jueves, 28 de febrero de 2019

«De la vida de las marionetas», de Ingmar Bergman: los abismos de la relación de pareja.



Cine de calidad para la televisión antes del apogeo de las series: De la vida de las marionetas o el formato de la inquisición policial para un drama matrimonial.

Título original: Aus dem Leben der Marionetten (TV)
Año; 1980
Duración: 104 min.
País:  Alemania del Oeste (RFA)
Dirección: Ingmar Bergman
Guion: Ingmar Bergman
Música: Rolf A. Wilhelm
Fotografía: Sven Nykvist
Reparto: Robert Atzorn,  Martin Benrath,  Rita Russek,  Christine Buchegger,  Lola Müthel, Heinz Bennent,  Walter Schmidinger,  Toni Berger,  Karl-Heinz Pelser,  Ruth Olafs.

Durante su exilio fiscal de Suecia, Bergman rodó unas cuantas películas en Alemania, entre las que De la vida de las marionetas emerge con particular interés porque, aunque sea una nueva vuelta de tuerca a «su» tema, las complejas relaciones de pareja, presenta una apariencia de informe documental forense sobre un caso de asesinato que se desvela desde el inicio de la película, momento en el que el uso del color, los colores estridentes de una sala dedicada al espectáculo pornográfico donde tiene lugar el “hecho” criminal, marca un frontera cromática con el desarrollo de la película, que transcurre durante casi todo su metraje en blanco y negro, salvo una nueva incursión, al final, en el uso del color, que acaba de redondear el progreso de la investigación que se va “cerrando”, socialmente, sobre un asesino cuya identidad el espectador conoce desde el inicio de la película. Se trata en consecuencia, a través de un modelo fragmentario, de recabar “información” sobre el sospechoso para llegar a saber exactamente las motivaciones profundas de una acción que deja sorprendidos a cuantos lo conocen. La complejidad del asunto estriba en la tensión emocional que sufre el sujeto por un matrimonio en el que ambos cónyuges han establecido de mutua acuerdo la total libertad de acción sexual  de cada uno de ellos. De forma desordenada, cronológicamente, tanto pasamos de días antes del hecho a días después, a momentos antes, etc., asistimos a una diseminación de piezas: la relación del asesino con el psiquiatra; la relación no exactamente adúltera del psiquiatra con su mujer, a quien avisa de las pulsiones asesinas de su marido, sean contra él mismo sean contra otros; la relación del asesino con su madre, una exactriz incapaz de percatarse del abandono en que ha tenido a la criatura y de la dificultad de concebirlo como un ser exterior a ella, con su propia autonomía, amén de la interferencia de la nuera en la relación entre ambos; la descripción casi notarial de su aburrida vida como abogado de una empresa; la desorientación vital del protagonista y la sensación acuciante de estar algo más que estrechísimamente vinculado a su mujer, de quien tiene un dependencia emocional absorbente y unos celos auténticamente patológicos; de la afición a la bebida como vía de evasión…; del vacío existencial al que es incapaz de enfrentarse desde una actitud adulta seria y responsable…Estamos, la película es de 1980, ante la descripción de la quiebra psicológica de un producto de la sociedad del bienestar, del aburrimiento democrático de una sociedad con todas las libertades del mundo, en la que un individuo solo puede responder a la tensión emocional que sufre a través de la violencia contra una prostituta en quien solo pretende buscar amparo y consuelo. La desmesurada reacción violenta que lleva a cabo, presa de una impotencia ante la libertad comprometida, no deja de ser una suerte de suicidio en efigie, porque, una vez consumado el asesinato, concebido como una liberación explosiva de todas sus tensiones acumuladas, el asesino recluido en su celda pierde automáticamente cualquier atisbo de individualidad y se convierte en algo así como un robot totalmente tranquilo, sereno, que atiende escrupulosamente  a sus rutinas diarias, partidas de ajedrez contra una máquina entre ellas, hacerse la cama con un perfeccionismo delirante o dormir junto a un osito de peluche de su infancia. Bergman recurre en la película a todo tipo de planos de los que han identificado una auténtica “maniera” del director sueco. Abundan los primerísimos planos, sobre todo de los rostros, las escenas íntimas, como la coincidencia de los dos esposos, insomnes, en la cocina o esa maravilla cinematográfica que es el sueño del protagonista, en el que rodeados de un blanco inmaculado, el matrimonio aparece desnudo en un plano cenital en el que ambos, acurrucados el uno junto al otro, parecen la semilla de algo que ha de fructificar, aunque ese fruto acabe siendo un fruto borde… La composición del plano con los cuerpos ocupando la pantalla, ya desde un primerísimo plano, ya desde la distancia d ese plano cenital, es una suerte de “marca del autor” que, en este caso particular, está al servicio de la propia trama. No son pocos los planos fijos en los que los “testigos” a quienes interroga la policía van desgranando su visión de la vida del protagonista y su relación con él, con un afán documental, ya lo he dicho, que otorga a la película un grado de realismo muy notable.

