viernes, 31 de agosto de 2018

“Madame de…” , de Max Ophüls, de la opereta a la tragedia.



La sublimación de la pasión en un contexto de comedia bufa: Madame de… o el magisterio de un grande del cine: Max Ophüls.
  
Título original: Madame de...
Año: 1953
Duración: 102 min.
País: Francia
Dirección: Max Ophüls
Guion: Max Ophüls, Marcel Achard, Annette Wademant (Novela: Louise de Vilmorin)
Música: George Van Parys, Oscar Strauss
Fotografía: Christian Matras (B&W)
Reparto: Danielle Darrieux,  Charles Boyer,  Vittorio De Sica,  Jean Debucourt,  Lia de Lea, Mireille Perrey,  Jean Galland.

Llego a las 500 películas criticadas con una rodada en 1953, año en que nací. Me congratulo, porque no sabía con cuál de ellas llegaría a esta cifra redonda, de haberlo hecho con una obra maestra absoluta.

Comienza la película con un movimiento de cámara que sigue la búsqueda de unos pendientes por los mil cajones del tocador y vestidor de una condesa sin que en ningún momento accedamos al conocimiento de la protagonista, quien, poco a poco, a través de reflejos en los espejos de algunas puertas, se le va descubriendo al espectador, hasta que reconoce a una hermosa y cautivadora Danielle Darrieux, ligera y enigmática, intrigante y seductora. Este juego cinematográfico, hermosísimo, es metáfora de toda la película. Todo comienza con un aire de vodevil o de opereta ligera, superficial, con un tono amable y con una ironía zumbona por parte del ojo que planifica y observa lo que ocurre en los planos: está uno incluso tentado de juzgar, apresuradamente, que para ese viaje temático no eran necesarias alforjas tan brillantes como la realización de Ophüls, con un registro quintaesenciado de sus demostradas habilidades técnicas a lo largo de una de las grandes carreras artísticas del Séptimo Arte. Los personajes secundarios que se mueven por las escenas con la ligereza de quien aporta una nota de cotidianidad cómica se cruzan con una acción que, en apariencia, parece incorporar un juego frívolo, casi banal. La mujer de un prosopopeyesco general francés se ve obligada a vender unos pendientes que le regaló su marido para poder atender a sus muchos caprichos. El joyero se los recompra pero se lo comunica al general, quien se los vuelve a comprar. Ella dice que los ha perdido. Él se los regala a una amante que se va a Constantinopla en busca de mejor fortuna, y oculta a su mujer su conocimiento de la venta de las joyas. Ese juego de secretos y mentiras va a enredarse a lo largo de la narración de una forma original y divertida, porque las joyas acabarán pasando de mano en mano hasta volver de nuevo a manos de su dueña, en una peripecia de compraventas digna del mejor vodevil, lo que refuerza esa línea levemente cómica, más propiamente irónica, que domina la narración hasta que, ¡ay, Eros!, aparece un diplomático italiano, el barón Fabrizio Donati -un excepcional Vittorio de Sica- de quien poco a poco, por insistencia de este, ante lo que considera una dejación de funciones del marido, un abandono del campo de batalla por los favores de la protagonista, ella acaba enamorándose. Ese “proceso de amores”, que tanto recuerda la novela sentimental del siglo XV, tiene secuencias memorables, antológicas, dignas de la más arrebatada tragedia amorosa que imaginarse pueda, como esa despedida de ambos amantes, cada uno a un lado de la puerta, arrimándose ella a la misma y constatando la fiebre amorosa que se ha apoderado de ella, o, mientras su marido está de maniobras,  el encadenamiento de secuencias en que van bailando, día tras día, pasando de un escenario a otro en una especie de idilio sin fin, absolutamente original y exquisito. No quiero entrar en el desenlace de la película, por supuesto, pero, estando ya ella enferma, las secuencias de su intento de detener el duelo entre los dos hombres, en plena naturaleza, consigue momentos de un profundo dramatismo, y confirma lo que venimos diciendo, el modo sutil como un planteamiento totalmente “galante”, dominado por la frivolidad, acaba evolucionando hacia sentimientos profundos trágicamente expresados y filmados con la fuerza imaginativa que una tragedia exige. Sí, es posible que el carácter de ella, amiga de “enredar” a sus pretendientes, en un juego de conducta licenciosa que comparte con su marido, y del que sale también damnificado el único amante en quien ella reconoce, finalmente, haber hallado el verdadero amor, disuada a algunos de conceder a esta película de Ophüls la importancia que tiene, pero puedo asegurar que la complejidad argumental de esta historia, a través de ese juego de mentiras, imposturas, descubrimientos, engaños, pequeñas maldades y grandes pasiones merece ser considerada como lo que es: una de las grandes películas de la historia del cine, y ello en un autor cuyas obras se cuentan por obras maestras. En esta, si cabe, su técnica de rodar desde fuera a dentro, desde el exterior de puertas y ventanas desde los que la cámara sigue a los personajes en lagos travelines se acentúa para confirmarse en lo que es: una técnica de introspección que, por decirlo en términos coloquiales, se toma cierta distancia y cierto tiempo antes de entrar, de lleno, en el terreno frágil y palpitante de las emociones fuertes, poderosas, las que condicionan el destino de una vida humana.  No soy especialmente afín a Charles Boyer, pero he de confesar que su composición del general tolerante que contempla con relativa frialdad cómplice los devaneos de su esposa es de una riqueza interpretativa magnífica. Parece que no haya sido otra cosa en su vida que ese general hipócrita y autoritario que juega con la falsa permisividad de su actitud hacia la frívola coquetería de su esposa. De igual manera, el diplomático De Sica consigue arrancar a su personaje esos matices imprescindibles del amante apasionado y al tiempo respetuoso y paciente, por un lado, y al amante decepcionado por las mentiras innecesarias de una amante atrapada en su red de embustes, incapaz de discernir, hasta que ya es demasiado tarde, el acento sincero de la auténtica pasión que se apodera de ella cuando, prácticamente, ya casi diríase que no tienen sus males remedio. Créaseme, aunque parezca exageración mi juicio, que no hay otra película -entre las que yo haya visto, por supuesto, y van ya para algunos miles…- capaz de hacer progresar la acción desde un genero a otro, desde el vodevil a la tragedia, como esta Madame de…cuyo anonimato misterioso forma parte de ese mundo galante cuyo retrato vivo logra recrear Ophüls con tanta ironía como verosimilitud. ¡Qué suerte había tenido de no haberla visto aún! Y sí, sé que un crítico no puede permitirse ignorancias como la presente, pero he de confesar que siempre resulta más placentero hallar una joya como Madame de… cuando se está en condición, por edad, saber y gobierno…, de saberla apreciar en su justa medida.

“Las hermanas”, de Anatole Litvak, esas obras “menores”…



 Película de intérpretes para un guion que tiembla: Las hermanas o el culto a las estrellas: Bette Davis, postOscar, y Errol Flynn sin sonrisa…

Título original: The Sisters
Año: 1938
Duración: 99 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Anatole Litvak
Guion: Myron Brinig (Novela: Myron Brinig)
Música: Max Steiner
Fotografía: Tony Gaudio (B&W)
Reparto: Errol Flynn,  Bette Davis,  Anita Louise,  Ian Hunter,  Donald Crisp,  Beulah Bondi, Jane Bryan.

