viernes, 11 de abril de 2014

8 apellidos vascos: El sainete remozado o el bálsamo de Fierabrás para las llagas nacionalistas.

Título original: Ocho apellidos vascos
Año: 2014
Duración: 98 min.
País:  España
Guión: Borja Cobeaga, Diego San José
Música: Fernando Velázquez
Fotografía: Gonzalo F. Berridi, Juan Molina

                                                       


Semanas atrás publiqué en este diario, en la sección El carro de Tespis, la crítica del divertidísimo sainete lírico L’esquella de la torratxa, de Serafí Pitarra, alias de Frederic Soler, quien, además, utilizó también, y eso lo ignoran la mayoría de los profesores de literatura catalana, el alias de Silvia del Río, lo que prueba el espíritu festivo y  desacomplejado de nuestro ilustre dramaturgo. Pues bien, la película del director madrileño Emilio Martínez-Lázaro, también un sainete, consigue en el espectador el mismo efecto: obligarlo, por el buen hacer de los protagonistas y un guión manifiestamente mejorable, a reírse de las famosas identidades nacionales que, a menudo, no son sino escudos contra la ausencia de un verdadero y sólido proyecto personal individual.
 Planteada como una comedia romántica, siguiendo las claves del cine americano, a pesar del tema, los personajes y el espacio, Martínez-Lázaro, autor de un magnífico y también divertidísimo musical titulado El otro lado de la cama, película más taquillera de 2002, de igual manera que estos 8 apellidos vascos lleva camino de serlo de 2014, ha sabido encontrar la tecla del éxito popular, al que se llega, como es obvio, con más oficio y ganas de divertir, poniéndolo todo en solfa, sin respetar “parcelas sagradas”, que con ánimos de trascendencia y solemnidad, al pomposo estilo Mas-postvarapalo-electoral, tan de moda, se empeñan en cultivar los depositarios del dios de la tribu. Puede parecer un disparate crítico, pero el personaje de Koldo, magníficamente interpretado por Karra Elejalde, está más cerca del de El padre de la novia, con Robert de Niro, por ejemplo, que del de cualquier película española con la que quisiéramos establecer la filiación correspondiente. De igual modo que la situación original, este choque de culturas norte-sur –aunque de ninguno de los dos protagonistas se sepa que tienen ni los más mínimos rudimentos de alguna, más allá de su pertenencia tópica a “los vascos” o a “los andaluces”, que esa es otra…– está inspirado directísimamente en uno de los últimos taquillazos del cine francés: Bienvenidos al Norte, de Dany Boon.
Hablamos, así pues, de un cine sin aspiraciones trascendentales, pero no le podemos quitar el inmenso poder terapéutico que tiene, puesto que nos obliga, con no poca gracia, a reírnos de nosotros mismos, y bien a gusto, a juzgar por las risotadas que oí en la sala llena del cine Aribau, a las que contribuí generosamente. Desde esta perspectiva, la película tiene un inmenso valor, porque nada más devastador para un pueblo, cualquiera, que contemplarse complacido en el espejo del tópico y aspirar a no apartarse ni un jeme de él. Al final, de insistir en esa práctica, se acaba llegando al esperpento de Valle, que consiste en la deformación de la realidad con la “matemática del espejo cóncavo”, algo equivalente a los monstruos que según Goya produce la siesta de la razón…
