jueves, 28 de junio de 2018

“Citizen Jane: Battle for the City”, de Matt Tyrnauer o David/Jacobs contra Goliat/Moses…



El activismo ciudadano contra los despiadados poderes fácticos urbanísticos: La lucha de Jane Jacobs contra la paradójica deshumanización humanitaria urbanística de Nueva York en los años 50.

Título original: Citizen Jane: Battle for the City
Año: 2016
Duración: 92 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Matt Tyrnauer
Música: Jane Antonia Cornish
Fotografía: Chris Dapkins, Nick Higgins, Paul Morris
Reparto: Documentary,  Thomas Campanella,  Mindy Fullilove,  Alexander Garvin, Paul Goldberger,  Steven Johnson,  Max Page,  Mary Rowe,  Michael Sorkin.

Reticente como soy a ver documentales en el cine, excepción hecha de algunas joyas como La sal de la Tierra, de Wim Wenders o Inside Job, de Charles Ferguson, enseguida nos interesó a mi Conjunta y a mí este documental sobre la figura de la activista usamericana Jane Jacobs en su lucha contra el promotor inmobiliario Robert Moses en los años 50, cuando se impuso la teoría de derribar ciertos barrios degradados y volver a construir en esos espacios “higienizados” edificios tipo colmena con grandes espacios entre ellos que esponjasen la densidad de los viejos barrios tan tupidos urbanísticamente como, sin embargo,  llenos de vida. A lo largo del documental asistiremos, por una parte, a un retrato biográfico de la periodista que fija su interés intelectual y activista en una lucha contra la desnaturalización de la ciudad y, mediado el metraje, en su lucha contra la descerebrada idea, ¡nada menos!, de acabar con la plaza Washington Square, en el Greenwich Village, para construir una autopista que facilitara el tráfico en un Manhattan que se quería poner al servicio del tráfico rodado, no de los habitantes. El documental alterna los planteamientos urbanísticos teóricos con las luchas civiles contra proyectos que atentaban contra una concepción de la ciudad como organismo vivo en el que las personas determinan sus usos, sus dominios y le confieren un carácter propio, aunque como hablamos de grandes metrópolis, todas ellas, sea en China, en Sudamérica o en Europa, comparten no pocos rasgos de identidad que Jacobs defendía como un valor tradicional frente a un urbanismo aséptico que atendía más al negocio que a la concepción humana de la asociación en barrios cuya personalidad, como venimos diciendo, han construido los vecinos a lo largo de las generaciones que han habitado en ellos. Sí, el título de la lucha entre David y Goliat que le he puesto a la crítica refleja, en efecto, lo que fue la dedicación vital de Jane Jacobs a la lucha, junto con muchas personas que la secundaron, contra la especulación inmobiliaria y contra el intento de la autoridad de diseñar una ciudad de espaldas a los ciudadanos, con el pretexto de que ciertos barrios degradados no admitían más solución que arrasarlos para construir de nuevo. Y el defensor de esa posición "higiénica", Robert Moses, actúa en el documental en el papel de "villano", que desempeña con una convicción para la que parecía haber nacido, desde luego. El documental incide mucho en que esa solución, que desarraigó a los nuevos ocupantes de esos bloques de la ciudad tal y como la habían vivido hasta que acabaron con barrios como el West Village, se reveló una solución falsa: la gente no puede vivir donde la vida comunitaria brilla por su ausencia. Esos bloques gigantescos acabaron degradándose al ritmo que lo hacían quienes no superaron el hecho de tener que vivir en ellos, y, al final, acabaron siendo derruidos, una vez que se habían degradado a extremos mayores de la supuesta degradación urbana que venían a combatir. La parte del león del documental se la lleva la lucha contra la autovía rápida que iba a atravesar la plaza Washington Square. Al principio se menospreció el movimiento vecinal calificándolo como la “revolución de las amas de casa”, con un menosprecio absoluto de las razones urbanísticas y sentimentales que animaban a quienes hicieron de esa protesta una lucha a la que consiguieron atraer, en su defensa, incluso a personalidades como Eleanor Roosevelt. La presión vecinal, mediática y el permanente estado de agitación social que supo liderar Jane Jacobs, pusieron en entredicho la política destructiva del Ayuntamiento y les obligaron a retractarse del proyecto, lo que significó una derrota política para el promotor Robert Moses de la que ya no se recuperaría. Lo que el documental viene a demostrar a los ingenuos izquierdistas de salón europeos, es la vitalidad de los movimientos asociativos usamericanos, que hunden sus raíces en los tiempos de la propia construcción de su nación soberana. Es cierto que Jacobs fue acusada de desacato a la autoridad y que se le pidió una condena que, finalmente, no llegó a cumplir, aunque esa presión judicial sí que consiguió que cambiara su residencia a Toronto, Canadá, donde, sin embargo, continuó practicando lo que mejor sabía hacer: organizar la protesta ciudadana contra los caprichos injustificables de las autoridades. Se trata de un documental muy oportuno, porque la tensión que se vive en muchas ciudades europeas que han sido tocados por la varita ambigua del turismo de masas tiene mucho que ver con decisiones del poder municipal que pueden agravar o aliviar dichas situaciones. Desde el punto de vista local, barcelonés, hay algo que llama mucho la atención en este documental: la diferencia abismal que uno advierte entre activistas como Jacobs, profesional, lúcida, no sectaria ni demagógica, y otras como nuestra insufrible alcaldesa, Immaculada Colau, cuyo sectarismo, cuya falta de preparación, cuya demagogia y cuya inoperancia política son algo así como el reverso de la activista usamericana. Por supuesto, Jacobs hizo más por la ciudad de NY desde su activismo que la señora Colau por la ciudad de Barcelona desde el sillón presidencial del Consistorio. ¿Es o no es curioso? El documental, muy clásico en su estructura: entrevistas a especialistas que pueden analizar con amplio criterio la acción de la activista; recortes de prensa; fragmentos de noticieros antiguos, tomas de la ciudad que subrayan cuanto se está exponiendo en la película, abundantes fotos de la protagonista y su antagonista… permite conocer la ciudad en una época de poderosa transformación. A quienes tanto nos dolió retrospectivamente el derrocamiento de la Pennsylvania Station, una joya arquitectónica que acabó dando paso al Madison Square Garden y al soterramiento de los trenes, somos conscientes de que ni todos los activismos del mundo, a veces, son capaces de impedir barbaridades urbanísticas como la que acabo de citar, y ello, poco tiempo después de las victorias de Jacobs, porque las piqueta empezaron a demoler la Penn en 1961… La loa de la ciudad como un organismo vivo que se autorregula recuerda mucho Berlín: Sinfonía de una ciudad, de Walter Ruttmann, aunque estética y narrativamente poco tengan que ver, desde luego. En cualquier caso, la vida de las ciudades constituye un tema tan cautivador que pocos serán los que vean este documental sin quedar absolutamente complacidos.

“Fear and Desire”, de Stanley Kubrick o sus primeros pasos bergmanianos.



El antibelicismo perpetuo de un director único: Fear and Desire o la búsqueda de las humanísimas raíces del odio.

Título original: Fear and Desire
Año: 1953
Duración: 68 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Stanley Kubrick
Guion: Howard Sackler
Música: Gerald Fried
Fotografía: Stanley Kubrick
Reparto: Frank Silvera,  Kenneth Harp,  Paul Mazursky,  Steve Coit,  Virginia Leith,  David Allen.

