lunes, 27 de junio de 2022

«Magic Mountains», de Urszula Antoniak o el desamor.

 

El esplendor armónico de la naturaleza frente a la humanidad confusa y desequilibrada.

 

Título original: Magic Mountains

Año: 2020

Duración: 81 min.

País: Países Bajos (Holanda) Países Bajos (Holanda)

Dirección: Urszula Antoniak

Guion: Urszula Antoniak

Música: Ethan Rose

Fotografía: Lennert Hillege

Reparto: Marcin Dorocinski, Hannah Hoekstra, Thomas Ryckewaert.

 

         Vi no hace mucho Más allá de las palabras, de esta misma directora, una película extraordinaria desde el punto de vista estético, con  un blanco y negro del estilo del que ha puesto de moda Cold War, de Pawel Pawlikowski, y con una temática, la asimilación de un emigrante polaco en Alemania que se ve alterada hasta lo impensable con la aparición del bohemio padre del protagonista que representa justo aquello de lo que este quiere huir; pero, a medida que progresa la historia, se va desdibujando el conflicto y con ello el alcance del drama personal, hasta que, en cierto modo, acaba naufragando en algunas anécdotas de las que la película ya no remonta, aunque las interpretaciones son excepcionales y, como ya he dicho, la estética muy convincente. No hice la crítica por culpa de ese naufragio argumental, pero, en comparación con la actual, no hay duda de que es una película que se puede ver con suficiente interés.

         Guiado, pues, por el precedente, y por un tráiler muy efectista, todo hay que decirlo, quise ver Magic Mountains, llevado, sobre todo, de mi amor a las montañas y a la naturaleza, además de a las complicaciones amorosas que tanto nos hacen vivir como morir. El planteamiento de esta película tiene la virtud de desvelar todas sus cartas desde el mismísimo comienzo, y lo que sorprende es que la protagonista se deje arrastrar al juego macabro del escritor que ha cimentado en sus novelas sobre ella su fama y que ha clausurado un ciclo para el que no tiene continuación ni novelística ni personal, porque ella ya no está enamorada de él. La trama gira, pues, acerca de la propuesta que él le hace a ella para despedirse de su relación escalando en los Montes Tatras, de los Cárpatos, una afición que compartieron cuando eran pareja. No tengo ningún reparo en aguarles la trama a quienes quieran verla, porque desde el comienzo de la película, ya digo, es archiprevisible que todo acabe como acaba, excepción hecha de que algunos, como yo mismo, sean de la raza del optimismo antropológico —cuya rama más boba la encarno Rodríguez Zapatero, todo ha de decirse…— y deseen en lo más íntimo que haya un final feliz, algo que, como en La tormenta perfecta, de Wolfgang Petersen, no solo no ocurre, sino que le deja a uno, el zoom inverso de la cámara abriéndose a la inmensidad del océano, el peor cuerpo y alma posibles.

         Recién llegado que estoy de un breve viaje al Parque Nacional de Aigüestortes, donde he hecho una modesta escalada y un recorrido por los siete lagos del circo lacustre más importante de los Pirineos, excuso decir que esta película tiene todos los ingredientes naturales para servir de gozo constante a cuantos no pueden vivir sin estar en contacto con las cumbres. Solventada la extraña relación de la pareja, la planificación psicópata del escritor para poner punto final a su único amor y su única obra literaria, se centra en ese viaje a una cima desde la que solo podrán salir por vía aérea, cuando el helicóptero que han contratado para un día y una hora, los recoja, en el bien entendido de que si no estuvieran, no los esperarían. Hay un guía polaco al que han contratado para que los lleve hasta las paredes que la pareja ha de escalar. Los planes transparentes del novelista, sin embargo, van a tropezar con algunos inconvenientes de los que no diré nada, porque, al fin y al cabo, la película pretende ser un thriller «alpino», llamémoslo así en honor a las cimas más emblemáticas de Europa, y conviene que los espectadores vayan «reconociendo» las intuiciones que sembraron al comienzo de la película.

         A pesar de que hay muchas secuencias nocturnas o en una penumbra tan densa que apenas puede verse nada, cuando reconocemos los paisajes por donde transitan los personajes y nos acercamos a las cumbres que han de escalar, más se sobrecoge nuestro ánimo. Da igual que sea el bosque frondoso como los peñascos áridos de las cimas: no hay plano de la naturaleza que no merezca nuestro rendido asombro por su belleza, el tramo de la cueva incluido. Es cierto que el punto de vista dominante es el de la joven que se ha dejado arrastrar a una ceremonia ritual cuyo resultado puede ser mortal no solo para ella, sino para el trío que la pareja forma con el guía polaco, porque este se convierte en algo así como el «vigilante» de los movimientos del inquietante personaje que es el novelista.

         La película no pierde el tono intimista en ningún momento. Desde esta perspectiva es desde la que se habla de la cinta como de una historia minimalista, porque la densa historia, de la que los espectadores apenas saben nada, la verdad sea dicha, se ciñe a la pareja y solo tangencialmente al guía. Alternativas hay pocas, y sí un desarrollo bastante lineal, considero desde el punto de vista del novelista, que no engaña en ningún momento: está resentido porque ella ha dejado de amarlo y alberga una sed de venganza que se cumplirá en una travesía a la que ella accede incomprensiblemente. ¿Qué puede motivar a la mujer a aceptarla? ¿Por qué se deja embaucar por alguien cuyas motivaciones son tan transparentes? ¿Hasta qué punto no hay un inverosímil alarde de prepotencia feminista? Estas son algunas de las cuestiones que no abandonan nunca al espectador de un guion que, para mal de todos los intérpretes, se cumple escrupulosamente. Dejo sin revelar, no obstante, el modo exacto como ello se cumple, porque, aun conociéndolo desde el principio, impresiona igualmente y constituye una de las mejores bazas de la película.

         Ya lo saben, pues, los aficionados al senderismo y a la escalada. Siéntense cómodamente para ver la crónica de algunas muertes anunciadas. Y disfruten de un paisaje bellísimo, fotografiado con una sensibilidad muy particular por Lennert Hillege, el mismo director de fotografía, por cierto, de Más allá de las palabras.

martes, 21 de junio de 2022

«Un corazón en invierno», de Claude Sautet, la sensibilidad, la delicadeza.

 

Una historia de amor como pocas; un enamorado singular e indescifrable, incluso para sí mismo.

Título original: Un coeur en hiver

Año: 1992

Duración: 100 min.

País: Francia

Dirección: Claude Sautet

Guion: Claude Sautet, Jacques Fieschi, Jérôme Tonnerre

Música: Maurice Ravel

Fotografía: Yves Angelo

Reparto: Daniel Auteuil, Emmanuelle Béart, André Dussollier, Myriam Boyer, Elizabeth Bourgine, Brigitte Catillon, Stanislas Carré de Malberg, Jean-Claude Bouillaud, Dominique de Williencourt, Jeffrey Grice, Luben Yordanoff, Nanou Garcia, Francois Domange.

 

         En este Ojo hay cuatro críticas de películas de Sautet y, como es de obligado cumplimiento proverbial, no solo era imposible que hubiera una quinta «mala», sino que Una historia de amor, sin desmerecer las otras, me ha parecido sencillamente magistral, una película de una densidad emocional compleja muy difícil de llevar a las pantallas, por más que se inspire, ¡o quizá debido a ello!, en el relato de Lérmontov La princesa Meri, un capítulo sustancial de una obra fundamental del Romanticismo ruso: Un héroe de nuestro tiempo.

