domingo, 29 de septiembre de 2024

«El consentimiento», de Vanessa Filho, una película de terror sexual…

 

La perspectiva individual de un «tema de nuestro tiempo»: el consentimiento ante la pederastia.

 

 

Título original: Le Consentement

Año: 2023

Duración: 119 min.

País: Francia

Dirección: Vanessa Filho

Guion: Vanessa Filho, Vanessa Springora. Libro: Vanessa Springora

Reparto: Kim Higelin; Jean-Paul Rouve; Laetitia Casta; Sara Giraudeau; Lucie Debay: Félix Kysyl; Elodie Bouchez; Anne Benoît; Lolita Chammah; Anne Loiret; Miglen Mirtchev; Nicolas Bridet; Christophe Kourotchkine; Alain Fromager; Agathe Dronne; Annie Mercier;

Sébastien Pouderoux; Valérie Crouzet; Lila-Rose Gilberti; Frédéric Andrau; Félicien Juttner; Irène Ismaïloff; Noam Morgensztern; Josiane Pinson; Christophe Grégoire; Catherine Vinatier; Marie Rémond; Tanguy Mercier; David Clavel; Doby Broda; Ferdinand Redouloux; Raphaël Romand; Françoise Gazio; Blandine Laignel; Jean Chevalier; Benjamin Gomez; Héloïse Bresc; Malvina Héraud; David Sighicelli; Lilea Le Borgne; Mado Jouannet;

Selma Tamiatto; Lou-Ann Trabaud; Eloi Léger; Manon Le Bail; Donovan Fouassier; Victor Fruhinsholz; Marie-Christine Letort.

Música: Olivier Coursier, Audrey Ismael

Fotografía: Guillaume Schiffman.

 

          Me declaro en el título: una película de terror sexual. Y de ahí no me muevo, porque, a pesar de la complejidad del caso y del consentimiento expreso de la joven de 14 años, que se complace en dejarse seducir por un supuesto mago de las palabras, cuanto he visto me remite más a Repulsión que a Lolita, pongamos por caso otro semejante a este, aunque me parece de mucha mayor entidad Humbert Humbert que este Nosferatu del sexo cuya pedofilia se ampara en el éxito literario que parece permitirlo todo, o poco menos, a juzgar por la frivolidad con que se considera la literatura erótica de Gabriel Matzneff en el programa de Bernard Pivot, donde el autor declara haberse acostado con menores, hechos literaturizados en sus libros. Estamos en los años 80. Una década antes, los intelectuales franceses, ante algunas duras sentencias por relaciones sexuales con jóvenes de 15 años firmaron un manifiesto para que son se bajara la edad de «consentimiento» a la edad con que la protagonista de esta película, Vanessa Springora, catorce años, inicia su tormentosa relación con el pedófilo socialmente reconocido como tal y alabado literariamente por ello, porque su obra tiene un componente autobiográfico que añade a la seducción la publicidad de la aventura abductora, más que seductora, porque, y eso choca mucho visualmente en la película, cuesta imaginar que el Nosferatu al que nos remite la imagen del seductor de menores pueda ser confundido con el príncipe azul de una jovencita cuya afición a la literatura la impulsa a vivir esa relación tóxica como la máxima expresión del amor romántico y carnal, al principio impedido por el enorme dolor que le provocan los intentos de su ajado príncipe  de quebrar el himen que durante un tiempo la preserva del depredador instinto sexual de él.

          Pongamos en contexto la seducción. Vanessa, la protagonista, vive sola con su madre, quien trabaja en una editorial y celebra en su casa cenas a las que asisten escritores de moda o célebres. La figura paterna está totalmente ausente de la vida de la joven. La madre tiene aventuras galantes con hombres casados y en su retrato destaca su alcoholismo y su desengaño vital, además de una casi absoluta relajación por lo que a sus deberes maternales se refiere. Esta parte de la historia tiene, por sí misma, un potencial que quizás hubiera debido aprovecharse más, aunque el «caso», obviamente, es el de la seducción de la joven por un depredador que pone su mirada cazadora en Vanessa, a la que no tardará en asediar con melosas cartas románticas en las que le declara que se ha enamorado de ella como nunca creyó que podría llegar a enamorarse. Y ahí se inicia, tras el primer y cortés acercamiento, la crónica de un vampirismo sexual que lleva a la joven a creer que ha alcanzado el estatus de «mujer», porque cede a todas las iniciativas galantes y sexuales del escritor, quien se exhibe públicamente con ella, hasta que, tras una escena en que su anterior conquista persigue, desesperada,  el coche en el que ella se aleja con su príncipe, ella decide, aprovechando un viaje del escritor, leer alguno de los libros que él no le deja leer, donde reconocer haber seducido por igual niños y niñas, con quienes ha tenido experiencias sexuales. El trauma de la lectura va a iniciar un proceso de reflexión que los distancia, momento en que él contraataca con la seducción de otra jovencita, siguiendo el mismo ritual que con ella…

          La excesiva explicitud de los contactos sexuales incomoda al espectador, porque estamos en presencia de lo que tiene todos los visos de una profanación, a pesar de la «rabia» con que defiende contra su madre Vanessa su «libertad» para amar a quien le dé la gana, y, de hecho, la madre recibe en casa al amante y se comporta como una suegra comprensiva o poco menos, con los deseos de su hija, a quien considera plenamente madura para «saber» a qué tipo de relación se ha entregado con absoluto consentimiento a sus catorce años. El descubrimiento de su carácter «instrumental» para el «gran escritor» no tarda en ser descubierto por Vanessa, y la contemplación del narcisismo del autor tiene más capacidad de disuasión que ser un mero objeto sexual que él usa a su antojo, ¡y que tanto horripila al espectador! A mí por lo menos, y no me considero un beato meapilas, por supuesto, pero, contradiciendo a  Matzneff, en el amor no vale todo, sobre todo cuando la relación es tan desigual como la suya, catorce frente a cincuenta.

