miércoles, 13 de septiembre de 2023

«Topsy-Turvy», de Mike Leigh o la vieja opereta inmortal.

 

Recreación de la vida y obra de un dúo tocado por la magia musical: Gilbert y Sullivan: la revelación de El Mikado.

 

Título original: Topsy-Turvy

Año: 1999

Duración: 160 min.

País: Reino Unido

Dirección: Mike Leigh

Guion: Mike Leigh

Fotografía: Dick Pope

Reparto: Jim Broadbent; Allan Corduner; Timothy Spall; Lesley Manville; Shirley Henderson; Katrin Cartlidge; Dexter Fletcher; Sukie Smith; Roger Heathcote; Wendy Nottingham; Stefan Bednarczyk; Francis Lee; William Neenan; Adam Searle; Martin Savage; Geoffrey Hutchings; Ron Cook; Gary Yershon; Eleanor David; Kevin McKidd; ; Sam Kelly; Nicholas Woodeson; Togo Igawa; Naoko Mori; Alison Steadman; Jonathan Aris; Andy Serkis; Brid Brennan; Matt Bardock; Mark Benton; Monica Dolan; Steve Speirs; Ashley Jensen; Rosie Cavaliero; Nicholas Boulton; John Warnaby; Vincent Franklin.

 

            No fui a verla cuando la adaptó al catalán Dagoll  Dagom y fue un éxito aquí en CAT, pero tampoco me arrepiento, la verdad, tras haber asistido a la deriva etnodelirante y supremacista de su director. Ahora, gracias a Filmin, me llega una película de Mike Leigh, autor de las celebérrimas Secretos y mentiras, El secreto de Vera Drake o Mr. Turner, entre otras, que, bajo capa de una biografía sucinta de sus autores nos ofrece un retrato de los entresijos de la vida teatral musical en Inglaterra en el siglo XIX, tomando el Savoy, donde se representaron las catorce operetas que creó el dúo, como ejemplo. La acción se centra en el momento en que comienza a flojear su exitosa unión como creadores de la gran opereta inglesa del XIX por las desavenencias entre los miembros de la exitosa pareja. A Sullivan los argumentos de Gilbert, ese absurdo mundo al revés, que es lo que significa el título Topsy-Turvy, algo así como upside down, han dejado de motivarlo, al tiempo que siente la llamada de la vocación para escribir música «seria» e iniciar una aventura en solitario. También, al parecer, molestan a Sullivan las pullas a la burguesía de Gilbert, mientras que él, por su parte, busca mecenas para sus obras serias.

          La película ahonda en el retrato de dos personalidades casi opuestas, pero, en la medida en que los cantantes del teatro y sus cuitas son objeto de atención preferente por parte de Leigh, bien podemos hablar de una película coral en la que el mundo del teatro asume el principal protagonismo. La vida integral del funcionamiento del Savoy, retratada hasta en los más pequeños detalles y por todos los espacios del mismo con un ritmo y una delicadeza extraordinarios, puede considerarse uno de los grandes atractivos de la película. Luego están los números musicales propiamente dichos, que son espectaculares, sobre todos para quienes gusten de un género musical menor como la «opereta» cómica, que ha tenido en Offenbach (La bella Helena), Johann Strauss (El murciélago)y Franz Léhar (La viuda alegre) sus máximos exponentes, junto con Gilbert & Sullivan, por supuesto. Curioso me ha parecido, en el reparto, la aparición de Timothy Spall como cantante, y muy destacado su número, suponiendo, como así parece, que sea él mismo quien cante. A cargo de Sullivan y Gilbert hay un actor de muy reconocido prestigio, Jim Broadbent y otro a quien no creo yo que se le haya reconocido la extraordinaria actuación que lleva a cabo en esta película: Allan Corduner, que le roba el papel a todo el reparto desde el inicio, cuando, casi a punto de expirar, enfermo, se levanta a duras penas y es ayudado a vestirse y llevado casi en volandas al teatro para instalarse en la silla desde donde va a dirigir, con graciosos gestos y muecas a los músicos de la breve orquesta que interpreta su música.

De Gilbert, obsesionado por sus historias, se nos ofrece una visión patética, al menos de su matrimonio, en el que su esposa padece por la total ausencia de erotismo en su relación, y de ahí la brillante escena en que él, puesto en entredicho por Sullivan, por lo repetitivo de sus tramas, le pide a su esposa una sugerencia a la que agarrarse para crear una trama que restituya su crédito ante Sullivan. La mujer, entonces, con tacto e inteligencia, le describe el nacimiento de la pasión entre dos enamorados como la mayor novedad del mundo, trama que vive, en su narración, con tal intensidad que el desengaño, cuando se percata de que a su marido no le llega el «mensaje», la deja bastante más que chafada.

          La inspiración le llega, sin embargo, a partir de una exposición sobre China en la que queda gratamente sorprendido por el colorido de su vestuario, por su música, por su teatro, por las marionetas, por los maquillajes y las máscaras, amén de la artesanía y de un modo de comportarse y caminar muy alejados de los estándares ingleses en los que se mueve. Se está gestando lo que, en vez del divorcio definitivo de Gilber &Sullivan se convertirá en uno de los más grandes éxitos de la pareja: El Mikado, representado ininterrumpidamente durante 672 sesiones…

          De Sullivan, un bon vivant y libertino, se nos ofrece, en contraste con el rigorismo moral de Gilbert y su frigidez erótica, una divertida imagen afecta al trato con prostitutas y al consumo de drogas, a pesar de su seria merma física que lo tiene siempre al borde de caer en la parálisis. De hecho, murió joven, a los 58 años. Sus intentos de crear «otra música», al margen de la que le daba fama y dinero, lo cumplió sobradamente, y bien puede hablarse de él como de un prolífico autor al que convendría escuchar con detenimiento. En La señora Miniver, de William Wyler, el himno final que se canta, Onward, Christian soldiers lleva la firma musical de Arthur Sullivan, y fue hecho suyo por el Ejército de Salvación.  

          La película, insisto, rodada con un despliegue de producción generoso, tanto en la puesta en escena como en el vestuario y el maquillaje, creo que será del agrado de los amantes de ese cine británico que recrea el pasado como en ninguna otra filmografía se hace y que, además, presta su atención a una vida, la teatral, que, hasta la aparición del cine, fue el espectáculo por excelencia del público popular. En estas operetas ha de verse el origen de los musicales que han acabado adueñándose de la escena de muchos años a esta parte y cuya plasmación cinematográfica han creado un género que, de tanto en tanto, se renueva con una devoción al pasado digna de encomio.