         La traslación de los fundamentos de la historia a nuestro elástico presente, la película es de 1992, pasa por la invención singular y feliz de un trío amoroso en el que irrumpirá la pasión como, dado el ambiente musical en que se desarrolla la acción, una profunda nota discordante capaz de arruinar una armonía que no resiste el choque con ella.  Maxime y Stephan colaboran como empresario y artesano en un taller de lutieres especializado en violines, al que acuden los grandes intérpretes para que les «afinen» el rendimiento de los mismos o les solventen las súbitas taras que enturbian lo que, para los intérpretes han de ser límpidos sonidos. El artesano por excelencia, Stéphane, es un hombre que no necesita de la conversación para entenderse con su jefe y él mismo tampoco parece necesitar usar las palabras más allá de las fórmulas de cortesía que le permiten sobrevivir en sociedad, por más que su silencio y su aparente distancia emocional de todo no logran preservarlo de la sacudida emocional que significa en su vida el súbito e incomprensible interés que la amante de su jefe, una reputada joven intérprete que va a grabar el Trío de Ravel, comienza a sentir por él, después de haberlo tratado, al conocerlo, con cierta displicencia, por más que Maxime insista en su condición de especialista eminente en el instrumento. Nada de «envoltorio» de alta cultura tiene la presencia del Trío de Ravel, porque la música no es una «circunstancia» del relato, sino una protagonista muy especial. Para Stéphane es «un sueño», algo más allá de la vida de la vigilia; pero, como le reconocerá a su enamorada, ella es, para él, otro «sueño» con el que le está vedado, por razones y sinrazones, entrar en contacto en la realidad que comparten.

         Estamos ante una película ultraintimista, centrada en procesos psicológicos y emocionales que progresan casi imperceptiblemente y llena de miradas y de silencios que nos permiten elaborar mil y una hipótesis, pero no tener un conocimiento mínimamente fundado de por qué Stéphane es como es, actúa como actúa o está tallado como Rodin extraería de un bloque de mármol «La Indiferencia», o algo parecido, porque la anhedonia de Stéphane, para un espectador corriente y moliente, como somos la mayoría, roza no ya lo inverosímil, sino la maravilloso, porque resulta que quien comienza a sentir algo muy profundo por él es nada menos que una violinista célebre encarnada por Emmanuelle Béart, ¡y ahí sí que todas las hipótesis trastabillan y se enredan como las raíces de un limonero en una maceta!

         Está claro que su amigo y socio le ha ocultado la aventura amorosa con la violinista, y más lo sorprende cuando este decide separarse de su mujer e irse a vivir con ella, quien hasta ese momento comparte su morada con su agente, a la que tampoco le gusta nada esa aventura que la desplaza en el interés y el afecto de la violinista. En una cena de amigos en la que el diálogo discurre por la sentida queja de uno de los presentes sobre la falta de criterio sobre lo que es verdadero «arte» frente a realizaciones contemporáneas que parecen chocar con la tradición cultísima como una reivindicación de la falta de exigencia y dominio técnico, la violinista reprocha al lutier el carácter altivo de su silencio, como si fuera su arma favorita para «pasar por» inteligente frente a quienes se arriesgan a manifestarse y perder esa oportunidad. Que no tenga nada que decir de interés no es un argumento que haga mella en la contrariada violinista, quien, desde ese momento, va a dejar llevarse por la inverosímil atracción que experimenta por un ser absolutamente misterioso, aunque Stéphane, en el progreso de ese movimiento amatorio, confirme una y otra vez que él no «esconde» nada, que su naturaleza es la que muestra, sin recoveco ni trampa ni secreto.

         No quisiera explicar demasiado de la trama, porque seguir los meandros de la relación de Stéphane y de Camille, con una interpretación sobresaliente de Béart, quien muestra una versatilidad extraordinaria para convencernos de cómo la ha transformado encontrarse con quien de ningún modo quiere ceder a su solicitud afectiva, dejándola en el más lamentable de los estados; de ahí que prefiera transcribir unas palabras del relato de Lérmontov en el que  la princesa Mery,  de quien es trasunto Camille, nos acerca a la comprensión de un personaje tan relativamente singular como el de Stéphane, porque en mi modesta vida me ha sido dado conocer dos casos al menos de complejas personalidades como la suya: Nos separamos para siempre. Sin embargo, puedes estar seguro de que jamás amaré a otro: mi alma ha consumido en ti todos sus tesoros, sus lágrimas y esperanzas. Una mujer que te haya querido alguna vez, no puede mirar sin cierto desprecio a los demás hombres, no porque tú seas mejor que ellos, ¡oh, no! Pero tu ser posee algo peculiar, tuyo, solo tuyo, algo altivo y misterioso; en tu voz, digas lo que digas, hay un poder invencible; nadie sabe con tanta perseverancia desear ser amado; en nadie es tan atrayente el mal; ninguna mirada promete tanto placer; nadie sabe aprovechar mejor sus dotes, y nadie puede ser tan verdaderamente desdichado como tú, porque nadie trata tanto de convencerse de lo contrario.

         Esta película de Sautet me ha hecho reflexionar sobre cómo ciertas películas tan aparentemente sencillas como Un corazón en invierno y tan llenas de emoción son tan infrecuentes en nuestro cine español, por ejemplo. Supongo que ahí entra lo que reconocemos como una tradición cultural en la que incluso lo ordinario pero excepcional se vive con una naturalidad que se echa mucho de menos en nuestro cine. La realización de Sautet, con la mayoría de secuencias en interiores, permite una elaboración de la puesta en escena y una iluminación de los planos que, junto a la banda  sonora incomparable de Ravel, crea una atmósfera que ni siquiera en otras circunstancias, como los exteriores de sus visitas a la única persona a quien Stéphane creía que amaba, un amigo más cercano a la muerte que a la vida, se interrumpe. Sautet le «arranca» unos planos de tan extraordinaria belleza y emoción a Béart que bien agradecida puede estar la actriz de haber sido escogida para rodarla, porque no recuerdo haberla visto nunca tan magnificente como en este doloroso melodrama.

         Existe en el cine un subcapítulo del cine romántico titulado «los amores imposibles», y Un corazón en invierno, de metáfora tan obvia como poética, es, acaso, una de sus cimas, junto a Carta de una desconocida, de Max Ophüls, pero imagino que  cada aficionado tendrá su propia lista, aunque mucho me temo que para las últimas generaciones ese subcapítulo lo encabece la ñoña Titanic…


lunes, 20 de junio de 2022

Borgen: reino, poder y gloria. La vigencia de la mejor serie política.

Radiografía de un proceso de autodestrucción política (y humana…) para agarrarse al cargo. ¿Les suena…? 

Título original: Borgen - Riget, magten og æren

Año: 2022

Duración: 60 min.

País:  Dinamarca

Dirección: Adam Price (Creador), Per Fly, Louise Friedberg, Jesper W. Nielsen, Mikkel Nørgaard, Annette K. Olesen, Mogens Hagedorn, Rumle Hammerich, etc.

Guion: Adam Price, Jeppe Gjervig Gram, Tobias Lindholm, Maja Jul Larsen, ver 5 más

Música: Halfdan E, August Fenger

Fotografía: Eric Kress, Magnus Nordenhof Jønck, Lars Vestergaard, Jorgen Johansson, etc.

Reparto: Birgitte Hjort Sørensen, Sidse Babett Knudsen, Lars Mikkelsen, Mikkel Boe Følsgaard, Søren Malling, Darren Pettie, Lucas Lynggaard Tønnesen, Peter Mygind, Magnus Millang, Johanne Louise Schmidt, Jens Albinus, Mikael Birkkjær, Özlem Saglanmak, etc.