Seré breve, porque la película, aunque merece ser vista, porque los espectadores tienen ante ellos muchos alicientes que Litvak consigue mantener a flote a lo largo de la película, podía haber sido bastante mejor de lo que es. Hay, en esta suerte de remedo de Mujercitas, demasiada ambición narrativa, lo que perjudica un desarrollo de la trama que, si centrada en la pareja de Davis y Flynn, acaso hubiera alcanzado los niveles de un melodrama más que aceptable. La historia es sencilla: tres hermanas van al baile de las elecciones, en el que se anunciará la victoria de Roosevelt. Allí se enamoran y se casan, no sin que antes la mayor, Bette Davis, rompa su compromiso con un pretendiente y escoja a un “encantador” periodista deportivo que aspira a escribir, como todos, la “gran novela americana” y consagrarse como autor de éxito. La realidad, sin embargo, es que el pretendido autor resulta un fiasco y por su carácter altanero incluso pierde el trabajo como redactor de deportes que les ayudaba a sobrevivir. Cuando llegan los malos tiempos, ella decide ponerse a trabajar, con la oposición rotunda de quien ya ha empezado a beber para “olvidar” el infortunio de su falta de inspiración, determinación y capacidad de trabajo. Convencido de que es un estorbo para su esposa, quien se coloca y pronto progresa en una empresa, convirtiéndose en la mano derecha del jefe, el marido desaparece de su vida, embarcándose en un buque mercante que va a Asia. A todo esto, los otros matrimonios de las hermanas tampoco son una balsa de aceite, por supuesto, pero nada puede compararse con la desgracia total de la primogénita, a quien sorprende en San Francisco el gran terremoto. Cuando el marido se entera, intenta, ante la lógica negativa del patrón de dar media vuelta, lanzarse al mar para regresar a nada, razón por la que lo detienen. Pasados cuatro años, vuelve a celebrarse otro baile de elecciones, en el que se anunciará la victoria de William Taft, al que asiste la mujer con su jefe, a quien, a pesar de todo, nunca ha dado esperanzas. Un amigo común le informa de que su marido ha regresado y de que está en el baile. Y la música de Max Steiner hace el resto…, para que un final feliz tome en plano casi cenital a las tres hermanas en la pista de baile entre la multitud… La película, ya digo, tiene unas sólidas interpretaciones, incluso por parte de Errol Flynn, que abandona sus personajes infaliblemente seductores para encarnar a un fracasado que ha de tomar duras lecciones de supuestas humillaciones, desde su perspectiva machista y absurdamente idealista, para acabar reconociendo la igualdad  ante el amor, el trabajo y tantas otras circunstancias (Obsérvese el detalle del gesto de Flynn en el cartel, toda una declaración de intenciones...). No olvidemos que el tufo antiguo que exhala la trama está muy de acuerdo con la época que se representa en la película: la acción transcurre entre 1904 y 1908. Quizás lo mejor de la película, desde el punto de vista cinematográfico sea las tomas del terremoto de San Francisco, muy conseguidas, con el personaje de la Davis queriendo mantenerse a toda costa en el domicilio conyugal “por si él regresa” para que pueda encontrarla. Cuando la sacan a la fuerza, porque van volando edificios dañados para tratar de controlar los incendios provocados por la catástrofe, acaba en la casa de una vecina, temiendo que “él” no llegue a saber nunca su paradero. El jefe para quien trabaja se moviliza y, en compañía del padre, logran dar con ella y devolverla al hogar familiar para que se restablezca. Me centro en el personaje de la Davis, porque los de sus hermanas presentan un desarrollo tan esquemático y discreto que ni merece la pena detenerse en ellos. En todo caso, hay algo ñoño en el conjunto de la acción que, sin embargo, está bien estructurada entre esos dos bailes electorales, una hermosa costumbre que aquí jamás a nadie se le ha ocurrido importar, a pesar de todo lo que importamos en necedades varias de Usamérica. Sí, digámoslo claro, es una “película de actores y de actrices”, como miles de las que se han rodado en todo el mundo a mayor gloria de esos seres fotogénicos y magníficos intérpretes capaces de seducir a los grandes públicos. A nadie le estropeará la tarde, si tiene Filmin o se tropieza con ella en cualquier otra plataforma.

jueves, 16 de agosto de 2018

“El amante doble”, de François Ozon, un thriller teratológico…



Una vuelta de tuerca sobre el doble, los gemelos y las terribles relaciones de poder entre ellos: El amante doble o la atracción del abismo que nos engulle… 

Título original: L'amant double
Año: 2017
Duración: 107 min.
País: Francia
Dirección: François Ozon
Guion: François Ozon, Philippe Piazzo (Novela: Joyce Carol Oates)
Música: Philippe Rombi
Fotografía: Manuel Dacosse
Reparto_ Marine Vacth,  Jérémie Rénier,  Jacqueline Bisset,  Myriam Boyer, Dominique Reymond,  Fanny Sage,  Jean-Édouard Bodziak,  Antoine de La Morinerie, Jean-Paul Muel,  Keisley Gauthier,  Tchaz Gauthier,  Clemence Trocque, Guillaume Le Pape,  Benoît Giros (Voz: Pascal Aubert).

