Whiplash: Blood, Sweat and Tears…, a ritmo de jazz.
Título
original: Whiplash
Año:
2014
Duración:
103 min.
País:
Estados Unidos
Director:
Damien Chazelle
Guión:
Damien Chazelle
Música:
Justin Hurwitz
Fotografía:
Sharone Meir
Reparto:
Miles Teller, J.K. Simmons, Melissa Benoist, Paul Reiser, Austin Stowell,
Jayson Blair, Kavita Patil, Kofi Siriboe, Jesse Mitchell, Michael D. Cohen,
Tian Wang, Jocelyn Ayanna, Tarik Lowe, Marcus Henderson, Keenan Henson
A veces, detrás de una película hay una historia tan
interesante como la de la propia película. Quizás solo tenga interés para el
historiador del cine o para el cinéfilo, pero seguir el rastro de cómo ha
llegado a ser filmada una historia nos dice mucho de la película. Estirando,
así pes, de este hilo “fuera de campo”, podríamos decir, uno se entera de que
hay un sustrato autobiográfico, porque Damien Chazelle estudió para convertirse
en batería y tuvo, como él lo ha revelado, un profesor muy duro que le sirvió
de inspiración para la creación del Terence Fletcher que nos ofrece en la
película, protagonizado por J.K. Simmons, tanto en el corto previo a la
película, rodado un año antes con el mismo título, como en el largo final en
que se convirtió y que le permitió ganar el Oscar al mejor actor de reparto. El
hecho de que el corto llegase a Sundance y recibiese el premio al mejor corto
fue el punto de partida para llevar a la pantalla un guion que había sido bien
recibido pero en el que nadie estaba dispuesto a invertir los dineros
necesarios para que se convirtiera en la película que, ¡afortunadamente!, hoy
podemos ver. Chazelle reconoció, después de la dura experiencia, que la batería
y el jazz no iban a ser el destino de su vida, y estudió cinematografía en
Harvard, donde, como proyecto de fin de carrera, realizó un largo, Guy and Madeleine on a park bench
(2010), ambientado, también, en el mundo de la música de jazz. Así pues, no se
trata de una casualidad que Chazelle haya dirigido Whiplash, ni que haya volcado en ella experiencias que conoce de
primera mano, lo cual se advierte a poco de comenzar la impactante historia de
su personaje, o mejor dicho, de sus dos personajes, porque se trata de un viejo
tópico, la relación maestro-discípulo, actualizado de una manera soberbia,
eficaz y conmovedora. La entrada en escena del profesor Fletcher es
absolutamente impactante, sobre todo cuando el joven Anrew Neiman es recibido
en la banda del profesor estrella del conservatorio donde estudia, el mejor de
los Estados Unidos de América. Contribuye mucho a esta sensación demoledora de
la presencia del profesor el eficaz uso de la iluminación, con un juego de
luces y sombras de adscripción tenebrista que potencia hasta el no va más la
formidable presencia del profesor tiránico y despreciador que quiere extraer de
sus alumnos, como más tarde lo confesará, no solo lo mejor de ellos, sino algo
que vaya más allá de sus propias expectativas, las de los alumnos, razón que se
nos ofrece como el fundamento de sus particulares métodos didácticos, en las
antípodas de las actuales deformaciones pedagógicas “buenistas” que están
hundiendo tantos sistemas educativo en todo el mundo. Así que comienza a
mostrarse el verdadero rostro de sus métodos y vemos el sufrimiento que son
capaces de causar, nos vienen a la memoria las poderosas imágenes del sargento
Hartman de La chaqueta metálica (1987), de Stanley Kubrick, personaje en el
cual parece haberse inspirado Chazelle para construir la personalidad y la
gesticulación del profesor Fletcher, aunque éste tenga su origen en la propia
biografía del director. Ahora bien, la
musculación de Fletcher, la anfractuosidad de su rostro, su agresividad y el
poder omnímodo de que disfruta, porque va asociado a la labor de director de
orquesta, más allá de su condición de profesor; así como sus movimientos
acompasados con las ejecuciones musicales, nos producen la impresión de ser los
privilegiados observadores del turbio ballet del autoritarismo que se
representa, a puerta cerrada, a espaldas del sistema; una actuación que nos
