Título original: The Rider
Año: 2017
Duración: 104 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Chloé Zhao
Guion: Chloé Zhao
Música: Nathan Halpern
Fotografía: Joshua James Richards
Reparto: Brady Jandreau, Tim Jandreau, Lilly Jandreau, Terri Dawn
Pourier, Cat Clifford, Lane Scott, Tanner Langdeau, James Calhoon, Derrick
Janis.
Título original: Nomadland
Año: 2020
Duración: 108 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Chloé Zhao
Guion: Chloé Zhao. Libro:
Jessica Bruder
Música: Ludovico Einaudi
Fotografía: Joshua James
Richards
Reparto: Frances McDormand, David Strathairn, Linda May, Charlene
Swankie, Bob Wells, Gay DeForest, Patricia Grier.
El intimismo en comunión con la naturaleza: la doble geografía del espíritu y del cuerpo: una conmovida y respetuosa contemplación de la vida y la libertad a caballo(s) entre Bresson y Antonioni…
Con retraso, pero ya he hecho
los deberes: vista, pero no diré que disfrutada, la laureada de los Oscars de
este 2021, cine no muy lejano de Las uvas de la ira, de John Ford, 7
oscars esta y 3 Nomadland, lo que indica que el buen gusto
cinematográfico aún sigue teniendo cierto valor. Como soy crítico aplicado,
quise ver antes la que la precede cronológicamente, The Rider, y ahí pequé como
un tonto inexperto, porque lo que ha hecho la Academia es, en el fondo,
enmendarse a sí misma por haber despreciado una cinta como The Rider que supera
con creces a Nomadland y era acreedora a una buena cosecha de Oscars, porque la
película es una joya que conviene ver después de Nomadland, si no se quiere que
ese visionado nos afecte, como me ha pasado a mí.
En realidad,
estamos ante dos versiones de una misma historia. Por un lado, el cowboy, el
jinete de rodeo, cosido a la naturaleza: a la tierra, a los caballos, a los
suyos próximos e incluso a las armas; por el otro, como lo define uno de los
personajes secundarios de la película, cuando la protagonista va a pedirle
dinero a su hermana, la vieja historia de las caravanas de colonos del Far West:
ambas, como se aprecia, historias de fuerte raigambre fordiana, aunque, como
apunto en el título de la crítica, me parece que la directora, Zhao, tiene más
presentes los ejemplos de Bresson y de Antonioni. Lo de Bresson cae por su
propio peso, porque en The Rider los protagonistas son todo actores no
profesionales que alcanzan unos niveles de veracidad y de emoción difíciles de
conseguir con rostros conocidos, sobre todo porque hablamos de la historia de
una herida imposiboe de cicatrizar: la renuncia a lo que constituye la razón de
ser del protagonista, un héroe del rodeo que, por una caída que le ha abierto
la cabeza, literalmente, ha quedado dañado de tal manera que nunca más va a
poder volver a vivir esos 8 segundos que suponen el éxtasis de un jinete en tan
terrible y peligroso espectáculo como el del rodeo. La película tiene un antecedente
rodado por Nicholas Ray, Hombres
errantes, criticada en este Ojo, muy próxima al desarrollo
argumental de la de Zhao, y que merece un visionado antes o después de The
Rider. El protagonista vive en una familia con escasos posibles y ha de tratar
de reorientar su vida, para lo que se emplea como cajero en un supermercado,
algo que percibe como una autodescalificación íntima. Poco a poco intenta retomar,
al menos, su habilidad para la doma, con escenas extraordinarias que nos
transmiten un amor por los caballos difícil de ejemplificar con mayor
intensidad. La comunión entre el jinete y la cabalgadura, un auténtico centauro
mitológico, es también la de la sabiduría de la persona que penetra los
secretos de la naturaleza. Hay algo de chamán en la habilidad con que el
protagonista se relaciona con los caballos. Por lo dicho, alguien podría
pensar, no sin razón, que estamos más ante un documental que propiamente ante
una película de ficción. Digamos que, apoyándose sólidamente en lo real, Zhao
ha conseguido llevar hasta la cima de la ficción la vida de Brady Jandreau, de
quien se diría que se ha pasado la vida rodando películas, a pesar de que su
