presenta sin que haya entre ambas la más mínima cordialidad. La abuela, tiránica como Bernarda Alba, pero sin «macho» que galvanice el deseo de las hijas, es cruel con la madre de su nieta, pero dulce con esta, de cuya parte se pone siempre para impedir que la madre logre atraerla a su tenebroso mundo de resentimiento, incomprensión y altivez. Digamos, para que se me entienda, que esta relación apenas es un simple aperitivo de todas las que vendrán a lo largo del díptico. La primera aparte acaba con el suicidio de la madre, no revelo nada que no entre dentro de la «lógica de las cosas», pero la segunda no parte de él, sino que volvemos de nuevo al inicio y nos replanteamos la historia desde la perspectiva de los nuevos personajes que han ido llegando al hotel. Curiosamente, no faltan, tampoco, las madres acaparadoras, seductoras y manipuladoras, como sucede con la pareja lesbiana que la madre se empeña en romper, porque, a su entender, la amante de la hija no quiere más que explotarla, vivir a su costa y desviarla del camino que ella, la madre, ha trazado con pulso firme para que su hija alcance lo mejor en la vida.

          Desde el inicio de la segunda parte del díptico, aunque por lo que acabo de decir no cabe hablar de primera y segunda parte, ese es el error en que yo caí cuando acabé de ver la primera entrega y me esperaba un desarrollo que en modo alguno llegó; solo porque sería un absurdo sistema de realización contar algo y volverlo a recontar desde la perspectiva de una parte de los personajes que aparecen en esa secuencia narrativa, hablamos de primera y segunda parte, pero lo propio es hablar de una unidad en pluriperspectiva de unas vidas que — ¡y menudo acierto el de la realización!— pasan del primer al segundo plano sin desaparecer completamente. Contantemente, fuera de plano, se oyen las voces de lo que acabamos de ver y que ha sucedido de forma simultánea a lo que estamos viendo, de lo cual, en la primera entrega ya conocimos algo en parte, como de pasada. Lo que está claro es que la complejidad narrativa es un acierto fantástico de la película, aunque no es menos cierto que la primera entrega se centra exclusivamente en la unidad familiar que regenta el hotel, y tiene su propio desenlace, y que la segunda entrega se centra en los invitados, que tienen, a su vez, sus propios desenlaces. Una pareja en crisis, él fotógrafo, ella «influencer», va a escenificar la acritud del desapego y la brusquedad de la separación, pero…, y ahí sí que he de callar por más que los dudosos lectores de estas líneas pretendan que me salte todos los códigos éticos de los críticos de cine. Otra pareja, con crisis no menor, es, en realidad, un trío buñuelesco en el que el amante de la hija «atiende» eróticamente a la suegra con la vista puesta en la herencia del marido recién muerto, pero… y vale lo escrito ut supra.

          Sí, es una película descriptiva, llena de retratos emocionales profundos y nada gratos, en los que la figura de la madre se contempla casi como una institución depravada y engendradora, a su vez, de todos los agravios y maldades. Está claro, sin embargo, que no hay madres autoritarias sin hijas sumisas, y si estas tienen la acusada personalidad de no tener ninguna el conflicto se vuelve ontológico, y comienzan las reflexiones amargas en forma de queja y rencor, mientras, al mismo tiempo, hay una búsqueda de «la madre» como un ser mitológico que ha de llenar nuestras expectativas y, sobre todo, ha de serenarnos, apaciguarnos y consolarnos por el atroz destino que a algunos les ha sido dado vivir. Recuerdo que la relación dependiente del fotógrafo con su madre es uno de los factores de disensión en el seno de la pareja, al margen de las infidelidades, constantes o esporádicas, que de todo hay.

