Título original: Ningen no
joken I
Año: 1959
Duración: 208 min.
País: Japón
Dirección: Masaki Kobayashi
Guion: Masaki Kobayashi,
Zenzo Matsuyama. Novela: Jumpei Gomikawa
Música: Chuji Kinoshita
Fotografía: Yoshio Miyajima
(B&W)
Reparto: Tatsuya Nakadai; Michiyo Aratama; Ineko Arima; Chikage
Awashima; Keiji Sada;
Sô Yamamura; Akira Ishihama; Koji Nambara; Seiji Miyaguchi;
Toru Abe; Masao Mishima; Eitarô Ozawa.
Título original: Ningen no
joken II
Año: 1959
Duración: 181 min.
País: Japón
Dirección: Masaki Kobayashi
Guion: Masaki Kobayashi,
Zenzo Matsuyama. Novela: Jumpei Gomikawa
Música: Chuji Kinoshita
Fotografía: Yoshio Miyajima
(B&W)
Reparto: Tatsuya Nakadai; Michiyo
Aratama; Kei Sato; Minoru Chiaki; Keiji
Sada; Kaneko Iwasaki; Kokinji Katsura; Michio Minami; Taketoshi Naitô; Kenjirô
Uemura; Mayumi Kurata; Hideo Kidokoro; Yoshiaki Aoki; Rô Ose; Tamotsu
Tamura; Ryôji Itô; Sen Hará;
Sen Yano; Tôru Takeuchi; Mareo Abe; Akio Miyabe; Takashi
Ebata;
Título original: Ningen no
joken III
Año: 1961
Duración: 190 min.
País: Japón
Dirección: Masaki Kobayashi
Guion: Masaki Kobayashi,
Zenzo Matsuyama, Koichi Inagaki. Novela: Jumpei Gomikawa
Música: Chuji Kinoshita
Fotografía: Yoshio Miyajima
(B&W)
Reparto:
¡Una revelación
sobrecogedora! Imposible dejar de ver esta película hipnótica de casi diez
horas… Una cima absoluta de la Historia del Cine.
¿Qué es un hombre rebelde? Un hombre que dice
no. Pero negar no es renunciar: es también un hombre que dice sí desde su
primer movimiento. (...) El rebelde (es decir, el que se vuelve o revuelve
contra algo) da media vuelta. Marchaba bajo el látigo del amo y he aquí que le
hace frente. Opone lo que es preferible a lo que no lo es.
(Albert
Camus)
«No haber visto el cine de [Satjayit] Ray es como estar en el
mundo sin haber visto el sol o la luna», dijo Kurosawa, ¡nada menos que él!, de
la Trilogía de Apu, de Ray, una de las películas más emocionantes
que he visto en mi vida, junto con un puñado de ellas entre las que destaca Ordet,
de Dreyer, Sunrise de Murnau, Ikiru, del propio Kurosawa, y
algunas otras que están en la memoria de cualquier devoto aficionado al Séptimo
Arte. Mi buen amigo, el poeta Manolo Marcos, Tácticas de payaso, pongamos
por caso, entre otras joyas, siempre me insiste: «¿Pero de verdad que aun no
has visto nada de Kobayashi, Juan? ¡No me lo puedo creer!» Y yo, que no suelo
ir a «buscar» nada, sino que aguardo a que Azar me lo brinde, he tenido la
oportunidad, ¡finalmente!, de «desembocar» mi pasión cinematográfica en el hondo
y agitado piélago del cine de Kobayashi.
Aún estoy sobrecogido
y maravillado por la genialidad que acabo de ver, no diré de un tirón, porque
la vida cotidiana tiene muchas exigencias, pero sí en tres días consecutivos.
No se trata de una serie, obviamente, sino de una película que mantiene la
línea cronológica, la unidad argumental
y los personajes a lo largo de una historia dramática que se inicia con la
renuncia de un pacifista y socialista a
luchar con el ejército japonés en la invasión de Manchuria y que lo llevará no
solo a trabajar para el ejército en una mina donde se explota miserablemente a
los trabajadores/prisioneros chinos, sino a ser llamado a filas como represalia
militar, a las que se incorpora contra su voluntad, para acabar, finalmente,
participando en actos de combate y luchando, a veces despiadadamente por la
propia supervivencia.