 

 

lunes, 11 de septiembre de 2023

«Desenfocado», de Paul Schrader, del «biopic» a la tragedia anunciada.

 

Anatomía de la adicción al sexo de una celebridad televisiva: un recital interpretativo de Greg Kinnear y Willem Dafoe.

 

Título original: Auto Focus (Autofocus)

Año: 2002

Duración: 104 min.

País: Estados Unidos

Dirección:Paul Schrader

Guion: Michael Gerbosi. Novela: Robert Graysmith

Música: Angelo Badalamenti

Fotografía: Fred Murphy

Reparto: Greg Kinnear; Willem Dafoe; Rita Wilson; Maria Bello; Ron Leibman; Bruce Solomon; Michael E. Rodgers; Kurt Fuller; Christopher Neiman; Ed Begley Jr.; Cassie Townsend; Joe Grifasi.

 

          Acabo de observar cómo se me escapan las películas de la cartelera, por mi imperdonable desidia. Me pongo a comentar hoy una película de Paul Schrader, de 2002, Desenfocado, y me acaban de quitar de la cartelera la última que acaba de rodar, de 2022, El maestro jardinero… No tengo remedio. En fin, espero repescarla cuanto antes en algún cine que tenga la caridad de esperar a los aficionados atareados… ¡Menos mal que el cine es un arte por el que no pasa el tiempo, a pesar de construirse sobre él y la luz…!

          Bob Crane fue un locutor musical y actor de gran éxito en la televisión usamericana de finales de los 60 gracias a una serie muy popular Los héroes de Hogan, que presentaba la particularidad de ser una serie cómica ambientada en un campo de concentración nazi. Nada más recibir el dato en la película, me pregunté si la serie podría haberse inspirado en la estupenda película de Billy Wilder, Traidor en el infierno, rodada una década antes, que suscito cierta controversia por el hecho de no renunciar al humor  para narrar la aventura de unos militares detenidos en un campo de concentración nazi, distinto, eso sí, de los siniestros de exterminio de los que no se salía. Sea como fuere, Bob Crane es el caso, muy usamericano, del actor al que le cae en las manos un papel que marca su vida y le otorga una popularidad y unos ingresos que le cambian la vida. ¿Qué hay de interés en esa vida para que Schrader, un feroz crítico de la hipocresía moral de su país, se lance a narrarla sin ahorrarnos ninguno de los escabrosos detalles que la adornan? El deslizamiento progresivo hacia la «profesionalización», podríamos decir, de una feroz adicción al sexo por parte de Crane, unida al alcohol y las drogas, por supuesto, pero, básicamente, al sexo. Cuando le llega el papel y el éxito,  Crane es algo así como el esposo ideal: religioso, enamorado de su mujer, preocupado absorbentemente por sus hijos y actor de éxito. Paul Schrader explora, en lo que va bastante más allá del tradicional biopic, un género de naturaleza propiamente televisiva, en la doble cara del éxito: en este caso una intensa afición al sexo que es descubierta por la mujer del esposo y padre ideal a la que este no le ha prodigado ni una mísera caricia ¡en meses! Como en cualquier adicción, también aquí hay un incremento gradual de la misma, porque al principio son revistas de desnudos femeninos que la mujer descubre accidentalmente en el garaje, semiescondidas, pero la rápida evolución de la obsesión de Crane lo lleva a pasar muchas noches fuera de casa, primero con pretextos laborales, después, ya, importándole una higa lo que su remilgada esposa piense de él.

          A mí la película me ha parecido un perfecta anatomía de la adicción, y Schrader, a quien le gusta retratar con mimo la decadencia naíf de ciertas hipocresías, se luce en la narración de un caso que va a discurrir paralelo al nacimiento y desarrollo de una amistad determinante en la evolución de la trama. Mientras aún mantiene su fama, Crane entra en contacto con John Henry Carpenter, un trabajador de la Sony que está introduciendo en el mercado los vídeos y que, como Crane, es también un obseso del sexo. Juntado preceptivamente el hambre con las ganas de comer, la película pasa de seguir exclusivamente a Crane para tomar a la pareja como núcleo de la narración, por más que Crane es siempre la figura alrededor de la cual pivota el descenso a los infiernos del sexo. Recordemos que un actor célebre, Michael Douglas, hubo de someterse a terapia para curarse de la misma adicción, tras lo cual renovó los laureles del éxito con una serie televisiva tan divertida como El método Kominsky, de Chuck Lorre. No le sucedió lo mismo a Crane, está claro. Y aunque los espectadores usamericanos conocían el final, porque se trata de un actor famoso, dado el desconocimiento en España de Crane, me ahorro dar ninguna pista al respecto, y menos aún revelarlo.

          En la pareja adicta, Crane es el «anzuelo» cuya celebridad atrae a un buen número de mujeres bastante más liberadas entonces de lo que el Poder político gobernante nos propone hoy en España, desde luego. Gracias a ellas vemos en acción una panoplia de recursos seductores que, en el fondo, beben de un único atractivo: la fama. Luego, metidos ya en harina, hasta Carpenter puede resultar atractivo, si bien lo que observamos, desde el comienzo de su relación es que el técnico de vídeo también está subyugado por el encanto y la fama de Crane, quien en modo alguno lo corresponde; antes al contrario: la mujer es su único terreno.

          Divorciado y casado con una compañera de reparto ―boda que se celebra en el set de la serie―, quien acabará sufriendo el mismo olvido que la primera mujer, hay en la película un aspecto técnico al que Schrader, como hijo de la industria, le presta una atención muy relevante: a través de Carpenter asistimos a las diversas mejoras que Sony consigue en la fabricación de los aparatos de reproducción, que la pareja usará para añadir una perspectiva «picante» a sus baratas orgías sexuales. A medida que pasan los años, porque la vida de Crane abarca el éxito y el fracaso, cuando llega el silencio de los productores y él ha de sobrevivir representando por bares-teatro una obra en la que explota el resto de fama que le queda ―bares, por otro lado, en cuya barra consigue presas para su adicción―, el interés por las grabaciones, sin embargo, no decae, y ambos personajes se hacen con una videoteca lujuriosa de tal entidad que, cuando no han «cazado» a nadie, se alivian solos y de consuno frente a la pantalla donde reviven sus éxitos venatorios. ¡Y a fe que hay escenas sórdidas como la de esa masturbación conjunta de ambos! No es nada nuevo en la filmografía de Schrader, teniendo en cuenta películas como Hardcore, su segunda película.