Es larga la tradición de los tópicos nacionales, un género que nació con el costumbrismo y con los primeros turistas, los románticos ingleses y alemanes en busca del alma primigenia de los pueblos genuinos, diferentes de los suyos, pervertidos por los avances de la civilización, por la impersonalidad alienadora de la revolución industrial, lo que creyeron encontrar sobre todo en el sur de Europa. Las series pictóricas primero, de los hombres y mujeres típicos “pintados por sí mismos”, y la de los descritos a través de las estampas costumbristas, después, dio paso a una consolidación de tópicos contra los que, por ejemplo, lucha en nuestro entorno la Generalitat con relativo éxito, porque ahí están los toros y las flamencas construidas more gaudiano con el mosaico de las teselas pertinentes… Francisco Ayala escribió un libro magnífico al respecto: La imagen de España, que me tomo la libertad de recomendarles encarecidamente.
Está fuera de toda duda que cualquier parecido entre esos tópicos y la verdadera realidad –digo la verdadera, porque los nacionalismos identitarios son forjadores de realidades distorsionadas hasta casi volverlas irreconocibles, y con las que sólo se puede relacionar uno mediante la adhesión, nunca mediante la crítica razonable– es inexistente, pero, artísticamente da un juego excelente, como atestigua la supervivencia de los mismos. De todos modos, y para que se tenga conciencia de la escasa fiabilidad de tales atribuciones caracterológicas, baste recordar que en la Europa del siglo XVII el castellano tenía una fama de gracioso equivalente a la que ahora le adjudicamos a los andaluces, como si no los hubiera entre ellos bastante más siesos que la señora Forcadell…
Los guionistas, Cobeaga y San José, creadores del programa de Euskaltelebista Vaya semanita, equivalente al Polònia de la Alò3 catalana, le han servido a Martínez-Lázaro una historia trufada con todos los tópìcos habidos y por haber, y a pesar de ello, se trata de una historia que funciona. Para ese resultado feliz es indudable que se han de sumar factores ajenos al impulso inicial del proyecto, y uno de ellos, importantísimo, es la atracción que sobre los espectadores ha ejercido un cómico joven con audiencias millonarias en You Tube como Dani Rovira, sobre el que descansa el peso cómico de la película sin que defraude nunca al espectador, abstracción hecha de las secuencias de la protesta kaleborroqueña, un disparate de los pies a la cabeza y rodadas con total desidia, porque no había por dónde enderezar semejante despropósito. Digamos que, frente a la influencia norteamericana, cuya escuela del gag visual es inigualable, en esta película se opta por la comicidad oral, pase lo que pase, si bien los mejores golpes cómicos son aquellos preparados con la técnica americana, como las secuencias de la boda, por ejemplo. El cuarteto protagonista, Elejalde, Machi, Lago y Rovira logran una compenetración extraordinaria que permiten que la ilusión de verosimilitud no decaiga, a pesar de los pesares, lo que en una astracanada –porque la película roza el género inventado por Muñoz Seca- no deja de tener su mérito.
A título anecdótico cabe reseñar que, como ha sucedido con el Alburquerque de Breaking Bad, se ha generado una oferta turística en todos los espacios en los que se ha rodado la película, y no me extraña, porque el País Vasco, y eso nadie lo ignora, es de una belleza arrebatadora.