Por un inexplicable malentendido, confundí esta película con la anterior de Ozon, Frantz, un remake de Remordimiento, de Lubitsch, que me negué a ver por no hacer comparaciones odiosas. Y claro está, dejé que pasara de largo, sin más aspavientos y siempre justificado, al margen de la confusión, en que la vida de un cinéfilo no da para verlo “todo” y algo se ha de perder en el presente que puede luego recuperar en el futuro en la pantalla de TV, por más que jamás sea lo mismo (a ver si ahorro y me compro un pantallón de 75 pulgadas…). Eso me ha pasado con El amante doble, una fantasía identitaria sobre el doble que tiene como referencias inequívocas Inseparables, de Cronenberg y La semilla del diablo, de Polanski. El arranque de la película, con la cámara en la vagina de la protagonista, luego fundida sobre la elipse del ojo es un movimiento de cámara equivalente a una declaración de principios. Algún colega de FilmAffinity se ha atrevido a hablar de thriller ginecológico, y como ocurrencia no está nada mal, pero la aventura fantástica de la exploración del doble a través de los gemelos deriva rápidamente hacia la identidad y el erotismo, amén del imprescindible psicoanálisis, disciplina a la que se dedican dos hermanos gemelos que ejercen con nombre diferente y que mantienen una distancia gélida llena de odio y resentimiento, porque la dialéctica hermano mayor, hermano menor, aunque solo sea por un miserable cuarto de hora, y porque uno nació de cabeza y el otro de nalgas, con el sufrimiento que supuso eso para la madre de ambos, se apodera de la vida de ambos y la destroza. La protagonista se queja de fuertes dolores en el vientre y la ginecóloga la convence de que se trata de algo mental, que ha de visitar a un psicólogo o psiquiatra. Lo hace y así conoce a quien, para evitar caer en la debilidad de cualquier psicoanalista, enamorarse de su paciente, da por terminada la terapia, derivándola hacia una colega que la atenderá igual que él. A partir del traslado de él para compartir ambos el piso de ella, la protagonista descubre un pasaporte de él en el que aparece con otro nombre. Desde ese momento, el juego de malentendidos se va interponiendo entre ambos, porque él no está dispuesto a soltar prenda, y ella tampoco a dejar de investigar qué le oculta él. Un día cree reconocerlo desde el autobús, hablando con una mujer en la calle. Como sea que él alega que no ha salido del hospital donde trabaja en todo el día, ella decide ir a ese lugar y descubre la placa de un psicoanalista cuyo apellido coincide con el del pasaporte de su pareja. Pide hora, se presenta y, como todos esperábamos, dentro y fuera de la pantalla, allí estaba “el otro él”, el gemelo que, como todos intuimos enseguida, está al corriente de la intención oculta que tiene su nueva paciente: sonsacarle información. Desde el dominio que provoca tal relación, el hermano, que reconoce usar técnicas muy distintas de las de su hermano, como le reconocerá después, la acorrala para seducirla, a medias por la fuerza de la intimidación, a medias por la pasividad entregada de ella que no se resiste a la experimentación de lo que significa el sexo con alguien exactamente igual a su pareja y de quien, en un momento dado, sería incapaz de distinguirlo. La película progresa en esa doble dirección, la seducción del hermano “malvado” y resentido y la extrañeza que le produce estar instalada, casi sin poder reaccionar, en ese tejido de mixtificaciones, sueños perversos y realidades insospechadas como la de la novia reducida a estado vegetativo a causa de la rivalidad entre ambos hermanos. El hecho de que ella se quede embarazada y aparezca la madre nos permite añadir un giro insospechado a la trama, por donde desembocaremos en un desenlace que se acerca más a la ficción que a la verosimilitud, aunque en el terreno de la teratología es indudable que prácticamente cabe casi todo, por ser el terreno abonado para las mutaciones genéticas. En vez de un “thriller ginecológico”, así pues,  deberíamos hablar de un “thriller teratológico”, lo que nos sitúa en el ámbito de la friquidad atenuada, por el hecho de desarrollarse en el interior del cuerpo humano. A medida que avanza la trama, la protagonista, que había logrado vencer sus dolores abdominales en el tratamiento con su primer psicoanalista, va desmejorándose poco a poco, cuando, debido al doble juego de su doble relación con ambos hermanos, entra en un embarazo lleno de contrariedades. La investigación sobre la identidad del compañero, muy reacio a hablar de su pasado, va adquiriendo mayor protagonismo, cuando sus pesquisas lo llevan a la consulta del hermano y se ve atrapada en un relación tóxica que acaba integrándola a ella como parte indisoluble de un triángulo en el que siempre hay una parte exenta, su pareja, ajena, casi hasta el final, al doble juego de la protagonista. Lo descubre cuando se percata de que no está yendo a la psiquiatra que le había recomendado. La tensión  moral y erótica que va creciendo en la narración se expresa a través no solo de una relación sadomasoquista con el hermano, sino también de la vida anodina como vigilante de museo de ella, Chloé, un guiño a la actriz, ella misma, que encarnó la imagen de ese perfume en los soportes publicitarios. La exposición, que tiene como motivo principal la carne y sangre, es una sucesión de cuerpos heridos, ensangrentados, de grandes dimensiones, algo así como una casquería monumental en un espacio impoluto, esterilizado, una suerte de apogeo del sufrimiento en un espacio totalmente aséptico, en el que  duras penas se oye ni una voz y en el que el taconeo de la esbelta protagonista marca una suerte de ritmo de morse que parece teclear S.O.S. de forma regular. Hay una progresión de su estado físico, de la recuperación inicial a la degradación física final que corre paralela a su presencia callada en la exposición; como, si de alguna manera, esa presencia de la aflicción escultórica se apoderara de ella. Ozon es muy amigo de los planos simétricos, en los que los objetos se disponen ante la cámara con una perfecta disposición geométrica. Aquí, con el tema del doble, se esmera doblemente. La secuencia del sueño, que tal me parece a mí que fue, en la que ella esta dispuesta a matar a su amante y, al llegar a su casa, se encuentra con los dos hermanos, unidos en el propósito de volverla literalmente loca, es ejemplar a ese respecto de la simetría. Digamos, en todo caso, que en esta película Ozon se afana en mostrarnos, al estilo clásico de Stevenson, las antagónicas dimensiones morales de la propia identidad, algo que consigue plenamente. La pasión escabrosa y la pasión burguesa se oponen como realidades que se necesitan la una a la otra para confirmar la identidad fisurada, pero sólida, de los personajes. Sí, es muy posible que haya en la actitud de Chloé cierta incoherencia radical, que su negación del hermano malvado sea la de su propia complacencia en esa perversión que comparte porque la hace sentirse viva; pero Ozon sabe mantener viva la ambigüedad de la protagonista y, por supuesto,  el sagrado misterio de las extrañas relaciones de los gemelos en el útero materno. Películas como El amante doble suelen poner nerviosos a no pocos espectadores, porque escarba en esa intimidad de los seres humanos en la que emergen impulsos que nos obligan  seguirlos, aunque moralmente los rechacemos. Son situaciones límite, experiencias devastadoras, vivencias desgarradoras, pero ¡tan llenas de vida, de negación, de afirmación y de remordimiento! Sí, hay una estética del mal. Lo sabemos desde mucho antes de Las flores del mal, porque está en la mitología grecorromana, y, concretamente, en Las metamorfosis, y en ella hunde sus raíces esta película tan perturbadora como excelente. Buena parte de la excelencia de la pelicula recae, y quería dejar el elogio para el final, para que se recuerde e incite al posible letor de estas líneas a comprobarlo, en el magnífico trabajo de la pareja protagonista, y no especialmente en Jérémie Rénier, a pesar de que "borda" la pareja de gemelos, sino en lo que se refuerzan el uno a la otra en un duelo interpretativo mayúsculo que sabe mantener el suspense a lo largo de todo el metraje, sorprendente giro último incluido. 

miércoles, 15 de agosto de 2018

“El criminal”, de Joseph Losey, el mundo macho carcelario.



Códigos del hampa en la jungla de asfalto: El criminal o el amor que no se espera. 

Título original: The Criminal
Año: 1960
Duración: 97 min.
País:Reino Unido
Dirección: Joseph Losey
Guion: Alun Owen, Jimmy Sangster
Música: Johnny Dankworth
Fotografía: Robert Krasker (B&W)
Reparto: Stanley Baker,  Sam Wanamaker,  Margit Saad,  Patrick Magee,  Noel Willman, Rupert Davies,  Grégoire Aslan,  Jill Bennett,  Laurence Naismith, Murray Melvin.