La historia de Kaji, un pacifista que es trasunto del propio
Kobayashi, quien participó en la invasión japonesa de Manchuria hacia el final
de la Segunda Guerra Mundial, enfrentado a una mentalidad militar cuya
descripción en la película nos remite inmediatamente a la mentalidad nazi, y no
hemos de olvidar que Alemania y Japón fueron aliados en esa guerra, se
convierte en una suerte de historia-río que va a llevarnos de emoción en emoción
y de lucidez en lucidez hasta el final casi metafísico que corona la singular
aventura humana de un hombre de bien enfrentado a la más perversa manifestación
del «mal».
Mientras veía la película no dejaba de pensar en que Kaji era
una especie de alter ego de Bernard Rieux, el médico que, arriesgando su
vida, lucha contra la peste que asuela Orán. La guerra es compañera de cabalgada
de los otro tres jinetes del apocalipsis, y, a todos los efectos, tan
devastadora como la mismísima peste que diezmó la población europea desde 1346. Veía la lucha épica y humanista del
socialista Kaji en defensa de los explotados mineros chinos en Manchuria, a
quienes quiere aliviarles la pesada carga de trabajo mediante la mejora de sus
condiciones: mejor alimentación, prohibición de malos tratos, mejor
alojamiento, lo que supondría un incremento de la producción, necesaria en
tiempos de guerra, y no se apartaba de mi mente la filosofía de Abert Camus,
especialmente la recogida en su concepto de «hombre rebelde». Kaji es, en
efecto, el arquetipo de ese hombre rebelde descrito por Camus. Un civil en una
explotación minera gobernada por militares a cuya mentalidad despótica ha de
hacer frente, y siempre con el norte de considerar a los prisioneros seres
humanos, con quienes pretende llegar a acuerdos razonables desde el respeto, no
desde la imposición. Todo parece conjurarse contra él, sin embargo, y de ahí las
mil y una penalidades que ha de sufrir, no solo por los condicionamientos
externos, sino por sus propias contradicciones que lo tienen siempre en un
estado próximo a la angustia, dada su impotencia frente al engrasado mecanismo
de una institución como la del ejército japonés, verdadera destinataria de su
odio, porque es ella, con sus severos códigos de obediencia debida e
irracionalidad jerárquica, la que deshumaniza por completo a sus miembros y
facilita sus comportamientos salvajes, inhumanos, amorales y despiadados. Tras
haber sido eximido de ir al frente, Kaji accede a casarse con su novia, Michiko,
y se van juntos a Manchuria. La compañía de su mujer, para un hombre tan
introvertido y crítico con lo que lo rodea, no supone ningún alivio para el
protagonista, sino todo lo contrario, como se advierte cuando ella se va unos
días para disfrutar de un permiso del que Kaji no puede gozar porque se han escapado algunos prisioneros y
ha de hacer frente a su responsabilidad. El hiperrealismo casi documentalista con
que Kobayashi nos narra la historia va a combinar la visión sociológica del fenómeno
bélico, con una escalofriante crudeza, y la introspección psicológica en una
personalidad atormentada que arrastrará a lo largo de las tres entregas de la
historia las consecuencias de esa rebeldía a la que planta cara para que se la
rompan una y otra vez.
La puesta en escena de la película, rodada en formato equivalente
al cinemascope, usa los espacios desérticos donde está ubicada la mina para «encuadrar»
la condena de los prisioneras mediante la indiferencia del paisaje, como cuando
enfoca la larga hilera de los mismo dirigiéndose hacia la boca elevada de la
mina o cuando regresan de ella. Recordemos que los dos esposos llegan a la explotación
viajando en la parte trasera de un camión, entre arrumacos de recién casados,
envueltos en el polvo del camino, cuya «luna de miel» va a chocar con la
humillante realidad que muy pronto conocerá quien, aun ocupando un puesto de
dirección en la explotación, es considerado como un intruso por el estamento
militar, algunos de cuyos miembros se dedican a aprovecharse de los recursos escasos
de que disponen para lucrarse, y para quienes los prisioneros chinos ni
siquiera son seres humanos, sino fuerza de trabajo de «usar y tirar» a la que
hay que maltratar para arrancarles la mayor productividad posible.