          El clima de tolerancia social de obras como las de  Matzneff queda en entredicho, por lo menos, con la reacción de una invitada al programa de Pivot que considera al autor como un depravado delincuente que debería estar en la cárcel . No era, sin embargo, la opinión dominante. Lo chocante de la elección del título es que, aun dando el consentimiento por parte de la protagonista, queda clara la denuncia de unos métodos de seducción contra los que acaso la edad aún no ha preparado a las jóvenes con tendencias muy románticas y poco anclaje en todas las caras de la realidad por falta lógica de una experiencia que han de ir descubriendo en su vivir cotidiano. El caso permite la polémica, por supuesto, pero me temo que la protagonista decidió escribir el libro no tanto para «denunciar» judicialmente unos comportamientos a los que su asentimiento les priva de cualquier sentencia punitiva, cuanto para «vencer» a su abusador en su propio terreno: en el de los libros, en el de la memoria. Y ahí sí que su victoria ha sido absoluta. Ella es una víctima de sí misma, y después de sus padres y del escritor; pero se ha redimido; Matzneff, sin embargo, carga con el descrédito de ser un depredador sexual aberrante y sin encanto ninguno, por más que algunos durante muchos años se lo vieran y reconocieran. Hoy ella es una superviviente; él, la cara tenebrosa del poder de la literatura.

 

jueves, 26 de septiembre de 2024

«No añoro mi juventud», de Akira Kurosawa en la inmediata posguerra.

 

Melodrama político de desquite contra la censura y el nacionalismo imperial.

 

Título original: Waga seishun ni kuinashi.

Año: 1946:

Duración: 108 min.

País:  Japón:

Dirección: Akira Kurosawa

Guion: Eijiro Hisaito, Akira Kurosawa, Keiji Matsuzaki

Reparto: Setsuko Hara; Susumu Fujita; Denjirô Ôkôchi; Haruko Sugimura; Eiko Miyoshi;

Kokuten Kôdô; Akitake Kôno.

Música: Tadashi Hattori

Fotografía: Asakazu Nakai (B&W).

         

          Vaya por delante que, como señala algún crítico informado, la verdadera traducción ha de ser «No te arrepientas de tu juventud», que se corresponde con el constante recordatorio que el personaje central de la historia, Noge, le hace a la soñadora, inconsciente y desorientada protagonista, hija privilegiada de un catedrático de universidad que, tras la invasión de Manchuria por parte de Japón, será expulsado de su cátedra, acusado de deslealtad al gobierno y al Emperador. La hija coquetea con dos de sus estudiantes, los cuales representan dos personalidades con diferencias muy marcadas. Uno de ellos es intrépido y revolucionario; el otro, conformista y apocado. La joven inconsciente usa a uno frente al otro, pero pronto su verdadero drama será que de quien está enamorada no le hará ni caso, porque prefiere la lucha política, y no tardará en ser arrestado y encarcelado, tras promover el movimiento de resistencia a la censura que se instala en todas las universidades del país, al tiempo que crece la propaganda fascista que no solo alimentará una lucha colonial en Manchuria, sino que acabará formando parte del Eje, con Alemania e Italia, en la Segunda Guerra Mundial.

          Después de haber visto la protagonista cómo fracasaba su acercamiento a Noge, y tras percatarse de que el otro amigo, Itokawa, con quien pretende poner celoso a Noge es tan servil como para hacer caso de sus órdenes sin plantearse siquiera la indignidad de acatarlas, según cuáles sean, la joven entra en crisis y decide independizarse, trasladarse a Tokyo y buscar trabajo. La imagen de Itokawa arrodillándose ante ella y pidiéndole perdón por nada, con una toma en picado de la mirada de Yukie, la heroína, llena de horror y asco, tiene un valor determinante, del mismo modo que antes lo tuvo la sucesión de imágenes de la protagonista en su cuarto, junto a la puerta, llorando por la despedida fría de su no amante.

          Itokawa le revela a Yukie que Noge tiene una oficina en Tokyo. Y las imágenes de la joven paseando ante el portal del edificio, en diferentes meses, con diferente vestuario, tradicional, occidental, con paraguas bajo la lluvia, con sol, etc., preludia un encuentro en el que él, por el riesgo que entraña su trabajo, estamos en plena Guerra Mundial, le dice que no puede  comprometerse a nada ni con nadie. La protagonista ve en esa unión incondicional y sin preguntas un modo de dar respuesta a la búsqueda de un sentido para su vida. Y, en efecto, no tarda en ser detenido, y ella detrás de él. Esas secuencias de los interrogatorios en la cárcel son magníficas, incluyendo cómo la prisionera, que no ha abierto los labios, se deja caer, demacrada y extenuada por una escalera para poner fin a su vida. Finalmente, es liberada, por no poder presentar cargos contra ella y, de vuelta a su casa, una vez conocida la muerte en la prisión de su marido, toma la decisión de ir a ver a los padres de Noge, quienes lo rechazaron por su compromiso político, dos campesinos pobrísimos ante quienes se presenta como compañía y fuerza de trabajo.

          La parte del pueblo es un punto y aparte en la película, porque se cambia el ambiente cosmopolita y occidentalizado de la capital por la vida miserable del plantador de arroz, unas magníficas secuencias dignas del cine soviético y del neorrealismo italiano, cine por el que Kurosawa debió de sentir cierta debilidad, porque aún recuerdo las escenas de vida nocturna de Ikiru («Vivir») en la que había ecos fehacientes de La dolce vita, de Fellini. Acusada la familia de haber tenido un traidor en la familia, el acoso, el desprecio y la marginación que sufren por parte de los vecinos, va a suponer un cambio radical de vida para la joven mimada, hija del catedrático, quien desciende socialmente hasta la pobreza y la enfermedad para salir adelante en el más hostil de los medios. Y ahí Kurosawa logra planos extraordinarios: los arbustos que se ríen a su paso, el calvario con la carga a cuestas, la fiebre de por medio…, su campo de arroz plantado, destrozado por los vecinos…

          ¿Qué cambia con la paz? Lo que le dijo Noge cuando aceptó vivir con ella: que solo pasados diez años se comprenderían sus esfuerzos en pro de la paz, algo que, finalmente, le es dado conocer a la mujer y, por supuesto, a su nueva familia, la de su marido. La mezcla de tradición y progreso, se encarna en el personaje de Yukie, quien, finalmente, supondrá un emblema del futuro de bienestar por venir.