Cuando Joseph Losey hubo de exiliarse a Inglaterra, hizo algunas películas que, indirectamente, estaban como permeadas de un desaliento vital y una visión nihilista de la realidad que, en este caso de El criminal, resulta harto evidente y supone un buen mazazo moral para el espectador, a pesar de que la acción se desarrolla entre, en principio, gente sin principios ni ética positiva alguna que no sean los del respeto a las rígidas leyes del hampa. Gran parte de la acción transcurre en la cárcel, perfecto microcosmos donde las leyes de excepción de ese espacio gobiernan de forma pautada las vidas de quienes lo conforman. Es, y no es, una película del género carcelario. Lo es porque gran parte del metraje transcurre en ella y nos muestra un sistema de vida en el que la corrupción, los tratos degradantes, la humillación y la feroz lucha por la supervivencia y el poder dentro de dicho espacio son su día a día. Un prisionero, Stanley Baker, siempre magnífico actor, sólido, reliable, que dirían sus directores, sale de la cárcel con la intención de dar un golpe  -robar la recaudación de un hipódromo, en unas secuencias magníficas que combinan lo documental (impagables las tomas de los rituales para conjurar la suerte) y el thriller- que le resarza de las penalidades sufridas. Donde se supone que había de encontrar a quien fuera su pareja, encuentra, sin embargo, a otra mujer, una seductora Margit Saad que debería haber tenido mejor fortuna, por sus buenas cualidades y su particular belleza mestiza, por quien, enseguida, y a pesar de su tópica rudeza varonil, se siente atraído, máxime cuando ella es total ofrecimiento y nula exigencia. La preparación del golpe, con una banda dirigida por una especie de dandy de métodos más sofisticados  que la mera intuición animal del protagonista, no esconde cierta tensión que anticipa el relativo fracaso del mismo, porque, detenidos enseguida por la policía los otros miembros de la banda, el protagonista es capaz de huir a las afueras y esconder las cuarenta mil libras del robo, esconder el  botín en un hoyo excavado en la tierra, antes de, como era previsible, ser detenido, gracias a un chivatazo de su antigua novia, ahora despechada. El hecho de convertirse en pieza de información codiciada le complicará la vida, porque entonces tendrá que atender a tres frentes codiciosos: su jefe, los compañeros de la banda y uno de los jefes corruptos de la prisión, que espera poder “coger cacho” del botín. Organizado un motín en la cárcel, con unas secuencias de violencia casi orgiásticas, Bannion, el protagonista, acaba siendo trasladado para que, desde fuera, la banda que espera recuperar el botín, pueda liberarlo, lo que en efecto consigue con suma facilidad. Lo cierto es que la policía no sale demasiado bien librada en esta película, dada el papel de comparsa torpe que se le reserva. Una vez liberado, el viejo ladrón de métodos antiguos es llevado a presencia del compinche con quien ideó el atraco, quien, a su vez, tiene secuestrada a la chica de quien Bannion resulta estar enamorado. Por esos golpes de la fortuna -también los maleantes sofisticados pueden ser tan ingenuos como los policías- el protagonista logra huir con la chica, lo que permite al jefe de la banda seguirlos para descubrir el paradero del botín. Las últimas secuencias de la película mezclan el amor fou del protagonista con el nihilismo de quien se sabe acorralado y perdido, expuesto a la muerte inminente, aunque siga preservándole de ella su silencio sobre la ubicación del botín. En cualquier caso, la huida a  través de la naturaleza y la resolución del tiroteo que entabla con sus seguidores nos lleva necesariamente a un final lírico inesperado, en el que prima el orgullo de la independencia individual del hombre fuerte frente a la sumisión a la organización dirigida “desde las alturas”. Ahí me paro, porque el final es digno de no ser conocido en detalle. Sí quisiera destacar, sin embargo, que en esta película debuta ante las pantallas, en las primeras escenas de la misma, Murray Melvin, un actor de físico sorprendente que llegaría muy en breve a una gran altura interpretativa como coprotagonista de la obra maestra del Free cinema que fue Un sabor a miel, de Tony Richardson. La película, filmada en blanco y negro, tiene un aire expresionista en no pocos de los encuadres, con un sabor a thriller clásico que complementa una banda sonora excepcional de  Johnny Dankworth, un jazz adaptado impecablemente a la tensión narrativa de carácter psicológico, unas piezas que ilustran psicologías, ciertamente. Danworth también le puso música a El sirviente, por ejemplo, quizás la mejor película de Joseph Losey, y a El mago, de Guy Green, una película poco conocida, pero basada en la monumental novela de John Fowles. Aun con sus carencias, la poca atención que se le presta a la parte thriller de la película, lo cierto es que los duelos psicológicos y dialógicos que se reparten a lo largo de la película nos hablan bien a las claras de la preocupación del director por la descripción de los caracteres que se enfrentan o complementan. Es cierto que hay un enfrentamiento entre dos maneras de hacer, por lo criminal, y ahí reside buena parte del interés de la película: el enfrentamiento entre lo viejo y lo nuevo, que arrastra a los espectadores a posicionarse entre lo deleznable y lo miserable… La fuerza de la interpretación no solo de Baker, sino de todo el reparto, contribuye lo suyo a que los espectadores podamos disfrutar, sobreponiéndonos a cierta previsibilidad y a ciertas elipsis exageradas.

martes, 7 de agosto de 2018

“Happy End”, de Michael Haneke, la mirada glacial al desastre…



Una sociedad que se desmorona vista con la frialdad del testigo insobornable: Happy End o la ironía servida con el chafarrinón del sarcasmo… 

Título original: Happy End
Año: 2017
Duración: 110 min.
País: Francia
Dirección: Michael Haneke
Guion: Michael Haneke
Fotografía: Christian Berger
Reparto: Isabelle Huppert,  Jean-Louis Trintignant,  Mathieu Kassovitz,  Fantine Harduin, Toby Jones,  Franz Rogowski,  Laura Verlinden,  Aurélia Petit,  Hille Perl, Hassam Ghancy,  Nabiha Akkari,  Joud Geistlich,  Philippe du Janerand, Dominique Besnehard,  Bruno Tuchszer,  Alexandre Carriere,  Nathalie Richard, David Yelland,  Maryline Even,  Frédéric Lampir,  Jack Claudany,  Waël Sersoub, Marie-Pierre Feringue,  Maëlle Bellec,  David El Hakim,  Timothé 'Tim' Buquen.

No es la primera vez que Haneke adopta un punto de vista lejano respecto de aquello que ocurre en la acción, como vimos en Caché. En este caso, además, se atreve, como ya lo han hecho otras películas antes que la suya, a colocar la cámara tras el visor de la cámara del móvil o plantarla ante el ordenador, como presencia dominante en la pantalla, donde se siguen diálogos de dos amantes encendidos, en abierto contraste irónico con el efecto cinematográfico que produce la atmósfera cibernética en la que se produce dicho intercambio de pasiones. La contemplación en plano fijo de una obra en la que, de repente, se desmorona un muro de contención de la obra, con la consiguiente avalancha de tierra, da paso al lento conocimiento de los personajes y de los hechos, que van surgiendo como cuentagotas y de los que no siempre acaba teniendo el espectador una idea clara, como cuando el hijo de la empresaria va a un barrio obrero y es salvajamente apaleado sin que sepamos el porqué. Como no sabemos, después, por qué ese mismo hijo rechaza agresivamente el consuelo de su madre. Poco después volvemos a la cámara del móvil para ver cómo una preadolescente observa a través de ese móvil cómo ha envenenado a su hámster y comprobar su muerte, que escenifica con un golpe en el cuello del animal como si fuera una ejecución con guillotina, todo ello para “librarlo” de una existencia atada a la rueda sin fin del karma en la que ha tenido la maldición de encarnarse siempre como hámster. El padre, un doctor, hermano de la empresaria, que ha rehecho su vida con otra mujer, con quien tiene un hijo, pero que ya anda enamorado de otra con quien se comunica a través del correo electrónico al que ha tenido acceso la hija, como le confiesa al padre tras una conversación con él después de haberse intentado suicidar con los restos del medicamento cuya sobredosis llevaron a la muerte a su madre. Si a todo ello añadimos la figura patriarcal de Jean-Louis Trintignant desplazándose en la silla de ruedas en que le dejó su intento de suicidio- tratando de engatusar a unos pobres inmigrantes -la acción de la obra transcurre en Calais- para que le ayuden, intuye el espectador, a morir dándole un empujoncito, ni se sabe si contra los coches que pasan a su lado o en cualquier otro lugar. Más tarde, recuperada la nieta de su intento de suicidio, tiene una entrevista con el abuela en la que este le revela que puso fin a la vida de su mujer, estrangulándola, para que dejara de sufrir, es decir, que enlaza con su ultima película, Amor, en la que el personaje encarnado por Trintignant hace exactamente lo mismo. Como la empresa no va muy bien, la hija decide venderla a una firma inglesa justo antes de casarse con un inglés de quien ni siquiera se sabe si es un alto ejecutivo de ella o un abogado que ha gestionado la venta. En cualquier caso, lo que está claro es que la acción nos ha ido mostrando una situación familiar terrible, en la que no hay personaje, salvo la segunda mujer del médico y su hijo, que no esté más que tocado por un drama vital que condiciona su vida, directa o indirectamente. Todo ello nos lleva a la escena final del banquete nupcial en el que el fin de fiesta se convierte en una desafiante escena en la que el hijo “invita” a aquellos inmigrantes negros a quienes se dirigió el abuelo para que lo ayudaran a bien morir. La escena se resuelve con una violencia de palabra y obra -la madre le rompe un dedo a su hijo sin mayores contemplaciones- y el marido, sin embargo, hace traer una mesa donde sentar a los “invitados”, ante la estupefacción de los otros invitados, a quienes la madre ha confesado que su hijo poco menos que está “en tratamiento” y tiene reacciones “insospechadas” por la que pide disculpas. En medio de ese enredo mayúsculo, el abuelo le pide a la nieta que lo acompañe y le pide que le empuje la silla de ruedas por una rampa que desemboca en el mar, donde cumplir su segundo intento de suicidio. Un vez que la silla entra en el mar, la nieta retrocede rápidamente para buscar su móvil y rodar la escena, momento en el que la hija, que ya se ha percatado de la desaparición del padre, corre hacia él, grabados todos por su sobrina… Happy End es una película que, sin tener la originalidad de otras películas suyas, muchísimo más “impactantes”, construye un espacio de patética decadencia en el que prácticamente no hay más salida que ese happy end egoísta de la desaparición individual, que se extiende, como hemos visto, desde la primera adolescencia hasta la senectud. El hecho de recurrir a los puntos de vista ultramodernos: el ordenador, el móvil, cómo herramientas en principio asépticas, acaba forjando, al cabo, un lenguaje que va apoderándose poco a poco de los comportamientos sociales, impidiendo una socialización como la que quienes tienen más de 60 años han conocido, una necesaria y no siempre gratificante “escuela de vida” en la que se aprendía a resolver conflictos sin apelar a la psicología ni a la psiquiatría, y que hoy día resulta poco menos que batallita de veteranos gagás. La mirada de Haneke es glacial. Se refugia en el plano y en contadísimas ocasiones llegamos al primer plano, salvo cuando la hija le confiesa al padre que se ha intentado suicidad porque tiene un miedo atroz de ser abandonada por este en un centro de internamiento, teniendo en cuenta que a su padre no le interesaba su madre ni le interesa la que ahora es su mujer y madre de su hijo ni, por supuesto, le interesa ella misma, sino esa nueva amante cuyos correos ha leído… La ausencia de banda sonora, salvo unas escenas en la que se ejecuta un solo de violoncelo o el hijo culpabilizado canta en un karaoke buscando no se sabe qué extraña redención, aumenta la frialdad de la cinta y desnuda con mayor acuidad el tormento de los personajes, intensísimo en las expresiones de desvalimiento de los dos extremos de la cadena: el abuelo y la nieta, felizmente unidos en el deseo final del primero. Teníamos miedo, mi Conjunta y yo de ir a verla, pero, para nuestra sorpresa, la sala del Meliès -esa benemérita obra que debería exhibir sus “rescates” a sala llena…- no estábamos solos, y advertimos, eso sí, al salir, que la película no parecía haber producido estragos que se añadieran al fuego de Sodoma y Gomorra que consume estos días de agosto a los barceloneses. Se puede aguantar, algo que nos costó lo suyo con Funny Games, y, al final, incluso es capaz la película de arrancar alguna que otra sonrisa que celebre la ironía de una situación decadente que se enfrenta al desconcierto profundo de nuestro primer tercio de siglo XXI. NO sé si la caída del Imperio Romano fue así, pero, por si acaso, creo que tendré que leer cuanto antes a Edward Gibbon, y entono el mea culpa por no haberlo hecho aún.