Encontrarse, por azar, con la primera película de Kubrick por fuerza ha de ser motivo de alborozo para cualquier aficionado al cine. No es aún el Kubrick que será, pero en su primer trabajo, con nula repercusión comercial, se advierten líneas narrativas y estéticas que caracterizarán su cine cuando dé el salto de profesionalidad que significó en su carrera Atraco perfecto, su primera obra maestra. Hay, en Fear and Desire, mucho de tanteo, de prueba, de “vamos a ver qué somos capaces de hacer” con tan poco dinero, bastante imaginación y la convicción de que una reflexión existencialista sobre la guerra, en aquellos años de apogeo de la Guerra fría, suponía afirmar una posición que sería vista con desagrado en su país, pero que Kubrick mantendría hasta el final de su carrera, con La chaqueta metálica, un  duro alegato antibelicista en las postrimerías de su carrera.. Lo mismo le pasó,  tres años más tarde, cuando, con Kirk Douglas empeñado en el proyecto, rodó Senderos de gloria.  De hecho, incluso Espartaco, a cuyo frente se puso tras haber sido despedido Anthony Mann, podríamos decir que forma parte de ese pensamiento antibelicista del autor. Miedo y deseo, aunque ignoro si la película se ha estrenado comercialmente en España,La película deriva hacia lo simbólico y hacia una exploración formal del espacio y de la psicología humana enfrentada a situaciones de desconcierto, miedo y, como taza el título, deseo, porque la captura de una mujer y su retención por parte del pelotón que busca cómo orientarse en la isla para poder salir de ella sin ser hechos prisioneros por las fuerzas enemigas, a las que se observa a través de los prismáticos, pero que no parecen representar un peligro inminente para la patrulla perdida. De hecho, hasta son capaces de incursionar hasta su territorio y liquidarlos certeramente, mientras el joven soldado acuciado por el deseo sexual se queda al cargo de la prisionera que han hecho y que no parece entender su lengua, razón por la que los primeros planos de ella, ¡estupendísimos!, puro Bergman, buscan transmitirnos, y a fe que lo consiguen, las reacciones de la mujer ante los avances sexuales del joven soldado, quien, acuciado por el miedo a quedar abandonado en la isla por el resto de sus compañeros, va perdiendo poco a poco contacto con la realidad hasta que se figura que ella, la prisionera, está deseando corresponderle sexualmente, razón por la cual la desata, para facilitar “ser abrazado” y consolado de su angustia. Lo que ocurre, sin embargo, es que ella echa a correr, después de quitárselo de encima de un empujón y él no duda en disparar contra ella y matarla. El blanco y negro de la película consigue una extraordinaria tonalidad brillante mediante la iluminación, lo que favorece una nitidez fotográfica que recuerda mucho la fotografía de las primeras películas de Bergman, en quien seguro que Kubrick se inspiró para acercarse a una estética de la imagen como la que pretendió mostrar en esta película que quiso destruir para que nadie la viera. Es cierto que la “aventura” de esta patrulla perdida, mezclada con ciertas reflexiones de sus componentes que parecen refritos de muchas otras películas, Obetivo Birmania, entre ellas, con la que esta película guarda no pocos puntos de contacto. Si no recuerdo mal la película de Walsh se rodó en la finca del productor y en un jardín botánico, y Kubrick escoge unos exteriores bastante neutros que hacen las veces de una isla, desde donde la patrulla ha de salir en una balsa. Las imágenes de la locura del joven soldado arrastrando la balsa sobre la que yace, muerto, otro compañero del pelotón son decididamente de lo mejor de la película, junto con las escenas de la torpe seducción de la joven. El guion casi brilla por su ausencia, y a la película le falta un hilo narrativo poderoso y una creación de clímax hacia el que avanzar. Con todo, el “ensayo” cinematográfico de Kubrick no merecía el desdén por su parte de pretender evitar a toda costa que nadie la viera. Se ve, eso sí, como el balbuceo de quien llegó a ser después, y poco más, aunque no falta el perfeccionismo técnico que caracterizará casi todas sus películas. Se trata, como dicen los historiadores, de una película que costó unos 13.000 dólares, aportados casi en su totalidad por su tío, Martin Perveler, que solo pidió a cambio aparecer en los títulos de crédito como productor ejecutivo. Ninguna película con la firma de Kubrick puede ser una obra totalmente fallida, y su primer película es una prueba evidente de lo que digo. Y ando ya con ganas de ver su segundo largo, El beso del asesino, a cuyos productores pudo, tras sus triunfos, reintegrarles el dinero con que la financiaron…, no digo más.





miércoles, 27 de junio de 2018

“Eight Days a week. The Touring years”, de Ron Howard o los Beatles como fenómeno de masas.



La irrupción de la adolescencia, vía la música popular, en la economía de mercado: Eight Days a week. The Touring Years o el hechizo cósmico de la beatlemanía.

Título original: The Beatles: Eight Days a Week - The Touring Years
Año: 2016
Duración: 120 min.
País: Reino Unido
Dirección: Ron Howard
Guion: Mark Monroe (Historia: P.G. Morgan)
Fotografía: Michael Wood
Reparto:  John Lennon,  Paul McCartney,  George Harrison,  Ringo Starr.

Es posible que, sobre los Beatles, se haya escrito casi todo, hayamos visto casi todas las grabaciones y sigamos aún sin poder descifrar el enigma que supuso su irrupción en el panorama musical de todo el planeta, a un nivel que, como diría Lennon -y no pocos problemas le supuso al grupo tal afirmación, ellos eran más populares que Jesucristo, y no le faltaba razón, ciertamente, porque la fama de los Beatles llegó a todos los rincones del planeta. Ron  Howard, autor, entre otras de Una mente maravillosa, y supongo que ferviente beatlemaníaco él mismo, se ha aplicado con destreza, claridad y concisión a la elaboración de un documental que aborda, sobre todo, los años en que los Beatles se ganaban la vida con los conciertos, dado el nefasto acuerdo de royalties sobre la venta de los discos. La película presenta material no visto hasta ahora sobre los conciertos en Usamérica y un buen número de entrevistas inéditas con ellos y con un periodista que siguió su gira usamericana como cronista para un periódico. La voz narrativa que sirve de nexo de unión entre el caudal espléndido de imágenes sobre el cuarteto de Liverpool acentúa lo que de revolucionario supuso la aparición de los Beatles y, fundamentalmente, las reacciones histéricas de sus infinitas fans. Algo de ello se había vislumbrado ya con cantantes como Elvis Presley, desde luego, pero el despertar al unísono de miles de adolescentes que incluso provocaban problemas de orden público por querer acceder físicamente al contacto con sus héroes musicales, bien puede decirse que pilla por sorpresa a las puritanas opiniones públicas de Inglaterra, primero y de Usamérica, después, y preparan, en cierto modo, al menos desde la reafirmación de su poder social como nuevo sujeto mediático, aquella revolución del 68 que, desde una perspectiva más ideologizada, representaba, sin embargo, una revolución en las costumbres y en ciertas concepciones sobre la religión, la amistad, el sexo, el triunfo social, etc. Para los fans de los Beatles, entre los que me cuento -aunque el primer disco que compré de jovencito fue el Paint it black de los Rolling- desde la aparición en España de Twist and shout que le trajeron de Londres a mi hermano mayor, la película de Howard, de dos horas de duración que pasan en un suspiro, permite acceder a cierta información valiosa, como la rígida sociedad creadora que McCartney y Lennon establecieron, y que bien puede calificarse de auténtica fusión, y el modo como, a trancas y barrancas, en la vorágine en que se convirtieron sus vidas, fueron creando unas canciones inmortales, todas ellas. A pesar de que la película se centra en la época de los espectáculos en directo, en los que sufrían lo indecible porque, dado el griterío de las fans, les era incluso imposible oírse unos a otros cuando tocaban, la película traza una curva cronológica que lleva al grupo desde sus primeros clásicos propiamente juveniles, a la madurez de su etapa adulta, cuando fueron definiendo sus respectivas individualidades y comenzaron a ser más músicos de estudio que músicos de directo. ¡Lo que ganó la música moderna contemporánea con aquella decisión! Porque si algo caracteriza a los Beatles ha sido la experimentación. En modo alguno, a pesar de aquellos trajes y corte de pelo tan de uniforme de su primer época, los Beatles eran un grupo destinado a tener unos cuantos éxitos y desaparecer, como era habitual en sus inicios,  porque Lennon y McCartney son dos genios de la música y a ellos se debe una auténtica revolución en el arte de componer canciones que ha perdurado hasta hoy. El cierre de la película con el concierto en el tejado de los estudios, que cierra, también, la última película de los Beatles, la excelentísima Leti t Be, da a entender inequívocamente lo que va de los inicios de los Beatles a su final como grupo. Ha sido una buena estrategia narrativa el rescate de la perspectiva del periodista que acompañó a los Beatles en la gira americana y que ofrece un ángulo desde el cual la percepción social de lo que supuso el paso del cuarteto por aquellas tierras en una época en la que el racismo de apartheid daba sus últimos coletazos,  y entrañable es la entrevista a Whoopi Goldberg en la que narra su vivencia individual de aquella presencia que traía unos aires liberadores frente a la rígida mentalidad conservadora blanca usamericana. A mí, particularmente, además de la relación profesional entre los dos geniales compositores, me ha interesado mucho el trazado perfecto de la evolución de los cuatro componentes del grupo, cómo fueron viendo que se les quedaban pequeñas ciertas canciones insustanciales y ciertos sonidos mecanizados, que podían y debían aspirar a más, como acabaron demostrándolo en el Sargent Peppers o en el álbum blanco. Llama la atención, a pesar de la atención preferente que se le concede a Brian Epstein en la definición de la imagen del grupo y de su carrera profesional, que se pase de puntillas por el controvertido suicidio o accidente, porque nunca se sabrá con certeza qué fue, que acabó con la vida de Epstein en 1967 justo cuando habían decidido dejar de actuar en directo. Salvando ese detalle, ya digo que el documental se sigue con muchísimo interés y, los aficionados de pro, con no poca emoción.