          João Canijo ha sabido sacar un partido magnífico al escenario, sobre todo en el constante juego de la visión del hotel desde fuera o del espacio de la piscina y el paisaje de fondo desde el interior. De igual manera, los espacios interiores, llenos de sombras, de pasillos y recovecos donde los personajes espían a los otros, que combaten dialéctica y emocionalmente fuera de campo, o de duchas donde se fraguan infidelidades. Hay mucho de Bergman y de la gran imitación de su cine que hizo Allen en Interiores, acaso la película cuya situación humana más estrechamente podemos relacionar con este díptico.

          Si hay algo que, además de lo ya dicho, sobresale con mucho en esta película ello son las interpretaciones de todos los a actores y actrices cuyo dominio de las miradas, de los gestos y de las pocas palabras que tejen las historias, porque no es una película locuaz, sino llena de silencios, sobreentendidos y malentendidos; y cuando el verbo se desata, arrastra tras él una explosión del alma que lo deja todo perdido y a los espectadores acongojados ante un desnudamiento tan intenso y profundo de vidas tan conflictivas. No hay paripé ni impostura ni afectación… Dolor profundo, emociones intensas, y esa gran incomprensión que a veces nos producen las reacciones ajenas, contra todas nuestras expectativas.

          A veces me pregunto cómo es posible que más allá de nuestra porosa frontera con Portugal se haga este cine que acabo de ver: todo medido, todo exhibido: una fusión perfecta entre espacio interior y espacio exterior. Sí, Amàlia Rodrigues lo dice con meridiana claridad: «Extraña forma de vida…».

           

lunes, 5 de agosto de 2024

«Pretty Red Dress», de Dionne Edwards o la complejidad sexual en el seno familiar.

 

Poderoso retrato, en una comunidad británica negra, de la desestructuración familiar.

 

 

 

Título original: Pretty Red Dress

Año: 2022

Duración: 110 min.

País: Reino Unido

Dirección: Dionne Edwards

Guion: Dionne Edwards

Reparto: Natey Jones; Alexandra Burke; Temilola Olatunbosun; Tsemaye Bob-Egbe; ; Chevone Stewart; Katrina Pollard; Misha Malcolm; Carlos Hercules; Alex Chadwick; Winston Rollins; Izalni Nasciemento Jr.; Jo Wheatley; Emeka Sesay; Michael Junior Onafowokan; Adé Dee Haastrup; Joshua Blisset; Eliot Sumner; Andrea Francis.

Fotografía: Adam Scarth

Música: Brijs.

 

          Muy curiosa, y hasta sorprendente, esta película británica, ambientada en una comunidad negra y en la que se nos narra un caso de desestructuración familiar que lidia con la identidad sexual y los roles de género. La película arranca con un número musical impactante que parece augurar un musical, género al que soy adicto. Y aunque la música forma parte de la historia, porque la protagonista aspira a conseguir un contrato para un musical en el que ha de encarnar a Tina Turner, pronto advertimos, con a salida de su esposo de la cárcel, que la historia va a seguir unos derroteros que ni nos imaginamos. La relación entre el padre y la hija, esta es la tercera protagonista de esta historia intrafamiliar de una familia amenazada por la descomposición, no es precisamente la mejor imaginable, y la madre, que es consciente del pobre ejemplo que significa su marido para su hija, la tiene inscrita en un colegio que ella concibe como ascensor social, aunque no deja de recibir avisos de la dirección por su conducta errática y conflictiva.

          A partir de un traje rojo de lentejuelas que el marido regala a su mujer, quien, tras tenerlo en la mano, lo había desechado por ser muy caro, después de recibir un adelanto por parte de su hermano, con quien entra a trabajar a pesar de la mala relación que tiene con él, va a desatarse un conflicto en el que al espectador ni se le había ocurrido pensar La rivalidad con el hermano triunfador es indisociable del conflicto entre los esposos que va a desatarse cuando, al volver la esposa a casa sin haber avisado, se encuentra al marido disfrazado de mujer con el vestido rojo de lentejuelas, los labios pintados y una peluca: un caso de travestismo que él desliga radicalmente de cualquier inclinación homosexual, aunque la ambigüedad a ese respecto se mantiene durante toda la película. Para darnos cuenta exacta del «choque» de la mujer, que es el mismo que el del espectador, hemos de visualizar el físico de un hombre hipermusculado, paradigma estándar de la masculinidad, sobre todo si hablamos de un expresidiario.