domingo, 5 de agosto de 2018

“The Terence Davies Trilogy” y “Of Time and the City”, de Terence Davies, dos obras maestras de la autoficción.




Un afortunado descubrimiento del  director de Historia de una pasión: la autobiografía como documento: entre el documental y la autoficción: el mundo adverso de un homosexual católico en Liverpool.

The Terence Davies Trilogy: Children / Madonna and Child / Death and Transfiguration
Año: 1984
Duración: 96 min.
País: Reino Unido
Dirección: Terence Davies
Guion: Terence Davies
Fotografía: William Diver (B&W)
Reparto: Terry O'Sullivan,  Wilfrid Brambell,  Sheila Raynor,  Gypsy Dave Cooper, Jeanne Doree,  Robin Hooper,  Valerie Lilley,  Phillip Mawdsley,  Iain Munro, Nick Stringer

Título original: Of Time and the City
Año: 2008
Duración: 72 min.
País: Reino Unido
Dirección: Terence Davies
Guion: Terence Davies
Fotografía: Tim Pollard
Reparto: Documentary.

Ahora me cuesta creerlo, dado lo visto, pero en su día fui a ver la biografía fílmica de Emily Dickinson, Historia de una pasión, dirigida también por Davies y, sin embargo, no creí oportuno hacer le la crítica en este Ojo. Ignoro qué me motivó a no hacerla, pero mucho me temo que pudiera deberse a la antipatía profunda que despertaba el árido carácter de la poetisa, un caso excepcional de aislamiento voluntario que recuerda, en parte, el caso de J.D. Salinger. La renuncia puritana a la vida, sobre todo en una poetisa, no es un plato de gusto. A posteriori, y dado lo visto, insisto, hay un nexo evidente ente la perspectiva autobiográfica de la trilogía de Davies y la biografía de la poetisa usamericana. La diferencia, no pequeña, es el riguroso protestantismo de una y el angustioso catolicismo del otro. La Trilogía de Davies se corresponde con sus tres primeros acercamientos al cine: Niños (1976), Virgen con el Niño (1980) y Muerte y Transfiguración (1983), tres cortos que, unidos en una sola proyección, van poco más allá de los 90 minutos y contienen una perspectiva autobiográfica que, en un excepcional blanco y negro -Davies es un director exquisito formalmente- conforman el retrato de un ser que ha sufrido abusos cuando niño, que ha vivido su homosexualidad desde el sentimiento de culpa imbuido por una religiosidad católica y que, en el momento de su muerte, no reniega ni de su deseo ni de su pasado, aunque lo sufra, más que lo viva. Los tres cortos conforman toda una vida en tres momentos bien marcados: la infancia dolorosa, por los abusos y por sufrir a un padre maltratador; la madurez de un oficinista que, al estilo de Foucault, se enfunda el cuero de las aventuras nocturnas transgresoras frente al modoso traje del trabajo cotidiano, un ser volcado en el cuidado de su madre, quien depende físicamente de sus cuidados, que le prodiga con verdadero amor; y, finalmente, el anciano solitario que es atendido en sus horas finales mientras recuerda otras épocas de su vida, otros momentos amargos y los logros gozosos de su vida pecaminosa hacia la que tiende su boca succionadora en el momento del tránsito. Los planos fijos, la medida puesta en escena con  objetos cotidianos usualmente anodinos, los exteriores de la cotidianeidad, como el ferry, el metro o las calles, permiten una introspección en los personajes a los que, de tanto en tanto, captura un leve movimiento de zoom o un barrido lentísimo de la cámara, como si temiera enfocarlos descaradamente. Por lo general, dominan en los cortos los encuadres sombríos en los que destaca el perfil del protagonista, recortado como una sombra chinesca. Son muy frecuentes los momentos emotivos en los que el personaje libera, además,  un llanto incontrolable y doloroso en que se resumen las desdichas de una vida a contracorriente de lo socialmente aceptado. A ese respecto, las terribles escenas de la severa vida colegial, con sus castigos ritualizados o la actitud vejatoria de los profesores se cargan de un significado violento que comprenderán muy bien quienes hayan sido educados en colegios religiosos durante el franquismo. En sentido contrario, merece mucho ser destacada la lírica escena en la que el protagonista, un colegial confuso y tímido, comparte las duchas colectivas y se queda pasmado ante un verdadero adonis que entra en ellas y se deja acariciar el torso hercúleo por la lengua líquida de la ducha mientras se introduce la mano por dentro del bañador en los genitales… La peculiar gramática fílmica de Davies, muy amiga del plano fijo y el fondo musical clásico, con movimientos casi imperceptibles de los personajes, contrasta con las explosiones de ira o de complacencia en la victoria sobre las distintas encarnaciones del mal que nos ofrece como la otra cara de ese mundo silencioso de los oprimidos, de los negados. A mí, en particular, me ha fascinado la secuencia, dentro de la catedral, en la que el personaje habla con un tatuador para interesarse si le puede hacer un tatuaje en el pene -y se entiende que ha de ser, por el contexto, un mensaje religioso-. La reticencia del tatuador a tener que sostener el falo en la mano para trabajar le hace ir aumentando el precio del trabajo a cada nueva consideración de lo que ha de hacer. ¡Qué profanación tan extraña la de esa conversacion en el templo!, pero no es menor la angustia del personaje que nevesita reafirmarse en sus dos instintos básicos que lo definen como persona: el sexo homosexual y sus profundísimas creencias religiosas. No es de extrañar que a este hombre le haya costado tanto conseguir financiación para sus películas, de ahí no solo la distancia entre unos y otras, sino también el escaso número de películas en su carrera. Of Time and the City significó algo así como su “renacimiento” filmográfico, y escogió, fiel a su capacidad innovadora, un género, el documental, que tiñe de un contenido autobiográfico indirecto, pues su evocación del Liverpool de posguerra, usando filmaciones antiguas y combinándolas con las tomas modernas de la ciudad diseñadas por él, es, en realidad, una meditación filosófica sobre el paso del tiempo y la cambiante naturaleza de los seres humanos, tan prestos a identificarse con el ser lejano que fueron como a marcar una distancia infinita entre su presente y aquel pasado borroso que emerge en la memoria al compás de ciertas canciones, de ciertas plegarias, de ciertos edificios, de los rostros de ciertas personas comunes con quienes nos hemos cruzado por doquier durante esos turbios años de nuestro desarrollo… para bien, para mal y para la indiferencia. De verdad, no creo que la ciudad de Liverpool, la ciudad del fútbol y de los Beatles, tenga un homenaje cinematográfico como el que ha compuesto Terence Davies. Cada plano, cada actividad, cada barrio, cada toma, en definitiva, están llenas de una poderosa carga de melancolía y belleza. No es, en el fondo, un retrato complaciente, porque hay una crítica profunda a la intolerancia de un modelo social conservador y católico que dominó la ciudad durante mucho tiempo, condicionando terriblemente las conciencias de quienes, para los estrechos cauces de su doctrina religiosa, vivían nada menos que en pecado nefando, peor que el peor de los mortales. El autor desgrana, al hilo de encuadres sorprendentes sobre la ciudad -tomando muy de lejos como modelo Berlín, sinfonía de una ciudad, de Walter Ruttmann, dada la presencia dominante de las músicas de todo tipo en la película-, una reflexión sobre la inaprehensibilidad del tiempo y la desventajosa situación en que las personas encaramos su mirífica obra de destrucción. Davies tiene la delicadeza de escoger un buen ramillete de frases de autores célebres, Joyce, T.S. Eliot, etc., que le eximen de ser acusado de lirismo empalagoso si hubieran sido suyas. Eso sí, como las dice con su voz de barítono, llena de un sano escepticismo y una consoladora ironía, ni siquiera la más floja de ellas suena impostada, antes al contrario, parece que hemos abierto el libro de Boecio, Consolación de la Filosofía, y nos dejamos llevar por la mejor de las caricias para el corazón y el entendimiento. Si a eso añadimos músicas excepcionales, como el Concertino para guitarra de Bacarisse, el placer se vuelve ya indescriptible. Es difícil captar el pulso vivo, pasado y presente de una ciudad sin caer en cierto manierismo o folclorismo o visión piadosa, pero Terence Davies se sobrepone a todas las trampas que acechan a un documental como el suyo y consigue arrastrarnos al corazón de su visión como si hubiéramos nacido allí y hubiéramos recorrido, de niños, esas calles, porque lo que sí es seguro es que vivimos -los que tenemos esa “cierta”, ¡y por cierta siempre temida por algunos!, edad- la presión católica sobre nuestro comportamiento y sobre nuestras expectativas vitales. Es importante ver este magnífico programa doble de una tirada, porque, entonces, la inmersión en el mundo del autor, a través de la ficción y del documento, alcanza al nivel de experiencia completísima e insustituible.