«From Caligari to Hitler: German Cinema in the Age of the Masses», de Rüdger Suchsland, un documental metahistórico y un oráculo fílmico.



La imbricación del cine y la sociedad: reflejo y faro de la realidad. El cine de la República de Weimar antes del irracionalismo tecnocrático nazi.

Título original: Von Caligari zu Hitler: Das deutsche Kino im Zeitalter der Massen
Año: 2014
Duración: 114 min.
País: Alemania
Dirección: Rüdiger Suchsland
Guion: Rüdiger Suchsland
Música: Henrik Albrecht, Michael Hartmann
Fotografía: Harald Schmuck
Reparto: Documentary,  Siegfried Kracauer,  Fritz Lang,  Thomas Elsaesser,  Elisabeth Bronfen, Volker Schlöndorff,  Eric D. Weitz,  Fatih Akin,  Robert Wiene,  F.W. Murnau, Billy Wilder,  Georg Wilhelm Pabst,  Walter Ruttmann,  Josef von Sternberg, Ernst Lubitsch,  Marlene Dietrich.

El periodo de entreguerras fue fecundísimo en el terreno artístico, no solo por las Vanguardias que tanto colaboraron para minar el viejo orden social que comenzó a demoler la Primera Guerra Mundial, sino por la alta calidad de la cultura en todos sus aspectos: la ciencia, la filosofía, la técnica, la pintura, la música, la literatura, etc., y por la aparición, como arte de masas, del famoso séptimo arte, muchas de cuyas obras maestras se gestaron en aquella época. La Republica de Weimar, el intento de dar salida al colapso del Imperio alemán, con la huida del Emperador tras la derrota alemana en la Gran Guerra, fue un periodo en el que el cine llevo a las salas al gran público, pero, así mismo, fue el preludio de la época más siniestra de la propia Alemania y de Europa: el nazismo. El presente documental, inspirado y en parte basado en el magnífico libre de Krakauer, del que toma el título: De Caligari a Hitler: una historia psicológica del cine alemán, repasa aquella época dorada del cine alemán a través de películas míticas que mezclan el género documental y la ficción, si bien con un trasfondo social que, según el guion del documental nos da a entender, los autores prefiguran, en cierto modo, la inminente irrupción del fascismo a través de películas clásica como Metrópolis o El gabinete del Dr. Caligari, por ejemplo. Es cierto que si se han visto con antelación todas las películas de las que se habla en el documental, se disfruta mucho más el análisis, pero no es condición sine qua non para disfrutar de una capacidad analítica que va marcando con secuencias escogidas con muy buen criterio la evolución de una sociedad que pasó de ser la más libre de Europa, Berlín era conocida como la Babel europea, a estar sujeta al régimen más tiránico y ultraderechista jamás imaginado, en franca competición con el estalinismo soviético. Desde M, el vampiro de Düseldorf, de  hasta Hombres en domingo, de Robert Siodmak y Edgar G., a partir de un guion de Billy Wilder, pasando por Metrópolis, también de Lang, y muchas otras, el guionista de este documental escoge unas secuencias a través de las cuáles se va dejando patente ante el espectador la revolución que suponía la irrupción del propio lenguaje cinematográfico como espejo fidedigno de una sociedad en la que se enfrentaban corrientes ideológicas que acabarían chocando de forma tan estrepitosa como los hechos posteriores a 1933 demostraron. El retrato de la sociedad alemana, sobre todo la de las grandes ciudades y especialmente Berlín, sobre la que el documental Berlín, Sinfonía de una ciudad, de Walter Ruttmann, traza un retrato maravilloso que contrasta ácida y nostálgicamente con las imágenes de destrucción de la ciudad que supusieron el
corolario del nazismo tras la derrota definitiva frente a las tropas aliadas y que sirvió de escenario a películas tan estremecedoras como Alemania, año cero, de Rossellini. Este documental, para suerte de los cinéfilos, es una celebración del cine, una suerte de canto de amor al cine, de mano no solo de las imágenes, sino de algunos estudiosos que, a través de certeros comentarios, ayudan al espectador a comprender la verdadera dimensión de aquella época social y artística. A través de diferentes capítulos, desde las costumbres hasta el deporte pasando por la irrupción de los medios de comunicación de masas, sobre todo la radio, de la publicidad o de fenómenos como la delincuencia de cuello blanco, la política o la cultura del ocio, las imágenes nos describen una sociedad en ebullición en la que se van perfilando de forma nítida los conflictos sociales a los que ni siquiera la Segunda Guerra Mundial dará respuesta, sino que aún habremos de esperar a movimientos sociales como el de los Derechos Civiles de los negros en Usamérica, la Revolución de Mayo del 68, entre otros. El aficionado tiene, con este documental, la posibilidad de hacer una auténtica inmersión en el expresionismo cinematográfico, una de las épocas más creativas de la Historia del cine, en la que se fijaron ciertos códigos, sobre todo en la utilización de la luz, que han pasado a formar parte, sobre todo, del género negro. Las imágenes sorprendentes y estilizadísimas de tantísimas obras se alían con interpretaciones de actores y actrices que, como fue el caso de Marlene Dietrich en El ángel azul, de Sternberg, marcaron incluso prototipos. Un documental, en resumen, que, más allá del didactismo con que ha sido planteado, lo que le permite a los espectadores es adentrarse en una revolución cinematográfica cuyos ecos aún son presencia viva entre nosotros.