En esta primera entrega hay un momento especialmente doloroso
que es el envío «generoso» de 600 prisioneros para dedicarlos a mejorar la
producción de la mina. La escena en que los militarotes japoneses abren las
puertas de los vagones para entregar a las autoridades de la mina a los futuros
trabajadores nos retrotrae inmediatamente a los vagones llenos de prisioneros
de los nazis enviados a los campos de concentración. Amontonados como cosas,
desfallecidos, muertos de sed y de hambre, y con algunos cadáveres en el interior delos vagones, los presos van
cayendo por el talud del tendido férreo en una escena en la que los guardianes
de la mina, Kaji entre ellos, han de impedir a latigazos que los prisioneros se
lancen a los sacos de arroz cuya ingesta, en sus condiciones, podría incluso
matarlos. No es la única escena aterradora que aparece en la película, y en las
dos entregas siguientes se acentuará el terrible documento que Kobayashi ha
filmado para vergüenza última de todos los nacionalismos supremacistas como el
nazi, el fascismo y el imperio japonés, al que, en la última entrega, sumará el
comunismo, a pesar del credo socialista del protagonista que lo ayuda
permanentemente a seguir creyendo que la esperanza es posible y que el
socialismo redimirá a la humanidad de su bestialidad sanguinaria.
El conflicto entre Kaji
y los militares japoneses, tenso hasta la amenaza de una agresión que se ve
inminente e inevitable, se reproduce a otra escala entre Kaji y los
prisioneros, con quienes es capaz de sentarse a una mesa para negociar que no
van a protagonizar más intentos de fuga. En las negociaciones entra, y eso me
ha recordado mucho a Pantaleón y las visitadoras, de Mario Vargas Llosa,
el acceso de los prisioneros, que viven en un espacio rodeado por alambrada
electrificada, a las geishas de la localidad, lo que da pie, como contrapunto
de la terrible historia a una historia de amor entre un prisionero y una de
ellas que discurre de forma paralela a la propia del protagonista con su mujer,
Michiko. La condición humana de un prisionero no respondería a nuestra especie
si no tuviera en mente como una obsesión la idea de escaparse, y ahí es donde
la labor mediadora de Kaji sufre un descalabro casi total y conduce a su relevo
y al «castigo» militar, ¡su desquite!, de reclutarlo como soldado para ir al
frente, aunque este siga estando en Manchuria, pero a ese campamento ya no
podrá acompañarlo su mujer, quien arranca de él el compromiso de que ha de
preservarse con vida para volver junto a ella.
La segunda parte de la trilogía nos muestra a Kaji en un
barracón militar, ocupado en ser adiestrado para ser útil para el combate. Si
la vida militar había sido descrita en la primera entrega como la
despersonalización del individuo, de todo lo que lo hace humano, en esta
segunda entrega el dominio de esa institución sobre la vida de los reclutas,
con una severidad y una arbitrariedad fuera de toda medida, será el eje
narrativo que seguiremos a lo largo de esas tres horas. Si alguna referencia
emerge de esta parte no es anterior a esta película de Kobayashi, sino
posterior, porque La chaqueta metálica, de Stanley Kubrick, bien puede
decirse, sin exageración ninguna, que es un calco, no me atrevo a decir que «deliberado»,
de esta película de Kobayashi, pero sí evidente. Dicho de otro modo, es posible
que el autor de la novela en la que se basa la película de Kubrick, Gus
Hasford, que fue combatiente en Viet-Nam hubiera conocido la obra en seis volúmenes
de Junpei Gomikawa, de igual título que la película de Kobayashi, una historia
en parte biográfica. [Recordemos, a título anecdótico, que Hasford fue
condenado a pena de cárcel por haber reunido una biblioteca de 10.000 volúmenes
con obras sacadas de bibliotecas que no devolvía…] Sea como fuere, la columna
vertebral de la película de Kubrick está, enterita, en la segunda entrega de La
condición humana. Y antes que la película de Kubrick, a este crítico le
viene a la memoria una impactante película de Marco Bellochio, Marcha
triunfal, quizás hoy muy olvidada, donde la brutalidad y los malos tratos
en el ejército coincidieron, en España, con una ola de objeción de conciencia
al servicio militar y las terribles noticias de no pocos suicidios en ese
periodo de conscripción obligatoria. Que yo mismo estuviera pendiente de
hacerlo, tras las prórrogas por estudio no es factor ajeno a la
impresionabilidad con que contemplé la proyección de esa película, seguro.