sábado, 23 de junio de 2018

“Jeanne Eagels”, de George Sydney: una actriz olvidada, una tragedia eterna…



Magnífico guion de John Fante, novelista “maldito”, para una biografía espectacular interpretada por una Kim Novak mítica: Jeanne Eagels o una digna heredera de Eva al desnudo.

Título original: Jeanne Eagels
Año: 1957
Duración: 108 min.
País: Estados Unidos
Dirección: George Sidney
Guion: John Fante, Daniel Fuchs, Sonya Levien
Música: Mischa Bakaleinikoff, George Duning, Gil Grau, Howard Jackson
Fotografía: Robert H. Planck (B&W)
Reparto: Kim Novak,  Jeff Chandler,  Agnes Moorehead,  Charles Drake,  Larry Gates, Virginia Grey,  Gene Lockhart.

No ha sido premeditado, que conste, esta coincidencia biográfica en dos actrices usamericanas de muy diferente condición y no contemporáneas, pues hay una generación de distancia entre una y otra. Si Frances Farmer encarna la maldición de la fama y la caída del ídolo fabricado por Hollywood, Jeanne Eagels es la clásica historia de la decidida voluntad de alcanzar el estrellato en el mundo del teatro viniendo desde lo más cutre, las barracas de feria con números picantes para aldeanos reprimidos. Allí estaba Jessica Lange, con una interpretación muy destacada; pero aquí, dilectos frecuentadores de este Ojo, está nada menos que Kim Novak, que venía de Picnic, de Joshua Logan e iba hacia Vértigo, de Hitchcock el año siguiente a esta, o sea, en el momento cumbre de su carrera, porque en el mismísimo 1957 también rodaría a las órdenes de Sidney Pal Joey, con Frank Sinatra y Rita Hayworth. La vida de Jeanne Eagels arranca con el sueño de una joven que está dispuesta a todo para conseguir llegar a su meta: debutar como actriz en  Broadway, por más que el camino para llegar allí esté lleno de no pocos contratiempos y una vida vagabunda en el mundo de los circos ambulantes, a los que se une porque uno de los propietarios de una barraca acepta “recogerla”, tras ser engañada por un vendedor ambulante de que sería elegida la reina de un concurso de belleza entre las jóvenes de la localidad, que había de realizarse en la barraca del singular “empresario”, quien, como Jeanne, también tiene sus sueños de convertirse en el gran propietario de las atracciones de Coney Island. El malentendido de su relación sentimental supone, sin embargo, la primera dificultad seria a la que habrá de enfrentarse para determinar cuál ha de ser el rumbo de su vida, porque mientras ella lo subordina todo, absolutamente todo, a su ambición profesional; su empleador y luego amante, quien vende su negocio para instalarse con ella en Nueva York y poder facilitarle así  la conquista de su objetivo, tiene unos planes tradicionales y familiares en los que ella no se ve de ninguna de las maneras. Poco a poco, pues, las vidas de se separan y ambos llegan a triunfar, pero el precio que han de pagar ambos es muy diferente: el empresario, el de la soledad y la imposibilidad de formar una familia; ella, su propia vida. Si la película me ha sorprendido no es, ¡aunque parezca mentira esta afirmación!, por la exquisita, sólida y convincente interpretación de Kim Novak, un auténtico animal fotogénico, sino por una dirección y una puesta en escena que tiene momentos en que roza incluso la grandeza. Hay encuadres de una originalidad indiscutible y de un clasicismo propio de los grandes directores. Sobre todo en los interiores con una profundidad de campo que revela un suerte de dialéctica entre el espacio y los personajes que sorprende a los espectadores, arrastrados a la confrontación con la permanente esquizofrenia en que vive la protagonista: sumisa a su codicia; añorante de los tiempos felices anteriores. Las secuencias del robo de una obra a la actriz caída en desgracia que aspira a volver con ella a la primera fila de la profesión constituyen un pequeño minidrama que se resuelve, a la manera de las películas de terror, con la irrupción de la actriz robada en las bambalinas del teatro, junto a la actriz que escucha los aplausos que la reclaman para salir a escena, para pasar, posteriormente, a la escena del suicidio de la desdichada, una suerte de premonición de su propio final, y de ahí la congoja callada con que vive el desenlace de ese drama paralelo dentro del de la propia Jeanne Eagels. La película es, sin duda, una crónica de la insatisfacción y la comprobación empírica de que los caminos no éticos que llevan al triunfo nunca permiten que la felicidad sea su meta. Sí, la mezcla de ficción y realidad está lo suficientemente dosificada como para que las licencias dramáticas postizas permitan construir un hilo narrativo que atrape a los espectadores y realce, como se debe, el drama íntimo que vivió la actriz durante esos años de profesión en los que, presionada por el sindicato de atores, que incluso le prohibió actuar, llegó a triunfar efímeramente en el cine poco antes de iniciar un descenso a los infiernos de la drogadicción del que ya no saldría. Las escenas de la despedida del año con su marido, un exjugador de football americano,  ambos borrachos y solos como dos perros, están rodadas con una frialdad casi documental que recuerda algunas de Días de vino y rosas, de Edwards. Del mismo modo que una secuencia final, con la aspirante a actriz que entra en el camerino de la estrella a la que pide una ayuda que la impulse hacia el camino del triunfo nos devuelve a la memoria de Eva al desnudo, de Mankiewicz, como no puede ser de otra manera… Y a fuer de sincero he de reconocer que esta película de Sidney bien merecería una reconsideración crítica para ser mencionada con todos los honores en ese reducido círculo de las películas de carácter metaartístico que, centrada en este caso en el teatro, exploran el difícil terreno de la estabilidad mental de las personas que alcanzan la cima en tan difícil profesión.


viernes, 22 de junio de 2018

“Rivales”, de Hawks y Wyler con Frances Farmer at her best…



La caprichosas segundas oportunidades imposibles del amor a través del tiempo: “Rivales” o cómo tratar de enmendar, ¡a destiempo y despersona!,  las decisiones movidas por el interés. 

Título original: Come and Get It
Año: 1936
Duración: 99 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Howard Hawks,  William Wyler
Guion: Jules Furthman, Jane Murfin (Novela: Edna Ferber)
Música: Alfred Newman
Fotografía: Rudolph Maté, Gregg Toland (B&W)
Reparto: Edward Arnold,  Joel McCrea,  Frances Farmer,  Walter Brennan,  Mady Christians, Mary Nash,  Andrea Leeds,  Frank Shields,  Edwin Maxwell,  Cecil Cunningham, Charles Halton.