          El contexto en el que se inserta la degradación, decadencia y muerte de Bob Crane están perfectamente descritos en la película, lo que le confiere un notable valor sociológico. Si a eso añadimos las dos soberbias interpretaciones de Kinnear, a quienes los espectadores recordarán nítidamente en Mejor imposible, de James L. Brooks, junto a Jack Nicholson, y la de Willem Dafoe, uno de los grandes intérpretes del cine desde hace mucho, no creo que nadie salga descontento, aunque sí estremecidos, por supuesto, de una película cruda, pero necesaria, porque a veces olvidamos que la adicción totalmente incontrolada al sexo es una drogadicción como cualquier otra, y no siempre los adictos tienen un buen final.

 

sábado, 9 de septiembre de 2023

«Barbie», de Greta Gerwig, tradición y renovación.

 

El viejo apólogo como nuevo espectáculo: una paródica propuesta lúdica impecable y muy divertida.

 

Título original: Barbie

Año: 2023

Duración: 114 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Greta Gerwig

Guion: Greta Gerwig, Noah Baumbach. Personajes: Mattel

Música: Mark Ronson, Andrew Wyatt. Canciones: Dua Lipa, Billie Eilish, Karol G

Fotografía: Rodrigo Prieto

Reparto: Margot Robbie; Ryan Gosling; America Ferrera; Kate McKinnon; Will Ferrell; Michael Cera; Simu Liu; Dua Lipa; Connor Swindells; Rhea Perlman; Alexandra Shipp; John Cena; Ariana Greenblatt; Nicola Coughlan; Emma Mackey; Ritu Arya; Emerald Fennell; Kingsley Ben-Adir; Jamie Demetriou; Marisa Abela; Ncuti Gatwa; Hari Nef; Issa Rae; Patrick Luwis; Sharon Rooney; Caroline Wilde; Scott Evans; Kenna Roberts; Hannah Khalique-Brown; Ana Kayne; Luke Mullen; Tony Noto; Deb Hiett; Oraldo Austin; Oliver Vaquer; Kathryn Akin; Ramzan Miah; Ray Fearon; Lucy Boynton; Asim Chaudhry; Will Merrick; Tom Stourton; Helen Mirren (Narradora).

 

          He oído de todo sobre esta película y no he leído nada. Al principio creí que se trataba de un elaborado vehículo de una estrategia comercial, dada la implicación activa de la casa Mattel, y ahora, leída alguna somera información sobre los orígenes de la muñeca y la odisea empresarial de la misma, advierto que hay «otra película», muy distinta de esta, que bien podría ir en la línea de Desenfocado, de Paul Schrader, próximamente en este Ojo… La presencia de Gerwig detrás de la cámara invitaba a suponer que no cabía la patochada ni la comedieta insulsa, dada su poderosa militancia feminista, y así ha resultado ser, porque, sin ceder un ápice a sus principios, el guion elabora una fábula en la que se cruzan muchas temáticas de indiscutible actualidad en la palestra social. El comienzo es tan significativo, la parodia del inicio de 2001: Una odisea del espacio, de Kubrick, que marca indeleblemente el desarrollo de la divertida peripecia existencial de Barbie y de Ken en su viaje al mundo real, más allá de los límites de Barbilandia.

          Vaya por delante que los muñecos, desde siempre, como los autómatas, desde el viejo mito de Pigmalión y la estatua de Galatea que acaba cobrando vida, han sido fuente de inspiración narrativa, y en ella hemos de incluir también el Frankenstein, de Mary Shelly, por supuesto, sin olvidar la Olimpia contenida en El hombre de arena, de E.T.A.Hoffmann . En la Historia del Cine hay varias películas que juegan con esa idea, pero yo me limitaré a citar la que considero una de las grandes de esa Historia: La muñeca, de Ernst Lubitsch, cuyo personaje central es una muñeca creada a imitación de la propia hija del artesano, la cual acabará entablando un juego de suplantación de personalidad divertidísimo y procaz con la muñeca. Es película que, como La princesa de las ostras, también de Lubitsch, recomiendo como auténticas «novedades» narrativas y formales que dejarán boquiabiertos incluso a los mejores aficionados al cine (excluyo a los cinéfilos porque entiendo que no pueden no haberlas visto).

          Tras el divertido arranque paródico, marcando de forma impecable por dónde habrá de discurrir la feliz invención de los esposos Gerwig Baumbach, el impacto de la recreación a escala 1:1 de Barbilandia nos trae a la memoria el mundo fílmico de Wes Anderson, por más que a este «exquisito» quizá la referencia le parezca un insulto, no sé. El diseño, en todo caso, de la puesta en escena y la primera animación de las barbis y los kens es todo un acierto. Desde que la hábil promoción de la película nos dejó ver a Robbie y Gosling disfrazados de sus personajes, tuve la intuición de que, si no caían en el chiste fácil o el chafarrinón, los dos protagonistas daban perfectamente el «tipo» para hacer algo «potable», y perdonen mi debilidad por Ken, que está francamente maravilloso, por la caracterización y por la actuación; a la Robbie le ha faltado algo de anorexia para calcar el original, pero, una vez admitida la bellísima variante carnal, su actuación vuelve a maravillarme una vez más, como lo acababa de hacer en el Babylon de Chazelle o antes en Una joven prometedora, de Fennell.

          Decía al principio que la película renovaba el género del apólogo, porque está claro que, no lo podemos obviar, entra dentro del juego de la primacía relativamente asexuada de las Barbis en barbilandia la exaltación del empoderamiento de las mujeres, muñecas o reales, que convierte a la película en una película de tesis, si bien el enredo narrativo en que se inserta la misma, la toma del poder por parte de los Kens en Barbilandia, dispuestos a convertirla en Kenlandia, casi casi que lo justifica y lo exige. Antes, claro está, cuando un repentino e incontrolado pensamiento de muerte asalta a la protagonista, la Barbie «estereotipo», que busca el arreglo que la permita seguir «encajando» en «su» mundo, ha de «salir» al mundo real, porque todos sus males proceden de que alguna niña en algún lugar está jugando mal con ella. Que Ken se cuele de polizón en ese viaje lleno del encanto de los viejos recortables, ¡qué disfrute permanente con la puesta en escena!, nos lleva a unas secuencias de ambos en el mundo real que son impagables. Sí, claro, es un cuento, pero está contado con una gracia y un encanto muy peculiares, y todos los equívocos y gags, hablados o visuales, logran mantener la sonrisa en la boca de los complacidos espectadores, que a estas alturas se cuentan ya por muchos millones, ciertamente. No voy a defender que se haya de llevar al cine alguna prenda rosa ―a posteriori confieso que mi camisa veraniega llevaba retazos de rosa aquí y allá…(vid.infra)―, como esa ropa interior roja del cotillón de Nochevieja, que algunos tienen por costumbre; pero ¿por qué negarle a esta narración la parafernalia que aceptamos acríticamente en la vida diaria?