laconismo le facilite mucho la labor, pero los mejores vaqueros de Ford no son
muy charlatanes que se diga… Zhao consigue, además, rodar unas imágenes de la
naturaleza que van más allá del marco o de la puesta en escena. Hay algo del
ritmo básico, fundamental, de la vida rural que se ajusta a unos ciclos muy
distintos de los ciclos urbanos propios de la mayorçia de los espectadores, y
en ellos es en los que se entiende a la perfección ese hieratismo del ser destrozado
por su propia pasión: una herida abierta de par en par desde que asistimos a la
contemplación de la cicatriz agresiva que le atraviesa el cráneo hasta un
desenlace que me ahorro, porque forma parte muy hermosa de ese tempo lento en
el que la directora sumerge a los espectadores para que estos vivan el drama
del protagonista desde dentro de su proceso traumático. Es una historia mítica,
porque nos habla de la escisión del centauro: la parte humana ha de volver a
ser exclusivamente humana, independizándose, ¡sin saber cómo!, de la parte
animal a la que se ha uncido, como quien dice, desde que aprendió a caminar,
con la que forma un todo que solo la desgracia de un accidente terrible ha sido
capaz de partir por la mitad. The Rider es una película mística, me atrevería a
decir. El cielo del centauro, representado aquí por esas galopadas perfectamente
sincronizadas, en las que renace el Centauro, son un sustituto de la catarsis
violenta de la doma imposible de los «broncos» a la que se ve obligado a
renunciar, no ya contra su voluntad, sino contra su propia alma. ¡Qué
emocionante la escena en que a un amigo suyo que se ha quedado parapléjico, lo
montan en una silla para imitar la monta de los «broncos»!
No me lo esperaba, lo confieso. Me pilló
desprevenido tal raudal de emoción vital y estética, tan soberbia representación
de una tragedia, porque la renuncia al propio ser, el único que uno desea ser,
es la mayor de las tragedias que podamos imaginar. Y eso que el protagonista
tiene a su alrededor, una hermana autista, un padre ludópata y alcohólico y un
amigo tetrapléjico por una caída en un rodeo… Bresson sabía sacar de sus
actores no profesionales lo que ni siquiera estos fueron capaces de imaginar
que podrían sacar de sí; lo mismo, punto por punto, ocurre con los protagonistas
de esta película, en la que el cowboy de rodeos herido sobresale con luz
propia.
Y de los
hermosos caballos vivos de The Rider, Zhao, siguiendo la llamada de la
productora y actriz Frances McDormand, se embarca en una película con caballos
de vapor, Nomadland, en la que los escenarios naturales tienen la misma función
protagonista que en The Rider, y en la que el espectro social de la
misma no está lejos del de la película anterior. Nomadland trata de la
aventura de unas personas que, incapaces de hacer frente a las deudas de sus
hipotecas contratadas antes de la crisis fatídica de las subprime,
cuando el edificio hipotecario usamericano se hundió, llevándose por delante
bancos, empresas y arruinando a miles de hogares, deciden renunciar a sus
pisos, instalarse en una autocaravana y recorrer el país siguiendo un
itinerario en función del trabajo temporal que pueden hacer, sea el que sea,
porque se trata de trabajos no cualificados. Asistimos a una visión desoladora
de la otra cara del sueño usamericano, y la mayoría de los nomadlandistas,
permítaseme el neologismo, son personas de edad y dañadas emocionalmente por
historias que, como la del creador de una organización de ayuda a dichos
derrotados, se nos van a ir contando a lo largo de la película, lo que acentúa
el fuerte carácter documental de la película. Al final, está claro, lo que
prevalece es la imagen de esa «libertad» tan usamericana de montarse en el caballo
y recorrer el país, parando donde sea necesario para ganar lo justo y seguir
alimentando la propia independencia, no sujetos ni a rutinas deletéreas ni a
compromisos absurdos ni a esperanzas ingenuas. De lo que no hay duda es de que
la vida de caravanista es dura, e incluso despiadada, a pesar de los muchos