sábado, 23 de febrero de 2019

«Que el cielo la juzgue», de John M. Stahl o ponga un melodrama en su vida, «please…»



Un soberbio melodrama estilizado sobre el afán posesivo ligadoa l espíritu destructor: Que el cielo la juzgue o el mal irreprimible de un alma enferma de amor perverso.


Título original: Leave Her to Heaven
Año: 1945
Duración: 110 min.
País: Estados Unidos
Dirección: John M. Stahl
Guion: Jo Swerling (Novela: Ben Ames Williams)
Música: Alfred Newman
Fotografía: Leon Shamroy
Reparto: Gene Tierney,  Cornel Wilde,  Jeanne Crain,  Vincent Price,  Mary Philips,  Ray Collins, Gene Lockhart,  Reed Hadley,  Darryl Hickman,  Chill Wills.

Quizás ningún otro género cinematográfico requiera más extensión que un melodrama, ni siquiera en el cine bélico está tan justificada esa necesidad de construir a lo largo del paso del tiempo la raíz profunda de unos comportamientos que requieren ese ritmo lento de sus obras para captar a la perfección la bondad o la maldad de los mismos. Que el cielo la juzgue le deparó a su cinematografista uno de los cuatro Oscars que ganó merecidamente. En esta película hay un clasicismo en la composición del plano, en la integración de los paisajes, a diferentes horas del día, en el núcleo duro de la trama que dejan al espectador boquiabierto ante tanta belleza. Son varios los espacios en los que transcurre la acción, pero todos ellos combinan interiores espaciosos y clásicos con una naturaleza que pasa de decorado a escenario de la tragedia en dos planos, con lo que supone semejante contraste. La historia comienza muy «a lo Hitchcock», con el encuentro en el tren de los dos protagonistas, una bellísima Gene Tierney, que venía de triunfar en Laura, de Preminger, y un galán accidental como Cornel Wilde, más apto para películas de acción y aventuras que como galán intelectual: ella va leyendo un libro escrito por él y el equívoco se deshace cuando él le lanza un piropo que ella ha leído “en alguna parte”, es decir, en el libro. A partir de una reunión familiar en la que se procederá a la ceremonia de escampar las cenizas del padre, cuyo parecido con el literato deja en estado de shock a la protagonista, se inicia un romance que llevará por sus pasos contados a un matrimonio en el que no hay, curiosamente, una declaración de amor como mandan los cánones y menos aun una petición de mano. Cuando se anuncia el hecho, aparece en escena un inquietante y apuesto Vincent Price reclamando el amor que le había sido prometido, al parecer, una vez que el padre muriera. A partir de ese momento, comenzamos a ver a la magnífica y perfectamente ambigua Gene Tierney desde una óptica menos favorable, que se materializa cuando, después de conocer al hermano medio paralítico de su marido, y el deseo de este de que viva con ellos, se lamenta ante el doctor que lo atendía en el sanatorio de que el “tullido” (cripple) salga de él, porque en él estaría mejor atendido. El respingo del doctor ante la palabra y la dureza de voz de la mujer al pronunciarla y negar después que quisiera dar a entender lo que realmente se le entendía de manera inequívoca, va sumando un estado de ánimo en ella que se consolida en la retina del espectador cuando un plano tan majestuoso como terrible nos ofrece la visión de la protagonista, las manos en los remos de la barca y tocada con gafas de sol, mientras contempla el ahogamiento del tullido para deshacerse de él y que le permita dar un “vuelvo” a la anodina y sosa relación que mantiene con su marido, todo ello antes de, estratégicamente, desnudarse y lanzarse al agua, ya en vano, para salvarlo, ante el esfuerzo inútil de su marido, que también se lanza al agua para intentar salvarlo. Recuerdo que esa mañana del ahogamiento amanece con la protagonista insinuándose sexualmente al marido y siendo interrumpida por el golpe de nudillos en la pared del hermano tullido que habla con ellos a través del tabique… Todo, sin embargo, va de mal en peor, hasta que una súbita iluminación: el deseo del marido de tener un hijo, redirige la película hacia un horizonte en el que se puede intuir una posible redención. ¿Qué lo impide? Pues ahí vuelve a aparecer el demonio de los celos de la hermana, con quien su marido se entiende a las mi maravillas, lo que provocará una serie de acciones que prefiero dejar en el tintero por si hay alguien que aún no haya visto este grandioso melodrama, que lo dudo. La película está llena de escenas muy conseguidas, y la cabalgata de la hija esparciendo desde el caballo las cenizas del padre por su paisaje favorito es una de ellas, sin duda. El uso del color -ha sido una película que ha necesitado una restauración, porque se degradaba- es extraordinario, y realza la presencia de los protagonistas, no solo por el vestuario, que también, sino por las horas del día escogidas para filmar. Hay escenas de atardeceres que se cuelan por las puertas abiertas en escenas de interior que son un auténtico magisterio de la composición del plano, y que a mí me ha recordado La casa de bambú, de Fuller, por ejemplo. La solidez de la historia, las excelentes interpretaciones, sobre todo la muy convincente de Vincent Price como abogado despechado que trata de probar que su exnovia ha sido asesinada y la trama del juicio es, a ese respecto, muy intensa, constituyen alicientes de primera magnitud para o ver por vez primera, las jóvenes generaciones, o volver a ver, los ya talluditos, este melodrama que ocupa un puesto de honor en la larga lista de un género que tiene muchos seguidores entre los aficionados al cine.

