La
mujer sin rostro o el descubrimiento de la faz atroz del yo vergonzante:
la quest angustiosa de sí mismo como
una investigación policiaca del mejor cine negro.
Título original: Mister Buddwing
Año: 1966
Duración: 100 min.
País: Estados Unidos
Director: Delbert Mann
Guión: Dale Wasserman (Novela:
Evan Hunter)
Música: Kenyon Hopkins
Fotografía: Ellsworth
Fredericks (B&W)
Reparto: James Garner, Jean
Simmons, Suzanne Pleshette, Katharine Ross, Angela Lansbury, George Voskovec,
Jack Gilford, Charles Seel.
Cinematográficamente, La mujer sin rostro, de Delbert Mann, un “supuesto” autor “menor” que, sin embargo, consiguió el Oscar al mejor director por su ópera prima, Marty, una suerte de nerorrealismo usamericano, es un prodigio, sobre todo en el arranque de la misma, cuando la cámara describe un giro de 180º, pasando del enfoque de las copas de los árboles y del cielo a la parte delantera del cuerpo sentado del protagonista, afanado en rebuscar en sus bolsillos no se sabe qué. Es precisamente en esos momentos cuando el espectador constata que se halla ante un uso de la cámara subjetiva que lo desconcierta. Después de rebuscar en los bolsillos, de mirar y remirar el anillo y las iniciales de la parte interior del mismo, el protagonista se levanta e inicia un recorrido que no acabará hasta el final de la película. Durante un breve tramo de ese recorrido, la cámara subjetiva nos permitirá identificarnos con la ausencia de identidad del personaje y sus miradas angustiosas a uno y otro lado buscando referencias que le permitan re-conocerse en la búsqueda infructuosa que hace en todos sus bolsillos, una secuencia en la que el cuerpo del protagonista, sentado, parece la encarnación del vacío capital; solos los ojos miran y buscan con frenesí alguna señal que le permita identificarse. Ni el anillo que lleva, ni un papel en el que solo aparecen unas iniciales y un teléfono; seguiremos sus pasos hasta que entra en un hotel y acaba ante un espejo, llevándose la sorpresa terrible de no poder identificar a la persona que ve ante él, a quien el espectador ve por vez primera. Ese es el momento en que, una vez puesto el rostro, dejamos de lado la cámara subjetiva y se inicia el thriller identitario. El protagonista, no tardaremos en enterarnos de ello, ha perdido totalmente la memoria, es un amnésico solo en las calles de Nueva York y decidido a recuperar su identidad perdida, porque hay un poso de angustia en él que no lo deja tranquilo, como si intuyera que él es el responsable de algo trágico, al menos por la ansiedad con que vive su amnesia. La historia, desde el punto de vista literario es fascinante, y Delbert Mann, a través de un guion modélico de Dale Wasserman, de quien hemos de recordar que fue el creador de El hombre de la Mancha, una adaptación de su obra Yo, Don Quijote, que, en realidad, era una tentativa biográfica sobre el propio Cervantes a partir de su célebre novela, consigue un timing perfecto para una narración que en ningún momento, a pesar de su extensión se vuelve tediosa o repetitiva, porque el esquema, simple y eficaz es el siguiente: el protagonista, a través de mujeres con las que se encuentra fortuitamente por la calle está convencido de haberse encontrado con quien él ha tenido una relación, porque físicamente las confunde con el recuerdo borroso de esa “mujer sin rostro” con quien ha vivido una historia que apunta a un final trágico. A través de la relación con ellas se recrea lo que ha sido la vida del protagonista, y con cada una de ellas vamos obteniendo la información que nos permite reconstruir la biografía del personaje y cómo ha llegado a su realidad actual de la angustiosa amnesia que le impide saber quién es, con quién convive, a qué se dedica y qué vida ha llevado. Por una mezcla de dos referencias totalmente circunstanciales, un camión de cerveza Buddwiser y de un avión que lo sobrevuela, el amnésico decide que acaso se llame Buddwing, nombre artificial con el que irá atravesando las diferentes historias con las mujeres con quienes se encuentra azarosamente hasta descubrir, finalmente, quién es, qué ha ocurrido y cuál es su responsabilidad. El blanco y negro de cine negro, el rodaje en exteriores por las calles de Nueva York, la iluminación tenebrista que refuerza el pasado oscuro del personaje y la potente banda sonora jazzística de Kenyon Hopkins, un prodigio de transcripción musical del laberinto identitario del protagonista, configuran una puesta en escena más que poderosa y efectiva. Recuerdo, porque no está de más, que Kenyon Hopkins es también el autor de la banda sonora de El buscavidas, de Robert Rossen. Nunca he sentido debilidad por James Garner, porque siempre me ha parecido no poco patoso y falto de recursos, pero he de reconocer que esa ausencia de cualidades contribuye a definir su papel de una manera espectacular y consigue atraer al espectador a su drama amnésico. Empatizamos desde el inicio de la película con quien lo ignora todo de sí y de los suyos, y vamos progresando en el conocimiento de su vida con verdadera ansiedad por descubrir el secreto, el trauma que ha provocado esa amnesia temporal. El reparto del póker femenino es realmente un póker de ases, porque todas ellas, las cuatro, cada una en su estilo, y en especial Suzanne Pleshette y Jean Simmons, consiguen interpretaciones que rayan a enorme altura. De Pleshette criticamos no hace mucho en esta Ojo Cosmológico una película notable y olvidada, Vida sin freno, de Walter Grauman, en que bordaba el papel de una ninfómana, y en esta confirma sus muy valiosas dotes como actriz, acaso merecedora de un reconocimiento crítico que aún no ha recibido. Jean Simmons, por su parte, la excepcional sargento Sarah Brown de Ellos y Ellas, de Mankiewicz, hace un papel desgarrado de una mujer adicta al alcohol, al juego y a la disipación que consigue momentos de singular intensidad cuando, en la partida de dados se van alternando las tiradas del azar con el proceso de rememoración del protagonista, un crescendo dramático que nos lleva directamente al desenlace, que les ahorro a los lectores de esta crítica, porque me parece de todo punto necesario que vean la película cuanto antes. No me voy sin mencionar, porque es de justicia, el papelón de Angela Lansbury, cuya brevedad no le resta mérito alguno. Son breves secuencias que su presencia encumbra hasta cimas del mejor cine usamericano de los años cincuenta, pero hecho casi en los 70, pues la película es de 1966, años en los que la estética y la puesta en escena de Una mujer sin rostro remiten a más de una década antes, y de ahí el aire clásico de gran cine que Mann supo plasmar con evidente genialidad.