Las relaciones de poder, las vejaciones, la integridad, la
conciencia de estar «secuestrado» por un ejército dispuesto a humillarte hasta
la pérdida total de la dignidad forma parte de las relaciones humanas que vemos
en esta preparación de Kaji, todo ello en el ambiente claustrofóbico de un
barracón que en nada se distingue del de un campo de concentración con reglas
draconianas. Cuando un oficial advierte que en el cubo del agua flota una colilla
de cigarro, da un escarmiento de bofetadas y puñetazos a las soldados que constituirá
un motivo recurrente de esta entrega. Lo sorprendente, incluso en el caso del
propio Kaji, es cómo, después de recibir una trompada que lo desestabiliza
hasta casi caer, se cuadra de nuevo en posición de firmes y total sumisión a
los mandos: la disciplina castrense sobre la que se construye un imperialismo
fanático que se revela, finalmente, suicida. Pensemos que entre los soldados se
va extendiendo la noticia de que la guerra, propiamente, ya ha acabado, que
ellos están a merced de unos mandos enloquecidos y dispuestos a inmolarse e
inmolarlos en nombre de un imperio vencido, lo que dispara, automáticamente, el
instinto de supervivencia en muchos de ellos, dado que las últimas fuerzas
movilizadas incluyen gente mayor y gente joven en cuyos planes no entraba ni de
lejos verse donde están, expuestos a esos delirios nacionalistas de sus mandos.
A ese respecto, es emotiva y terrible la historia de un soldado incapaz,
físicamente, de ajustarse al patrón establecido por los mandos, de donde se
deriva una inquina de sus propios compañeros que sufren castigos o privaciones
por su causa. La escena de la humillación por parte de los mandos del barracón,
que conduce al suicidio del hombre, son de un dramatismo extremo. Y Kaji añadirá
a su conciencia torturada el hecho de no haber salido en su defensa y de haber
impedido el fatal desenlace, como reconoce ante su mujer, quien, mal avenida
con la madre de él, le hacía la vida imposible.
Como se advierte, el retrato de la institución se alterna
eficazmente con el del individuo, de modo que ciertos personajes adquieren un
relieve en todo equiparable al del protagonista. Y son historias que dejan una
huella tremenda en el espectador. Del
mismo modo que los prisioneros chinos de la mina no pensaban sino en huir,
algunos soldados, como un compañero de ideología, no piensan sino en huir y
atravesar la frontera de Manchuria para unirse al ejército chino, aunque la reflexión
de Kaji sobre lo difícil que sería ser aceptado por los enemigos prevalece sobre
ese afán de huida. Un interludio sentimental es el único respiro que tenemos en
esta segunda parte: la visita que Michiko le hace a su marido y la noche de que
pueden disfrutar juntos. Piénsese que ese privilegio forma parte de la
estrategia de un mando de carrera para ascender a Kaji y ponerlo al frente del
nuevo barracón de reclutados que han de acelerar su formación militar con
vistas a los inminentes combates. Kaji, por otro lado, ha acreditado ser un
tirador de primera y un hombre de sólidos principios y férrea disciplina, lo
que algún mando no tan bárbaro es capaz de apreciar frente a los zotes
suboficiales con quienes han de lidiar diariamente. Además, cuando ya el
Imperio se ha desmoronado, al enemigo chino van a añadir los soldados japoneses
la invasión de los soldados soviéticos, cuyos tanques suponen una superioridad
excesiva para los casi indefensos reclutas que no disponen sino de balas y
algunas granadas.