miércoles, 6 de febrero de 2019

«Noche en la ciudad», de Jules Dassin o la esencia del «noir».



Segunda película de una trilogía fascinante de Jules Dassin: Noche en la ciudad o el descarnado retrato de un perdedor nacido para hozar en el error.

Título original: Night and the City
Año: 1950
Duración: 101 min.
País: Reino Unido
Dirección: Jules Dassin
Guion: Jo Eisinger (Novela: Gerald Kersh)
Música: Benjamin Frankel
Fotografía: Max Greene (B&W)
Reparto: Richard Widmark,  Gene Tierney,  Googie Withers,  Hugh Marlowe,  Francis L. Sullivan, Herbert Lom,  Stanislaus Zbyszko,  Mike Mazurki,  Charles Farrell,  Ada Reeve, Ken Richmond.

Me faltaba por ver esta película de Jules Dassin para completar una trilogía: La ciudad desnuda, esta y Rififí, cuyas tramas transcurren en Nueva York, Londres y París, respectivamente. En las tres, la cámara en la calle va más allá del documental para arrancarle a la ciudad encuadres y tomas que nos la devuelven no tanto como un escenario cuanto como un personaje, porque las idas y venidas de los personajes están imbricadas con el ritmo vivo de la ciudad, sin la vida de la cual poco sentido parece que tengan las de los protagonistas. En este caso, en Londres, un perdedor nato, envuelto siempre en negocios ruinosos de los que cree que va a salir poco menos que multimillonario, siempre a costa de sablear a sus amigos e incluso a su novia, ve un rayo de esperanza, en un combate de lucha libre cuando observa que un viejo luchador de grecorromana rompe su relación con un promotor que quería emplear a su hijo en esa representación casi cómica de la lucha libre que tantos espectadores tuvo durante cierto tiempo, y que aún hoy es un espectáculo cutre de masas en Nueva York. Hay, en la memoria colectiva del cine de doble sesión, una serie cinematográfica legendaria al respecto: las películas mejicanas de Santo, el luchador enmascarado, de Miguel M. Delgado y, recientemente, una magnífica película sobre esa tema, El luchador, de Darren Aronofsky, la resurrección fílmica de Mickey Rourke. La creación de un personaje mezquino, dispuesto a todo, sin principio moral ninguno que frene su ambición de hacer dinero, es una auténtica obra de arte, por parte de Richrd Widmark, porque la película se sostiene en él a lo largo de todo el metraje. La relación perversa que mantiene con la mujer del dueño del club donde él es un empleado de tercera y su novia la cantante estrella, pero mal pagada, para tratar de enredar al marido de ella y conseguir, por un lado, un préstamos para su jugada empresarial como promotor de lucha libre, y, para ella, una licencia oficial para abrir su propio club y abandonar al seboso y avaro marido a quien soporta hasta llegar a ese momento. Como se advierte, la nómina de personajes copa todos los estereotipos posibles el cine negro, y, para que no falte nada, en el piso de arriba del de su novia, un eterno enamorado que no entiende cómo ella es capaz de estarlo de semejante mastuerzo insensible y egoísta vela armas a la espera de un traspiés del galán sin escrúpulos que le permita presentarse como el ardiente enamorado que es, por más que ella, que vivió tiempos más felices con