 

         Vista, con provechoso agrado, la cuarta serie de Borgen, ahora retitulada, al ser adquiridos los derechos por Netflix, Borgen: reino, poder y gloria. Lo mejor es que los responsables de la cuarta temporada siguen siendo los mismos de las anteriores, quizás con algún cambio poco significativo en la dirección de algún episodio, lo que permite una identidad estética en el resultado final, del mismo modo que los núcleos de interés: la redacción televisiva, el gobierno, el partido de la ahora Ministra de Asuntos Exteriores y la familia de esta también siguen siendo los mismos, aunque con variaciones importantes, como el protagonismo del hijo de la ministra, por ejemplo, frente a la desaparición de la hermana y la presencia testimonial del exmarido.

Doce años después de la primera temporada, es un desafío notable ver cómo ha afectado el paso del tiempo a nivel fisiológico a los personajes, porque el envejecimiento siempre añade matices a la interpretación de actores y actrices, cuyos planos, ahora, ganan una profundidad y tienen una dimensión ciertamente sombría de la que carecían antes o, en el caso de los muy jóvenes, como el hijo de Birgitte Nyborg, descubrimos un actor adulto con un cometido sustancial en esta cuarta entrega a la que no sé si le darán continuación, de lo cerrados  que quedan lo destinos de cuantos han intervenido en estos episodios que giran todos ellos en torno a un único argumento: el descubrimiento de un yacimiento petrolífero en Groenlandia. Un hecho que el habilidoso guion convierte poco menos que en asunto del que puede depender un conflicto internacional armado, dado que China es la empresa que quiere explotar el yacimiento, los rusos vigilan ese espacio «sensible» para ellos y Usamérica ejerce su viejo papel de gendarme de la zona y se niega a aceptar que los chinos tomen posiciones de privilegio, con un nuevo puerto incluido, tan cerca de su territorio. A todo ello, se renueva la tensión entre la metrópoli y la colonia ante el nuevo impulso para la independencia que supone el descubrimiento de esa fuente de riqueza, cuyos daños medioambientales, sin embargo, pueden acabar siendo catastróficos, al decir de la ministra de Medio Ambiente, del mismo partido que la de Asuntos Exteriores y con quien acaba entrando en colisión frontal cuando esta, que al principio defiende los postulados de su ministra, se acoge a los planteamientos pragmáticos de la Primera Ministra y decide negociar con el gobierno de Groenlandia un reparto ventajoso, y aun ventajista, del suculento pastel.

La peripecia de la temporada se centra en un retrato sombrío de la protagonista, a quien nos retratan como a una política agarrada al cargo y dispuesta a enfrentarse a su propia organización para asegurarse su puesto, cambiando de política y amenazando con generar una crisis en el seno de su partido que la aleje de lo que defendieron en el programa electoral. De forma paralela, a Nyborg se nos la  presenta como una mujer que lo ha sacrificado todo a la política, y que es capaz incluso de aliarse con su peor enemigo, el periodista sensacionalista que publicó información confidencial sobre los problemas depresivos de la hija, una auténtica sabandija del periodismo, y antes del Partido Socialista…, y dedíquese cada cual a buscar paralelismos con nuestra realidad española, porque los va a hallar, sin duda. El más ostentoso es el de la contradicción de la Ministra con las promesas electorales («Yo no podría dormir tranquilo, si tuviera que pactar con Podemos…», ¿recuerdan?) y cómo se va deslizando por una serie de minúsculas renuncias a la honestidad que la acaban convirtiendo, literalmente, en otra persona; y de ahí el modo como se la fotografía en la película, con algunos primeros planos que meten espanto por la piltrafa humana en que se va convirtiendo solo por el hecho de atender a su cargo en vez de a las cargas que se echó sobre los hombres en forma de contrato con sus electores. Esa «decadencia» la acaba privando de la relación con su hijo, de la relación con su viejo mentor y del soporte de su compañero fundamental en la creación romántica del nuevo partido con el que consiguió cinco carteras en el gobierno.

La serie, apenas ocho episodios, se ve en un abrir y cerrar de ojos, y en ella la periodista que salió de  TV1 para convertirse en la asesora del nuevo partido de Nyborg adquiere, también, un sombrío desarrollo en su calidad de directora de informativos, al desenvolverse con unas maneras autoritarias que chocan con el espíritu casi asociativo de la nueva redacción a la que se incorpora. Frente a la casi ausencia de las plataformas mediáticas en las tres temporadas anteriores, en esta las redes sociales adquieren un protagonismo a la altura de su importancia social para la política de nuestros días, cuyas luchas se desenvuelven con más intensidad en los escasos caracteres de Twitter que en los escaños del Parlamento.

La aparición de un nuevo personaje, un funcionario a quien Birgitte nombra algo así como embajador plenipotenciario para el Ártico, nos va a permitir alternar la realidad de la Ministra con la realidad de la colonia, con un interés que a menudo nos hace añorar que la trama abandone aquellos paisajes árticos tan hermosos y llenos de una belleza singular. El actor, que tiene miedo a volar y ha de superarlo por la vía rápida de la exigencia laboral y, después, por la del adúltero amor apasionado, es, a mi juicio, el gran hallazgo de la serie y la hace muy atractiva. Quizás no tanto para construir nada en torno a él, claro, pero es todo un lujo para esta temporada. La naturaleza de Groenlandia funciona como la de la Isla de El Hierro en la serie Hierro, de Pepe y Jorge Coira, capaz de hechizar a los espectadores e incluso de disuadirles de la naturaleza amenazadora del cambio climático.

Quisiera resaltar, en esta nueva temporada, algo que separa radicalmente a la política danesa de la española: en aquella los ayudantes de los ministros son todos funcionarios; en la nuestra, son todos asesores colocados a dedos, sin garantía ninguna de solvencia y pagados a precio de oro. Al estilo de esta, hay otras, pero tienen que ver más con cierta honestidad mínima básica que, cuando no se cumple, acarrea un castigo político merecido.

En fin, si las tres temporadas anteriores nos mostraban la política y un buen ramillete de historias individuales magníficamente construidas, sobre todo la muy dramática del asesor  Kasper Juul, interpretada por Pilou Asbæk, a quien aplaudí con fervor en la magnífica serie histórica 1864, de Ole Bornedal, y al que no le han dado ninguna relevancia en esta temporada; en esta no les van a la zaga a las anteriores y podemos seguir gozando de unas historias, sobre todo la muy amarga de la protagonista, a quien contemplamos, con lucidez, más que con compasión, en las miserias humanas y políticas de su decadencia.

Todo un muestrario ajustado de lo que conocemos por “la política” para uso y disfrute de los muchos aficionados que hay en España a despotricar de ella sin comprometerse nunca con nada.

 

 

miércoles, 15 de junio de 2022

«Intemperie», de Benito Zambrano, una historia sobrecogedora.

Un güestern de posguerra o las facetas execrables y excelsas de lo humano.

 

Título original: Intemperie

Año: 2019

Duración: 103 min.

País:  España

Dirección: Benito Zambrano

Guion: Pablo Remón, Daniel Remón, Benito Zambrano. Novela: Jesús Carrasco

Música: Mikel Salas

Fotografía: Pau Esteve Birba

Reparto: Luis Tosar, Luis Callejo, Jaime López, Vicente Romero, Manolo Caro, Kandido Uranga, Mona Martínez, Miguel Flor De Lima, Yoima Valdés, María Alfonsa Rosso, Adriano Carvalho, Juanan Lumbreras, Carlos Cabra.