Al parecer el autor de la novela estuvo en la batalla que
recoge Kobayashi, cuando, tras haber cavado unas trincheras que se revelan
absurdas para detener a los tanques T-34 rusos. Un combate desigual del que de
casi doscientos hombres solo salieron con vida cuatro o cinco, y en la que el
protagonista, ¡con lo que ello supone para un pacifista radical como Kaji!, se
ve obligado a matar a un soldado que se ha vuelto loco y está a punto de
delatar su presencia a los tanques del enemigo.
Tras el desolador final de la segunda
parte, la tercera nos muestra un camino de supervivencia , una autentica road
movie a través de Manchuria con el objetivo de dirigirse hacia el sur, hacia
Corea, de modo que puedan acabar regresando a Japón. En ese recorrido se van a
ir sucediendo diferentes episodios, todos ellos muy dramáticos, con un curioso
cambio de escenario, del desértico contra los rusos, a unos densos bosques casi
tropicales que atraviesan con unos ciudadanos que se unen a ellos, como si la
presencia del pelotón militar fuera alguna seguridad, cuando todos ellos están
expuestos al hambre, a la enfermedad y a la muerte, adversidades que van
sorteando con la determinación febril de no ser atrapados por un conflicto que
ha perdido todo su sentido, si es que alguna vez lo tuvo. En el caso de Kaji,
la fuerza interior que lo impulsa es el deseo sobre todas las cosas de reunirse
de nuevo con Michiko, lo que acerca el último tramo de la historia a una historia
de amour fou, según se desprende de los monólogos evocadores de
su esposa que el protagonista se va repitiendo cada vez que esas adversidades
los acechan, y no son pocas, ciertamente. Al final, tras esa odisea penosa, el
pelotón, al que se han sumado otros soldados que pertenecían a un destacamento
dirigido por un oficial dispuesto a morir y a ejecutar a quienes deserten, es
hecho prisionero en una pequeña hacienda donde se refugian prostituta y son
conducidos a un campo de prisioneros y sometidos a trabajos forzados. Es decir,
la historia vuelve al principio, pero ahora es el protagonista quien está en la
piel de los prisioneros chinos que trabajaban para los japoneses. Entonces se
da cuenta de que la poca esperanza que aún le queda en la humanidad de los
comunistas soviéticos desaparece, ante el comportamiento de estos para con los
prisioneros. Y sí, también, como aquellos chinos del comienzo, Kaji no piensa
en otra cosa que en escapar para reunirse con su mujer, haciendo honor a la
promesa que le hizo. Pero ese final estremecedor conviene que o vea el
espectador, recogido, en silencio, impresionado, como a mí me ha sucedido, por
la dimensión casi metafísica de un final que no deja incólume el lagrimal.
Es curioso cómo Kobayashi sabe ajustar
en cada momento la selección de planos, y como el juego entre los planos panorámicos
y los primeros y aun primerísimos planos es capaz de involucrar al espectador de
un modo tan empático en la tormentosa vida de Kaji. La condición humana no es
una película que se «ve», sino una película que se «vive» y, de hecho, no puede
hablarse de ella como de una obra de arte estética, con unos barridos de cámara
de derecha a izquierda en los vastos paisajes naturales, por ejemplo, o la fría
serenidad de un encuadre fijo en el que los protagonistas sufren los malos
tratos, o los picados y contrapicados que determinan las miserias de los
personajes o sus dementes delirios de potestad. A todo ello presta atención
quien desdobla la mirada entre el ojo de la cámara y los propios con que se
sigue la tortuosa peripecia existencial de un hombre rebelde atrapado por una
estructura institucional que nos es descrita como la encarnación del mal sin
atenuantes. ¡Y lo que le cuesta al personaje liberarse de esa coerción para
anteponer su destino a la fantasía delirante de unos mandos que, casi ya en
plena desbandada, se consideran un ejército «imbatible»! Ninguna grandeza hay
en esos samuráis de opereta, como tampoco la hay en los señores feudales de su
excepcional película Harakiri.