          Que la historia se complique con la participación narrativa de la Mattel y sus dirigentes en la trama me parece un acierto descomunal, porque pasamos de la parodia crítica distante a la autoparodia socrática íntima, y el juego de slapstick que Gerwig y Baumbach le sacan a los corporativos de la Mattel no solo es ingenioso, sino divertidísimo, ¡puro cine cómico del mejor!

El reparto de cuotas sociales de las Barbies y los Kenns coincide con la aceptación social de otros modelos no waspestandarizados a los que la Mattel ha ido adaptándose con el paso del tiempo y la necesidad de contribuir a la no estigmatización de otros morfotipos distintos del de la Barbie original, inspirada, por cierto, en una muñeca erótica suiza, Lilli ―y por aquí, si estiramos del hilo, nos vamos a Lilith y a la Lulú de Wedekind y de Berg…―, descubierta por su creadora, a quien, obviamente, se rinde un tierno y emotivo homenaje en la película.

          El juego unamuniano entre creador y personaje, si sabe hacerse, es siempre fuente de placer narrativo, ¡y no digamos ya la animación de ciertas realidades que confinamos en el rincón inocente de los juegos, aunque tengan estos mucho de iniciáticos! Animar lo, por definición, condenado al silencio y la inmovilidad, tiene un mérito que a nadie se le escapa, y Gerwig y Baumbach lo han sabido hacer con respeto, sin pamplinas, sin sentimentalismos y con una poderosa ironía que recorre toda la película, como en las buenas parodias.

Algunos espectadores me dirán que lo siguiente está traído por los pelos, pero esta película da de sí incluso para relacionarla con nuestra actualidad, porque, me lo reservaba para el final, el golpe de estado que intentan los Kenns en Barbilandia, ¡con cambio de Constitución incluido!, me lo ha hecho ver con los más asombrados ojos del vigía de nuestra actualidad política… Esa parte de la trama está no solo bien articulada, sino que, estéticamente, nos depara algunas secuencias de lo mejorcito de la película: el baile y la lucha de los Kens, con una banda sonora más que notable. La propia canción que inicia Gosling, con su voz de lija, es todo un hit, por más que la selección de los atributos paródicos del «heteropatriarcado» parecen escogidos en la misma vena que el discurso homilético de recuperación de la «barbiridad» (¡y ojito con equivocarse de vocales…!) para recuperar el poder. Todo ello nos lleva, curiosamente a que Barbie y Kenn compartan un mismo problema ontológico a cuya solución solo se accede pasando por taquilla o próximamente en Netflix.

          Amante como soy de los mundos imaginarios, no quería perderme la reproducción de Barbilandia en la pantalla grande, porque, como sospechaba, está en la línea de esas puestas en escena que, una vez vistas, no se borran ya del recuerdo, como la ciudad de Tráfico o la casa moderna de Mon Oncle, ambas de Tati. En fin, son muchos los valores de esta película y los espectadores pueden acogerse a algunos o a todos; pero lo cierto es que, al menos este crítico diletante ha pasado una velada extraordinaria en una sala ya vacía, apenas éramos 4 personas en los Renoir, lejos del mundanal ruido de los fans rosáceos… Dicho todo lo anterior, solo me cabe añadir que siempre me han caído fatal las barbis ―apelativo que pervive como descalificación de las mujeres hermosas pero sin seso, de esas que, como dice la Biblia, son como un anillo en la jeta de un puerco―; pero tampoco soy de la Nancy, de Famosa, por razones obvias, claro.  Mi mundo es otro.

                          


 

viernes, 8 de septiembre de 2023

«Il Boemo», de Petr Vaclav o el músico rescatado del olvido…

La vida, con licencias…, y obras de Josef Mysliveček, un exitoso y olvidado músico premozartiano…

 

Título original: Il Boemo

Año: 2022

Duración: 141 min.

País: República Checa

Dirección: Petr Vaclav

Guion: Petr Vaclav

Fotografía: Diego Romero

Reparto: Vojtech Dyk; Elena Radonicich; Barbara Ronchi; Lana Vlady; Salvatore Langella;

Alberto Cracco; Zdenek Godla; Lenka Vlasáková; Lino Musella; Chiara Celotto; Philippe Jaroussky; Raffaella Milanesi; Philip Amadeus Hahn; Diego Pagotto; Karel Roden.

 

          Ascender de biopic a «biografía» no es siempre fácil en el cine. Intuitivamente, los espectadores descubrimos enseguida bajo qué marbete ha de ponerse cada película que pretende recrear la biografía de un personaje, usualmente conocido, pero a veces, como es el caso, totalmente desconocido. Es lo que sucede con Josef Mysliveček, el musico de origen checo que se traslada a Italia para continuar sus estudios y que se instala en la entonces meca de la música hasta que, gracias al empujoncito de sus amantes, logra recibir encargos que lo aúpan a un puesto de reconocido prestigio a pesar de su origen y en las «plazas» más difíciles para un compositor operístico, las italianas. De hecho, acabará siendo apodado Il divino boemo, lo cual lo dice todo de su trabajado éxito en la Italia de la segunda mitad del XVIII.

          Está claro que cuando el biografiado es absolutamente desconocido para el espectador, aumentan las posibilidades de subir el escalón y pasar de biopic a «biografía», por más que esta se narre con mayores o menores licencias, cuyo conocimiento solo puede ser posterior al visionado de la película, por supuesto. Y esa es una baza que no desaprovecha el director, Petr Vaclav, quien sigue escalando puestos en el reconocimiento internacional a su obra. Primero rodó un documental titulado Zpověď zapomenutého («Confesión de un desaparecido») y ahora ha reconvertido aquel material en una biografía canónica que sigue con seguridad y prudencia la estela de películas que tienen el XVIII como referente, como es el caso de Barry Lyndon, de Kubrick, por lo que hace a la iluminación y la fotografía, por ejemplo. Amadeus, de Forman, también se intuye al fondo, sobre todo por la graciosa escena del encuentro entre el niño Mozart y su admirado Mysliveček, una admiración documentada en el epistolario de Mozart, al parecer. Del compositor checo, el divino maestro de Salzburgo admiraba, cosa curiosa, el brío, la pasión y la vitalidad que se encarnaban en las obras del compositor checo.