él, como se muestra en una fotografía en la que se les ve disfrutando de un día de fiesta, remando en una barca, siempre espere el milagro de su redención y que la escoja a ella como su mejor proyecto de vida. No es así, el hecho de no tener nada, de que todos sus proyectos fracasen, tiene sumido al protagonista en un estado de necesidad de autoafirmación y de éxito que será capa de todo para lograr sus fines. Enfrentado al promotor rival, al que trata de hundir con la representación empresarial del hijo del viejo campeón de lucha, leal a los sagrados principios del deporte que se oponen a la concepción del mismo como un mero espectáculo, pronto veremos la maquinaria de la venganza ponerse en marcha para abortar esa incipiente carrera con despiadada prontitud. Noche en la ciudad es la historia de esa venganza y el retrato psicológico de un perdedor nato, cuya osadía solo es comparable a su ingenuidad. Es difícil empatizar con semejante personaje, y la película tiene un quiebro feliz cuando el empresario rival llora la muerte del gran campeón en una lucha en la que este defendía a su hijo de un rival al que acaba doblegando aun a costa de su propia vida. Sin otro camino que la huida, el protagonista inicia una retirada que lo va llevando de personaje en personaje, a cual más siniestro, de los que pueblan los bajos fondos en los que se ha movido desde siempre, y en cuya compañía efímera agotará el poco tiempo de vida que le quede, porque sabe, después de la muerte del campeón y la lesión terrible del hijo, al que rompen una mano, que ya ha perdido sus papeletas para el sorteo de la felicidad, por lo que lo único que le queda es sepultarse bajo tierra para no ser encontrado por sus rivales. La película no es ni edificante ni ejemplar, ni tampoco tiene un propósito realista documental, sino que se complace en el retrato de un perdedor, cuya existencia, siempre en el filo de la navaja, se nos ofrece en un crescendo de equívocos que lo llevarán a la muerte. La cámara nos muestra a menudo al personaje huyendo, corriendo para escapar de un destino, el de perdedor, que le persigue casi con ensañamiento, y la puesta en escena, con unos claroscuros muy marcados, remarca esa tensión narrativa que refleja la tensión existencial del fracasado lleno de ambición. Esta trilogía de Dassin es un de las grandes del género negro, y no hay aficionado al cine que no quiera ver las tres, tan distintas entre sí, tan geniales, por más que Rififí siga pareciéndome la joya incomparable que destaca sobre las otras dos.

lunes, 4 de febrero de 2019

«Yuli», de Icíar Bollaín o los claroscuros de la fama y la perfección.



La emocionante y compleja biografía del bailarín cubano Carlos Acosta: entre el drama familiar, la vocación artística, el sentido de pertenencia y el ARTE sobre todas las cosas. 

Título original: Yuli
Año: 2018
Duración: 109 min.
País: España
Dirección: Icíar Bollaín
Guion: Paul Laverty
Música: Alberto Iglesias
Fotografía: Alex Catalán
Reparto: Carlos Acosta,  Santiago Alfonso,  Keyvin Martínez,  Edison Manuel Olvera, Laura de la Uz,  Yerlin Pérez,  Mario Elías,  Andrea Doimeadiós, Carlos Enrique Almirante,  Cesar Domínguez.