          La película está rodada en condiciones algo precarias, pero la historia tiene un aliento épico y melodramático que conjuga a la perfección la historia personal de la protagonista indiscutible: Yukie, con la historia de Japón desde la invasión de Manchuria en 1931 hasta la derrota y capitulación final en 1945. Para los aficionados al cine oriental, baste decir que la protagonista es la inmortal actriz Setsuko Hara, protagonista de obras imperecederas de Yasujiro Ozu y una de las mejores actrices de todos los tiempos. Aquí, a diferencia de las películas de Ozu, Setsuko Hara, no encarna ni la resignación, ni el silencio, ni la modosidad, ni la tolerancia, sino una joven pizpireta, lanzada y con un conflicto interior al que hace frente con una vida exterior que la colme o, como le dice a Noge: «Quiero encontrar algo que me consuma». Aún, cuando lo dice, está muy lejos de pensar cuál será ese doloroso y apasionante futuro en el que se «realizará», en memoria de su marido.

          No es esta una de las películas más conocidas de Kurosawa, y, desde luego, no llega al nivel de perfección formal de sus muchas obras maestras posteriores, pero la intensidad con que se plantea el destino de la protagonista, una mujer, además, confiere a la narración una expresividad que se manifiesta en muchas secuencias incomparables. Los espectadores tendrán dónde elegir, a ese respecto, se lo aseguro.

         

miércoles, 25 de septiembre de 2024

«La reina Kelly», de Erich von Stroheim, punto y aparte.

 

Lo que, siendo, pudo haber sido y se quedó en verso trunco de la obra excepcional del visionario e irrepetible Erich von Stroheim.

 

Título original: Queen Kelly

Año: 1929

Duración: 95 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Erich von Stroheim

Guion: Erich von Stroheim

Reparto:  Gloria Swanson; Walter Byron; Seena Owen; Wilhelm von Brincken; Madge Hunt; Florence Gibson: Tully Marshall.

Música:  Adolph Tandler (Película muda)

Fotografía: Ben Reynolds, Gordon Pollock, Paul Ivano (B&W).

 

          No es normal que una película inacabada, excepto en la versión adulterada a la que puso fin la actriz y  productora junto al patriarca del clan Kennedy, Gloria Swanson, y que solo se vio en Europa; no es normal, digo, que conste en la Historia del Cine como uno de sus grandes hitos. Al margen de la versión forzada por la actriz, de 71 minutos, hay otra versión que recoge lo rodado por Stroheim para la segunda parte de la película y que se complementa con fotos de aquel rodaje en las partes que faltan.

Sí, ver La reina Kelly pertenece al ámbito de la cinemanía, lo admito, pero, dada la envergadura del director de Avaricia o Esposas frívolas —también «recortada» por los productores—, casi me parece «de obligada visión» esta fantasía romántica en dos partes tan definidas por contraste que parece haber inspirado una de las obras maestras de David Lynch, Terciopelo azul. Me gusta imaginar a ciertos directores actuales «colgados», a solas, en sus casas, de las grandes películas del cine mudo y tomando buena nota de tantísimos hallazgos de todo tipo que en ellas pueden encontrarse. En Reina Kelly, el contraste entre la sublimación del amor romántico y la depravación del mundo del burdel, teniendo en ambos mundos a la misma protagonista, es de un poder visual casi hipnótico.

La película es una obra maldita, que no se vio en Usamérica y que solo se explotó en Europa en la versión «dulcificada» impuesta por la protagonista y productora Gloria Swanson, quien habla horrorizada de cómo Von Stroheim la engañó sobre el verdadero contenido del guion, ella creyó que lo que Stroheim rueda como un burdel, era un Music-hall, hasta que se percató de ello y decidió despedirlo y completar el final de la película, con lo que ya había sido rodado, a su gusto. A ello se prestó  Richard Boleslawski, ayudado por el maestro de cinematografistas Gregg Toland. Pero la actual versión que podemos ver, con la parte africana de la historia nos permite imaginar con absoluta propiedad que, de haber rodado Stroheim lo que tenía en mente y en su guion, hoy estaríamos hablando de una de las mejores películas de la Historia del Cine, algo que ya lo es con los impresionantes pecios que han sobrevivido al naufragio.

          La primera parte de la historia nos muestra., en un comienzo visual hermosísimo, el doble desfile de los soldados a caballo y de las estudiantes de un convento, todas vestidas de blanco, que se cruzan en un momento dado, estableciéndose un seductor intercambio visual entre el príncipe que dirige el pelotón y la interna, Kitty Kelly, protagonista de la narración. Tras un momento cómico en el que a ella, mientras se miran, se le cae  a los tobillos la ropa interior, una secuencia con una miga erótica que se explotará más adelante, cuando, en condición de prometido de la reina Regina V, de una de esas famosas monarquías centroeuropeas que tanto juego dieron en el cine, desde sus inicios, como El prisionero de Zenda, de 1913, dirigida por Edwin S. Porter y Hugh Ford, la reina le anuncia al príncipe que se casarán al día siguiente, dicho más como una amenaza que como una promesa de eterna felicidad. Arrebatado por la belleza y picardía de la joven interna del convento, al príncipe no se le ocurre otra que raptarla del recinto sagrado, para lo que llega a provocar un conato de incendio, y después organizar una velada en sus aposentos, con cena incluida y un final muy distinto en la imaginación de cada uno de los personajes: la seducción sexual de él, el romanticismo del príncipe azul en ella. Antes, ya Regina V nos ha sido presentada desnuda, ocultando su cuerpo con un gran gato blanco y leyendo El Decamerón, por lo que la potente deriva sexual del futuro matrimonio se nos presenta como un rasgo destacado de la personalidad de ambos: dos depredadores natos.

Pero, al parecer, Amor, que no Eros, acaba inoculando su dulce tósigo en el ánimo del príncipe y este cae rendido a los encantos de la joven residente del convento quien, por cierto, en uno de los fotogramas es encuadrada por Stroheim con un fondo que representa totalmente una suerte de aureola santa que va a contrastar poderosamente con el devenir de la joven. La cita es descubierta por Regina V, quien, con una fusta en la mano, se deshace, en un memorable travelín de Su Majestad, ciega de ira y de celos, azotando a la «rival» hasta que consigue echarla del palacio, tras lo cual la joven, dominada por la vergüenza, decide no regresar al convento y suicidarse lanzándose al río desde un puente, aunque es salvada por un soldado que se arroja en el acto tras ella.