          A punto ya de caer en la miseria, tras haber agotado la beca que un noble le concedió para estudiar en Venecia con el maestro Giovanni Pescetti, el azar determina que el joven y apuesto músico checo acabe convirtiéndose en el amante de una libertina que le presentará a personajes cuya ayuda ha de ser definitiva para que consolide su carrera musical con lo que todos los músicos que quieren escribir para la escena necesitan: encargos. La relación con la libertina me ha traído a la memoria una excelente película cuya crítica, ahora me arrepiento, no hice en su momento: Más fuerte que su destino, de Marshall Herskovitz, basada en la biografía de la joven Veronica Franco, quien decide, ante la imposibilidad de ser aceptada como esposa de un noble por su origen plebeyo, en una cortesana profesional que no solo pondrá a sus pies, y un poco más arriba…, a toda la nobleza veneciana, sino que se enfrentará y triunfará de la Iglesia católica que quiere condenarla en un acto inquisitorial, en parte porque la hacen responsable por su vida licenciosa de la epidemia de peste que asuela la ciudad.

          La gran producción checa, que participó en la categoría de mejor película extranjera en los Oscar, ha tirado, literalmente, la casa por la ventana, porque no se han reparado en gastos de producción para recrear la época con una fidelidad que, solo en vestuario, habrá supuesto una descomunal inversión. Que estemos ante una obra con impulso oficial no impide que el director haya planteado una biografía que no se aparta de una visión donjuanesca del biografiado sobre cuya veracidad caben, al parecer, algunas dudas. En todo caso, parta lo que le sirve esa inmersión en los círculos libertinos de la sociedad es para ofrecernos una película nada timorata y con escenas muy pero que muy curiosas, como la de la defecación real del Virrey de Nápoles, el futuro Carlos III cuyo actor me pareció, al irrumpir en escena, Berto Romero, lo que añadió algo de curioso y picante contexto a la escena. Con todo, el retrato real no se compadece, en principio, con la imagen común aceptada de nuestro único rey «ilustrado».

          Todos los espectadores quedan avisados de que estamos ante una película musical, porque la reivindicación de Mysliveček no puede hacerse sin que suenen constantemente los frutos de su ingenio que no fueron pocos. De momento, yo llevo oídas dos óperas, Bellerefonte y Antigona, y puedo atestiguar que su ascendente sobre Mozart es inequívoco, aunque la supremacía del dios de la música se refleja, para pasmo del checo, en el momento en que Mozart reproduce, nota por nota, con el añadido de unas variaciones suyas, una pieza que le acaba de oír al músico bohemio. Que el archifamoso contratenor Philippe Jaroussky no solo cante, sino que incluso aparezca brevemente en la película puede entenderse como una validación del rigor musical con que se han planteado las números escenas operísticas que llegaron a los teatros italianos por parte de quien se conocen más de una veintena de ellas, al margen de conciertos y otras obras.  Particularmente interesante es la relación del autor con una diva de la época, Caterina Gabrielli, con quien la unía sus orígenes modestos: él, hijo de un molinero; ella, de un cocinero. Aunque en la película se la presenta equívocamente como una mujer arrebatada por la soberbia y con cierto desequilibrio, la Gabrielli fue un prodigio de fortaleza y respeto a sí misma en un ambiente poco propenso a respetar a las mujeres. Está en entredicho que fueran amantes, aunque lo incontrovertible es que la cantante hubo de detener una representación para dar a luz a su hija. Y en esto de los entresijos de las representaciones sí que la película gana un interés documental muy notable, porque la inversión lo ha facilitado. Así mismo, para darle a la época la atmósfera sentada ya por precedentes famosos como los ut supra mencionados, la espléndida fotografía del cinematografista español Diego Romero.

          La muy variada puesta en escena, tanto de interiores como los soberbios exteriores en Nápoles contribuyen poderosamente a la recreación de una época y a la verosimilitud de un trayecto biográfico en el que la destrucción del rostro del músico por haberle sido contagiada la sífilis añade un dramatismo que no tarda en mostrarnos los duros años declinantes de su cartera; porque hasta el éxito  más deslumbrante no está exento del revés sombrío del infortunio y el fracaso.

          No me corresponde a mí enjuiciar el valor de la música del compositor italo-checo, pero baste con indicar la gran semejanza que hay entre su obra de madurez y las primeras óperas mozartianas para saber que no andaba exento de calidad. Las muestras de la película son todas ellas tan magníficas como lo que le voy escuchando, aunque lamento decir que no hay grabaciones disponibles de toda su obra en YouTube.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

lunes, 4 de septiembre de 2023

«Los bajos fondos», de Jean Renoir y «Los bajos fondos», de Akira Kurosawa.

 

Título original: Les Bas-fonds

Año: 1936

Duración: 92 min.

País: Francia

Dirección: Jean Renoir

Guion: Yevgueni Zamiatin, Jacques Companeez, Jean Renoir. Obra: Maksim Gorki

Música: Jean Wiener

Fotografía: Fédote Bourgasoff, Jean Bachelet (B&W)

Reparto:  Jean Gabin; Junie Astor; Louis Jouvet; Suzy Prim; Jany Holt; Alex Alin; Vladimir Sokoloff; Nathalie Alexeeff; Robert Le Vigan; André Gabriello; Robert Ozanne; René Génin; Léon Larive; Maurice Baquet.

 





Título original: Donzoko

Año: 1957

Duración: 137 min.

País: Japón

Dirección: Akira Kurosawa

Guion: Akira Kurosawa. Obra: Maksim Gorki

Música: Masaru Satô

Fotografía: Ichio Yamazaki (B&W)

Reparto:  Toshirô Mifune; Isuzu Yamada; Kyôko Kagawa; Ganjiro Nakamura; Minoru Chiaki; Kamatari Fujiwara; Akemi Negishi; Nijiko Kiyokawa; Koji Mitsui; Eijirô Tono; Haruo Tanaka; Eiko Miyoshi; Bokuzen Hidari; Atsushi Watanabe; Kichijiro Ueda.

 

Dos visiones muy distintas, occidental y oriental, del clásico de Gorki; dos miradas, compasiva y quirúrgica, a la pobreza extrema.