La misma tarde de la gala de los Goya fui a los Meliès a ver Yuli. Mi primera sorpresa fue tener que hacer cola para entrar. La segunda, que casi todos iban a la sala donde proyectaban Yuli. La tercera, que había muchas criaturas, supongo que practicantes de la danza. La  última sorpresa, esta muy desagradable, fue darme cuenta de que la película de Icíar Bollaín había pasado casi totalmente desapercibida para los miembros de la Academia. Ignoro si porque el protagonista es el bailarín cubano Carlos Acosta -que tuvo el detalle de asistir a la Gala-, si porque vieron la película como una película cubana, más que española, o por qué, pero el caso es que una joya de película como esta ha sido despreciada por los académicos, pero, por lo que pude ver en la sala, no por el público. Y esta crítica quiere alertar a los espectadores para que no se les pase el visionado de la misma, porque es una película nacida para la pantalla grande y en ella se disfruta como se debe. Dada la similitud de régimen político, y la  cercanía de su contemplación, en todo momento tuve presente una película muy similar: El último bailarín de Mao, de Bruce Beresford ( director de la oscarizada Paseando a Miss Daisy), una excelente película australiana que llevó al cine la autobiografía del bailarín  Li Cunxin. Yuli, sin embargo, por la cercanía entrañable al pueblo cubano, no a sus autoridades ni a su régimen totalitario, digamos que me ha tocado más la fibra sentimental, además de por la belleza del español cubano que es siempre una delicia oír, en cualquier momento. La riqueza de acentos sudamericanos del español es uno de nuestros grandes tesoros, y siempre disfruto con ellos, como lo hago aquí en España cuando el español regional se impone al estereotipo del “castellano de Valladolid” con que, como se había hecho en el franquismo en la radio, la televisión y el cine, se renegaba de los mismos. Icíar Bollaín ha realizado una película canónicamente biográfica y, al mismo tiempo, ha realizado una exploración psicológica muy notable para conciliar puntos de vista radicalmente opuestos como los que se observan en la pantalla y en la vida compleja de Carlos Acosta: el guion, escrito sobre la autobiografía del propio Acota, es, a ese respecto, modélico. El hilo conductor es la realización de un espectáculo de ballet contemporáneo acerca de la vida y obra del bailarín cubano, espectáculo que incluye fragmentos extraordinarios de ballet que desembocan en una especie de catarsis individual del autor-director cuando ha de dirigir a los bailarines que lo interpretan y revivir los traumas íntimos que jalonaron una de las más brillantes trayectorias en el mundo del ballet de los últimos años. Digámoslo rápido, Carlos Acosta fue un bailarín excepcional muy a su pesar, porque lo fue más por el empecinamiento del padre que por su propia voluntad. De orígenes humildísimos, bisnieto de esclavos, y con una habilidad innata para la danza, que se manifiesta en su primeros años de niño con la imitación de los bailarines pop usamericanos, su padre decide presentarlo a las pruebas de la Escuela Nacional de Ballet de Cuba, una de esas instituciones propagandísticas típicas de los regímenes comunistas y, al mismo tiempo, meca del mejor arte. El proceso de integración de un superdotado en un sistema tan rígido se lleva buena parte de la película, porque los esfuerzos del niño para salir de él y poder seguir su vida normal, como todos los chiquillos de su barrio, se extienden hasta su juventud, cuando ya es una estrella, pero la añoranza de Cuba, sobre todo en un Londres frío y lluvioso, donde fue el primer bailarín negro en triunfar y hacer un Romeo y Julieta, por ejemplo, es demasiado fuerte para Acosta. Choca, ese cubanismo integral del artista, cuando todos a su alrededor no están pensando sino en echarse al mar y cruzar en balsas las pocas millas que separan Cuba de Miami. Estamos en presencia, pues, de una individualidad muy marcada, para bien y para mal, cuya vida no se nos presenta como un relato ejemplar, sino