          Es admirable cómo, a partir de un objeto cotidiano, un vestido espectacularmente llamativo —anunciado cuando, estando con un grupo de colegas del barrio, en un ambiente muy «masculino», pasa por la acera opuesta una mujer exuberante con un traje rojo que se lleva detrás de ella la mirada del recién liberado de la cárcel. Más tarde confirmamos, centrados ya en el travestismo del sujeto, que la mirada no era hacia la mujer, sino hacia el vestido. Un detalle que confirma el buen hacer de un guion que estructura la historia alrededor del vestido, sí, pero también de cómo las ambiciones de los tres miembros de la familia giran en torno a él. La madre, porque causa impresión en el jurado seleccionador de las candidatas a interpretar a Tina Turner; el padre, porque entra casi en éxtasis al verse embutido en tan sucinto traje que destaca sus curvas masculinas llenándolas de un potente erotismo; la hija, porque, siguiendo los consejos de la madre, acaba cediendo a sus deseos de que se vista como una mujer, en vez de como un chico, sin el mejor atractivo. La historia de la identidad sexual de la hija, ocultada a la madre, quien se hace ilusiones acerca de «convertir» a su hija en una verdadera mujer, es decir, que se niega radicalmente  a aceptar la homosexualidad de su hija, esté en el estadio en que esté, porque ella no la quiere aceptar, pero las relaciones de su hija no dejan lugar a dudas.

          Más allá de la anécdota de esa revolución sexogenérica que se produce en una misma casa, justo, además, cuando la madre, cantante, está a punto de lograr el contrato de su vida, la historia forma parte del constante cuestionamiento social de tendencias genéricas o sexuales que se abren paso hacia la normalidad de una «aceptación» social no siempre fácil. La historia del marido, que no solo ha de hacer frente a su propio núcleo familiar, sino que, extendida la noticia a través de la hija, que le hace la confidencia a una amiga íntima, a la que le falta tiempo para propagarla casi con megáfono, ha de enfrentarse a su medio social e incluso a su propio hermano con quien, como es previsible, acaba enfrentándose a puñetazo limpio, la única manera, parece ser, en que algunos hermanos han de dirimir celos y agravios que, a veces, se extienden a lo largo de toda una vida.

          A modo de anécdota, he leído en IMDB que la productora tuvo serios problemas con el reparto, a la hora de elegir al marido travestí, porque fueron numerosos, al parecer, los actores que se negaron a aparecer travestidos, los mismos a quienes no les hubiera importado aparecer como un asesino en serie, por ejemplo. Ello hace más extraordinario aún el coraje del protagonista, Natey Jones, quien expresa a la perfección la irresistible pasión que, a su manera, me ha recordado a la de Ed Wood, en unos tiempos heroicos en los que aún era más rechazada esa particular identificación con la apariencia femenina en un hombre que no renuncia a serlo. Jones, en un bucle emocionante de la historia, acaba estrechando lazos con su hija, de la que hasta entonces vivía muy distanciado: ambos son dos «extraños» en el mundo de «normalidad» que la madre quiere conseguir a toda costa, aunque ello suponga el divorcio del marido y el alejamiento definitivo de su hija. Está claro el desafío que sufre la madre y esposa. Está claro, también, el poder irrefrenable del deseo. Entre Scila y Caribdis, la protagonista, una magnífica Alexandra Burke, ha de buscar su camino, que no fue el del protagonismo mediático, pero sí el del abrirse paso con su grupo y, acaso, replantearse sus propios principios, los que le han cambiado radicalmente la vida. Se trata de una película peculiar pero de alcance universal.