insta a relacionar esta película con la de Kubrick, con la que tiene más
parecidos de los que a primera vista descubrimos, aunque acaso sería demasiado
largo y enojoso descubrirlos todos. Por lo que llevo dicho, es muy probable que
quien no haya visto aún la película (¡Vayan corriendo, por favor, a los Meliès,
donde acaso tengan la última oportunidad de verla, algo que me parece
inexplicable, si pensamos en la fuerza visual de esta historia tan bien narrada
y que renueva con inteligencia y densidad el viejo tópico de las relaciones
maestro-discípulo) piense que puede encontrarse con una historia ya conocida,
ya vista, ya sabida. Pues es justamente lo contrario, lo que hallará: una
reescritura inteligente del tópico que le sorprenderá y le emocionará. Además,
la película tiene un final absolutamente magistral y que resuelve a la
perfección una trama que podríamos calificar de thriller psicológico. Whiplash gira alrededor de una realidad
demasiado común como para que haya pasado la película tan relativamente
desapercibida: qué se ha de sacrificar para llegar a la cima, casi a la
perfección, ya sea en el arte, en el deporte, el mundo empresarial o cualquier
otra actividad que implique una competencia desaforada. El joven músico Anrew
Neiman es un caso paradigmático de los seres humanos que tienen una vocación
desde que son apenas niños y que no persiguen en la vida nada más que destacar
en aquello por lo que se sienten llamados, como un ídolo que exigiera una
absoluta devoción y dedicación a su culto. Es más frecuente en el mundo del
deporte, y frecuentemente son los propios padres los que empujan a sus hijos a
la conquista de metas para las que acaso no reúnen las cualidades necesarias;
pero el mismo esquema se da en la música: comienzan 100.000 y solo uno llega.
Por el camino que dan muchas vidas destrozadas, acaso irreparablemente, tal y
como se refleja en la película, porque los procedimientos pedagógicos del
“sargento de hierro” del conservatorio constituyen un repertorio de recetas fascistas
que socaban la integridad moral de los alumnos y hasta pueden, en casos
extremos, llevarlos al suicidio. La realidad, sin embargo, no es tan sencilla
como podríamos deducir de este planteamiento, porque, en uno de los grandes
momentos de la película, la dureza del profesor cede y da paso a una confesión
tan íntimo como estratégica en el seno de la trama, con la cual quiere
justificar sus métodos tiránicos que tanto mal como bien pueden hacer a los
alumnos: solo aquellos que no salen destruidos, devastados, después de haber
sufrido sus humillaciones en el proceso de aprendizaje, y son capaces de
entender que lo que necesitan es reforzar con mayor intensidad el
adiestramiento, son los que llegarán a la cima; solo aquellos que no se rinden
ante la exigencia de la perfección, porque, al entender del apasionado profesor
de música, en el arte sólo podemos aspirar, ¡solo se ha de aspirar”, a
conquistar la perfección, aunque eso nos prive de todo lo que podríamos
considerar una vida plena en otros sentidos de los que quien está llamado a la
esclavitud del culto al Dios de la perfección, no puede disfrutar nunca, como
con una frialdad escalofriante le aduce como razones para romper su relación a
la chica con la que acaba de empezar a salir. Fetcher lo resume todo en una
sola que expresión que, según él, ha desvirtuado, en el país, y en cualquier
ámbito de actividad, el sentido real del aprendizaje: Good job! Estas son, como dice en la película, las dos palabras
nefastas que harán imposible, por ejemplo, que, en el mundo del jazz, el único
para el que viven profesor y discípulo, vuelva nacer un Charlie Parker. Dejo en
el aire, como es mi obligación crítica, cómo se resuelve en la película este
punto crucial. Somos los espectadores quienes hemos de posicionarnos ante ese
reto pedagógico, y eso, ponernos entre la espada y la pared de la decisión es
una de las grandes virtudes de esta película. Al fin y al cabo, como en la
antigua Grecia, la Paideia, la
educación de los niños, los jóvenes, e incluso de los adultos, es el eje
vertebrador de la sociedad.