pesares, y de que, cuando ya nada te ata, porque has perdido lo que más amabas —y
sigues amando— en el mundo, tu soledad es una más entre las muchas que recorren
las carreteras del país; pero no es menos cierto que, llegado el caso del
reencuentro, el contacto estrecho que has forjado con otros caravanistas tiene
una densidad humana difícil de alcanzar en las relaciones estereotipadas de
nuestras vidas urbanas. Sí, de nuevo el contraste entre los espacios abiertos y
la vida ciudadana —ese tópico que ya se remonta a la aurea mediocritas
de Horacio; y en nuestra literatura española a Antonio de Guevara, Menosprecio
de corte y alabanza de aldea, y a Fray Luis, Oda a la vida retirada—
aparece como ya lo hacía en The Rider. En ese sentido, hay también una suerte
de aventura de descubrimiento del propio país que no se ha de despreciar en ese
espíritu nómada que refleja la película. En última instancia, y más allá del
cambio de la casa por la caravana —«no soy una homeless, sino una houseless»,
precisa la protagonista con indudable acierto—, lo cierto es que la
protagonista ha desenterrado las raíces que la ataban al sitio donde vivía con
su marido, ya fallecido, y ha optado por el «camino», que, ya sea en On the Road, de Jack Kerouac
o en The Road de Cormac McCarthy, es un espacio mítico del american
way of life, por supuesto,y de ahí que la despedida ritual entre los nómadas
sea esa: see you on the road. Si añadimos el concepto de caravana,
propio de la conquista del Oeste, estamos, pues, ante una película usamericanísima
por los cuatro costados. Supongo que eso también, junto con la loa del espíritu
asociativo de los usamericanos, tan elogiable, ha influido lo suyo en la
concesión de los Oscars a la película. Que todo ello, además, retrate a los «perdedores»
de ese sueño usamericano añade un compromiso con su dolorosa realidad que, como
sucedió en el caso de Las uvas de la ira, escoge la narración de la Historia
desde el lado de los desfavorecidos, porque en ella hay una verdad que la
directora ha sabido plasmar sin demagogias de ningún tipo ni panfletos que no
venían al caso: hay mucha dignidad entre esos nómadas, y una aceptación estoica
de su destino que son un ejemplo para todos.
La interpretación
de Frances McDormand, lo mismo que la de David Strathairn (Las flores de
Harrison, de Élie Chouraqui; Buenas noches, y buena suerte, de George
Clooney) tienen un mérito muy notable, porque en modo alguno desentonan de la
del resto de nómadas que se representan a sí mismos, añadiendo un trozo de vida
real a la escasa ficción de la película, del mismo modo que en The Rider
los actores no eran profesionales. Solo han necesitado para ello aparecer tal y
como la edad, sin retoques de cirugía, los ha respetado o maltratado, juzgue
cada cual. Lo que sí se advierte, al menos en el «personaje» de McDormand es la
intensa erosión emocional que le ha supuesto el rodaje de la película, y de
ahí, imagino, la «perentoria necesidad» de presentarse en la gala de los Oscars
completamente ajena a ni una pizca del glamour que suele exhibirse en
esa feria de las vanidades que es dicha ceremonia. Intuyo, por la interpretación
de la actriz, un proceso interior de experiencias intelectuañes y emocionales
que deben de haberla afectado muy poderosamente. A su manera, se advierte en
esa gesta interpretativa un poco aquel límite al que, salvando las distancias,
Dreyer llevó a Maria Falconetti en La pasión de Juana de Arco. En todo
caso, ha de agradecérsele la enorme sensibilidad social que nos ha demostrado
al embarcarse en un proyecto que ha culminado con tanto éxito, y que en modo
alguno puede dejar indiferente a ningún espectador sensible.
Son muchas las
escenas conmovedoras que reflejan los dramas humanos que se nos cuentan, pero,
frente a ellas, me quedo con la convicción de quien tras relatar la tragedia de
la pérdida del hijo le dice a la
protagonista que el anillo de casada que lleva es un circulo que expresa el
amor inacabable que representa y que aún lleva en el dedo como aliento y
esperanza. Dicho queda.