La sublimación de la pasión en un contexto de comedia
bufa: Madame de… o el magisterio de
un grande del cine: Max Ophüls.
Título original: Madame de...
Año: 1953
Duración: 102 min.
País: Francia
Dirección: Max Ophüls
Guion: Max Ophüls, Marcel Achard, Annette Wademant (Novela: Louise de
Vilmorin)
Música: George Van Parys, Oscar Strauss
Fotografía: Christian Matras (B&W)
Reparto: Danielle Darrieux,
Charles Boyer, Vittorio De
Sica, Jean Debucourt, Lia de Lea, Mireille Perrey, Jean Galland.
Llego a las 500 películas criticadas con una rodada en 1953, año en que nací. Me congratulo, porque no sabía con cuál de ellas llegaría a esta cifra redonda, de haberlo hecho con una obra maestra absoluta.
Comienza la película con un movimiento de cámara que
sigue la búsqueda de unos pendientes por los mil cajones del tocador y vestidor
de una condesa sin que en ningún momento accedamos al conocimiento de la
protagonista, quien, poco a poco, a través de reflejos en los espejos de
algunas puertas, se le va descubriendo al espectador, hasta que reconoce a una
hermosa y cautivadora Danielle Darrieux, ligera y enigmática, intrigante y seductora.
Este juego cinematográfico, hermosísimo, es metáfora de toda la película. Todo
comienza con un aire de vodevil o de opereta ligera, superficial, con un tono
amable y con una ironía zumbona por parte del ojo que planifica y observa lo
que ocurre en los planos: está uno incluso tentado de juzgar, apresuradamente,
que para ese viaje temático no eran necesarias alforjas tan brillantes como la
realización de Ophüls, con un registro quintaesenciado de sus demostradas
habilidades técnicas a lo largo de una de las grandes carreras artísticas del
Séptimo Arte. Los personajes secundarios que se mueven por las escenas con la
ligereza de quien aporta una nota de cotidianidad cómica se cruzan con una
acción que, en apariencia, parece incorporar un juego frívolo, casi banal. La
mujer de un prosopopeyesco general francés se ve obligada a vender unos
pendientes que le regaló su marido para poder atender a sus muchos caprichos.
El joyero se los recompra pero se lo comunica al general, quien se los vuelve a
comprar. Ella dice que los ha perdido. Él se los regala a una amante que se va
a Constantinopla en busca de mejor fortuna, y oculta a su mujer su conocimiento
de la venta de las joyas. Ese juego de secretos y mentiras va a enredarse a lo
largo de la narración de una forma original y divertida, porque las joyas
acabarán pasando de mano en mano hasta volver de nuevo a manos de su dueña, en
una peripecia de compraventas digna del mejor vodevil, lo que refuerza esa línea
levemente cómica, más propiamente irónica, que domina la narración hasta que, ¡ay,
Eros!, aparece un diplomático italiano, el barón Fabrizio Donati -un
excepcional Vittorio de Sica- de quien poco a poco, por insistencia de este,
ante lo que considera una dejación de funciones del marido, un abandono del
campo de batalla por los favores de la protagonista, ella acaba enamorándose.
Ese “proceso de amores”, que tanto recuerda la novela sentimental del siglo XV,
tiene secuencias memorables, antológicas, dignas de la más arrebatada tragedia
amorosa que imaginarse pueda, como esa despedida de ambos amantes, cada uno a
un lado de la puerta, arrimándose ella a la misma y constatando la fiebre
amorosa que se ha apoderado de ella, o, mientras su marido está de maniobras, el encadenamiento de secuencias en que van
bailando, día tras día, pasando de un escenario a otro en una especie de idilio
sin fin, absolutamente original y exquisito. No quiero entrar en el desenlace
de la película, por supuesto, pero, estando ya ella enferma, las secuencias de
su intento de detener el duelo entre los dos hombres, en plena naturaleza,
consigue momentos de un profundo dramatismo, y confirma lo que venimos
diciendo, el modo sutil como un planteamiento totalmente “galante”, dominado
por la frivolidad, acaba evolucionando hacia sentimientos profundos trágicamente
expresados y filmados con la fuerza imaginativa que una tragedia exige. Sí, es
posible que el carácter de ella, amiga de “enredar” a sus pretendientes, en un
juego de conducta licenciosa que comparte con su marido, y del que sale también
damnificado el único amante en quien ella reconoce, finalmente, haber hallado
el verdadero amor, disuada a algunos de conceder a esta película de Ophüls la importancia
que tiene, pero puedo asegurar que la complejidad argumental de esta historia,
a través de ese juego de mentiras, imposturas, descubrimientos, engaños, pequeñas
maldades y grandes pasiones merece ser considerada como lo que es: una de las
grandes películas de la historia del cine, y ello en un autor cuyas obras se
cuentan por obras maestras. En esta, si cabe, su técnica de rodar desde fuera a
dentro, desde el exterior de puertas y ventanas desde los que la cámara sigue a
los personajes en lagos travelines se acentúa para confirmarse en lo que es:
una técnica de introspección que, por decirlo en términos coloquiales, se toma
cierta distancia y cierto tiempo antes de entrar, de lleno, en el terreno
frágil y palpitante de las emociones fuertes, poderosas, las que condicionan el
destino de una vida humana. No soy
especialmente afín a Charles Boyer, pero he de confesar que su composición del
general tolerante que contempla con relativa frialdad cómplice los devaneos de
su esposa es de una riqueza interpretativa magnífica. Parece que no haya sido
otra cosa en su vida que ese general hipócrita y autoritario que juega con la
falsa permisividad de su actitud hacia la frívola coquetería de su esposa. De
igual manera, el diplomático De Sica consigue arrancar a su personaje esos
matices imprescindibles del amante apasionado y al tiempo respetuoso y
paciente, por un lado, y al amante decepcionado por las mentiras innecesarias
de una amante atrapada en su red de embustes, incapaz de discernir, hasta que
ya es demasiado tarde, el acento sincero de la auténtica pasión que se apodera
de ella cuando, prácticamente, ya casi diríase que no tienen sus males remedio.
Créaseme, aunque parezca exageración mi juicio, que no hay otra película -entre
las que yo haya visto, por supuesto, y van ya para algunos miles…- capaz de
hacer progresar la acción desde un genero a otro, desde el vodevil a la
tragedia, como esta Madame de…cuyo anonimato misterioso forma parte de ese
mundo galante cuyo retrato vivo logra recrear Ophüls con tanta ironía como
verosimilitud. ¡Qué suerte había tenido de no haberla visto aún! Y sí, sé que un
crítico no puede permitirse ignorancias como la presente, pero he de confesar
que siempre resulta más placentero hallar una joya como Madame de… cuando se está en condición, por edad, saber y gobierno…,
de saberla apreciar en su justa medida.