 

          No es sorprendente que dos autores cuyo cine es un análisis constante de la condición humana coincidan en la elección de un clásico universal de la literatura para adaptarlo al cine. Se trata, en este caso, de la obra de teatro homónima de Máximo Gorki, Los bajos fondos. El grado de realismo que quiso llevar Gorki al escenario, en cuyo montaje se incluyeron fotos reales del ambiente descrito sobre las tablas,  está presente en estas dos adaptaciones, pero se trata de dos visiones muy distintas, más cerca de la visión trágica la de Kurosawa, más cercana al humor mediterráneo la de Renoir. Cinematográficamente, también son muy distintas, porque Renoir saca la cámara de la humillante «pensión» donde viven los protagonistas, el último peldaño de la miseria antes de convertirse en vagabundos sin techo, y se acerca a una construcción narrativa de corte clásico; Kurosawa, sin embargo, escoge un lugar «maldito» que identifica desde la primera escena con un vertedero de basuras, pues desde lo alto dos personajes descargan sus carretillas de desechos en las inmediaciones de la cabaña donde, en cubículos minúsculos, sin intimidad ninguna, se arraciman los mismos personajes que en la de Renoir. Con todo, hay diferencias muy notables en la composición de los personajes, porque el protagonista de la de Renoir, un extraordinario Jean Gabin, lleno de recursos y encanto, seductor y, con todo,  portador de una dignidad que servirá para que, al final, haya una suerte de canto a la esperanza que está a años luz del pesimismo trágico que viven los mismos personajes en la película de Kurosawa, como si el hado trágico se hubiera cebado en ellos y solo la tragedia fuera capaz de guiar sus vidas, reducidas a la ebriedad, el juego y un mínimo trabajo, o cambalache, que les sirve para pagar las cuatro perras que les da derecho al catre.

          En ambos casos, la relación adúltera del protagonista con la «patrona» de la pensión va a desencadenar, por la irrupción de la hermana de ella en el triángulo amoroso, un juego cruzado de venganzas, el marido de su mujer, la mujer de su hermana y el protagonista de ambos esposos, que nos llevará , finalmente a la muerte del «tirano», sobre el que se descarga la ira de los oprimidos que viven en su mísera «pensión». El aliento trágico de la claustrofóbica y angustiosa versión de Kurosawa que apenas deja respirar al espectador angustiado, una versión dramática en la que el protagonista, Toshirô Mifune, se mueve en escena con un desgarro y una violencia airada que nada tiene que ver con la elegancia y donaire de Gabin. Lo mismo sucede con la hermana de la patrona. Aunque ambas visiones de la hermana están muy cerca, porque ese personaje representa la ingenuidad y la pureza, Jany Holt no puede competir con la impresionante actuación de una de las mejores actrices del mundo, Kyôko Kagawa, que borda el personaje de la hermana y añade, frente al de Renoir, una desesperación que la aleja de su pretendiente, mientras que en la versión de Renoir prima la tendencia al final feliz, ausente de la versión de Kurosawa. En ambas, no obstante, la agresividad implacable del matrimonio se ceba en ellas. La posibilidad de casar a la hermana con el intendente de policía, a quien soborna el matrimonio para ahorrarse impuestos, forma parte de esa violencia, pero en la versión de Renoir adquiere una dimensión magnífica de la que carece la de Kurosawa. La cena con el pretendiente es un corto cómico magnífico y funciona casi como un relato mínimo dentro de la historia general.

El humanismo con que se contempla la dignidad humana de quienes ni siquiera estando en el penúltimo escalón social pierden el respeto que se deben a sí mismos, y ahí está la historia cómica del arruinado barón en cuya casa roba Gabin como muestra del humor de comedia de humor «blanco», domina la versión de Claire, dado que, detenido Pepel por haber robado en casa del barón, este se presenta en comisaría para testificar que el caballo de bronce ha sido un regalo, por lo que Pepel sale en libertad, aunque el barón no tarda en recalar en la «pensión»; de igual manera, qué gran distancia hay entre el músico compulsivo que toca el acordeón en la versión de Renoir y el músico loco tamborilero que saca de quicio con el sonido agudo del parche tirante de su pequeño tambor. Menos la hay en cuanto a los actores de teatro que en ambas versiones son encarnadas por dos estantiguas destrozadas por el alcohol y con un serio propósito de enmienda para volver a adueñarse de su arte pretérito. Este personaje alcanza idénticos niveles de patetismo en ambas versiones, y ambas interpretaciones rayan a idéntica altura, aunque el personaje de Kurosawa, espoleado por las esperanzas de un viejo misterioso que parece personificar la muerte, nos resulta acaso más desgarrador. ¿En qué podemos basarnos para apreciar esas diferencias? En mi caso, en el abismo que hay entre las lenguas respectivas de cada adaptación, el japonés y el francés. Los personajes de Kurosawa parece que se escupan al hablar, y hay tal grado de violencia en su manera de relacionarse que nos parece una condena sobreañadida a su infortunio, pero es cierto que ese dramatismo verbal encarna a la perfección la lucha por la supervivencia en un ambiente ultradegradado. El actor, corroído por el alcohol, apenas alcanza a hablar de modo que para los demás sea inteligible lo que dice, y eso añade un plus de degradación a su personaje. Con todos ellos contrastan las dulces maneras del viejo que pasa unos días en la pensión antes de seguir su camino, si bien deja tras de sí tres muertes de muy diferente naturaleza. Ese peregrino que se aloja en la «pensión» solo unos días, tiene un efecto de contraste con el embrutecimiento de los demás que no aparece en la versión de Renoir. Acaso porque el barón tiene también menos peso en la de kurosawa. 

          Lo que nos queda, al final, de ambas versiones, es la sensación de cierto alivio en la casi comedia sentimental que es la versión de Renoir y el peso descomunal de la tragedia que no nos abandona ni un momento en la de Kurosawa. No se trata de la vieja polaridad entre optimismo y pesimismo, porque suicidios los hay en ambas, violencia también y mucha derrota, pero el modo de acercarse a la miseria es muy distinto en ambas versiones, espesamente sombría en kurosawa y ligeramente entre luces en Renoir. Ambas son no solo dignas de admirar, sino de ver una tras otra para entender las diferencias culturales entre Occidente y Oriente, también por lo que respecta a la miseria sin casi remedio en que pueden caer los seres humanos. En ese escenario último también hay diferencias entre las personas, y el complejo mundo de relaciones que se establece entre los patronos y los residentes y entre estos últimos constituye un fresco de la mejor y lo peor de la humanidad. Ni que decir hay que todas las interpretaciones en una y otra versión son excepcionales, sobre todo en la de Kurosawa, acaso porque el espacio resulta mucho más claustrofóbico y la cercanía entre los personajes aguza las reacciones de estos hasta la exasperación. La evidente mirada compasiva de Renoir contrasta, y mucho, con la que he calificado como «quirúrgica» de Kurosawa, aunque la realización de este deja claro el infinito respeto que le merecen los desheredados de la Fortuna.

         

domingo, 3 de septiembre de 2023

«Las ocho montañas», de Felix Van Groeningen y Charlotte Vandermeersch.

La amistad entre desiguales y la común pasión por las montañas. 

Título original: Le otto montagne

Año: 2022

Duración: 147 min.