casi como una odisea del dolor, de los dolores. La relación familiar, con la figura central del padre - cuyo actor, Santiago Acosta, hubiera merecido el premio al mejor actor protagonista en una Gala de los Goya sin anteojeras nacionalistas-en el eje de la trama, es, a mi entender, el verdadero núcleo central de la película, bastante más que la azarosa vida de bailarín del protagonista. La escena de la salvaje flagelación del hijo, por ejemplo, que parece tener una derivada en la enfermedad mental de la hermana de Carlos Acosta, porque desde entonces se le declara, una enfermedad mental que acaba en un suicidio lleno de dramatismo cromático -¡que sinfonía de grises amenazadores!- en el malecón de la Habana, en una escena escalofriante y al mismo tiempo con la belleza sombría del arte con mayúsculas; esa flagelación, digo, que tiene una recreación en el ballet autobiográfico que está ensayando la compañía dirigida por Acosta, es un momento clave de la película, porque, al fin y al cabo, estamos hablando de algo así como de la “doma” de un rebelde que, paradójicamente, ignora la trascendencia del arte que será capaz de expresar, si bien solo lo logrará a través del sufrimiento. La relación compleja, de amor y de odio entre él y el padre es, quizás, lo más atractivo de la película, aunque desde el punto de vista estrictamente técnico, la película no hace sino darnos alegrías visuales escena tras escena. Fotografiar La Habana y su malecón viéndolo como si lo vieras por primera vez, por la fotografía impecable de la película, es una gozada inenarrable; del mismo modo que el descubrimiento del teatro en ruinas que no se siguió construyendo, y que es visita turística, con un eco espectacular, le sirve de refugio al niño, es una suerte de extraña ruina arquitectónica de inmenso valor y extraordinaria belleza, en cuyo interior la directora consigue unos planos magníficos. La historia no rehúye  la crítica al régimen cubano, muy presente en los afanes de huida de la isla, la abuela del protagonista, sus amigos, la convicción del padre de que él ha de forjar su carrera y hacer su vida fuera de la isla, para poder aprovechar todo su potencial y llegar a la cima de su profesión; pero tampoco renuncia al reconocimiento de instituciones como la del Ballet Nacional que, convertido en una escuela de élite, asegura la estabilidad económica y formativa de los alumnos que forman parte de ella. La película tiene todo el aire de ser una apuesta por la transición pacífica a la democracia, pero en modo alguno construye un discurso político en que tal cosa se explicite. Está muy centrada en la vida de un bailarín que es una gloria nacional, y se limita a mostrar los claroscuros de una sociedad en la que, a estas alturas, ignoro si se podrá ver la película, porque lo que a nosotros nos puede parecer tibieza en la crítica a un régimen dictatorial, en Cuba se leerá como una traición imperialista yanqui… o ansí. Más allá de la belleza inherente al ballet de gran altura que se filma con una generosidad que es de agradecer, porque, para deleite de los aficionados ocupa buena parte del metraje, la película ha sabido “leer” el auténtico drama íntimo de un ser complejo en una familia humilde, y cómo los caminos el máximo arte son, a menudo, los del más intenso sufrimiento. ¡Una joya! Si le gustó Billy Elliot, si le gustó Pina, si le gustó Las zapatillas rojas, si le gustó Nijinsky…, no lo dude, esta es su película. Si nunca le interesó la danza, pero sí los dramas familiares, tampoco lo dude, esta es su película. En fin, si quiere disfrutar con dos actorazos descomunales como Santiago Alfonso (bailarín y coreógrafo que fue maestro de Yuli cuando este era un niño), que hace de su padre, y Edison Manuel Olbera, que hace del Yuli niño con una naturalidad, veracidad y convicción entrañables. O yo tengo poca pesquis cinematográfica o tengo la impresión de que esta película va a ir creciendo poco a poco a medida que los entusiastas, como yo ahora mismo, vayamos relatando a otros su virtudes. Veremos.