Y lo autoimpuesto lo satisfice casi a continuación de la anterior. Rivales es una película extraña, cuya rareza consiste en que hubiera de necesitar dos directores, uno consagrado ya, Hawks, y el otro a punto de consagrarse, Wyler, por el capricho del productor, Samuel Goldwyn, ante la excesiva libertad de Hawks frente al guion que rodaba. En cualquier caso, la historia era y sigue siendo atractiva por muchas razones, entre las que no es la menor la presencia de un elenco de artistas que encabezado por Frances Farmer, una auténtica diosa del celuloide, de tristísima vida, como vimos en el drama biográfico interpretado por Jessica Lange, y seguido por Edward Arnold, Joel McCrea y el inefable Walter Brennan, nos regala una historia vivida con una intensidad y una sensación de verdad que pasan muy por encima de cierta previsibilidad de la trama y de las situaciones dramáticas tópicas que nutren la historia de amores y desamores, de traiciones y de arrepentimientos, de orgullos y de humildades… Y, que es lo que yo quería ver en ella, la presencia imantadora de Frances Farmer, con un poderío fotogénico y unas maneras de gran actriz que tanto le valen para cuadrar una cantinera amoral como una jovencita deseada y deseante…La historia tiene su miga social, porque se denuncia, desde el comienzo, con unas magníficas secuencias de naturaleza documental la explotación de los bosques que, sin embargo, no se repueblan en ningún momento, a pesar del daño ambiental inequívoco infligido. A pesar de ello, el negocio maderero le sirve al protagonista para construir un imperio de la explotación forestal gracias a la decisión de compartir su vida con la hija del dueño del negocio para quien trabaja, pero eso ocurre justo después, ¡ay!, de haberse enamorado de la cantinera que le roba el sentido y a la que, sin embargo, no duda en abandonar para cumplir su sueño empresarial. Las escenas de la pelea en la cantina, que tienen un aire muy de Ford, con esas bandejas como discos lanzadas contra el mostrador, el espejo y las botellas de los estantes, generan lo que parece una indestructible unión entre una mujer desengañada de su suerte, con un deje escéptico en la voz ronca que contrasta con el luminoso esplendor de su belleza, y un industrial emprendedor, seguro de sí mismo y que sabe lo que quiere, y ello hasta el punto de renunciar al amor por el beneficio. El prólogo de la película, casi la primera parte, toda ella de Hawks, tiene, en la amistad entre los personajes de Arnold y Brennan un excelente regusto fordiano que a buen seguro ha de complacer a cualquier espectador, la inverosímil boda incluida entre la cantinera y el amigo del protagonista, que casi le triplica la edad. La segunda parte, cuyo último tercio pertenece, al parecer, a Wyer, da un salto en el tiempo y nos muestra al protagonista casado con la hija del empresario, que le ha dado dos hijos, una hija y un hijo, y al amigo que vive con la hija de la cantinera, de quien es doble exacto, de ahí que, cuando se celebra el reencuentro entre ambos, inmediatamente el empresario se siente atravesado, de nuevo, por la misma flecha del amor que lo unió a la madre de la ahora protagonista y que él mismo rompió. Un equívoco -la pretensión del empresario de establecer una doble vida adúltera con la joven, lejos del lugar donde viven, instalándola a todo tren en Chicago- que dura acaso más de lo debido, pero que sirve para exhibir el lucimiento de Frances Farmer, en un registro totalmente diferente en la hija del que vimos en la madre, da pie, poco después, cuando el protagonista los instala cerca de él, con un contra caritativo para con su amigo, al inevitable flechazo entre su hijo, el apuesto Joel McCrea y la joven, lo que conducirá al protagonista a una suerte de espiral celosa que amenaza con ponerlo en el disparadero de una acción algo más que disparatada, porque no acaba de entender que ella, la hija, no sea ella, la antigua amante a la que abandonó, creyendo que el destino ha te ido a bien darle la oportunidad de enmendar el terrible error que cometió en su momento. Este drama le llega al espectador con un envoltorio formal  de gran producción, ¡nada de series B!, en la que intervienen nada menos que os directores de fotografía de tanto nivel como Gregg Toland, a quien se debe Ciudadano Kane y Las uvas de la ira, por ejemplo, ¡y menudos ejemplos! Y Rudolph Maté, quien más adelante se convertiría en director y filmaría obras tan impactantes como D.OA, criticada en este Ojo como se merece. Si a todo ello añadimos el potente ritmo narrativo que sabe imprimir Hawks en la primera parte, y el mimo psicológico con que trata Wyler los celos paternos del hijo y el enamoramiento, por parte de la hija, de un sencillo pero emprendedor trabajador de su empresa, así como la distancia que, con sabia mano izquierda, lejos de cualquier aspaviento melodramático, sabe poner la mujer del protagonista, compasiva y ecuánime, la película se redondea como un ejemplo de melodrama que merece ser visto por todos aquellos a quienes no les asusta la representación cinematográfica de las pasiones fuertes ajustadas al más estricto sentido de la verosimilitud y la grandeza estética. ¡Todo un descubrimiento, el de Frances Farmer y el de la propia película de dos magníficos directores y dos maestros de la fotografía!

“Frances”, de Graeme Clifford: los pies de barro de Hollywood.



La vida trágica de una actriz  y persona amantes de la libertad: Frances o el poder perverso del matriarcado.

Título original: Frances
Año: 1982
Duración: 134 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Graeme Clifford
Guion: Nicholas Kazan, Eric Bergren, Christopher De Vore
Música: John Barry
Fotografía: Laszlo Kovacs
Reparto: Jessica Lange,  Sam Shepard,  Kim Stanley,  Bart Burns,  Jeffrey DeMunn, James Karen,  Christopher Pennock,  Kevin Costner,  Anjelica Huston.

¡Bueno, bueno, qué descubrimiento, el de la historia de la actriz Frances Farmer, una mujer libre y desprejuiciada que se inició en el éxito mediático nada menos que a través de un concurso de redacción escolar que ganó con un ensayo en el que defendía que Dios no existía, ¡en un país que lo incluye como artículo de fe en su moneda nacional!, que hizo un viaje a la Unión Soviética, contra la sugerencia de su madre y de quienes le auguraban una prometedora carrera de actriz, y que se atrevió a plantar cara a los estudios cinematográficos que, dada su belleza espectacular, querían convertirla poco menos que en una adocenada pin-up objeto de explotación.  Su relación con Clifford Odets, el autor de teatro, guionista y director de cine, supuso un antes y un después en su vida. De temperamento irascible, Farmer no tardó en encontrar en el alcohol un nefasto aliado para hundir su vida personal y su carrera profesional. Por mantener una actitud antisocial, fue internada en un sanatorio mental donde pasó unos meses hasta que, finalmente, logró escapar de él. Su madre se convirtió en su defensora y le fue adjudicada la patria potestad de la joven, si bien la tensión entre ambas, dado el control sobre su vida personal y su carrera que quería ejercer la madre, acabaron dando con ella, de nuevo en el sanatorio. Salió a los pocos meses y mientras su madre quería devolverla al estrellato cinematográfico que ya había adquirido, ella se negó en redondo a seguir siendo “usada” por esa industria que destruía a personas como ella, nada propensas a la complacencia con roles humillantes que anulaban la dignidad de las personas. Finalmente, tras una crisis histérica, favorecida por el enfrentamiento radical con su madre, Farmer es “encarcelada” de nuevo, porque bien puede hablarse de un encarcelamiento con saña, y es sometida a los rigurosos métodos psiquiátricos de la época, que incluían los electroshocks, las duchas escocesas, las camisas de fuerza e incluso, aunque parece que no está probado en su caso, la lobotomía. Las escenas de la película en las que se describe la vida de las internas, con los tratos infames que les deparaba el sistema represivo, son realmente impactantes y recuerdan las espeluznantes de Nido de víboras, de Anatole Litvak, otra película que hizo no poco en favor de la reconsideración de los tratos crueles a los enfermos mentales antes de que llegara, en Europa, la antipsiquiatría. A todo ello hemos de añadir que los celadores del sanatorio tenían montado un negocio de prostitución de las enfermas, y eso sí que, al parecer, es un hecho fidedigno: que la actriz fue repetidas veces violadas durante su internamiento en el centro. Se entiende, pues, que el alta, finalmente, liberara a una mujer tan poderosamente traumatizada y anulada que poco o nada tenía que ver ya con la actriz joven, impulsiva, vivaz y reivindicativa que fue en sus inicios. La película comienza casi como un biopic, con la incongruencia, además, de esos 16 años de la protagonista que se podrían haber ahorrado; pero enseguida deriva hacia la trágica historia de una persona nada dispuesta a ser complaciente con todo aquello que no encajaba en su alto concepto de la profesión de actriz. Su debut teatral en Golden Boy, de Odets, cuando mantuvo una relación amorosa con él, y el consiguiente fiasco de la negativa de este a que la representara fuera de Usamérica, en parte por salvar su propio matrimonio y en parte por la presión de los estudios que tenían un contrato exclusivo con a actriz, fueron determinantes, como ya he dicho, en la “caída” de la actriz a los infiernos de la drogadicción  y del sistema psiquiátrico cuyo poder para anular a las personas o mantenerlas recluidas contra su voluntad siempre me ha parecido que constituye una frontera muy poco definida en términos legales. A título anecdótico, la madre de Farmer en la película, la actriz Kim Stanley, también tuvo una relación amorosa con Odets, lo mismo que Fay Wry, la actriz de King Kong. Aunque  hablemos de una actriz de finales de los 30, Farmer fue realmente una estrella de Hollywood, una estrella, además, cuya vida fue pasto de todo lo que, desgraciadamente, rodea al séptimo arte; las despiadadas cabalgadas de los cuatro jinetes del apocalipsis de las reputaciones individuales y los nobles ideales.  Aunque aún llegó a hacer una película, tras salir del sanatorio, Farmer inició un declive del que ya no pudo salir. La actriz Jessica Lange tuvo, en esta interpretación, un vehículo perfecto para mostrar sus excelentes dotes de actriz, y los amantes de las anécdotas, recordarán siempre que en esta película se conocieron ella y Sam Shepard, con quien conviviría los siguientes 27 años hasta que se separaron, poco antes de que Shepard muria a causa de la ELA. Está claro que el hecho de haber tenido un padre débil que cedió ante las posiciones manipuladoras de la madre impidió que Farmer hubiera tenido, al menos, un refugio frente a la actitud castradora de la madre, asustada ante la profesión de libertad a todos los niveles que exhibía su hija, un temperamento fuerte que, al final, acabo jugando contra ella, al manifestarse agresivamente contra otros, autoridades incluidas e incluso en las propias vistas de sus juicios. La película mezcla ficción y realidad a partes desiguales, pero consigue lo que se propone: que los espectadores empaticen con el aciago destino de la actriz y se interesen por ella. Y de ahí que, nada más acabar de verla, buscase en Filmin, alguna película en la que poder verla en todo su esplendor cinematográfico, que era muchísimo.