domingo, 6 de abril de 2014


El Gran Hotel Budapest: Entre la nostalgia y la ironía: El burlesque de entreguerras.
         
Título original: The Grand Budapest Hotel
Año: 2014
Duración: 99 min.
País: Estados Unidos
Director: Wes Anderson
Guión: Wes Anderson (Historia: Wes Anderson, Hugo Guinness)
Música: Alexandre Desplat
Fotografía: Robert D. Yeoman


                                                                               




Quienes hayan visto Moonrise Kingdom, la penúltima película de Wes Anderson, y hayan disfrutado con ella, como le paso a este crítico, tienen el disfrute asegurado con esta película que se proyecta a sala llena, porque con idénticos códigos fílmicos y un reparto en estado de gracia, con la actuación más que sobresaliente del novel Tony Revolori, capaz de eclipsar a la mayoría de sus compañeros de reparto, excepción hecha de un genial Ralph Fiennes que borda la extraordinaria figura de un jefe de conserjes complaciente con las ricas mujeres que son clientes habituales del hotel por mor de su servicio, El gran hotel Budapest tiene una capacidad de persuasión que arranca desde la puesta en escena, a medio camino entre el guiñol y la fastuosidad, tanto del paisaje como de los interiores, y acaba en la solidez de un guión que mejora notablemente el de la película anterior, de carácter más fragmentario. Hay poesía, en la película, y no solo porque  Gustave H., el solícito conserje, sea lector habitual y espléndido declamador de la misma, sino por la extrañísima concepción de una historia a medio camino entre el surrealismo y el realismo mágico, todo ello plasmado desde una alegre y amable ironía que remite, con absoluta determinación, en primer lugar al modelo en el que el autor dice haberse inspirado, Stefan Zweig, y en segundo lugar  a todo un mundo de historias y personajes que van desde aquellos felices 20, frívolos y patéticos, decadentes, con historias transnacionales, transculturales e incluso translingüísticas, hasta los terribles 30 que contemplan la expansión de los nacionalismos totalitarios, y perdóneseme la redundancia. A este crítico, un poco hidráulico, lo reconoce, le gusta esclarecer las fuentes que permiten comprender lo que se ve, sobre todo porque esa es la verdadera función de la tradición: servir de contexto iluminador. ¿Cómo no ver en la puesta en escena de esta película ecos de El resplandor, de Kubrick;  de Tween Peaks, de Lynch;  de la fallida La ciencia del sueño, de Gondry, o de Gosford Park, de Altman, entre otras cercanas? Entre las lejanas, desde Gran Hotel, de Goulding, hasta El prisionero de Zenda, de Thorpe, destaca sobre todas  la filmografía completa de Max Ophüls, quien supo captar aquella época con una exquisitez cinematográfica incomparable, y al que se deben auténticas obras maestras del cine como Lola Montes, Carta de una desconocida y La ronda.
Entre evocación y nostalgia, quizás debamos quedarnos con el primer concepto para definir la perspectiva desde la que afronta el director esta película, porque en la nostalgia –esa hermosa palabra inventada por el suizo Johannes Hofer a finales del siglo XVII–, como su propio nombre declara, hay un regreso doliente al pasado, a lo perdido. Anderson, en todo caso, lleva a cabo una evocación crítica, pero sin acritud, porque consigue crear unos personajes que, a pesar de actuar en un planteamiento paródico, saben transmitir las genuinas emociones que representan. No se echa de menos la terrible época descrita en la película, pero sí ciertos aspectos del mundo galante y refinado que parecía vivir al margen de la dura realidad social sobre la que se sustentaban sus privilegios. Aquella Europa de entreguerras tiene sus seguidores, y uno de ellos, destacadísimo, es Pere Gimferrer, quien en los dos volúmenes de su Dietari tiene páginas llenas de sensibilidad y devoción por aquellas vidas decadentes y, al tiempo, llenas de un glamour que desapareció para siempre con ellas. Elegía, probablemente, sea el tercer concepto que nos permite comprender el punto de vista de Wes Anderson, quien declara en la película haberse inspirado en la obra de un intelectual ejemplar: Stefan Zweig, cuyo suicido en Brasil, convencido de que el nazismo suponía el fin de la humanidad civilizada que él había defendido en su obra, era algo así como el punto final a la época descrita en esta película. Su autobiografía El mundo de ayer (Acantilado, 2002) ha de ser una lectura imprescindible para comprender la época representada en esta película.
Las trama es tan tópica como desenfadado el tratamiento caricaturesco de los personajes, y se acerca deliberadamente al mundo de Agatha Christie mediante el motivo de la herencia tras una muerte cuya autoría puede ser atribuida a miembros de la propia familia y otros allegados, entre los cuales, como un auténtico falso culpable, se halla el Sr, Gustave H., el conserje mayor. La estrecha relación que se establece entre el Sr. Gustave H. y el botones recién incorporado a la plantilla, Zero Moustafá, constituye la espina dorsal de la película, y ello nos permite asistir a la prodigiosa actuación de Tony Revolori, una mezcla deslumbrante  de Peter Sellers y Buster Keaton que no puede dejar indiferente a ningún espectador, y que se hubiera llevado de calle los aplausos del respetable, si de una obra de teatro se tratase. La química entre Fiennes y Revolori es en todo semejante a la relación entre D.Quijote y Sancho Panza, salvando distancias e intenciones últimas, si bien no están muy lejos los ideales caballerescos corteses del conserje y los del Hidalgo manchego, y, al final, Zero Moustafá acaba gobernando su ínsula Barataria, defendiéndola contra las asechanzas del tiempo y de la mediocridad porque representa, para él, el único paraíso que ha conocido.

Como ya sucedía con Moonrise Kingdom, la actuación de cada estrella de las muchas que aparecen en la película está cuidada hasta el detalle para que les sirva, a pesar de la brevedad de sus apariciones, como vehículo de lucimiento y demostración de sus inmensas y reconocidas calidades interpretativas. Ello permite que el guión no tenga apenas momentos muertos, puesto que la sucesión de espléndidas actuaciones confiere a la película un interés suplementario que complace por entero al espectador. No hubo aplausos, en mi sesión, pero ello se debió a que la atmósfera nostálgica que rodea la historia de amor del verdadero protagonista, Zero Moustafá, es la encargada de cerrar la narración, dejando en el espectador la sensación de no haber visto solamente un entretenimiento, sino, sobre todo, una reflexión profunda sobre la belleza, el amor y la lealtad.