Reingresada en el convento, llega una carta en la que se requiere su presencia, como heredera de su tía, de un negocio en Dar es-Salam, Tanzania. Sin oficio ni beneficio, deshonrada y perseguida por la reina, quien no ha conseguido que el príncipe Wofram renuncie al amor de la joven, aunque eso ella no lo sabe, Kitty Kelly se embarca para la lejana Dar es-Salam, mientras su enamorado  cumple pena de cárcel por renunciar a casarse con la reina.

La parte que se conserva de lo rodado de la parte africana se inicia con un diálogo entre dos prostitutas muy ajadas que reciben al dueño del burdel, un lisiado de ambas piernas que se sostiene con dificultades sobre sus dos muletas, y que ha mantenido a la tía, por lo que esta le pide a la sobrina que cumpla la parte del compromiso que su tía adquirió con su protector y se case con él, ante ella, en su lecho de muerte, y le duela lo que le duela, verla desposarse con un ser que se nos presenta como la encarnación de lo lascivo y repugnante, en un papel sobreactuado a la perfección por Tully Marshall. Por una coincidencia léxica, este Tully está muy cerca de nuestro «tullido», pero es, en realidad, un apellido escocés que deriva de O’Toole y que significa «poderoso».

Es inenarrable el inmenso asco y el insuperable terror que le supone a la sobrina enlazarse matrimonialmente con un ser de tan depravada naturaleza y deformidad física insufrible, y ahí la Swanson está a la altura expresiva de lo que pretende Stroheim; algo que consigue solo en parte al principio, porque para la cándida interna conventual digamos que le sobran algunos años y le falta el «candor» que atrae al príncipe licencioso y burlón, posteriormente consumido en la llama del puro amor de la joven. Es imposible que Stroheim conociera el esperpento de Valle, porque no consta que su literatura esperpéntica tuviera tan vasta difusión europea, pero la parte africana de Reina Kelly es una muestra absoluta del esperpento en el cine. Recordemos que la visión degradante de la segunda parte se confirma por el hecho de que Kelly se apropie de la gestión del burdel y acabe recibiendo el título de Reina Kelly por parte de los parroquianos, y, por supuesto, ha declinada siempre, desde el mismo instante de casarse, de convivir con el libidinoso protector de su tía. ¡Lo que hubiera rodado Stroheim para el encuentro entre el príncipe y la reina del burdel! Esperemos que a ningún atrevido director se le ocurra rodar un remake en el que se incluya la parte de la historia que no fue rodada, que dfe atrevidos así está empedrado el infierno: Psicosis, El profesor chiflado, El quinteto de la muerte… y un aberrante y largo etcétera.

lunes, 23 de septiembre de 2024

«La caravana a Oregón» y «El gran Gabbo», de James Cruze, dos obras de mucho mérito de un director olvidado.

Título original: The Covered Wagon

Año: 1923

Duración: 98 min.

País: Estados Unidos

Dirección: James Cruze

Guion: Jack Cunningham. Novela: Emerson Hough

Reparto: Lois Wilson; J. Warrewn  Kerrigan; Alan Hale; Tully Matshall; Ernest Torrence.

Fotografía: Karl Brown (B&W)

 













Título original: The Great Gabbo

Año: 1929

Duración: 92 min.

País:  Estados Unidos

Dirección: Erich von Stroheim, James Cruze

Guion: Hugh Herbert. Historia: Ben Hecht

Reparto: Erich von Stroheim; Betty Compson; Donald Douglas; Marjorie Kane; Marbeth Wright.

Fotografía: Ira H. Morgan (B&W).

 

Un clásico fundacional del cine de vaqueros y una exploración de la alteridad a cargo de Ben Hecht, autor del guion, con un monumento vivo del cine: Erich von Stroheim.

 

          La presencia en el reparto del creador de una de las más importantes películas de la Historia del Cine, Avaricia, Erich von Stroheim, me indujo a ver una película suya que aún no había visto, aunque la autoría se adjudica a James Cruze. Parece ser que la participación de Stroheim como actor se extralimitó hasta convertirse, amigablemente, en co-director de la película, una de las primeras muestras del cine sonoro que, aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid, sufre una decantación hacia el cine musical que excede de lo que sería el «meollo» de la película: la historia de un ventrílocuo a quien el fracaso lleva a la desesperación y esta a provocar el distanciamiento de quien, enamorada, cuida de ambos: de él y del muñeco con el que actúa, unos cuidados que este le devuelve con un cariño que el ventrílocuo no manifiesta jamás en persona, antes justamente lo contrario: la convierte en chivo expiatorio de su mala suerte, la que es descrita en la primera secuencia de la película, cuando ella, descuidadamente, pone el sombrero del artista sobre la cama, algo que lo irrita profundamente. La distancia entre ambos se va ensanchando, con una tirantez que nos hace pensar en alguna violencia futura muy destemplada, pero que se consuma en el reto que él le plantea y que ella acepta, con no poco valor: «¿Y qué harás tú sin mí?» «Triunfar, sé cantar y bailar». Y ahí se escinde la pareja para seguir cada uno su camino. Todo ello ocurre en un cutre camerino donde son «espiados» por otra pareja de artistas que nos sirven de nexo de unión entre aquella escena y la que se produce tres años más tarde, cuando esa pareja de artistas fracasados que con tanto interés seguían sus desavenencias, se proponen ir a ver la actuación de quien ha llegado a la cúspide de Broadway: «El gran Gabbo», así anunciado en los neones del teatro como la gran estrella de un espectáculo en el que no tardaremos en saber que comparte triunfo con sus ex, quien ahora triunfa en compañía de un nuevo enamorado, cantante como ella, con quien forma dúo. Quizás, antes de que entremos en la notable dispersión de la mucha atención que la película dedica a los números musicales, convenga recordar que el autor del guion es Ben Hecht, otra de las instituciones del séptimo arte o, si no, léase parte de la nómina de sus grandes éxitos: Scarface, Primera Plana, La diligencia, Con faldas y a lo loco, Lo que el viento se llevó, Gunga Din, Cumbres Borrascosas, Luna nueva, Recuerda, Encadenados, Me siento rejuvenecer, Adiós a las armas y tantas otras…

          Hay, y a esa cuenta vienen  tantos títulos icónicos, un planteamiento que, aunque muy explorado posteriormente en el cine, Hecht inicia de forma brillante: la escisión, la esquizofrenia, entre el ventrílocuo y su marioneta, aquí reflejado no solo en los estupendos diálogos de marioneta y ventrílocuo en escena, sino,  principalmente, fuera de ella, y de lo que es excelente muestra la doble despedida de la pareja: Gabbo se alegra y el muñeco lo lamenta, y subraya que ellos «los» quería. La doble personalidad de Gabbo, pues, adquiere, encarnada por Stroheim, una dimensión dramática excepcional. Por eso, cuando ambos se reúnen en el teatro en que triunfan por separado, el ventrílocuo verá nacer en su interior el deseo de reconciliarse con ella y volver a estar juntos.