viernes, 3 de agosto de 2018

“El incidente”, de Larry Peerce o un Haneke avant la lettre…



La diseminación de los conflictos y la recolección del terror: El incidente o la piedra de toque de la dignidad humana.

Título original: The Incident
Año: 1967
Duración: 100 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Larry Peerce
Guion: Nicholas E. Baehr
Música: Terry Knight
Fotografía: Gerald Hirschfeld (B&W)
Reparto: Martin Sheen,  Tony Musante,  Beau Bridges,  Thelma Ritter,  Ruby Dee,  Brock Peters, Jack Gilford,  Gary Merrill,  Jan Sterling,  Mike Kellin,  Ed McMahon,  Donna Mills, Diana Van der Vlis,  Robert Fields,  Robert Bannard,  Victor Arnold.

Antes de entrar en el desarrollo de la trama, llevada a cabo a través de un guion perfectamente estructurado y con un sentido de la potenciación del clímax muy de loar y agradecer, a pesar de que tiene no poco de experimento sociológico con cobayas seleccionadas; antes de ello, que es lo verdaderamente importante, quiero destacar el comienzo de la película con un blanco y negro de thriller espectacular de una cámara que sigue las peripecias de dos delincuentes de poca monta que, aburridos hasta de sí mismos, solo hallan en el alcohol y en la transgresión de la ley la diversión a su medida. Son dos actores jóvenes, una joven promesa camino de convertirse en solida realidad, Tony Musante y un debutante, Martin Sheen, llamado a mayor gloria cinematográfica que el anterior, que buscan el modo de animar una noche de fiesta en una ciudad desierta, oscura y llena de pequeñas historias de personajes en conflicto: una pareja con una hija que no se entienden entre ellos, un homosexual timorato, dos soldados, uno de ellos Beau Bridges, con el brazo escayolado, clave en el desenlace, un alcohólico camino de casa para hacer una entrevista crucial para su futuro laboral, una mujer malmaridada con un profesor apocado, una pareja negra con un hombre combativo hasta la agresión para que se respeten sus derechos civiles, dos viejos quejicas y dos jóvenes con una arrebatadora urgencia sexual. El reparto es de fábula y no hay interpretación que no esté a la altura de lo que se espera de ellos para una película tan comprometida. Todos, sin excepción, actúan a un nivel superlativo, y de ahí la calidad de la cinta: nadie falla; todo asiste: dirección, fotografía, música, puesta en escena… (un vagón recreado en estudio porque las autoridades del Subway no dieron permiso para rodar en uno de verdad, por el mal nombre que podía asociarse a la empresa… Paulatinamente, se van presentando los personajes, quienes van entrando en el mismo vagón del tren nocturno que todos cogen para regresar a casa. El mismo, claro está, al que suben, en último lugar, los dos jóvenes alocados y salvajes que van a provocar un desafío múltiple al que nadie se atreverá a hacer frente. Había vito la película hace milenios, pero ¡por suerte! no recordaba las historias de todos los personajes ni ciertos detalles en los que ahora sí me he fijado. He decir ante todo que se trata de una película al estilo de Haneke, con lo que eso significa, es decir, que se trata de hacer pasar un mal rato al espectador, lo cual consigue  a las mil maravillas, porque todas las situaciones previas al “incidente” aventuran un desarrollo entre terrible y trágico que no nos defraudará. En cuanto entran los jóvenes, se intuye sin demasiado esfuerzo lo que acabará pasando, que el joven Musante, secundado como comparsa por Sheen, irá enfrentándose, de una forma humillante para ellos, con todos los pasajeros que intentan evitar que los jóvenes profanen el sueño de un borracho que va tendido en uno de los asientos corridos del metro. El nivel de realismo dramático de cada uno de esos enfrentamientos va desnudando las psicologías que hasta ese momento conocíamos con otras manifestaciones que acaban chocando con las que desnuda el agresivo joven del extrarradio, armado con una navaja y con el apoyo incondicional de su compañero. La metáfora política de la película está clara, porque enfrenta a  ciudadanos democráticos con una toma violenta del poder por parte de un grupúsculo al que bien puede calificársele de terrorista, dado que su principal cometido es aterrorizar a los pasajeros para imponer su abuso sobre todos ellos. En ese sentido, es muy tensa la escena en la que el Romeo que había manifestado una dureza de pedernal ante la represión sexual de su pareja asiste sumiso y como si no fuera con él a un abuso de ella por parte del joven, acción que se produce fuera de campo, pero cuyos efectos sí que se manifiestan a través del rostro doloroso y ultrajado de ella. Poco a poco todos van pasando por la piedra de toque de la agresión que los desnuda humanamente, esto es, que saca sus miserias a la luz del conocimiento público, con las consiguientes sorpresas de rigor. La alternancia entre las imágenes nocturnas del metro y el interior del vagón crean un ritmo desasosegante que deriva en un crescendo angustioso hasta que se oye el grito de rigor que los espectadores esperan dese que comienza el “baile” de las imposturas: ¡Basta!, y la decisión de plantar cara a dos conatos de asesinos sin escrúpulos. Cuando llega el grito y la gesta heroica, los espectadores han pasado revista a no pocas derrotas humanas, una visión social nada agradable de ver, porque a nadie le gusta ver las miserias que nos retratan como seres lastimosos, cobardes o impostores. Cuando llega el desenlace, pues, acumulamos un derrotismo psicológico muy pesado, tanto que la reacción heroica del joven soldado con el brazo escayolado enfrentándose a los dos matones de poca monta, pero con capacidad para matar con la navaja en cualquier momento, apenas nos sirve como catarsis, si bien acompañamos con toda nuestra alma al brazo ejecutor que se ensaña con el joven delincuente, una actitud que me recordó la explosión de alegría que manifestaron los británicos en el estreno de Los santos inocentes cuando Azarías cuelga por el cuello de la rama de una encina al señorito Iván, a pesar de lo mirados que son ellos, los ingleses, para cualquier daño que se le cause a un animal en un rodaje… No me extiendo acerca del desenlace, porque es una vigorosa escena que conviene ver sin estar advertido de su desarrollo; pero sí que es llamativo, cundo consiguen abrir la puerta del vagón y llamar a la policía que lo primera que esta hace, sin saber nada de nada de lo que está ocurriendo allí dentro, es lanzarse contra el negro para reducirlo. ¡Qué magnífico golpe de guion! ¡Qué crudelísima realidad! Bueno, la cinta, toda ella, explota hasta el infinito las posibilidades de colocar la cámara en un espacio tan reducido, pero consigue hacerlo y crear un ritmo paralelo al sonido del propio tren que genera un desasosiego  estremecedor en los espectadores. Todo augura un final trágico y eso es lo que se consigue. Pero, como en los viajes, lo importante no es llegar, sino cuanto nos hemos ido encontrando por el camino y, en este caso, lo que nos encontramos es un retrato amargo de una sociedad usamericana dominada por la sensación de fracaso y próxima, sin embargo, a una revolución de las costumbres que la transformarán por completo. Por lo que he podido leer, Larry Peerce no volvió a dirigir ninguna película tan impactante como esta tercera suya, aunque su corta carrera tiene títulos de corte social tan comprometidos con la realidad de su época como la presente.