miércoles, 13 de junio de 2018

"Las estrellas de cine no mueren en Liverpool", de Paul McGuigan o la última pasión de una diosa menor del celuloide.



Emotiva, técnicamente brillante, y con alguna escena camino de las antologías, como la lectura de Romeo y Julieta sobre las tablas del viejo teatro vacío… Un melodrama sin sentimentalismos.  


Título original: Film Stars Don't Die in Liverpoolaka
Año: 2017
Duración: 106 min.
País: Reino Unido
Dirección: Paul McGuigan
Guion: Matt Greenhalgh (Memorias: Peter Turner)
Música: J. Ralph
Fotografía: Urszula Pontikos
Reparto: Annette Bening,  Jamie Bell,  Julie Walters,  Vanessa Redgrave,  Stephen Graham, Leanne Best,  Kenneth Cranham,  Frances Barber,  Tom Brittney,  Ben Cura, Bentley Kalu,  Adam Lazarus,  Tim Ahern,  Rick Bacon,  Nicola-Jayne Wells.

¡Corran a verla! Da igual que se la cuenten…, porque nunca nadie les podrá contar las imágenes con la fuerza impresionante con que te entran por los ojos tal y como McGuigan las ha filmado, en una apoteosis narrativa de la complejidad de los sentimientos más delicados. Sí, sí, vaya por delante que los amantes del kleenex están delante de “una de las suyas”, de una de las mejores de las nuestras. Una película en la que el clímax de la escena de Romeo y Julieta en las tablas del viejo teatro vacío de una ciudad industrial como Liverpool, dicha con los más puros acentos de la agudeza barroca de Shakespeare, capaces de sacudirte las entretelas del corazón con un ingenio que deja chicos, de pronto, todos los diálogos de todas las películas de todas las historias de amor que se hayan podido escribir, representar o filmar después de él, provoca el lagrimal como solo los gases lacrimógenos de la policía, las cebollas agrestes o las erupciones volcánicas son capaces de provocarlo. La historia del amor entre una diva del cine en horas bajas, Gloria Grahame y un joven actor que se inicia en la profesión, con quien coincide en una residencia, the boy next door…, y con quien acabará teniendo una apasionada historia de amor que es lo que se cuenta en la película, está magnifícamente interpretada por dos actores para los que parecía haber sido escrita la historia: Annette Bening y Jamie Bell, ¡el eterno Billy Elliot! Hablar de compenetración es poco, y ambos se superan en un crescendo de sentimientos vividos con puro método stanislavski, porque se trata de una actuación que se ve claramente cómo les sale desde dentro. Es tal la identificación de Bening con la Grahame, que la película acepta pasar de un plano de la Grahame de ficción a la Grahame real en la pantalla sin que el espectador suspenda en ningún momento la verosimilitud de lo que está viendo, ¡hasta ese punto llega la identificación del trabajo de Bening con la vida de Grahame en aquellos infaustos años de su final marcado por el cáncer!. Desde que supe que se había estrenado la película quise ir a verla, porque, además, acababa de ver Encrucijada de odios, de Dmytryk, hace cinco críticas de este Ojo, y no hace sino unos meses que habíamos revisitado, con total delectación, mi Conjunta y yo, Cautivos del mal, de Minnelli, la actuación que le valió su único Oscar. Sobre la ajetreada vida amorosa de la actriz, su boda con Nicholas Ray, con cuyo hijo se acabaría casando bastantes años después, antes de, iniciado ya el declive de su carrera cinematográfica, instalarse en Inglaterra como actriz teatral, poco sabía y poco me importaba. Para eso se inventaron las columnas maledicentes al estilo de las de Louella Parsons o las del columnista cruel que se describe en Chantaje en Broadway, de Mackendrick. Así pues, cuanto se cuenta de su vida proviene de la visión del joven amante a quien puede considerarse, con toda propiedad, el último gran amor de su vida .La historia se ciñe cronológicamente a los últimos tres años de vida de la artista, cuando la metástasis del cáncer de pecho que había tenido la lleva a cortar de raíz la historia de amor con el joven actor y alejarlo de su vida, aunque ella siguió actuando en Inglaterra. La película comienza con la recaída de la actriz en un teatro al que acude el examante para, finalmente, ante la negativa de la actriz a ser ingresada en un hospital, instalarla en casa de sus padres, donde él mismo vive, y aguardar la muerte en el único espacio y con la única gente donde y con quien ella se había sentido aceptada y querida. A partir de ese momento y mediante unas excepcionales transiciones fílmicas de espacios que se abren al recuerdo, iniciamos varios flash backs que narran una historia de amor entre dos amantes a los que les separan casi 30 años y les une, además del amor al teatro y a Shakespeare, una auténtica pasión amorosa que ha de luchar contra esos dos inconvenientes de primera magnitud: la condición de exdiva del cine de ella, junto a su pasado sentimental tormentoso -la escena con la madre y su hermana es excepcional por la crueldad que destila- , con escándalos que condicionaron su carrera, pero sobre los que se pasa de puntillas en la película, y la diferencia de edad que, en ciertos momentos de incontinencia verbal pueden provocar feroces malentendidos. En primer lugar ha de hablarse, como hemos hecho, de lo que bien puede considerarse una historia sepultada, porque Turner no llegó a casarse con Grahame y ni siquiera asistió a los funerales, porque él estaba trabajando en una obra en Inglaterra. El director de escena del teatro donde actuaba Turner, cuando este excusó sus retrasos con la situación que tenía en casa, con la actriz que no quería ingresarse en el hospital, fue quien le dio el título de lo que primero serían sus memorias y ahora una película: Las estrellas de cine no mueren en Liverpool, le dijo. Pero lo verdaderamente interesante de la película, más allá de la curiosa historia de amor entre dos actores tan distintos, es la realización cinematográfica de la misma, con una división de juegos cromáticos, según la acción transcurra en Inglaterra o Estados Unidos que constituyen un acierto de primera magnitud. Las escenas en California, en la especie de megarulote o casa prefabricada que tiene la actriz allí, en las antípodas de los lujos hollywoodescos marcan claramente espacios, personalidades y ambientes distintos, como sucede, después, con la magnífica iluminación del apartamento que comparte en Manhattan, cuando, por su secretismo con todo lo relacionado con su salud, algo muy idiosincrático de los usamericanos, acaba rompiendo la relación con ese gran amor. Esas idas y regresos al pasado y al presente permiten una continuidad narrativa que concede a los espectadores la información suficiente para comprender una psicología tan peculiar y enrevesada como la de la actriz y el desconcierto de un joven que ignora su propia responsabilidad en el deterioro de esa hermosa relación. En la medida en que estamos en presencia de una potente historia de amor, conmovedora, incluso, la cámara se recrea en planos excepcionales de los amantes, y en esos primeros planos es donde Bell y Bening exhiben un poderío interpretativo que le confiere una realidad extrema a la película. Empecé por el final, por aquella escena en el teatro, pero es también por la que hay que acabar, porque se trata de la última sorpresa que ella, a punto de morir, no se quiere perder, por fatigada que esté, y se cierra la película del modo más brillante posible: con una Grahame moribunda interpretando lo que siempre quiso interpretar, a Julieta sorbe las tablas. Y en ese momento privilegiado de la película es cuando los versos de Shakespeare, dichos por la Gahame de 58 años, convierten a esta en la joven Julieta de 13 que bebe los vientos por un Romeo a quien injustamente apartó de su vida en un arrebato de desesperación en Manhattan, y los besos que intercambian los jóvenes amantes sobre la desnuda escena revelan el milagro inexplicable del teatro y de la vida.