          La escena de su reencuentro es extraordinaria, porque, en parte como publicidad, en parte como extravagancia de un personaje que se crea a sí mismo, con un vestuario fastuoso de aristócrata europeo decadente, Gabbo va a cenar a un restaurante, acompañado por su mascota, que ocupa su propio asiento y con quien dialoga sobre el menú  y otras cosas para deleite de los comensales. Hacia el final, Gabbo descubre la presencia de su antigua enamorada y despreciada y le hace llegar una nota para invitarla a su mesa, a tiempo que pide a la orquesta que interprete I’m in love with you, una de las canciones que ella interpreta en el espectáculo. A partir de ese momento, la historia alterna los intentos de recuperarla de Gabbo y los números musicales, con alguno tan original como el de la araña y la mosca, digno de un musical de fuste. A menudo, Las grandes masas de bailarines recuerdan los números tradicionales a partir de los cuales Busby Berkeley innovo el género de un modo casi revolucionario.

          Ha de recordarse, para explicar el éxito arrollador del ventrílocuo, que su «especialidad» consiste en hablar y cantar mientras fuma, bebe o come, lo que despierta la total admiración de sus espectadores. El final de la historia aún permite unas secuencias magníficas, para redondear la verdadera historia: la de la duplicidad de personalidades del ventrílocuo, en las que Stroheim brilla con esa luz propia en la interpretación que lo llevaría, años más tarde, a hacer un papel con el que este tiene algunos puntos de contacto: El gran Flamarion, de Anthony Mann y, posteriormente, el gran clásico de Billy Wilder, El crepúsculo de los dioses. De todos modos, Stroheim ya había dado la talla de actor en su extraordinaria Esposas frívolas.

          La caravana de Oregón es un western de los que podríamos llamar, por su aliento épico, «fundacionales», y en su momento fue contemplado como una obra a la altura de El nacimiento de una nación, de Griffith. No me parece que llegue a tanto, pero sí es cierto que la narración reúne todos los elementos de los que luego «tirarán» muchos cineastas.

          La historia narra la peregrinación a Oregón de los colonos a los que se les ha garantizado tierras que cultivar, y de ahí la apología del arado, una herramienta vista desde dos perspectivas muy distintas, porque mientras los colonos lo ven como arma de construcción de la nación, los indios lo ven como herramienta maligna que acabará con las praderas donde pastan los búfalos, privándoles de sus medios de subsistencia. Dos motivos dinámicos de importancia serán la historia de amor entre la hija del organizador de la caravana y el conductor, aunque hay otro pretendiente por medio, dispuesto a impedirlo con buenas o malas artes. La vida de la caravana recoge, casi en modo documental, escenas que veremos, posteriormente, en multitud de películas: el espectacular paso del río, la caza de los búfalos, la nieve y, por supuesto, el ataque de los indios, absolutamente espectacular, no solo por la contienda en sí, sino porque la novia que iba a casarse con el rival tramposo se entera de que la fama que arrastraba el conductor de haber robado y haber sido expulsado del ejército ha resultado ser falsa, algo de lo que se entera a través de un trampero y rastreador que, casado con dos mujeres indias, protagoniza unas secuencias antológicas con el compañero del guía de la caravana; esa novia, dispuesta ya para el enlace, recibe la primera flecha india que desencadena el ataque contra el círculo de caravanas, en apuros para rechazarlo hasta que un niño logra cruzar, en afortunada elipsis,  las líneas enemigas y vuelve con los refuerzos del guía, porque la caravana se había partido en dos: los que seguían camino de Oregón y los que, codiciosos, por las noticias del descubrimiento de oro, siguieron camino hacia California.

          He visto una copia coloreada, pero en modo alguno «estropea» el original. Imagino, además, que será una copia restaurada, porque la nitidez de la imagen sorprende. Ello potencia los numerosos planos panorámicos de estupenda factura que rezuman ese aire de gran película épica en la que no hay interpretación que desmerezca, y la historia consigue mantener atento al espectador desde el comienzo hasta el final, porque la narración del triángulo amoroso, salpicada por otras narraciones paralelas que acaban convergiendo, como la del rastreador que ha de emborracharse para recordar exactamente el mensaje que había de cambiar el rumbo de las vidas de los protagonistas, nos atrapa plenamente. La película se rueda un año antes de El caballo de hierro, de Ford y ha de reconocerse que, si competir con Ford es casi imposible, al menos no lo desmerece, sobre todo por esos destellos de humor, como el de la competición de tiro entre amigos borrachos, que salpimenta el relato principal.

          Ya sé que el cine en blanco y negro y, además, mudo no suele «enganchar» a las jóvenes audiencias, pero en este caso el coloreado puede ayudar a vencer un obstáculo; el otro ha de salvarlo la apreciación del poder de las imágenes, aunque los códigos del cine mudo, con abundantes primeros planos llenos de muecas expresivas ayuda a entender perfectamente las pasiones que se «cocinan» en la historia. Queda formulada la invitación a disfrutar del salvaje oeste y de la aventura de los colonos que chocaron con los propietarios de aquellas enormes extensiones de territorio, ¡tan codiciado por quienes, tras conquistarlos, se enfrentarían en mil y un westerns: agricultores y ganaderos!, pero eso ya son otras historias…

viernes, 20 de septiembre de 2024

«No toquéis la pasta, de Jacques Becker o las hechuras clásicas del «polar».

 

La ética de los bajos fondos o un canto a la amistad del guante blanco…

 

 

Título original: Touchez pas au grisbi.

Año: 1954

Duración: 92 min.

País:  Francia

Dirección: Jacques Becker

Guion: Albert Simonin, Jacques Becker, Maurice Griffe. Novela: Albert Simonin

Reparto: Jean Gabin; René Dary; Dora Doll; Vittorio Sanipoli; Marilyn Buferd; Gaby Basset; Paul Barge; Alain Bouvette; Daniel Cauchy; Denise Clair; Angelo Dessy; Jeanne Moreau; Lino Ventura; Delia Scala.