jueves, 2 de agosto de 2018

“Amor de verano”, de Gilbert Cates, un título desafortunado para un convincente drama psiquiátrico.



Los ambiguos límites entre la cordura y la locura: Amor de verano o una historia familiar que linda con el terror psicológico.  



Título original: Dragonfly
Año: 1976
Duración; 98 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Gilbert Cates
Guion: N. Richard Nash
Música: Stephen Lawrence
Fotografía: Gerald Hirschfeld
Reparto: Beau Bridges,  Susan Sarandon,  James Noble,  Ann Wedgeworth,  Harriet Rogers, Linda Miller,  Mildred Dunnock,  Ed Setrakian,  Andrew Bloch,  James Otis.

Escogida al azar por la presencia en la carátula de Susan Sarandon, la intuición ha funcionado una vez más. Gilbert Cates, un director en plenitud creativa en esa década un tanto “oscura” para el cine como la de los años 70, si juzgamos por los numerosos clásicos que se rodaron en los 50 y los 60, dirigió esta película tres años después de una de las más reconocidas de su carrera, Deseos de verano, sueños de invierno, con Joanne Woodward y con una temática psicológica y social verdaderamente punzante, entonces e incluso hoy, una película que no tardaré en ver si me la consiguen en Tallers 79. El desafortunado título de esta película, frente al de Libélula del original, íntimamente relacionado con el desarrollo de la acción, es equívoco respecto del contenido de la historia que desarrolla y puede incluso condicionar la recepción del espectador, desengañado de la prometida historia de amor que resulta muy pero que muy marginal en la historia, aunque tenga su importancia en el desenlace. He de comenzar la crítica elogiando como se merece el papel que representa Beau Bridges, no solo porque es un prodigio de verosimilitud sino porque es él quien mantiene la película en pie con una solvencia impropia para un relativamente joven actor, porque, a pesar del aire aniñado que tiene, había cumplido los 3 cuando rodó esta película y llevaba, desde 1948 trabajando en el cine y en la televisión. Aquí hace el papel de un enfermo mental que ha estado recluido en una institución psiquiátrica desde los 13 años sin saber exactamente por qué. La acción arranca el día en que los psiquiatras y la autoridad deciden que el tratamiento ha funcionado y está ya en disposición de reintegrarse a la sociedad libremente. El comportamiento del protagonista es inquietante, en todo momento,  y refleja extraordinariamente la complejidad del laberinto mental en el que ha vivido y aún vive el personaje. Sale de su cárcel psiquiátrica con un único objetivo: encontrar a su familia, a su único hermano, para que le revele exactamente cuál fue la razón de su internamiento, porque él está convencido de haber sido ingresado por haber matado a la madre. La narración adopta, pues, una estructura propia de road movie que se materializa, sin embargo, en una sucesión de encuentros que irán jalonando esa vía purgativa hacia el conocimiento de lo que ocurrió en realidad. El primero es con la encargada del bar de un cine del pueblo donde vivió su familia e inicia las pesquisas para encontrar a su familia. Hablamos de Susan Sarandon, que venía de una participación notable en Primera Plana, de Wilder, pero que no sirvió para reconocerle el mérito que le granjearía después Atlantic City, de Louis Malle, por ejemplo. La relación entre Sarandon y el inquietante y misterioso desconocido se mueve a medias entre el instinto maternal de proteger a alguien a quien reconoce como desvalido y el temor a tenérselas que ver con un psicópata que pueda darle algo más que un disgusto. El episodio central de su relación deja paso, en poco tiempo, a la continuación de sus pesquisas, que lo llevarán, finalmente a casa de su hermano. Antes de llegar allí,  se aloja en un motel de carretera en el que la sueña, estando su esposo ausente se insinúa al joven y lo seduce. Cuando llega el marido llega y descubre la infidelidad, la emprende a golpes con l esposa; el joven se interpone y entonces es acometido por el marido. Coge una cadena de la furgoneta para enfrentarse al salvaje, pero, en vez de arremeter contra él, comienza a golpear la parte trasera del vehículo con una insistencia, energía y furia atronadoras, siguiendo la norma de oro que le inculcaron en el Sanatorio: dirigir la violencia contra los objetos, no contra las personas. Finalmente aparece ante la casa de su hermano y se encuentra con la esposa, quien lo invita a pasar. En la casa descubre al único sobrino que tiene, aquejado de mongolismo, con quien, sorprendentemente para la madre, hace excelentes migas. Su hermano, que ha huido de él toda su vida porque no quiere tener nada que ver con un enfermo mental que arruinó la vida familiar se niega a acogerlo en su casa, a pesar de las protestas de su esposa, quien descubre en él una compañía muy positiva para su hijo, una compañía que le permitiría crecer, socializarse e incluso desarrollarse. La escena en la que ambos hermanos discuten acerca de la necesidad de información de uno y la pretextada ignorancia del otro alcanza una tensión extraordinaria que nos trae a la memoria viejas escenas del nerorrealismo. El prejuicio del hermano puede con los intentos de la mujer de acogerlo y, finalmente, ha de marchar y seguir su camino. El hermano llama al Sanatorio para revelar que la madre está viva, a pesar de que él creía que la había asesinado. Chloe (Susan Sarandon) va al Sanatorio en su busca y allí se entera de esa noticia que, cuando vuelve a encontrar a Jeff para convencerlo de que vuelva con ella, le comunica, para estupefacción de Jeff. Y entonces llegamos al final de la road movie que se ha materializado en people movie, una sucesión de encuentros que han puesto a prueba su capacidad de adaptación a un mundo ciertamente hostil: el del trabajo, el de la relación inédita con el otro sexo, el de las relaciones familiares y, como apoteosis, el enfrentamiento con la madre…, sobre el cual me abstengo de decir ni sugerir nada, porque es una escena tremenda, interpretada con un verismo impactante que se convierte en un desenlace agónico que desnuda la naturaleza humana de una forma brutal y estremecedora. Si Beau Bridges logra, aquí una de sus mejores interpretaciones -después de esta lo he visto en The incident, de Larry Peerce, su tercera película, y si en ella está sobresaliente, ¡qué lejos queda de la excelencia de la presente! Al comienzo de la película me recordó, en parte, el papel de Dustin Hoffmann en Rainman, pero poco a poco va desarrollando una caracterología muy distinta de la del autista, en la que el conflicto con la ira y la violencia se vuelve dominante e inquietante para con quienes se relaciona. En fin, no sé si tiene actualmente muchos seguidores Gilbert Cates, pero hay toneladas de verdad y de sensibilidad en esta película que explora las tenebrosas vías de los trastornos psicológicos.