 

         Perdí las oportunidades en su momento, porque no se puede llegar a todo, pero me quedé con las ganas de ver esta adaptación de una novela que concitó la admiración unánime de críticos y lectores y que tampoco he tenido tiempo de leer aún, a pesar de su brevedad. La espera ha valido la pena, porque, lejos de los rifirrafes críticos del momento, en que no pocos solemos sobreactuar, por exceso o por defecto, y al margen de opiniones dominantes que ya no se recuerdan, he visto la película con un interés que se despierta desde el mismísimo primer momento por escenas tan poderosas como la visita del capataz a las viviendas-cueva y por la despedida de los dos hermanos. Está claro que  la realidad española de 1946 no necesitaba polarización alguna, aún estamos en lo más duro de la posguerra y está claro que hay un abismo entre vencedores y vencidos en esa deriva neofeudalista de los triunfadores que observamos en películas tan estremecedoras como Los santos inocentes, de Camus, con la que esta de Zambrano tiene una relación evidente, aunque lo que allí era sociología en estado puro, aquí deriva hacia otro planteamiento de marcado carácter psicológico que se enmarca, además, en un género cinematográfico, el güestern. No solo la radical división sin fisuras entre «buenos» y «malos» contribuye a definir esa adscripción genérica, sino, sobre todo, el marco de la acción: las tierras desérticas y polvorientas del interior de la provincia de Granada, un paisaje que, por sí mismo, tiene vida propia en la película y condiciona incluso la trama, porque, como en cualquier desierto, los personajes han de ir buscando la poca agua que quede en los pozos alrededor de los cuales  hubo, antes de la emigración a las ciudades, proyectos de vida  humana.

         La película narra la historia de una persecución: el capataz de una finca cuyos dueños jamás aparecen en escena recibe la noticia de que un niño al que había instalado en su casa ha desaparecido, lo mismo que su reló de oro. La pesquisa en las cuevas donde vive la familia solo le revela, después de amedrentar a la hermana hasta que se orina encima, que el niño quiere llegar a la ciudad, atravesando el vasto desierto que se despliega ante los ojos codiciosos y vengativos del capataz. La escena de los segadores persiguiendo una liebre que interrumpe su faena, y que abate de un disparo el capataz, a quien se la lleva uno de los trabajadores, junto a esos vastos  espacios resecos que circundan la hacienda, me han traído a la memoria secuencias de La caza, de Carlos Saura, que vimos/vivimos en su momento como una alegoría de la Guerra Civil del 36.

         Cuando el espacio adquiere categoría de personaje significa que los humanos que lo atraviesan no pueden tener otra aspiración inmediata distinta de la mera supervivencia, y eso es lo que le ocurre al «niño», quien está a punto de fenecer si no lo salva, ¡aparición casi milagrosa!, un pastor a quien él había intentado robar antes. El «moro» —los apodos en el campo vienen a ser como los alias en las redes sociales, pero preservan, también, con espesos velos, una identidad que se protege celosamente— consigue, a fuerza de distancia respetuosa hacia un niño a quien otorga un estatus de adulto, tras haber tomado este una decisión tan valiente como la de «buscarse la vida» en la ciudad, que la fierecilla no lo mire con recelo, sino con confianza, porque viajar es algo que conviene hacer acompañado, por si alguien cae, como recuerdan los proverbios de cualquier cultura: Pregunta por el compañero antes que por el camino, recomendaba Ali Ibn Abu Talib.

         Por un lado, pues, el del malvado capataz vicioso,  tenemos una persecución implacable por esa geografía arisca; por el otro, una suerte de  durísima road movie en la que el «moro» y el «niño», como el sabio y el discípulo de también todas las culturas van a establecer una cervantina relación dialéctica en la que ambos sufrirán un cambio que les afecta en lo más íntimo y gracias al cual van a reconocerse, a valorarse en sus justos términos, a respetarse mutuamente e incluso a sentir un afecto inequívoco, aunque de difícil expresión, del mismo modo que el diálogo no se construye sobre discursos, sino sobre escuetos consejos o reflexiones extraídas de la experiencia.

         Como buen güestern, la película tiene acción, y muy dura de contemplar, además, porque los sicarios del capataz no se paran en barras, cuando descubren que el «moro» sabe algo del «niño», más allá de las torpes evasivas con que quiere salir del paso. La tortura a que es sometido, sin que de su boca se escape jamás la delación que, probablemente, no lo salvaría de un destino fatal, se resuelve de un modo típico en los güestern, algo que ocurre en esa secuencia, pero también en el desenlace, lo que permite la pura y feliz catarsis del espectador, al estilo del ahorcamiento del «Ivancito» en Los santos inocentes que, a pesar de su ferocidad, y de la tradición inglesa de respeto a los animales, levantó los aplausos del enfervorizado público británico el día de su estreno en Londres.

         En el coloquio posterior a la emisión de la película en La 2, los guionistas confesaron que hubieron de añadir «historia» a la muy sucinta de la novela de Jesús Carrasco, del mismo modo que hicieron con los diálogos, porque en la novela son prácticamente inexistentes. Parte de esa ampliación imagino que es el «episodio» de la búsqueda de agua en el pozo de una venta ahora abandonada, donde malvive un tullido que se desplaza sobre una tabla, uno de esos personajes que inmortalizaron Chumy Chúmez y Gila en sus «monigotes» tocados por el más negro de los humores… Aquí, toda la escena logra crear una atmósfera de película de terror que se vehicula a través de la interpretación de Manolo Caro, brillantísimo en todo su cometido. Solo el hambre y el agradecimiento para con el «moro» permite explicar la inocencia con que se deja «atrapar» el «niño», aunque no tarda —la letra con sangre entra…— en rectificar su error y recuperar el asno con los cántaros de agua. Que a continuación se presenten los perseguidores y rematen al tullido añade esa dimensión de crueldad que rezuma toda la película, no por nada especial, sino por la obsesión del capataz con la criatura. Aviso que lo que voy a escribir a continuación puede chafarles a ciertos espectadores lo que en modo alguno es una sorpresa en la película para los aficionados experimentados, por eso les doy la oportunidad para que dejen de leer y se vayan a verla. Decía que la obsesión del capataz con el «niño» no podía tener como pretexto para su persecución el robo del reló de oro, y desde el inicio mismo de la película, se advierte en su mirada y en la pasión con que afronta la persecución de la criatura que estamos ante un malvado vicioso, un pederasta que abusa sexualmente de la criatura a su servicio, algo que en ningún momento confiesa la criatura salvo en el desenlace de la película, cuando prácticamente estamos todos al cabo de la calle. Ello ayuda, no obstante, a valorar la dimensión que adquiere el enfrentamiento del desenlace, escenas de acción para las que el propio Zambrano reconoce que hubo de recurrir a ayuda externa para realizarlas, porque no entran dentro de su «especialidad», ciertamente. Con todo, el final es espléndido y está rodado con no poca sabiduría para mantener intacto el ávido interés de los espectadores.

         Está claro que puede contemplarse la película como una cinta sobre la posguerra española y admite, por el poder omnímodo del capataz, una lectura política; pero, a mi modesto entender, es más atinado valorarla desde el plano psicológico del bildungsroman, desde la lucha contra el medio inclemente y desde la amistad y la piedad como ejes de la conducta individual. A ese respecto es emocionante la convicción del «moro» de que «a algunos vivos no se les ha de respetar, pero sí a todos los muertos», lo que se plasmará magníficamente en el último plano del güestern.