Aunque La condición humana es
una obra coral, que involucra, además, un gran número de extras y papeles
secundarios de decisiva importancia en la trama, la interpretación que hace de Kaji
Tatsuya Nakadai ha de quedar en los anales del cine como quedó la jamás suficientemente
alabada de Maria Falconetti en La pasión de Juana de Arco, de Dreyer:
hitos inmortales. Si a este papel le sumamos sus intervenciones en películas
tan deslumbrantes como Yojimbo, Kagemusha o Ran, las tres
de Akira Kurosawa, sacaremos en claro que quienes se sienten a disfrutar y
padecer La condición humana tendrán el privilegio de ver la actuación de
uno de los mejores intérpretes de la Historia del cine. Es cierto, con todo,
que la excepcional banda sonora contribuye lo suyo a crear el clima moral de la
película y a subrayar las intensas emociones que nos asaltan a cada momento de
una historia planteada como una carrera de obstáculos de un hombre bueno contra
un sistema ominoso. Descubrir el horror a cada paso exige un temple moral que Kagi
exhibe de modo natural, sin énfasis ninguno, hasta que la suma de los horrores
puede con él y lo sumerge en la vorágine del descreimiento, de la culpa y del
autodesprecio. De esa ciénaga hedionda solo puede rescatarlo Michiko, por eso,
al final, se escapa del campo de prisioneros soviético y se lanza al
reencuentro con ella. Recordemos que en la segunda parte, cuando intenta
detener al compañero comunista que se escapa del regimiento, cae en unas arenas
movedizas donde cae el suboficial que le hace la vida imposible, y duda lo
justo para decidir que su obligación moral es salvarlo, si puede, de esa muerte
tan espantosa.
No he hecho mucho hincapié en ello,
pero la valentía de Kobayasi para rodar esta película y hacer el retrato que él
hace del ejército imperial no está al alcance de todos los cineastas. Su sólido
compromiso con el pacifismo radical convierte esta denuncia del totalitarismo
del ejército en un auténtico documento que debiera ser visto por todas las
generaciones, para comprender que el noble arte de la guerra o de la defensa —pensemos
en Ucrania, por ejemplo— es incompatible con la degradación humillante de los
soldados propios y aun de los ajenos, aunque no ignoremos que si la primera
víctima de la guerra es la verdad, no diferente suerte ha de correr la carne de
cañón de que estas se alimentan. En la información consultada he descubierto la
referencia a que cada año se programa en
Japón un maratón cinematográfico para ver de un tirón la película, y que Tatsuya
Nakadai, Kagi, ha acudido a algunas de esas proyecciones.
No sé si, perdido en la sinopsis de la trilogía,
ha quedado clara la pasión desenfrenada con que he visto este testimonio
cinematográfico de la barbarie militar japonesa y de la heroica resistencia de
un alma nobilísima con altísimos imperativos éticos, pero puedo asegurar que la
he vivido con total compunción y he seguido sus largas horas de proyección con
el sereno recogimiento impotente de quien ha de asistir al triunfo no duradero
de la barbarie con total abatimiento y desolación. La guerra no es solo la acción
militar, sino el hambre, el desprecio de cualquier vida, el frío, el miedo a
todo lo que nos rodea, la pérdida dramática de la esperanza, la ocasión,
también, de descubrir el verdadero rostro de las personas y la nobleza de las acciones
solidarias para con nuestros semejantes. De todo ello hay ejemplos recurrentes
en La condición humana, que, con legítimo derecho, puede considerarse,
más allá de una imperecedera obra de arte cinematográfica, como un brillante
ensayo de antropología social de alcance universal, aunque nos acerque, muy
esclarecedoramente, a la esencia del pueblo japonés anterior a su derrota en la
Segunda Guerra Mundial.
[Como la he visto en YouTube, con sus
más y sus menos en cuanto a la calidad de la copia, la compraré en DVD y la
volveré a ver, acompañado…]