miércoles, 1 de agosto de 2018

“Hombres errantes”, de Nicholas Ray o la Fiesta Nacional usamericana…



Entre el documental y la hagiografía del héroe sentimental: Hombres errantes o la encumbrada ética  de los perdedores.

Título original: The Lusty Men
Año: 1952
Duración: 113 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Nicholas Ray
Guion: Horace McCoy, David Dortort (Novela: Claude Stanush)
Música: Roy Webb
Fotografía: Lee Garmes (B&W)
Reparto: Robert Mitchum,  Susan Hayward,  Arthur Kennedy,  Arthur Hunnicutt,  Frank Faylen, Glenn Strange,  Lane Chandler,  Walter Coy,  Carol Nugent,  Maria Hart,  Lorna Thayer.

Del mismo modo que Johnny Guitar no tiene de western más que la época en que transcurre la acción, ciertos decorados y el vestuario, Hombres errantes, que no es un western ni por la época ni por el vestuario, tiene todas las trazas del mejor de ellos, porque el viejo pistolero -en este caso un héroe legendario del rodeo- que regresa en busca de la tranquilidad del hogar, dispuesto a “instalarse” en vez de continuar con ese nomadismo legendario de los héroes del far west, siempre dispuestos a iniciar de nuevo su vida baqueteada en cualquier lugar, va a convertirse en el rival amoroso de un ambicioso inexperto que quiere ocupar su puesto en ese mundo de los rodeos, a medio camino entre la tradición de los viejos cow-boys y el espectáculo circense. Se ha escrito mucho sobre el concepto de “western decadente”, algunos hablan, incluso, tomando el concepto de la Literatura, del “dirty western”, y Hombres errantes caería de lleno bajo esa etiqueta, aunque no estamos lejos, por supuesto, de un excelente melodrama. La aparición en la película de filmaciones documentales sobre rodeos auténticos le concede a la película una veracidad notable que contribuye poderosamente a ambientar una doble historia de ambición, lealtad y respetuoso pero ardiente amor en la que el trío protagonista, con un impecable Robert Mitchum, nos atrapa a los espectadores. La historia es simple, un hambriento de gloria y de dinero, aficionado a los rodeos, descubre, junto  su casa, a una vieja gloria de los mismos y consigue de él que se convierta en su asesor/entrenador para probar suerte en ese mundo competitivo que va de feria en feria encandilando a los espectadores con un espectáculo que apela al sentimentalismo con que se reviven los tiempos heroicos de los cow-boys que conquistaron el oeste. Una vez que, tras los entrenamiento de rigor, aceden al circuito y se integran en la troupe que recorre los caminos, la película deriva hacia un intimismo de la vida cotidiana de esos esforzados de la ruta circense que cuentan sus apariciones por heridas, leves o graves, que marcan sus carreras profesionales, a tiempo que irrumpe la perspectiva femenina de las acompañantes de los héroes. Esa bipartición de perspectivas enriquece mucho el desarrollo de la trama y favorece la aparición del melodrama, porque cuando el candidato a recoger el testigo del viejo rey del rodeo llega a la cumbre, su comportamiento sigue el esquema clásico de quienes pierden de vista la realidad que los rodea y se dejan llevar por un triunfo que los aparta de las sólidas raíces de su vida anterior. En este caso, Arthur Kennedy, espléndido en este papel, como en casi todos cuantos hizo a lo largo de su vida como actor, le había prometido a su esposa -Susan Hayward borda el papel de mujer desengañada pero siempre con la esperanza de que su alocado marido recobre la cordura y se avenga a razones y a sentimientos compartidos-, que en cuanto sacaran dinero suficiente para comprar el rancho de sus sueños, lo dejaría. Eso es lo mismo, por otro lado, que busca su mentor, Mitchum, quien, con una discreta elegancia amorosa, aguarda su oportunidad para ofrecerse a la mujer como la mejor versión sedentaria de una relación tranquila. En esa dirección parece discurrir todo hasta que, advertido Mitchum de la imposibilidad de que la mujer lo prefiera a su esposo, decide “arrebatarle” la gloria del cetro de los cow-boys a su heredero para jugar su última carta de prestigio ante ella. A pesar de sus lesiones, ocurre lo que se intuye, una espuela retiene el pie del vaquero tras ser derribado (No hay caballo que no pueda ser montado, ni vaquero que no pueda ser derribado es la declaración de principios de la película.) y el protagonista, Jeff es arrastrado por el animal hasta que consiguen desengancharlo. ¿Resultado? Una costilla le perfora el pulmón y muere en brazos de su amor imposible en una escena acorde con la dimensión mítica del héroe legendario de los rodeos. Conocida la muerte, el heredero sufre el último desengaño y se reconcilia con su esposa, un happy end con sabor a moraleja que no anula, de ninguna de las maneras, la soberbia interpretación del trío protagonista, con un duelo de réplicas a cargo de Mitchum que harán las delicias de los seguidores de Ray y que contribuyen a dotar de ese halo mítico al personaje protagonista. Veinte años después, Sam Pechinpah dirigió  Junior Bonner, con Steve McQueen, ahondando en la misma temática, pero, a mi modo de ver, Ray se lleva el gato al agua, no solo por la fotografía en blanco y negro y unos encuadres intimistas que adensan la trama, sino porque su visión por de dentro del mundo de los rodeos, la Fiesta Nacional usamericana por excelencia, después de la Super Bowl, permite tener una visión muy cercana de lo que hay detrás del espectáculo. Además de la relación triangular hay algunos otros retratos de  personajes cuyo relieve permite entender la película, hasta cierto punto,  como una cinta coral, comunitaria. Nicholas Ray sabía imprimir a sus películas una aureola de clásicos que, al menos en este caso, es la mar de convincente, de ahí la fluidez de la narración y las tomas siempre espectaculares del rodeo. Una gozada, ciertamente.