País: Italia

Dirección Felix Van Groeningen, Charlotte Vandermeersch

Guion: Charlotte Vandermeersch, Felix Van Groeningen. Novela: Paolo Cognetti

Música: Daniel Norgren

Fotografía: Ruben Impens

Reparto:  Luca Marinelli; Alessandro Borghi; Filippo Timi; Elena Lietti; Surakshya Panta; lo

Elisabetta Mazzullo; Lupo Barbiero; Cristiano Sassella.

 

          De Félix Van Groeningen vi en su momento Alabama Monroe, un drama desgarrador ambientado en un grupo musical de seguidores belgas de la música tradicional usamericana bluegrass. Ahora, junto con su mujer, nos entrega una larga película en la que con cierta parsimonia se desarrolla la historia de una amistad profunda entre dos seres muy distintos que acaban forjando, desde niños,  una sólida amistad que tiene como fundamental razón de ser la necesidad de mitigar sus soledades respectivas, son los únicos niños de la misma edad en una zona rural montañosa que se ofrece en todo su esplendor a su vivencia de la naturaleza. Vale decir que el padre de Pietro, el niño urbano, la familia vive en Turín, es un apasionado aficionado a la montaña y se empeña en inculcarle al hijo esa pasión. En sus aventuras, no obstante, se advierte enseguida la buena traza de Bruno para defenderse en esos espacios no exentos de peligros que ponen en riesgo la propia vida. Ello no obsta para que ambos jóvenes vayan ensanchando un ámbito de amistad y camaradería que se interrumpirá en los años finales de la adolescencia, cuando el padre de Bruno, albañil, decida llevárselo consigo para trabajar lejos de casa, durante el verano, privándolo de la compañía de Pietro. Y ello porque los padres de Pietro han hecho gestiones ante los padres de Bruno para permitirles llevar a Bruno a la ciudad a fin de que se escolarice y pueda decidir después si seguir o no estudios superiores. La amistad entre ambos jóvenes, contada siempre desde el punto de vista de Pietro, dada la incapacidad de Bruno para el pensamiento abstracto e incluso la narración curiosa de los hechos de su existencia, vuelve a reencontrarse cuando, en la madurez, ambos deciden reconstruir un viejo refugio y convertirlo en su hogar de la montaña, donde convivirán muchos veranos mientras ambos tratan de encontrar su propio camino en la vida. El de Bruno, apegado a la tierra, lo lleva por el camino de la cría de animales y la fabricación artesana de quesos; el de Pietro, tentado por la escritura, lo lleva a forjarlo en el Tíbet, que recorre para después elaborar un libro que le publicarán, aunque ignoramos su contenido. Mientras trabaja como cocinero, establece una relación con una compañera, pero cuando esta, con otros amigos, van a hospedarse una temporada en el refugio de los dos amigos, la amiga sentirá una atracción inmediata no tanto por Bruno cuanto por la vida, para ella «alternativa» a la de la ciudad, de los animales y la artesanía alimentaria. No tardan, ella y Bruno, en establecer una relación que los convierte en socios y en padres. Ello, por supuesto, no «entorpece» la relación entre ambos hombres, sino que incluso la fortalece. De hecho, hay entre ellos una intimidad emocional que está por encima de sus estrictas circunstancias individuales, a pesar de que cuando llegan los malos tiempos para la explotación ganadera y el matrimonio de Bruno, aparecen cierta distancia e incomprensión que forman parte de cualquier relación humana liviana o sólida. Pietro, a su vez, se ha enamorado en el Tíbet de una maestra y ha descubierto que aquel es «su lugar en el mundo».

          A algunos espectadores puede recordarles, esta emocionante historia sobre una amistad masculina, la película de Ang Lee, Brokeback Mountain, haciendo salvedad de que no hay ningún tipo de atracción sexual ni encubierta ni transparente, y no estarían equivocados. Es cierto que hay un delicado análisis de las relaciones masculinas clásicas, pero no es menos cierto que el proceso de crecimiento personal y de desarrollo de sus dos proyectos de vida, tan distintos, forma parte esencial del desarrollo de la trama; sobre todo porque Pietro vive inmerso en una suerte de niebla sobre su propio camino que lo lleva a alejarse para tratar de recuperar incluso su propia infancia y su relación con el padre, de quien va descubriendo, por los señalizadores de los picos que recorren en sus salidas, los diarios en los que anotaba sus impresiones, así como la satisfacción de ser acompañado por su hijo en ese senderismo de altos vuelos.

          Supongo que de más está decir que la naturaleza es la puesta en escena esencial de la película, amén del refugio en cuya construcción se demora la acción para darnos cuenta de lo que supone, simbólicamente, disponer de un «refugio» que les permita aislarse de las inclemencias de la vida, más que de las atmosféricas, aunque estas jueguen también su papel en la película, por supuesto. La relación con el medio, el conocimiento, la sensibilidad, el espíritu ecologista que se advierte en la relación de ambos con «la montaña» no dejará indiferentes a los espectadores, por urbanitas que se precien de ser. Palabras, como «imponente» o «majestuoso» se unen a otras como «sagrado» para ayudarnos a darle voz a unas emociones paisajísticas que para los protagonistas son un elemento esencial de sus vidas. Algo de «insulares» extravagantes tienen los aficionados a la soledad de las altas montañas. La introspección, el culto al silencio, el despertar absoluto de los sentidos, el placer de la soledad o de la compañía silenciosa son rasgos identificadores de esos amantes que cifran en el trato asiduo con la montaña parte de su razón de ser y de estar en la vida. No apartes a un fenicio del mar; no apartes a Bruno y Pietro de la montaña. Se nace para estar en contacto con unas u otras manifestaciones de la naturaleza, porque las ciudades son la negación de nuestro pasado ancestral, y Bruno y Pietro son felices, muy felices, compartiendo una naturaleza que se les ofrece como imagen viva de la libertad y la independencia. Solo las servidumbres mercantiles de la vida acabarán arruinando ese estado de gracia; pero eso es mejor que lo descubran en esta morosa película, tan bella como intensa e inusual en nuestras pantallas. Pocas películas tan bellas habrán visto los espectadores últimamente en las pantallas como este canto a la vida natural y a la amistad que nos han ofrecido Van Groeningen y Vandermeersch.

viernes, 1 de septiembre de 2023

«Fue la mano de Dios», de Paolo Sorrentino o la autobiografía delicada.

 

Una historia íntima y emotiva: la orfandad y la vocación artística.

 

Título original: È stata la mano di Dio

Año: 2021

Duración: 130 min.