Música: Jean Wiener

Fotografía: Pierre Montazel (B&W).

 

          ¡Bueno, bueno, bueno, si esta película se rodase hoy tal cual! Si no la llevaban al tribunal de la inquisición de la corrección política o al TOP del gobierno de Su Excelencia, no la llevaban a ningún lado… Estamos en 1954 y un polar con delincuentes elegantes, de guante blanco, con ciertos valores dentro del código del hampa, y con mujeres que, aun teniendo sus propias vidas, aceptan rendirse a la virilidad de galanes entrados en años y experiencias como Jean Gabin nos indican, claro está, la desconexión con estos tiempos en que los valores han cambiado, afortunadamente, pero en los que se ruedan pocas películas como este sereno, elegante y, si me apuran, hasta frío thriller en que la amistad predomina sobre el interés, y en el que se narra, de la manera más eficaz, sencilla y estéticamente irreprochable un caso de rivalidades y prurito profesional.

          La vida parisina, el restaurante familiar, la sala de fiestas, desde cuyas oficinas se abre una ventana que permite ver la sala, la vida solitaria y amorosa del protagonista y el choque entre la amante-artista que se ha cansado de su «protector» y le pide al protagonista, amigo íntimo de él, que le libre de su vínculo tóxico, porque ha caído en los brazos del rival delictivo del protagonista, va preparando el terreno para lo que se anuncia desde el principio en las páginas de un diario: el robo de lingotes de oro por valor de cincuenta millones de francos siguen en paradero desconocido. Digamos, antes de seguir, que esa amante-artista (en un soso número de cabaret, por cierto) es nada más y nada menos que Jeanne Moureau, en su octava película, haciendo de mujer fatal y urdidora de traiciones con un aplomo y propiedad absolutos. Una presencia magnética, de quien la cámara se enamora cada vez que aparece en escena. Y junto a Gabin, macizo, cuadrado e impasible, forma un dúo muy curioso.

          Si una intención domina esta historia esa no es otra que la sencillez y la efectividad, de la iluminación, de los planos y de la economía narrativa, porque no hay ni un solo plano que pueda ser considerado de «relleno», que es el vicio de muchos metrajes en la actualidad: se estiran y se estiran las películas sin que nada se aporte a la trama ni al dibujo de los caracteres que protagonizan las historias. Aquí, sin embargo, Becker, amante del cine negro usamericano, aplica a su historia una voluntad reductora que beneficia enormemente a la película.

          Cuando un rival pretende hacerse con esos cincuenta millones en lingotes, porque sabe que solo el protagonista ha sido capaz de ejecutar un golpe tan limpio y productivo, entra en juego el más eficaz de los recursos: el secuestro y la amenaza de muerte del camarada, del amigo del elegante ladrón en quien, sin conocerlo, confiaríamos ciegamente, por sus modales, su porte distinguido y su caballerosidad. El golpe que asegura la vejez, o casi, del protagonista ni de lejos tiene el valor que la vida de su amigo, y de ahí la necesidad de «recuperarlo» en primer lugar y de evitar, en segundo, que el rival se salga con la suya, esto es, con el botín. El rival lo protagoniza Lino Ventura, quien debuta en el mundo del cine en esta película de gran éxito en Francia, y quien, aunque en pocas secuencias, le aguanta el tipo a Gabin y comienza a forjar su propia carrera de hombre «duro», aunque rodó de todo a lo largo de su sólida carrera.

          Con un blanco y negro y una fotografía de thriller canónico, Becker es un consumado maestro a la hora de narrar escenas como la de la tortura del secuaz de Angelo, el intercambio del secuestrado por el oro, y las múltiples escenas en las que el coche tiene una presencia dominante, visto o no desde el piso superior de un edificio, como suele suceder. Hay una movilidad llamativa en esta película en la que, aparentemente, todo sucede de un modo podríamos decir encubierto, sotto voce, sin alterar para nada la cotidianidad que los personajes siguen escrupulosamente, como cuando, tras el curioso desenlace de la rivalidad entre los delincuentes, Max, el protagonista, aparece en el restaurante de siempre con un bellezón para que siga fortalecida la línea narrativa de «la vida sigue su curso» y él no tiene nada que ver ni al principio con el robo del oro ni después con…

          Bueno, eso ya lo habrá de averiguar el espectador por su cuenta. Yo me limito a hacer hincapié en la riqueza formal de la película, próxima, muy próxima, a la del clásico que rodará Dassin un año después, guardando muy bien en la retina los hallazgos visuales de esta película de Becker: Rififí. Es cierto que deberíamos hablar más de cine negro tradicional que de polar, porque entiendo que la versión francesa del polar es aquella en la que la policía juega un papel importante en la trama, algo que no sucede aquí. De hecho, en clave irónica, la policía solo entra en escena cuando, de paisano y en su tiempo libre, pretende cenar en el restaurante frecuentado por los delincuentes: «Si los dejara entrar a ellos, no tendría sitio para vosotros», concluye la patrona, quien los envía al restaurante de enfrente, cuyo rótulo luminoso, Victor, se ve a través de la puerta de cristales de su restaurante.

          Que la historia esté llena de los tópicos habituales de este género forma parte de la solidez de la obra, sobre todo porque la veracidad de los distintos personajes y de los ambientes que frecuentan, así como la mínima pero magnífica «acción», rodada con exquisita precisión y fotografía, nos convencen de su excelencia, y, visto desde la moral puritana de nuestros días, a algunos puede incluso divertirles el culto a la virilidad virtuosa del protagonista. O tempora o mores

lunes, 16 de septiembre de 2024

«How to have sex», de Molly Manning Walker, debutante...

 

La iniciación sexual regada con alcohol y las tristes noches locas…, en una ópera prima incisiva.

 

Título original: How to Have Sex

Año: 2023

Duración: 90 min.

País:  Reino Unido

Dirección: Molly Manning Walker

Guion: Molly Manning Walker

Reparto: Mia McKenna-Bruce; Samuel Bottomley; Lara Peake; Enva Lewis; Daisy Jelley; Eilidh Loan; Shaun Thomas.