P.S. No había vuelto a ver a Jamie Bell desde la célebre Billy Elliot, pero hacía tiempo que no veía a un actor joven tan convincente en el registro amoroso como a este Bell al tiempo fuerte y delicado. Un placer.
Peter and Gloria


martes, 12 de junio de 2018

“Basada en hechos reales”, de Roman Polanski, o las amistades vertiginosas…



Cuando la previsibilidad te arruina la narración: Basada en hechos reales o el vampirismo artístico, una película que poco añade a la carrera cinematográfica del autor de Repulsión y La semilla del diablo.

Título original: D'après une histoire vraie
Año: 2017
Duración: 110 min.
País: Francia
Dirección: Roman Polanski
Guion: Olivier Assayas, Roman Polanski (Novela: Delphine de Vigan)
Música: Alexandre Desplat
Fotografía: Pawel Edelman
Reparto: Emmanuelle Seigner,  Eva Green,  Vincent Pérez,  Damien Bonnard, Camille Chamoux,  Josée Dayan,  Noémie Lvovsky,  Dominique Pinon,  Brigitte Roüan, Alexia Séféroglou.

Ignoro si un conato de amodorramiento profundo apenas iniciada la película, ¡en una sesión a las 18h!, puede aducirse como “prueba de cargo” para una crítica o si he de achacarlo a una flojedad onírica pasajera que no me impidió, por supuesto, seguir inquieto en la butaca un comienzo tan moroso como anodino, porque la historia de la autora que no acaba de encontrar ni material ni voz narrativa ni tono ni nada, y que siente, además, esa variante del miedo escénico que es el temor a la hoja en blanco, a duras penas progresa en una relación recién nacida y fuertemente anudada sin prevención ninguna, un quemar etapas incomprensible que solo la soledad de la protagonista, cuyo marido, que se codea con los grandísimos nombres de la cultura mundial, está ausente durante toda la película, como una confabulación anunciada. Que se nos muestre a una autora de éxito poco menos que incapaz de afrontar su realidad, de reaccionar ante los minúsculos desafíos de la vida cotidiana, hundida en una crisis intima y artística que, además de descubrir su vulnerabilidad parece que la incapacite para la vida cotidiana y la haga susceptible de dejarse fascinar por quien, con ánimo decidido, le ofrezca una imagen de determinación y voluntad en las antípodas de su apocamiento. Poco a poco, pues, se va construyendo una relación de complicidad y solidaridad femenina cuyas intenciones son tan evidentes que, salvo la escritora en horas bajas, todos los demás somos capaces de ver, y eso, ciertamente, hace trizas al personaje de la escritora, quien solo camino del desenlace, cuando la responsable de un encuentro literario le afea que no se hubiera presentado al encuentro ni se hubiera disculpado, le abre los ojos sobre las intenciones de quien, escritora en la sombra, aspira a competir con ella y superarla. Hemos de decir que la intervención de Olivier Assayas (autor de Personal Shopper, ya comentada en este Ojo) en el guion le confiere a la película una dimensión fantasmagórica que se va imponiendo en el desenlace y que deja no poco insatisfechos a los espectadores, somnes o insomnes…, sobre todo después de que la situación haya progresado hacia una versión estilizada de Misery, de Rob Reiner, que me parece la referencia obligada. Parece, en un momento dado, que la película puede derivar hacia un amor lésbico que se filtra en muchas de las actitudes de la nueva amiga ante cuyos encantos la escritora se rinde incondicionalmente, pero el afán de protagonismo y la condición de escritora en la sombra de la amiga hace derivar la película por esos otros derroteros de la usurpación de personalidad. La excusa de los ratones para adquirir el talio con el que envenenar a la protagonista me ha traído a la memoria una historia que viví muy de cerca, porque una familia inmigrante, a cuyos hijos daba clases, que compartía piso con una mujer china con quien el marido se entendía sexualmente, sufrió un intento de envenenamiento por parte de la amante cuando el marido decidió traerse a la esposa desde Pakistán. Establecidas, así pues, las líneas generales del desarrollo de la acción desde buen comienzo, a los espectadores no les queda sino esperar a un desarrollo previsto, aunque ha de reconocerse que la capacidad de impactar visualmente de Polanski aún se mantiene, si no tan fresca, si tan eficaz como en películas suyas anteriores. A ello contribuye los exteriores escogidos, una casa en el campo adonde se instalan ambas mujeres para que la escritora se recupere de una caída a consecuencia de la cual han de enyesarle una pierna. Desde nuestro acerco proverbial, la imagen de la mujer con la pierna quebrada y en casa parece querer dar a entender una minusvalía que implica la necesidad de una ayuda para la recuperación: el trasunto de esa metáfora es la actividad artística de la amiga abnegada que compagina a partes iguales la sustitución narrativa de la escritora famosa y su eliminación física. Está claro que no voy a revelar el desenlace, sobre todo porque forma parte del secreto que un crítico debe guardar por pura deontología profesional, pero, a pesar del giro que le da a los acontecimientos, no sé si es suficiente atractivo como para someterse a unos preliminares ultraextensos que incluyen artificios inverosímiles como que la amiga la sustituya en un encuentro con lectores y la autora crea que, en efecto, nadie ha notado nada y que poco menos que la nueva amiga podría actuar como su doble perfecto, sobre todo teniendo en cuenta la considerable diferencia de edad entre ambas, al margen del nulo parecido entre ellas. A la Seigner le ha tocado un papel tan desagradecido, que apenas si puede poner cara de boba durante dos tercios de la película, y aunque en el último remonta, en el proceso de envenenamiento, digamos que los espectadores salen del cine con la impresión de que “ha pasado por la película” y de que en ningún momento se ha instalado en ella para hacerla suya y gobernar desde allí una trama que le concede tan soso papel pasivo. Eva Green, por su parte, deja intuir que, en cualquier momento, el gesto amable, la sonrisa y la afabilidad se pueden convertir en lo contrario, y cuando llega el momento, su expresividad es notablemente superior a la de su compañera, e incluso podemos concederle sin rubor el galardón diabólico que merece su interpretación, pero, ¡ay!, no resulta nada nuevo a ojos del espectador que ha intuido con inequívoca nitidez las miradas despiadadas, los portazos crueles, la perfidia exquisita… El proceso de “ocupación” de la vida de la autora es tan evidente, que la colaboración de esta con aquella pretensión egomaníaca resulta poco creíble. En fin, nada que ver, esta película, con El escritor,  por mencionar una reciente, ni, por supuesto, con sus grandes éxitos antiguos.

lunes, 11 de junio de 2018

“Los jóvenes salvajes” de John Frankenheimer, el compromiso social.