         Tengo para mí que en el año en que esta película participó en los Goya fue objeto de una injusticia por parte de los académicos, porque ni de lejos hubo otras que le hicieran sombra. En fn, debe de ser lo que tiene no pertenecer al meollo del «cotarro». Los espectadores, sin embargo, podemos disfrutar de lo lindo con las magnificentes interpretaciones de todo el reparto, en el que destacan Luis Tosar y el niño Jaime López —con una voz y una dicción fantásticas—, y el trío de «malvados» que dotan a la película de una dimensión verista y escalofriante de la crueldad: Luis Callejo, Vicente Romero y Kándido Uranga. Que hayan escogido las tierras desérticas de Granada en vez de los decorados del espagueti güestern nos indica la sana pretensión de acercarse más a raíces clásicas usamericanas del género que al simulacro europeo del mismo, y lo consigue plenamente.

        

martes, 14 de junio de 2022

«Las furias», de Anthony Mann, entre el «far west» y la mitología.

Pasiones extremadas para una tragedia de resonancias helénicas.

 

Título original: The Furies

Año: 1950

Duración: 109 min.

País:  Estados Unidos

Dirección: Anthony Mann

Guion: Charles Schnee. Novela: Niven Busch

Música: Franz Waxman

Fotografía: Victor Milner (B&W)

Reparto: Barbara Stanwyck, Wendell Corey, Walter Huston, Judith Anderson, Gilbert Roland, Thomas Gomez, Beulah Bondi, Albert Dekker, John Bromfield, Wallace Ford, Blanche Yurka, Louis Jean Heydt, Frank Ferguson, Charles Evans, Movita.

 

         Parece que no anduve muy desencaminado cuando elogié en este Ojo la película de Mann El gran Flammarion, a tenor de las muchas lecturas que ha tenido su crítica, y no todo puede deberse a que sea una obra «perdida» en la importante filmografía de autor o a que la interpretara un auténtico «mito» del Séptimo Arte como Erich von Stroheim, el inmortal director de Avaricia, entre otras muchas, sino a unos valores estéticos y argumentales capaces de impactar en la sensibilidad de un espectador actual. Espero, y deseo, que lo mismo ocurra con Las Furias, que acabo de ver con el mismo pasmo admirativo y con el mismo placer estético con los que vi El gran Flammarion, e incluso me atrevería a decir que la presente supera a aquella de largo.

         Sí, lo reconozco, y me anticipo con ello a las objeciones que algunos le ponen para no reconocerla como lo que es, una película a la exacta altura de los grandes clásicos del género: hay momentos anticlimáticos, como la ejecución del amigo de infancia de la hija del dueño de Las Furias, que pueden parecerles inexplicables a algunos espectadores; del mismo modo que a más de uno le va a costar no poco asentir a las vueltas y revueltas del melodrama amoroso/empresarial que une al prometido de la hija con esta, dos personajes con más capas que las impías cebollas.

         Empecé a verla, como hago con todas, con un sano escepticismo, y he de confesar que la histriónica aparición del impagable Walter Huston, en la última interpretación para la pantalla, padre de John, el director, me hizo sospechar de que iba a ver lo mil veces visto: esos personajes de índole autoritaria, hechos a sí mismos que se complacen en «castrar» a sus hijos y en abusar psicológicamente de ellos para confirmar su propio poder sin escrúpulos. El retrato al óleo del «patrón», que ocupa, de cuerpo entero, el vestíbulo de la casa, confirma esos rasgos del patriarca; pero la salvedad viene del lado de los hijos: mientras el hijo es un apocado que está deseando casarse y huir de Las Furias, la hija, una maravillosa y superpoderosa Barbara Stanwyck, que siente devoción por su padre, con quien comparte no pocos rasgos de carácter, solo aspira, después de algunas traiciones en las que enseguida entraremos, a ser ella quien rija los destinos de Las Furias.

         A partir de ese esquema básico, la historia va a ir complicándose progresivamente de un modo espectacular, y ahí se nota, sin duda, la mano experta de Charles Schnee, quien también escribió guiones tan sólidos como el de Cautivos del Mal, de Minnelli, por ejemplo. Quien primero se presenta en la boda del hijo es un antiguo expoliado que aspira a recuperar lo que considera que fueron tierras de su familia durante generaciones. Pensemos que Las Furias no es un rancho al uso, sino casi una comarca, unos terrenos inabarcables con la vista humana y en los que, sin embargo, viven instalados colonos de origen mejicano que también reivindican esas tierras como suyas. El hijo mayor de una de esas familias, Juan Herrera, tiene una relación fraternal con la heredera de Las Furias, aunque él está enamorado de ella casi desde que eran niños. Mann ha respetado en el rodaje el español de los Herrera entre sí, como una muestra de la diversidad cultural que está en la raíz de la creación de Usamérica. El súbito enamoramiento de la hija del expoliado que se presenta en la fiesta, dada la escasa entidad, para algunos, que no para mí, de un actor como Wendell Corey, quizás les parezca poco «motivada» a algunos, pero Corey no solo da el papel perfectamente, sino que su «juego» respecto del propietario de Las Furias —él trabaja para el banco que ha de concederle un préstamo a la propiedad para que esta pueda sobrevivir a la desbordada emisión de moneda propia para pagarlo todo— tiene unas dosis de ambigüedad perversa tan sólidas que enriquecen notablemente el relato. Piénsese, por ejemplo, en una secuencia en la que T.C. Jeffords, el patriarca, pone a prueba al «candidato» a la mano de su hija y este, puesto a elegir entre 50.000 dólares o casarse con ella tras haber sido desheredada, Rip Darrow, el estirado galán, coge descaradamente los 50.000 y deja plantada allí mismo a la hija, para total desconcierto del espectador, que ve arruinarse, en tres secuencias, como quien dice, una prometedora historia de amor entre la soberbia y la arrogancia…Es necesario recordar que en ese mismo año, 1950, Corey y Stanwyck trabajaron juntos en El caso de Thelma Jordon, de Robert Siodmak, lo que casi casi los convierte en «pareja de moda» en el cine de entonces,

         Una seria complicación del guion es la llegada a Las Furias de una mujer de la que se ha enamorado el padre, interpretada con soberbia exquisitez por Judith Anderson, la inolvidable ama de llaves enamorada de Rebeca en el clásico de Hitchcock del mismo nombre, entre otras grandes actuaciones suyas. A la hija se le vuelve literalmente insoportable la idea de que «esa mujer» ocupe y mancille el lugar de la madre y que, además, pretenda tener «mando en plaza», esto es, parte activa en la administración del rancho. Y por esa vía de la administración nos llega la verdadera complicación: el préstamo hipotecario  para conseguir la liquidez que, hasta ese momento, le proporcionaba el pago con pagarés que todo el mundo aceptaba, como una moneda tan válida como el dólar. Y por ahí viajamos en el tiempo a los lejanos tiempos de la Edad Media en la que los señores feudales tenían sus propias monedas, como si fuesen reinos independientes. Por este camino es por donde retrocedemos hacia la tragedia y el mito, porque el carácter arbitrario de T.C. Jeffords no es una persona común y corriente, sino único e irrepetible, como reza la canción que lo describe, y parte de esa singularidad  es la estrechísima relación que mantiene con su hija. Sin embargo, como buenos polos del mismo signo, acabarán chocando a muerte tras haber agredido la hija salvajemente a la amante del padre, quien es rechazada de la peor y más arisca manera cuando la mujer, por complacer a su amante y para librarse de ella, pretende no solo acercarse a la hija, sino, además, aconsejarla para que se convierta en la «señorita» que ni de lejos es, excepto cuando de serlo obtiene un beneficio evidente, porque, desde el enfrentamiento con el padre, tras el ahorcamiento cruel, fuera de plano, de Juan Herrera, su amigo de la infancia, a quien ignora sexual y emocionalmente porque la trata como un antiguo caballero y no con las maneras agresivas y displicentes del enamorado que la planta, unas maneras que harían hoy poner el grito en el cielo a la legión de feministas y feministos que nos gobiernan; tras ese desencuentro total y definitivo, decía, ella solo tendrá un objetivo vital: arrebatarle al padre la posesión de Las Furias.