Música: James Jacob

Fotografía: Nicolas Canniccioni.

 

          Vista en dos intentos. En el primero, dado el sesgo documental de los primeros compases de la película: un reportaje sobre el desmadre de una juventud alcoholizada e hipersexualizada que a veces acaba en tragedias como la del balconing, nos retiramos con cierta decepción. ¿Por qué hubo un segundo intento? Porque, fundamentalmente, intuimos que toda esa locura del desmadre veraniego de las adolescentes que cifran el éxito de su gran semana de vacaciones en la cantidad de veces que han follado o los litros de alcohol que han consumido nos conducía a un retrato naturalista de quienes tienen derecho a voto y forman parte de una generación llamada a gobernar su país en un futuro no muy lejano. A su manera, y salvando el abismo inglés de la diferencia de clases, esta película tiene mucho que ver con The Riot Club, de  Lone Scherfig, aunque si frente a esta no sentimos la más mínima compasión, frente a los destinos de las tres jóvenes que buscan sus noches locas en Grecia tenemos una actitud muy diferente, porque tras las fachada de la locura semicontrolada hay una protagonista que va a recibir una herida que no cicatrizará jamás, por más que su inconsciencia, su idealización de la pérdida de la virginidad y la perversa y nefasta influencia de una de sus amigas tenga mucha responsabilidad en el asunto.

          Teniendo próximos los ambientes asalvajados de Magaluf en Palma y los encuentros «deportivos» del Saloufest, tan despreciables, una película como esta no nos pilla por sorpresa, de ahí que la contemplación del primer tercio de la película constituya un auténtico sufrimiento para la retina y para la moral, en modo alguno puritana, sino liberal a fuerza de cargar las tintas sobre la responsabilidad individual de cada cual para escoger lo mejor de sí mismos y contribuir a la mejora de la sociedad. En pantalla, sin embargo, aunque con una pulcritud y ritmo muy potentes, la directora nos ofrece una visión directa, sin intermediaciones morales de ninguna clase, de un modo de diversión muy extendida entre la juventud, ¡y aun entre la madurez!, y no hay más que recordar La gran belleza, cuyas fiestas casi en nada se distinguen, salvo cierto decadente glamur jethortera, de la que atrae a los jovencitos que hacen de las transgresiones hepática y sexual el no va más de la diversión. Reconozco que esta es una película que, vista por un abstemio no militante, resulta bastante dura de ver sin sentir cierto asco, pero el abismal vacío humano de la fiesta orgiástica va más allá de esa condición. Los alucinógenos, en su día, significaron la búsqueda de la ampliación de la conciencia, y, de verdad, me resisto a comparar a Aldous Huxley con los niñatos que pululan por esta historia de simulacros y negaciones.

          Pero la película tiene dentro una pequeña historia que va creciendo a medida que la devastación emocional y psicológica de su protagonista se apodera del guion: entonces choca esa isla de decepción, ¡de sufrimiento!, con el entorno agresivo de las noches disparatadas de las que se sale para recobrar un pelín de energía y volver al ataque con energías cada día más mermadas. Una de las protagonistas, la que parece tener menos luces —de las tres es la

única que ha suspendido el examen para entrar en la universidad— y es manipulada —patronize en inglés— por las otras dos, aspira a que este que hace sea el viaje de la pérdida de su virginidad, algo que se presenta de la forma más banalizadora del mundo, casi como un estorbo del que se ha de librar, y para el que, en principio, cualquier candidato sería un buen candidato. Pero… —ese viejo «pero» del «príncipe azul» que parece dormir escondido en el universo ancestral de los deseos femeninos— se cruza la atracción y el deseo en forma de un joven atractivo, apodado Badger, alojado en la misma planta del hotel y cuyo balcón se comunica con en de la protagonista, quien coquetea con él. Los seis jóvenes formarán un sexteto que se une estrechamente para apurar la diversión hora a hora, si bien no siempre los caminos de ella y de él coinciden, ¡y a veces se apartan radicalmente!, como cuando el tal Badger participa en uno de esos concursos piscineros, que entretienen a las hordas «diversivas»…, en que un candidato es asaltado por varias jóvenes dispuestas, a boca armada, a conseguir del candidato la más potente erección jamás vista…

          La historia se crece cuando advertimos que Tara, la protagonista, se queda sola, aislada en medio de una fiesta en la que el agente del sueño feliz de su desvirgamiento disfruta en el escenario mientras ella se arrima a unos y otros y bebe y baila y va entristeciéndose a cada minuto que pasa. La aparición del amigo de Badger, Paddy,  la «rescata» de esa deriva, y le propone ir a la playa a bañarse desnudos, ella acepta, y entre risas y abrazos, cede a la sugerencia de Paddy de «hacerlo», algo que ella vive más como un sufrimiento que como el gran logro que era el objetivo de su viaje.

          A partir de ese momento, la depresión anímica de la joven se instala en el corazón de la aventura orgiástica y ya nada vuelve a ser el proyecto loco que fue en sus inicios. El desdén de Paddy, el silencio propio, la intuición de que algo grave ha pasado que tiene Badger, y la banalización del recuento de la «aventura» por parte de las amigas hace derivar la película hacia una situación dramática que la protagonista interpreta con una convicción total. Lo peor está por llegar, no obstante, y ese es el momento en que las alarmas morales de ella y de los espectadores empatizan, finalmente. Lo dejo a la contemplación y enjuiciamiento de los espectadores. Por el camino ha quedado claro que la presión del grupo tiene unos efectos devastadores en personas con débil fundamento moral y escasa formación. ¡Cuántas Taras no son sacrificadas en esos ritos de paso hacia ninguna parte…!

          Como narración dramática y como falso documental de unas prácticas alienantes, la película tiene un valor superior al de esas mismas características. Y lo mejor es la fidelidad con que la directora ha sabido «meternos», para horror y desesperación de algunos…, en el corazón de esa locura que contrasta, en sus escasas fases diurnas, con la calle vandalizada, llena de residuos, como el escenario de una batalla terrible, de un saqueo, de una violación…

domingo, 15 de septiembre de 2024

«El arpa birmana», de Kon Ichikawa o los desastres de la guerra.

 

Esperando a Mizushima…o, perdida la guerra, lo prioritario es honrar a los muertos.

 

Título original: Biruma no tategoto.

Año: 1956

Duración: 116 min.