Desarraigo, integración y marginalidad: una juventud violenta, pero no indignada: Los jóvenes salvajes o la ley punitiva frente a la política de reeducación.

Título original: The Young Savages
Año: 1961
Duración: 103 min.
País: Estados Unidos
Dirección: John Frankenheimer
Guion: Edward Anhalt, J.P. Miller (Novela: Evan Hunter)
Música: David Amram
Fotografía: Lionel Lindon (B&W)
Reparto: Burt Lancaster,  Dina Merrill,  Edward Andrews,  Vivian Nathan,  Shelley Winters, Larry Gates,  Telly Savalas,  Pilar Seurat,  Jody Fair,  Roberta Shore,  Milton Selzer, Robert Burton,  David J. Stewart,  Stanley Kristien,  John Davis Chandler, Neil Nephew,  Luis Arroyo,  José Pérez,  Richard Velez.

También podría haber titulado esta crítica La cara seca y amarga de West Side Story, porque bien puede decirse que esta película de Frankenheimer es el reverso de aquel musical algo edulcorado cuyo trasfondo vemos en esta película de Frankenheimer en toda su crudeza. John Frankenheimer debutaba en el cine, después del aprendizaje del oficio en la TV, con una película que era una declaración de intenciones. A su generación pertenecen grandes directores del cine comprometido socialmente, Martin Ritt, Sidney Lumet y Delbert Mann, por ejemplo. Centrarse en realidades hirientes, como, en este caso, la delincuencia juvenil en las grandes ciudades, sobre todo en Nueva York, donde la llegada de los puertorriqueños abrió la puerta enseguida a las luchas de bandas y al reparto de territorios, con las consiguientes defensas o ultrajes de los mismos. El ayudante del fiscal del distrito, un Burt Lancaster que trabajó con Frankenheimer en varias de sus películas, aunque no en la excepcional El mensajero del miedo, ha de investigar la muerte de un joven puertorriqueño ciego que ha sido asesinado a plena luz del día por tres jóvenes blancos que lo buscaban como objetivo de sus navajas. Así comienza la película, con el seguimiento de esos tres jóvenes por los barrios de Nueva York con una determinación absoluta, un conjunto de trrvelines que nos rcuerdan técnicas que hoy se usan para los vídeos musicales, por ejemplo. Se incluyen planos atrevidos, como el de la acción reflejada en los cristales de unas gafas de sol, por ejemplo, que nos dan a entender una voluntad de estilo que en modo alguno ha de estar reñida con el drama tenso, desagradable y violento que se escenifica. Estamos hablando, a fin de cuentas, de una ejecución despiadada, no de un enfrentamiento con resultado de muerte. Por la presión del Fiscal, que se presenta a las elecciones, el ayudante, una vez que los jóvenes han sido detenidos, y apartado uno de ellos, que es menor, se dejará persuadir de que la petición de pena de muerte ha de ser la medida ejemplar que ataje esos enfrentamientos que alteran la vida ciudadana peligrosamente. El menor resulta ser, además, el hijo de la primera novia del ayudante, quien se crió en esos barrios donde ahora ejerce su carrera profesional, con el convencimiento de que si él salió del gueto y de la miseria moral, todos esos jóvenes sin futuro podrían hacerlo igualmente, siempre que se les aparte de una vida de “aventura”, de riesgo, de acción criminal que parece darles sentido, como se aprecia en el diálogo que el ayudante mantiene con los jefes de ambas bandas, escenas muy diferentes, porque la visita del ayudante al piso del puertorriqueño, donde viven hacinados todos los miembros de la familia en dos habitaciones nos muestra una realidad dura de contemplar en las pantallas, y de ahí quizá el poco éxito que tuvo en su día la película, tan espléndida, por otro lado. La mujer del protagonista, firme enemiga de la pena de muerte, y menos aún para personas tan jóvenes, introduce en la trama una crisis familiar de envergadura. Todo ello va sumando, por tanto, algo así como una encrucijada de odios, de tensión, de crisis moral, que potencian enormemente la película y que le conceden un valor casi testimonial, documental, de una explosiva situación social. Si añadimos escenas logradísimas de acción, como la paliza que le dan al Ayudante en el metro los miembros de la banda “blanca”, en cuyo desarrollo el protagonista logra retener a uno de los miembros de la banda y comienza a estrangularlo, de tal manera que si el revisor del convoy no lo aparta mediante un soberbio puñetazo, allí mismo hubiera acabado con la vida del joven, comprobamos que la película añade una dosis de acción que la apartan de la mera película moralista o bien intencionada que deja de lado poderosos resortes de la narratividad cinematográfica. El uso del blanco y negro, la proximidad a la cámara de los personajes en ciertos encuadres en que se juega con la profundidad de campo y otros recursos no menos afortunados, nos hablan a las claras de una voluntad de estilo, próxima al lenguaje del thriller político que se manifestará también esa extraordinaria película icónica que es Pla  diabólico, un precedente poco estudiado del cine de David Lynch. Vista a más de medio siglo de su filmación, la película mantiene la tensión social de la misma a lo largo de su metraje y nos muestra a un protagonista que, con voluntad notarial, va levantando acta de la miseria humana que esconde la pobreza, la marginación, el racismo y la magnificación y embellecimiento de la violencia. Nada es lo que parece y todos son culpables: pero eso conviene que lo vean y juzguen los espectadores.


miércoles, 6 de junio de 2018

“Sierra maldita”, de Antonio del Amo, entre la leyenda, la antropología y el drama.



El poder de la leyenda que hunde sus raíces en el paisaje: Sierra maldita o el desafío a la superstición en un marco natural  de inaudita belleza.

Título original: Sierra maldita
Año: 1954
Duración: 95 min.
País: España
Dirección: Antonio del Amo
Guion: José Luis Dibildos
Música: Jesús Romo
Fotografía: Eloy Mella, Sebastián Perera (B&W)
Reparto: Rubén Rojo,  Lina Rosales,  José Guardiola,  José Sepúlveda,  Manuel Zarzo, Miguel Gómez,  José Latorre,  Vicente Ávila.