         Si, como se advierte, la trama es de por sí muy consistente, los exteriores donde transcurre la acción, con frecuentes tomas vespertinas que captan a los personajes como sombras chinescas en los vastos espacios del rancho, contribuyen a crear una atmósfera dramática en la que hay momentos inolvidables, como la lucha de T.C. para doblegar a un toro y derribarlo después de haberlo lazado, y ello para demostrar que, como lo ha sido siempre, él sigue siendo, a pesar de su edad…,  el «rey» de Las Furias.

         Como supongo a los lectores de esta crítica expectantes, voy a retirarme aquí para que disfruten de una película que ha de figurar entre los grandes clásicos del género, no lo duden: una sólida tragedia en la que el nombre del rancho no está escogido al azar, sino con fundado conocimiento de la mitología clásica helénica y de las teorías freudianas…

         ¡Que disfruten de ella!

miércoles, 8 de junio de 2022

«The Royal Game», de Philipp Stölzl o el arte narrativo de Stefan Zweig.

 

Intensa descripción del ensayo del fin del mundo civilizado o la salvación y la derrota a través del ajedrez.

 

Título original: Schachnovelleaka

Año: 2021

Duración: 112 min.

País: Alemania

Dirección: Philipp Stölzl

Guion: Eldar Grigorian. Novela: Stefan Zweig

Música: Ingo Frenzel

Fotografía: Thomas W. Kiennast

Reparto: Oliver Masucci, Rolf Lassgård, Albrecht Schuch, Birgit Minichmayr, Luisa-Céline Gaffron, Samuel Finzi, Andreas Lust, Lukas Miko, Johannes Zeiler, Maresi Riegner, Clemens Berndorff, Julian Rohrmoser.

 

         Mucho me temo que los espectadores nos vamos a dividir entre quienes han leído Novela de ajedrez, la novela de Stefan Zweig en la que se basa la película, y quienes no. Los primeros no dejarán de comparar permanentemente la novela con la película; los segundos, entre quienes me cuento, vemos la película como una historia contada como al guionista le ha dado la gana y de forma independiente de lo que sería una mera adaptación a imágenes del texto escrito por Zweig. La libertad creativa le sienta bien a la película, por lo que he llegado a saber de la novela. Lo que sí comparten ambas, película y novela es el espíritu densamente sombrío que presidió el final de la vida de Zweig, quien se suicidó tras convencerse de que, finalmente, Hitler se adueñaría del mundo y acabaría con la civilización occidental tal y como él la había conocido y en el seno de la cual había desarrollado su notabilísima labor de divulgador y creador.

         Un notario entregado al placer de la vida hedonista en la Viena anterior al Anchluss, le quita hierro a los avisos de que los nazis no tardarán en apoderarse de Austria, y solo momentos antes de ser detenido en su notaría tiene tiempo para destruir todas las claves de las cuentas en el extranjero donde mantienen a salvo de los avatares históricos sus fortunas muchos de los poderosos plutócratas austríacos. Detenido, finalmente, es «encarcelado» en un hotel, el Metropol, que sirve de base logística a la nueva administración nazi. Allí será sometido a una tortura de aislamiento, con ocasionales malos tratos que a punto están de acabar con su vida, para que revele esas claves que les permitan a los nazis hacerse con ese sustancioso botín. La historia va a alternar el viaje en barco del detenido, con destino a Usamérica, en el que transcurre el núcleo narrativo de la novela de Zweig y su estancia en el hotel, del que sale seriamente trastornado, aunque con la pasión del ajedrez que le ha permitido, hasta que le descubren el libro escondido bajo el lavabo, sobrevivir a la tortura del aislamiento, del silencio, de la soledad, del vacío… La película se centra mucho en el desmoronamiento mental de un hombre sometido durante un año implacable a ese asedio a su fortaleza psicológica. Antes de ser detenido, instruyó a su mujer para que cogiera un barco para Usamérica esa misma noche, sin demora, aunque a él no le diera tiempo a llegar para reunirse con ella. El juego anacrónico desarrollado por el guionista  les permite, a los esposos, reunirse en cubierta y emprender juntos el viaje, como si no hubiera Pasado el año de detención que sufre el notario Bartok. Poco a poco iremos descubriendo que la quiebra mental del protagonista, de cuya vida solo ha subsistido su vasto conocimiento del ajedrez, tras haber memorizado todas las partidas del libro que lo acompaña en su cautiverio, le hace confundir espacios, tiempos y también personas. Así, se borra la frontera, a menudo, entre el camarote del barco y la habitación del hotel, y en ambos, sin embargo, choca el comportamiento del pasajero en uno y del detenido en la otra, para admiración de los compañeros de viaje, en el primer caso, y del despiadado interrogador nazi en el segundo.

         La película construye su crítica del nazismo como una descripción del terrorismo que se complace en minar los fundamentos de la humanidad de una persona, arrebatándole la razón y la pasión. Con todo, el robo del libro, en un momento dado, aunque se lleve un desengaño al abrirlo en su habitación, le permitirá al prisionero blindarse contra el horror y construirse una personalidad que, en el barco, se pondrá a prueba contra otra personalidad «tullida», la de  Mirko Czentovič ,  porque el campeón del mundo que  nos describe  su agente no deja de ser un ignorante total con una sola habilidad: el juego del ajedrez, en el que sobresale como sobresalió Mozart con seis años en la música: como un don absoluto.

         Ya intuirán los queridos intelectores de estas críticas que estamos ante una película «de actores», y aun me atrevería a decir que «de actor», porque Oliver Masucci carga sobre él casi todo el peso de la película, y sus transformaciones físicas son tan espectaculares como la representación de las diferentes manifestaciones de su personalidad, antes del diluvio nazi, durante su tortura, y en libertad. Es paradójico que sea él el encargado de tan difícil papel tras haber encarnado a Hitler en Ha vuelto, de David Wnendt, una suerte de Borat, de Larry Charles. Agradecido debe de estar el actor alemán, porque lleva a cabo una interpretación antológica, gracias a una puesta en escena impecable y a una capacidad casi física de la cámara para captar sus reacciones fisiológicas y emocionales. Con todo, son la creación de una atmósfera opresiva y degradante en la habitación y la dimensión onírica en la parte del viaje en barco los dos recursos que nos permiten hablar de una continuidad de planteamiento que dotan de un poderoso sentido unitario a la historia: nunca sabemos a ciencia cierta dónde empieza la realidad y dónde acaba la distorsión de una mente sometida a la tortura. Para eso hemos de llegar al final de la película, por supuesto. Y esa travesía, aunque no es agradable contemplar la humillación impía de una persona a través de la tortura refinada, sutil y sádica, le dejará maravillado al espectador, porque incluso en el retrato del mal puede, quien lo recrea, insertar una dimensión estética que, sin irrealizar los hechos, permite contemplarlos como una obra de arte.