País: Italia

Dirección: Paolo Sorrentino

Guion: Paolo Sorrentino

Música: Lele Marchitelli

Fotografía: Daria D'Antonio

Reparto: Filippo Scotti; Toni Servillo; Luisa Ranieri; Teresa Saponangelo; Marlon Joubert;

Lino Musella; Renato Carpentieri; Sofya Gershevich; Enzo Decaro; Massimiliano Gallo; Elisabetta Pedrazzi; Ciro Capano; Biagio Manna.

 

          Incluso para los buenos aficionados es difícil seguir el ritmo de novedades que pasan como una exhalación por las pantallas, de ahí que no nos quede más remedio que acceder a las plataformas para, de tanto en tanto, descubrir «novedades» que nos han pasado totalmente desapercibidas. Este es el caso de una película que no merecía de ninguna de las maneras el paso furtivo por las pantallas que ha tenido, porque cualquier película de Sorrentino es un «acontecimiento» de primera magnitud. Esta es la sexta que critico en mi Ojo y doy fe de que Sorrentino está construyendo acaso la más sólida carrera cinematográfica italiana desde los grandes monstruos del pasado: Antonioni, Visconti, Fellini, Rossellini, Scola, De Sica, y tantos otros. En esta ocasión, además, desde una perspectiva intimista que no desdeña, en todo caso, la herencia recibida, sobre todo la inmensa de Fellini, maestro de maestrtos.

          Fue la mano de Dios cuenta una historia dolorosa para el autor, la desaparición de sus padres en un accidente, cuando él es un adolescente y ha de tomar una decisión sobre el rumbo que ha de seguir en su vida. La desorientación vital del joven se encuadra en una ciudad. Nápoles, que cobra en la película un protagonismo muy notable; del mismo modo que sucede con el retrato, totalmente felliniano, del círculo familiar del autor. La perspectiva grotesca se suma a la vivencia de un hecho insólito en el mundo del fútbol: que el mejor jugador del mundo, Maradona en aquel momento, fichara por un equipo, el Nápoles, siempre en la zona baja del Calcio, y a quien condujo a ganar el Scudetto por primera vez en su historia. La pasión del joven Fabietto por el fútbol, muy preocupado por si Maradona, como se rumorea, acabará fichando por el Nápoles o no, trasunto del director, se suma rápidamente a su interés por el mundo del cine, lo que lo lleva a contemplar el rodaje en las galerías Umberto, un espacio idóneo para cualquier escena, así como un casting en la que aparecen los rostros y físicos idóneos para una película de Fellini. De forma paralela se cuenta la deriva lujuriosa de una tía suya, mezclada con una rocambolesca historia libertina que acabará con el internamiento psiquiátrico de ella, a quien el joven, que siente la atracción sexual propia del descubrimiento de la pasión, convierte en su musa platónica. El desfloramiento, propiamente dicho, será más prosaico y áspero, con la vecina aristocrática que vive en el piso encima del de sus padres; pero eso hay que verlo, está claro; pierde todo su interés si se relata.

          Es curioso, digo de una secuencia que «hay que verla», cuando, en realidad, es toda la película, secuencia tras secuencia y plano tras plano, la que se ha de ver sin mediación de relato crítico ninguno, porque es difícil explicar la poesía, el sentimiento, el pasmo, lo grotesco e incluso lo surreal que se da cita en esta película personalísima en la que advertimos enseguida la identificación autobiográfica, si bien, al desconocer los pormenores biográficos del autor, ignoramos hasta qué punto responde a la más estricta realidad. Siendo así como es, fidelísimo trasunto de la realidad, cabe destacar el retrato amable de los padres incluso en las zonas oscuras de su relación, porque el padre ha mantenido una doble vida con otra mujer, lo que conlleva, en un momento dado, el divorcio temporal de los esposos, antes de su reconciliación y posterior muerte por escape de gas en la pequeña casa de campo que se han hecho. La afición de ambos esposos a las bromas forma parte importante del relato, así como el lenguaje de silbidos en que ambos se entienden.

          La mezcla de ingredientes tan heterogéneos no redunda en la dispersión del espectador, porque Fabietto actúa como hilo conductor de todo el relato y es su mirada con la que se identifica el director y la cámara. Todo fluye, lo visible y lo oculto, con gran delicadeza, y se apodera de la historia esa suerte de omnipotencia del azar que todo lo gobierna: desde el gol con la mano de Maradona en el mundial de Argentina, guiado por Dios, hasta la comida familiar en la que la hermana del protagonista se presenta con su novio carabinieri quien habla a través de la traqueotomía y dice saltar a la comba y hacer gimnasia cada día, ante la rechifla de toda la familia que ha esperado, hasta con vigías, la llegada de los novios.

          Aunque pueda parecer algo impostado el diálogo final del aspirante a director con el consagrado Antonio Capuano, y la lección de vida que le da en el seno de una puesta en escena brillante que culmina con el desnudo del director y su inmersión en las aguas napolitanas, enlazando con el travelín inicial de la película que nos acerca sobre el mar a la ciudad, para asistir a un «prodigio» de la picaresca sexual que volverá a aparecer cuando el joven Fabietto contemple desde el tren que lo lleva a Roma al monje enano, lo cierto es que, desde el punto de vista del espectador inmerso en la pasión por el cine, todo responde a la mayor de las naturalidades, y nos parecen muy pertinentes los consejos de un director que huye de las imposturas. Aunque el joven «huya a Roma» acabará volviendo a Nápoles, le augura, porque aquí, en la ciudad natal, también hay muchas cosas que contar, y esta historia de su familia, está entre ellas. Bien es cierto que antes ha de haber triunfado con La gran belleza, pero ese logro artístico es el que le permite rodar en estado de absoluta «gracia narrativa» una historia tan íntima y un bildungsroman tan penetrante. A veces las exigencias narrativas del pasado lejano requieren una práctica artística que permita afrontarlas, sobre todo,  desde la sencillez, desde la ausencia de artificio y desde la plenitud de la vida que discurre con absoluta naturalidad: no tanto una representación cuanto una presentación directa, natural, convincente y emotiva, muy emotiva. No solo Fabietto, Filippo Scotti, actúa con una convicción absoluta, sino sus padres, Servillo y, casi por encima de todo el reparto, la excelsa Teresa Saponangelo, a quien le han regalado, propiamente, el papel de su vida. ¡Qué madre! ¡Qué variedad de registros! ¡Qué actuación tan memorable!

          Si son aficionados al cine de Sorrentino, esta película ocupará sin duda un lugar privilegiado en su devoción; si no lo son, apresúrense a descubrir esta maravilla, muy distinta de otras suyas, pero con una dimensión emotiva superior a toda su obra.