País: Japón

Dirección: Kon Ichikawa

Guion: Natto Wada. Novela: Michio Takeyama

Reparto: Rentarô Mikuni; Shoji Yasui; Jun Hamamura; Taketoshi Naitô; Kô Nishimura;

Hiroshi Hijikata; Sanpei Mine; Yôji Nagahama; Yoshiaki Kato; Sojiro Amano; Eiji Nakamura.

Música: Akira Ifukube

Fotografía: Minoru Yokoyama (B&W).

 

          Llama la atención que tras una carrera con más de setenta títulos, sea El arpa birmana la única película de su autor que ha escalado hasta la condición de «clásica» por sobrados méritos propios. De hecho, Ichikawa rodó un remake de su propia obra, en color, en 1985, que he preferido no arriesgarme a ver, dado el impacto estético y emocional que me ha deparado la visión de esta película desgarradora y, al mismo tiempo, llena de esperanza en la visión de una realidad sin guerras que, desgraciadamente, no se corresponde con la realidad, porque parece que, como especie, no salimos de ese callejón sin salida del delirio de la violencia y el exterminio.

          El arpa birmana es una película bélica muy sui géneris, porque, de hecho, la acción bélica propiamente dicha no ocupa más allá de unos brevísimos minutos tras el fallido intento de mediación del soldado prisionero que es enviado para invitar a la rendición a una compañía sitiada por los ingleses. El enviado forma parte de un grupo que se ha rendido a los británicos, algo que hacen mediante un original duelo de canciones corales para manifestar su disposición a no luchar inútilmente. El título de la película ha de asociarse con el poder de la música para expresar distintos sentimientos, y muy poderosamente, la nostalgia de la tierra propia que se ha abandonado para conquistar otras tierras por la vía de la violencia. Los prisioneros llevan una vida ocupada en trabajos forzados y en la paciente espera de ser repatriados cuando la guerra acabe, algo que no tarda en suceder.

          El soldado, que sabe tocar el arpa y que es enviado como mediador, se ve entre dos fuegos: el de los vencedores que quieren aniquilar las últimas resistencias y el de los fanáticos que ven en la rendición la máxima deshonra, una infamia que marcará sus vidas. Tras el tiempo concedido para la mediación, el ataque a la posición de los resistentes acaba con ellos, y el único soldado que queda con vida es el mediador, quien, ante el terrible espectáculo de la masacre de sus compatriotas, decide desertar  y profesar como monje budista. Al cabo del tiempo, cuando regresa al lugar del sacrificio en vano de sus camaradas y contempla las pilas de cadáveres que aún siguen expuestos a las aves carroñeras, decide dedicar sus días a la piadosa tarea de dar sepultura a quienes prefirieron morir antes que rendirse.

          La acción va cambiando entre el campo de prisioneros donde esperan impacientes que Mizushima vuelva de la misión arriesgada a la que fue enviado y las propias andanzas religiosas del protagonista, quien siempre camina llevando un loro en el hombro. En un momento dado, los destinos de unos y del otro se cruzan en un puente, porque los soldados creen reconocer en el monje que lleva el loro sobre el hombro a su compañero de armas. La tensión que se produce en ese encuentro va a acompañarnos durante toda la película, porque el protagonista comparte con ellos la nostalgia del hogar y el deseo de volver a su patria, pero el supremo deber moral que se ha impuesto se sobrepone a su debilidad emocional egoísta.

          Ya dije que lo bélico ocupa poco espacio en la película, que estamos, sobre todo, ante una película de índole moral que  lidia más con el efecto desgarrador de la posguerra que con la guerra misma, aunque la renuncia del arpista y su entrega a la piedad caritativa para con las almas de los caídos, merecedores de un entierro digno, domina sobradamente el metraje.  La película, rodada en Birmania, el país de las tierras rojas, es, como se desprende de lo reseñado, un alegato antibelicista, rodado en plena posguerra japonesa, para una sociedad muy necesitada de mensajes que enaltecieran sentimientos humanitarios que hicieran olvidar la locura fanática del Imperio expansionista y sojuzgador. Recordemos que hasta 1974 aún quedaba algún soldado que no aceptaba la capitulación y seguía luchando, como Hiroo Onoda en Filipinas, por ejemplo. Como él eran todos los miembros del batallón que prefiere ser aniquilado antes que rendirse y cubrirse de vergüenza.

          La parte musical de la película es una de sus mejores bazas, porque los coros y las canciones cantadas logran generar una emoción genuina. Lo mismo sucede con las melodías ejecutadas con el arpa del protagonista, que expresan mejor que cualquier discurso la necesidad de paz que busca el alma devastada por el mal fehaciente de la guerra y su sinsentido radical, más allá, claro está, de las propagandas de las ideologías.

          Hay en el blanco y negro impactante de la película una suerte de ascetismo de la imagen que se une a los áridos paisajes y los espacios interiores para crear una puesta en escena que nos aleja de cualquier esteticismo gratuito. Ver al monje enterrando con sus propias manos a sus compañeros de armas, hasta que los birmanos que lo contemplan deciden ayudarlo nos depara una fortísima sensación física de penitencia por los males causados; males que, sin embargo, no aparecen en la película. La «buena» relación de una mujer que comercia con los prisioneros japoneses y que servirá de nexo de unión entre ellos y el monje parece esconder esa cara de los desastres de la guerra que sin duda cometieron los japoneses en Birmania, aunque fueran, al principio, bien recibidos por las fueras que buscaban una independencia que fue el pretexto para invadirlos e intentar gobernar su territorio.

          Sí, El arpa birmana es una película de emociones y sin discursos, porque el monje, más allá de la música, renuncia al discurso oral. En ese sentido, nada más emocionante que el intento coral de seducir al protagonista para que vuelva con ellos a Japón y la bellísima respuesta instrumental del arpa del protagonista.

          Más adelante, cuando están en el barco en que los repatrían, el capitán de la unidad leerá la carta en la que Mizushima explica las razones por las que ha decidido quedarse en la tierra ajena para reparar parte del daño causado. La lectura de la carta es, propiamente, el desenlace de la austera narración, un recurso empleado en otras películas, pero en ninguna como en este se alcanza tal grado de emotividad, por la estrechísima unión entre el capitán, un musicólogo, y el arpista birmano que se ha entregado a la causa de la «reparación». Inolvidable.