         La película se anuncia como una superproducción, o poco menos, y se ha de reconocer que la reconstrucción de la lujosa vida vienesa de aquellos terribles años está muy conseguida; del mismo modo que la degradación de los espacios que significa la irrupción en ellos de los nazis a quienes tanto odiaba una de las grandes figuras de la cultura europea del siglo XX.

         Quizá no haya hecho demasiado hincapié en la vivencia singular por parte de Bartok de un juego por el que, en el pórtico de la película, manifiesta su desinterés y aun casi desprecio, porque en la historia tiene un valor instrumental: es el renglón torcido de dios que le permite salir del laberinto de la locura. No hay, como en Gambito de dama, de Scott Frank y Allan Scott, una idealización manifiesta del juego y un estereotipo de la genialidad de algunos jugadores, sino una lucha entre egos dañados y heridos de muy diferente manera, pero eso es algo que irá descubriendo el espectador de la película poco a poco. ¡Y ojo a esa atmósfera onírica del buque, tan impecable y convincente! Son innumerables los planos del personaje y el mar que se quedan en la memoria de la retina; del mismo modo que no se borran de ella los primeros planos del rostro del notario torturado.

         Es muy probable que para los amantes del cine «de acción» sea esta una película plomiza, aburrida y más lenta que una carrera de babosas, pero para quienes la verdadera «acción» se manifiesta en la psicología y las emociones de las personas, esta película la van a vivir como si se hubieran subido al Dragón Khan…

martes, 7 de junio de 2022

«El barón de Arizona,» de Samuel Fuller, los inicios mayúsculos.

 

La baronesa

El barón

La historia de una falsificación que pudo cambiar la geografía de los Estados Unidos de América.

 

Título original:  The Baron of Arizona

Año: 1950

Duración: 97 min.

País:  Estados Unidos

Dirección: Samuel Fuller

Guion: Samuel Fuller

Música: Paul Dunlap

Fotografía: James Wong Howe (B&W)

Reparto: Vincent Price, Ellen Drew, Vladimir Sokoloff, Beulah Bondi, Tina Pine, Sam Flint, Reed Hadley, Robert Barrat, Robin Short, Karen Kester, Margia Dean, Gene Roth, Jonathan Hale, Edward Keane, Barbara Woodell, I. Stanford Jolley, Herman Hack, Bert Stevens, Fred Kohler Jr., Tristram Coffin, Angelo Rossitto, Jack Tornek.

 

         Mientras veía esta «rareza», la segunda película del gran Samuel Fuller, me revoloteaba ante los ojos el fantasma de Los contrabandistas de Moonfleet, de Fritz Lang, quizás por aquello del «espíritu» de las historias que pueden compartir tramas muy distintas, pero luego he constatado que esta precede en cinco años a aquella. Acabada de ver, está claro que, quizás por ese mismo «espíritu», se me viene a la memoria Los timadores, de Stephen Frears, aunque tampoco con ella comparta gran cosa del argumento. En Filmin te la venden como una suerte de Atrápame si puedes, de Steven Spielberg que a mí, por cierto, me aburrió soberanamente. No ocurrió lo mismo con Los falsificadores, de Stefan Ruzowitzky, con la que la de Fuller guarda más relación, porque se presta mucha atención a la parte técnica de la falsificación.

         Cuando pensamos en una película de Fuller se nos vienen a la cabeza títulos míticos como Corredor sin retorno, La casa de bambú, Yuma o Perro blanco, pero pocos habrán visto su segunda incursión en la dirección, esta El barón de Arizona que toma como pretexto un caso real para en hora y media de película contarnos una historia que abarca, en la realidad,  cuarenta años de los protagonistas. Casi podría mostrarse en las escuelas de cine como un ejercicio de elipsis a través de fundidos en negro que confieren a la historia un desarrollo propiamente galopante.

Aunque el tema central es la falsificación de una identidad, la de la  supuesta heredera de la familia Peralta, Sofía, en quien recaen los derechos de herencia de esas tierras, como acreditan los documentos de concesión de tierras custodiados en un monasterio de San Pedro de Alcántara, en cuya orden profesó el falsificador durante tres años para tener acceso a los mismos, la película nos ofrece una trama paralela que acaba convirtiéndose en la principal de la película: el enamoramiento de Sofía Peralta de su benefactor desde que, siendo niña, la educa para que se convierta en lo que él ha diseñado para ella: la heredera de la baronía de Peralta y, en consecuencia, la titularidad de  los derechos de propiedad sobre las tierras de Arizona concedidos por el rey español Fernando VI, Fuller desarrolla, en clave de película de aventuras, una historia en la que, teniendo siempre en primer plano la forja trabajosa de la falsificación, acaba derivando, después, cuando el protector se ha casado, finalmente, con su pupila, en una historia en la que el amor vence a la ambición de riqueza, con la consiguiente lucha moral que se desata entre ambos esposos cuando el cruce de acusaciones y juicios, los Peralta al gobierno de los Estados Unidos de América y estos contra el falsificador, logran tener el vilo no solo a los pequeños propietarios de Arizona, sino incluso al gobierno federal, y, por supuesto, a los espectadores que seguimos la peripecia como si temiéramos, de la noche a la mañana, enterarnos de que  Arizona ha dejado de ser un estado usamericano… y ha de reincorporarse a la corona española.

¿Cómo se produce el milagro de construir una trepidante película con mimbres tan aparentemente endebles? No hay duda: por la enérgica dirección de Samuel Fuller, quien reúne cuatro géneros en una sola película; el cine de aventuras; el cine gótico, el melodrama y el cine de tribunales;  por la fotografía de uno de los grandes de todos los tiempos:  James Wong Howe, doble ganador del Oscar a la mejor fotografía por Hud, de Martin Ritt y por La rosa tatuada, de Daniel Mann;  por la presencia avasalladora de Vincent Price en un papel muy alejado de su reconocimiento como icono del cine de terror, y, para mí, por la magnífica interpretación de Ellen Drew, ya en los compases finales de su carrera, pero una poderosa coprotagonista que, le roba no poca película a Price en el último tercio de película y muy especialmente en el desenlace.

A pesar de que la historia nos describe a un personaje calculador, frío, sediento de poder y de riqueza, que ha trazado un impecable plan de expolio nada menos que de toda un estado de la Unión, el espectador, al menos yo, no puede dejar de sentir, hasta cierto punto, una acusada simpatía por el falsificador profesional que no duda en sacrificar buena parte de su vida en el monasterio español o en unirse a una tribu gitana que le permite acceder al palacio donde se guarda una copia del libro que él ha falsificado, lo que ha de hacer con la copia para no delatarse. Sí, sí…, no se precipiten, sé que se preguntan si no peca de inverosímil la historia, pero conviene que no olviden que se trata de un caso real, aunque sí, en efecto, Fuller ha «romantizado» convenientemente una historia que en el caso de los personajes reales dista más que mucho de ser tan glamurosa, pero no ha de reprochársele, sino lo contrario, porque, gracias a esa dimensión idealizadora de la historia, la película se sigue con total interés.