domingo, 3 de febrero de 2019

«Mercado de ladrones», de Jules Dassin o el thriller social.



Concisa y contundente, Mercado de ladrones denuncia la explotación y las mafias con un guion entre el thriller y el melodrama.

Título original: Thieves' Highway
Año:1949
Duración:94 min.
País: Estados Unidos
Dirección:  Jules Dassin
Guion: A.I. Bezzerides
Música: Alfred Newman
Fotografía: Norbert Brodine (B&W)
Reparto: Richard Conte,  Valentina Cortese,  Lee J. Cobb,  Barbara Lawrence,  Jack Oakie, Millard Mitchell,  Joseph Pevney,  Morris Carnovsky,  Tamara Shayne, Kasia Orzazewski,  Norbert Schiller,  Hope Emerson.

Jules Dassin es un autor relativamente prolífico de quien, al me os para mí, una película destaca sobre el resto de su producción Rififí, que forma parte de una trilogía de películas policiacas que tienen tres escenarios diferentes: Nueva York, La ciudad desnuda, Londres, Noche en la ciudad y París, Rififí. Las dos últimas son ya películas del “exilio” del autor, obligado a marchar por las denuncias contra él por desarrollar actividades antiusamericanas, en el marco de la represión política de la izquierda comunista por parte del famoso senador McCarthy. Intercalada entre La ciudad desnuda y Noche en la ciudad, Jules Dassin rueda su última película en Usamérica antes de salir por piernas del país. Se trata de una película que no se pierde en divagaciones y que va derecha al asunto central: vengar el ultraje que sufrió el padre del protagonista y, de paso, construirse un modo de vida que le permita salir adelante a un exmarine que regresa a casa después de la Segunda Guerra Mundial. Todo empieza idílicamente, con el regreso a casa del soldado, lleno de regalos para sus padres y su prometida, cuando acaba enterándose de que su padre está paralítico por una paliza recibida cuando unos desconocidos lo asaltaron y le robaron el dinero recibido por un mayorista e fruta sin escrúpulos en el mercado central de San Francisco. El protagonista, Nick Garcos, se alía con quien le compró el camión a su padre para comprar fruta, sobre todo manzanas, y llevarlas a la gran ciudad. Compra un nuevo camión, pero llevan también el camión del padre, una auténtica chatarra. El socio de Nick es un pequeño estafador que quiere aprovecharse de los campesinos para aumentar sus márgenes de beneficios. La deriva “solidaria” del protagonista se manifiesta cuando exige a su socio que les pague la cantidad real por la cual había comprado la fruta, tras lo cual, Nick se adelanta en el viaje para vender la carga de su camión. Es fantástica la escena en la que los campesinos deshacen el trato, suben al camión y comienzan a tirar las cajas de fruta al suelo y comienzan a rodar las manzanas entre los árboles, con los hijos de la familia al fondo que ven esa suerte de río de frutas de la pobreza avanzando hacia ellos. Las escenas de la conducción, tras el accidente sufrido al salir de la carretera y ser rescatado por su socio de una muerte segura, son espectaculares y  a la altura de las que se sucederán después, con el socio, cuando, en una prolongada bajada, el camión pierda la palanca de los cambios y los frenos y acabe saliendo de la carreta y volcando la carga para acabar estallando con el conductor en su interior. La aventura de Nick en San Francisco reproduce la historia del padre con una variante: al padre lo invitan a beber y, una vez bebido, le roban impunemente sin que, con el tiempo, sea capaz de recordar, para no torturarse, si él mismo no fue quien perdió el dinero involuntariamente; al hijo lo seduce una prostituta contratada por el mayorista para entretenerlo mientras le roban la carga del camión. La prostituta, Rica, una estupenda creación de Valentina Cortese en su debut en Usamérica, llena de humanidad y sensualidad a partes iguales, avisa al camionero, que estaba destrozado por el cansancio, de la jugarreta del mafioso. Se va a por él y logra arrancarle 500$ en efectivo y 3500 en un cheque. Para celebrarlo, le dice a su novia que vuele hasta San Francisco para celebrarlo y casarse con él. En el ínterin, los esbirros del mayorista, una de las mejores creaciones de las muchas buenas de Lee J. Cobb, asaltan al camionero, lo golpean y le roban. La mujer recoge la cartera caída mientras los esbirros lo golpean y se escapa, huyendo de ellos, pero, al final, es atrapada y robada. Cuando ella llega al cuarto donde se ha refugiado Nick, este intenta hacerle confesar dónde está su dinero, incluso con violencia, hasta que se convence de que el robo ha sido obra del mayorista. A todo esto, llega la novia y es recibida por la prostituta, lo que no solo le extraña, sino que, cuando advierte que Nick está instalado en su cuarto, la mosquea tanto como para, nada más enterarse de que su novio ha perdido todo el dinero, volver a coger la maleta y marcharse por donde ha venido… Para entonces,  la relación pasional del camionero y la prostituta ha alcanzado un nivel de pasión que por fuerza ha de dejar huella en el protagonista. Hay que ver la predilección en los noir usamericanos por las rebecas de punto desde que nacieran con la película de Hitchcock, y el uso sensual que hacen de ella, como cuando Rica invita a Nick a pasar a su cuarto y se planta ante él con un perfil ajustadísimo de los pechos bajo la leve prenda elástica… La película se precipita, después de haberse enterado el protagonista, de la trágica muerte de su socio, hacia un final lleno de violencia y furia, con una tensa secuencia en la que el camionero se venga del mayorista, quien, acorralado, accede a reintegrar el dinero robado, no sin recibir antes dos terribles mazazos en las manos que poco menos que se las destrozan, hasta que interviene la policía y lo detiene. En la escena final, en la que Rica se dedica a decir la buenaventura a posibles clientes futuros en un bar, Richard Conte se presenta para buscarla: Sorry, guys, she’s with me, dice, y hay un cruce de miradas limpias y enamoradas entre los dos perdedores que los une en un final feliz que no chirría lo más mínimo, porque, más allá de la condición de ella, es el amor quien los empuja el uno hacia la otra y viceversa. Sí, Dassin es capaz de unir el thriller y el melodrama en unas secuencias de inmensa ternura y humanidad.