Rodada en una Mojácar en ruinas de 1953, que representaba la de 1929, Sierra maldita es un maravilloso ejemplo de cine casi antropológico, a fuerza de ir, en la narración dramática, a las raíces populares de la superstición. Esas ruinas, así como el bosque donde talan las encinas para hacer carbón vegetal, junto a un farallón maldito en cuyas cuevas laberínticas nació la maldición de las mujeres yermas del pueblo adonde nunca suben los hombres para buscar cónyuge, a causa de la maldición. Entre el pueblo de arriba y el pueblo del valle hay, pues, una relación compleja, tirante y que todos asumen, cada uno en su lugar, asignado por la leyenda, sin atreverse a impugnarlos. Una pareja, sin embargo, Juan y Cruz, desafiando su entorno, sobre todo Juan, que es el hombre que sube a casarse con una “maldita”, van a protagonizar una historia de amor y de valentía que ha de sufrir los celos vengativos del enamorado que Cruz jamás ha considerado como tal y que quiere vengarse de quien le ha robado lo que, a juicio del celoso, estaba escrito que había de ser para él. Mientras que Rubén Rojo y Lina Rosales cumplen a la perfección los papeles de jóvenes -relativos- enamorados sobre los que gravita la maldición a pesar de la briosa fuerza de su esperanza para llevar una vida “norma” de familia; José Guardiola -el inolvidable señorito de la Jara de Los santos inocentes, de Mario Camus, que despide a Azarías- borda su papel de celoso malvado y rijoso que no cesará hasta que aproveche la oportunidad de agredir sexualmente  a la mujer por quien, desde chico, se ha sentido atraído, una oportunidad que se le presenta cuando los esposos deciden ir a “carbonear” para poder ganar más dinero con el que instalarse por cuenta propia y prosperar. Esa fase de la película, la del “carboneo”, una técnica de fabricación de carbón vegetal que se habría de popularizar, para los espectadores de cine, muchísimos años después con la película Tasio, de Montxo Armendáriz, un elogio de la vida retirada y natural, supone una fusión extraordinaria de intensidad dramática y cine documental de primera. La tensión que introduce en el grupo la presencia de la “mujer maldita”, manifestada, sobre todo, en el inequívoco atractivo sexual que emana de la mujer -la escena en la que Cruz se lava las piernas, con un plano indiscreto incluido, muy atrevido para la época, de las piernas completamente desnudas y la ropa interior vista,  y ante el que el censor debió de haber desperezado un ligero sueñecito; esa secuencia está cargada de una sexualidad explícita que va más allá de la superstición para incurrir, sin casi que valga, en el cine neorrealista propio de la época- irá in crescendo en una parte final espléndida, muy “italiana”, hasta llegar a la reproducción del origen de la leyenda de las mujeres “de arriba”, nacidas, por mor de la leyenda, para quedarse para vestir santos, y de ahí el tocado negro con que s suelen vestir, al etilo moruno. La película me ha encantado de principio a fin, porque, a pesar de plasmar con total fidelidad las ideas y maneras de pensar propias de una aldea remota y  casi apartada de la civilización, la realización ha sabido escoger unos exteriores, ese pueblo andaluz en ruinas y el encinar donde se carbonea, que constituyen, por sí mismos, una puesta en escena espectacular, llena de esa potente poesía que emana de las ruinas. Pienso ahora en el recorrido del caballo por las calles empinadas y estrechas del pueblo cuando el amante, Juan, va a hablar con el padre de la novia para decirle que se quiere casar con su hija… ¡Qué belleza de composición, el caballero en su caballo y las mujeres enlutadas asomadas a puertas y ventanas! ¡Qué respiración lorquiana en todo el asunto! Y si hablamos de mujeres estériles, cómo no acordarse de Yerma… Más tarde, por la noche, ese mismo día en que vi la grabación que había hecho de Sierra maldita, proyectaron en la Historia del cine español El camino, de Ana Mariscal, y pude volver a contactar, aunque cuarenta años más tarde, con esa misma vida de pueblo que el protagonista se niega a abandonar para irse a estudiar a la ciudad. Sierra maldita obtuvo un premio en el Festival de San Sebastián, pero, incomprensiblemente, no tuvo ningún éxito popular en la cartelera, de ahí que ahora la haya visto como una suerte de “película maldita” que merecía una revisión urgente. ¡Y ya lo creo que se la merecía! La película respira una autenticidad en todas y cada una de sus secuencias que a veces cree uno haber vuelto a Las Hurdes, tierra sin pan, de Buñuel. Antonio del Amo tuvo una irregular carrera posterior, en la que sobresalen las películas con el niño prodigio Joselito, el “ruiseñor”, esas sí que muy populares. El ambiente del pueblo atrasado, casi ajeno a la civilización, aparece como retrato de fondo en no pocas de sus películas, pero en ninguna adquiere un valor protagonista como lo adquiere en Sierra maldita, una película que no defraudará a quienes en ciertas películas distinguen, rápidamente, esencias humanas y sociales sin artificio ninguno que la encubra.



martes, 5 de junio de 2018

“Más allá de la duda”, de Fritz Lang o el cierre del ciclo usamericano.



La delincuencia fingida o  de buenas intenciones está empedrado el infiernoMás allá de la duda o la lucha delictiva por las causas justas. 

Título original: Beyond a Reasonable Doubt
Año: 1956
Duración: 80 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Fritz Lang
Guion: Douglas Morrow (Historia: Douglas Morrow)
Música: Herschel Burke Gilbert
Fotografía: William E. Snyder (B&W)
Reparto: Dana Andrews,  Joan Fontaine,  Sidney Blackmer,  Arthur Franz,  Philip Bourneuf, Edward Binns,  Shepperd Strudwick,  Robin Raymond,  Barbara Nichols, William Leicester,  Dan Seymour,  Rusty Lane.

Después de haber rodado películas tan compactas como Sólo se vive una vez (1937), La mujer del cuadro (1944), Perversidad (1945), Secreto tras la puerta (1947), Los sobornados (1953), o Mientras Nueva York duerme (1956), Fritz Lang se despide de su ciclo usamericano con una película rodada, aparentemente, en tono menor, como una producción de serie B, dada la trama, la profusión de interiores y una como desgana que nunca llega a la desidia, por supuesto, pero que parece contagiarse de la, en apariencia, película de trámite. Sin embargo, la presencia de dos “grandes” de la pantalla como Dana Andrews y Joan Fontaine logran, perfectamente secundados por un eminente actor de reparto como Philip Bourneuf, quien se prodigó más en TV; logran, decía, elevar el tono de la película hasta rozar, por un lado, el melodrama, y, por otro, el auténtico cine negro cuyos códigos dominaba Lang con apabullante maestría. La historia es simple: un escritor se deja seducir por el editor de un diario para fabricar un caso falso de asesinato que lleve al reo detenido por él, el novelista de éxito,  ante el juez para ser condenado, tras el juicio pertinente, por un crimen que sin embargo, no ha cometido, como lo demostrarán, oportunamente, las pruebas fotografiadas de antemano como exculpación inequívoca del escritor que secunda con entusiasmo la idea del editor, convencido, además de que quizás extraiga de esa trama el material adecuado para su segunda novela. Pretenden “crear” un error judicial que, en este caso, sí podrá ser subsanado, pero que denunciará, convincentemente, la injusticia radical de la pena de muerte, que es el objetivo de todo el embrollo a que escritor y periodista colaboran con entusiasmo. ¿Es todo tan sencillo? En modo alguno. De ahí partimos, pero cuando se está celebrando el juicio contra el escritor, el propietario del diario sufre un accidente y en el se queman las fotografías que prueban el engaño manifiesto que ha supuesto la incriminación falsa del escritor, de ahí que todo lo que sigue sea una titánica lucha de su prometida, la hija del editor, para evitar que se lleve a cabo una pena de muerte que el jurado popular ha sentenciado y para la que el Juez ha fijado día y hora. Diríase que estuviéramos en una reedición de Falso culpable, de Hitchcock, pero resulta que ambas se rodaron, curiosamente, el mismo año, por lo que bien podríamos hablar de que estaba en “la atmósfera” cinematográfica de aquel año un tema así. Ahí la película sufre un giro que logra transmitir una genuina emoción por el destino del personaje a quienes estamos plenamente convencidos de su inocencia. La antigua relación amorosa que hubo entre el ayudante del fiscal del Estado y la hija del magnate periodístico se revela fundamental para recabar información que pueda lograr el perdón y la exculpación del escritor. Todo, a uña de caballo, se sucede vertiginosamente, con esa fuerza narrativa solo al alcance de maestros como Lang. La película es corta, para los estándares habituales, apenas 80 minutos, lo que no da pie a las digresiones ni a desvíos innecesarios: todo se focaliza en lograr evidencias antes de que la silla eléctrica culmine, de forma siniestra, un juego perverso para poner en ridículo a la Justicia en pro de una buena causa. Recordemos que la película se inicia, con la ejecución de un reo que Dana Andrews contempla entre los invitados a la ejecución con una frialdad premonitoria. ¿Tiene un final feliz? Lo dejo en el aire, porque la película nos depara, para el desenlace, un giro de guion que satisfará todas las expectativas de los espectadores.  Es espectacular el modo como Fritz Lang consigue a través de sus planos diseminar dudas en todos los personajes… Eso sí, la referencia constante del Fiscal como “el enemigo a batir”, y ese enfrentamiento se consuma en el mismo momento de conocerse ambos, fiscal y escritor, preside la película con una extrema habilidad del guion para tender una trampa a la capacidad de empatizar de los espectadores, algo que se extiende, poco a poco, a los extraños movimientos de incumplimiento de su compromiso nupcial por parte del escritor para con una Joan Fontaine que no tarda en pasar de la confianza a la más ingrata y corrosiva sospecha, estados que borda en su interpretación. Insisto, sin ser un Lang menor, lo parece, pero tiene todos los ingredientes de sus mejores películas y, al final, se acaba disfrutando como todas ellas…