Cuando estalla la tensión entre los «barones» y el pueblo que ve cómo sus títulos de propiedad quedan en nada y han de recomprarle las tierras al barón, ¡qué estupendas secuencias de acción rueda un enamorado de la creatividad que alumbra la violencia desatada! La puesta en escena, de la choza al palacio,  pasando por el convento, forma parte de la credibilidad general de la película, y se confirma plenamente en las sombras del linchamiento del barón sobre el mapa colgado en la pared de «su» territorio: Arizona. La estructura de la película, un flashback que se inicia en una reunión de políticos y terratenientes que celebran la declaración de Arizona como nuevo estado de la Unión, da paso a una noche de tormenta en la que un desconocido llama a la puerta de una humilde choza interesándose por si vive allí una niña llamada Sofía, porque lo que ella no sabe aún es que está emparentada con los Peralta y, como tal, va a ser el vehículo para la reclamación de las antiguas tierras concedidas a su baronía. Esa lluvia aparecerá, también, al final de la película, cerrando la historia, pero eso es mejor que lo vean los espectadores por ellos mismos…

sábado, 4 de junio de 2022

«La familia perfecta», de Arantxa Echevarría, una gozada.

 

En la senda de la comedia clásica usamericana, una divertida parodia que pica más alto…

 

Título original: La familia perfecta

Año: 2021

Duración: 110 min.

País: España

Dirección: Arantxa Echevarría

Guion: Olatz Arroyo

Música: Pascal Gaigne

Fotografía: Pilar Sánchez Díaz

Reparto: Belén Rueda, José Coronado, Gonzalo de Castro, Carolina Yuste, Gonzalo Ramos, Jesús Vidal, Pepa Aniorte, Pepe Ocio, María Hervás.

 

         Bueno, bueno, bueno…, iba hojeando críticas en FilmAffinity y ya pensaba que era un bicho rarísimo mi siete de valoración entre los dominantes unos y doses paupérrimos,  hasta que he llegado a las dos últimas que le concedían lo que se merece, un siete y un nueve, este último, quizás, pelín extremado, aunque entiendo que a alguien le haya encantado tanto que deje de lado el esquematismo de la situación y de los personajes y se lo haya pasado en grande;  pero como diría Boskov del fútbol, «comedia es comedia», y al altar de los gags y las risas, o sonrisas, se han de sacrificar cualesquiera pequeños detalles que en otras películas serían un hándicap evidente. Añadamos, para mayor desconcierto mío, que Arantxa Echevarría fue galardonada con los Goya a la mejor película, mejor directora novel y mejor guion hace bien poco. ¿Ha perdido en dos años todas sus facultades? No se me escapa que da igual cuál sea el puesto que ocupes en el escalafón de directores para marcarte un bodrio inexplicable, les ha pasado a casi todos los grandes, salvo honrosísimas excepciones; pero tengo la impresión de que, tras la inmersión antropológica en el mundo gitano, a no pocos les habrá parecido esta comedia una «frivolidad» imperdonable. ¡Como si el género de la comedia no fuera uno de los más difíciles del Séptimo Arte! Y reconozco, y lo defenderé donde sea y con sólidos argumentos, que esta comedia de Echevarría no solo es divertida, que es lo que se le ha de exigir a una comedia, sino incluso brillante y con un poso final de reflexión existencial que, pudiendo haber llevado la historia por otros caminos, se ciñe al planteamiento general de la comedia de enredo sin chirriar lo más mínimo.

         La diferencia de clases, superada por una boda «desigual», casi parece remitir a la época de El sí de las niñas, ¿realmente he de decir que de Leandro Fernández de Moratín?, pues lo dejo, dados los últimos planes (des)educativos del actual (des)Gobierno, o, recientemente, a la boda morganática del actual Jefe del Estado, el rey Felipe VI, y tiene precedentes en el cine, por el lado de las bodas, que nos remite, sobre todo, salvando las distancias, a El padre de la novia, de Vincente Minnelli. Dos mundos alejados varias galaxias, el del impresionante palacete de la familia del novio, abogado, y la «choza» de la novia, monitora de gimnasio, se encuentran por primera vez, en casa de la novia,  para recibir la comunicación de que los dos tórtolos planean casarse. Antes, sin embargo, unos magistrales títulos de crédito siguen a la madre de él, de espaldas,  repasando la impecabilidad de su casa, hasta que aparece Trini, la criada china que, a su manera, me trae el eco del chino que se hace el amo del bar de tapas en la memorable Tapas, de José Corbacho y Juan Cruz. Todas las intervenciones de Huichi Chiu tienen una vis cómica deslumbrante. Tras el encuentro entre las familias, en la que la incomodidad de los padres del novio se vuelve hasta física, queda claro que el único objetivo de la madre que ha dedicado toda su vida a su hijo, quien pacientemente ha respondido siempre a las sugerencias de formación de sus padres, consiste en impedir a toda costa esa boda.

         El excelente guion dosifica la progresión de la historia y permite, con el desplazamiento a un pueblo de Soria, la «patria chica» de la familia de la novia, un desarrollo que va a ahondar en una suerte de tramas paralelas que nos divertirán constantemente hasta el desenlace afortunado de la película. Ya adelanto que la película no acaba en boda, sino que la boda es el disparadero de una continuación de la trama en la que aparecen algunos tintes sombríos que se compensan, no obstante, con secuencias tan espectaculares, a pesar de su corrección política, como la de la conductora del autobús, la madre de la novia, que se le atraviesa a un inspiradísimo Israel Elejalde, conductor que despotrica de todo lo que respira y conduce: «¡Mujer habías de ser!», le espeta a la conductora, quien, tras llegar a su altura, porque un anciano que cruza un paso cebra le impide continuar, se baja del autobús y se le encara. El resto es mejor que lo disfruten, como tantas otras escenas en la que el reparto nos deleita con un saber hacer que me extraña que esta película no haya tenido mejor taquilla que las películas de Segura. Quiero entender que ha habido un malentendido, porque, si no, no se explica. Tanto Belén Rueda como Gonzalo de Castro, como Jose Coronado o Pepa Aniorte, los consuegros…, brillan a una altura propia de los «clásicos» de la comedia y nos hacen reír desde que se reúnen en la casa de la novia y se inicia el juego de los errores: comparando, como procede, dos familias totalmente distintas.

         El guion explota la situación de un modo parecido, al menos así me lo ha parecido, al de Ocho apellidos vascos, de Emilio Martínez Lázaro, aunque el choque de «identidades» se sustituye aquí por el de «clases», pero la fórmula funciona igual o mejor, porque los disparates  de la de Martínez Lázaro apenas tienen cabida en La familia perfecta, en la que hasta la presencia del cura del lugar, Don Custodio, interpretado con notable acierto por Jesús Vidal, parece natural y, por supuesto, muy cómica.

         La película, por otro lado, se presenta en la cartelera con ese marchamo de las comedias que tanto han favorecido su éxito en pantalla: «Para todos los públicos», porque es así, se puede ver en familia, algo que ya está desapareciendo de los hábitos sociales. Nosotros la vimos con nuestra hija (26) y nos reímos los tres hasta decir basta. Claro que al cine se le pueden pedir muchas cosas, pero cada género tiene sus particularidades. La contemplación ayer de El hombre tranquilo, de Ford, en el programa de Garci, descubre unas «costuras» machistas que se corresponden con la época y el país donde transcurre la acción, Irlanda, lo cual no puede ser juzgado con nuestros estándares de relaciones actuales, porque, de otro modo, se cae en el ridículo molieresco de censurar/despreciar como  machistas a  grandes filósofos de todos los tiempos, como recogen los libros de texto que siguen la llamada ley Celáa, quien fuera ministra de Educación…

         Insisto, quienes quieras pasarse 110 minutos de la forma más placentera, esto es, riendo con la inteligencia y el buen recuerdo de las acreditadas maneras clásicas de la comedia, especialmente de la usamericana, modelos para el género, que vea cuanto antes La familia perfecta. Admitiré las quejas y las discutiré punto por punto aunque ya se sabe lo subjetivo que es el humor, desde luego…