sábado, 28 de diciembre de 2024

«Vicki» y «Ansias de matar», de Harry Horner, o la excelencia de los discretos.



Título original: Vicki

Año: 1953

Duración: 85 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Harry Horner

Guion: Dwight Taylor, Leo Townsend. Novela: Steve Fisher

Reparto: Jeanne Crain; Jean Peters; Richard Boone; Elliott Reid; Max Showalter; Alexander D'Arcy; Carl Betz; Aaron Spelling.

Música: Leigh Harline

Fotografía: Milton R. Krasner (B&W)

 

 

Título original: A Life in the Balance

Año: 1955

Duración: 74 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Harry Horner, Rafael Portillo

Guion: Robert Presnell, Leo Townsend. Historia: Georges Simenon

Reparto: Ricardo Montalban; Anne Bancroft; Lee Marvin; José Pérez; Rodolfo Acosta; José Torvay; Carlos Múzquiz; Jorge Treviño; Eva Calvo; Fanny Schiller; Tamara Garina; Pascual García Peña; Tony Carbajal.

Música: Raúl Lavista

Fotografía: Manuel Gómez Urquiza (B&W).

 

          Harry Horner o el escenógrafo y realizador «vienés» olvidado de Holywood: un thriller magnífico y una no menos interesante coproducción mejicousamericana sobre un relato de Simenon.

 

Tras revisar mi archivo «Para ver después», de YouTube, me llevé Vicki a la cinta de correr para ver qué trama se escondía detrás de un título tan personalizado y con un director tan desconocido. Si critico dos películas suyas juntas, ello se debe a que, tras haber disfrutado intensamente de la tal Vicki, no pude resistirme a continuar con el autor y ver una rareza como  A Life in the Balance, solo porque el guion se basaba en un relato de mi admirado Simenon.

          Dos palabras sobre Harry Horner. Nacido en la Chequia perteneciente al Imperio Austrohúngaro. Trabajó en Berlín con Max Reinhardt y después viajó con él a Usamérica y colaboró en varios de sus montajes escénicos. Su buen hacer escenográfico lo llevó a trabajar en el teatro, en la ópera y, por supuesto, en el cine, desde donde dio el salto a la dirección. Estamos, pues, ante un desconocido —al menos para este ignaro crítico diletante— cuya obra, sin embargo, tiene un sello de calidad que lo hace acreedor a ser considerado parte de los exiliados alemanes que, huyendo del nazismo, revolucionaron el cine en Usamérica. Es cierto que tiene una obra que no ha alcanzado los niveles de popularidad de sus coetáneos europeos, pero la difusión de estas dos películas debería servir, ¡esa es mi esperanza!, para revalorizar a un director de gran talento, como se apreciará en estas dos películas de muy buen ver.

          Vicki es un remake de la que en su día, en 1941, se tituló Hot Spot («¿Quién mató a Vicki?»), de H. Bruce Humberstone, con Betty Grable y Victor Mature, un éxito que recaudó el triple el presupuesto y que me propongo ver en breve, si la encuentro. Curiosamente, doce años más tarde, en 1953, Horner lleva a la pantalla la misma historia y lo hace, además, no solo con el mismo guionista de la primera, Dwight Taylor, sino con un cinematografista de amplísima y reconocida calidad, Milton Krasner, de quien en este Ojo hay criticadas unas dieciséis películas con los mejores directores del mundo. En el reparto, a título anecdótico, figura un actor que, andando el tiempo, se convertiría en uno de los grandes productores televisivos: Aaron Spelling.

          La película debería ser considerada un clásico del Whodunit?, porque identificar al asesino (o asesina…) es el fundamento mismo de la trama. El reducido numero de sospechosos tiene, sin embargo, tal entidad, que hasta el más avezado de los espectadores ha de reconocer que está a merced de los guionistas, porque el resulta imposible entrar, sin perderse, en el juego de las hipótesis que adjudiquen la paternidad de un asesinato oprobioso, no solo por la juventud y la belleza de la protagonista, sino porque se siega una vida mucho antes de que llegue a cosechar el triunfo que para su fulgurante carrera se prevé. Una cara bonita en los anuncios murales, cierto, como la que reemplaza a la malograda en el fantástico último plano de la película, que nos da a entender que la misma historia se repite ad náuseam.

          La joven es descubierta por un cazatalentos en una cafetería y, desde ese momento en adelante, todo serán triunfos que se sucederán hasta que la prometedora estrella decida volar por su cuenta, al margen de quien impulsó su carrera y se traslade a Hollywood. Antes de emprender el viaje, cuando su promotor pasa a recogerla para llevarla al aeropuerto, la encuentra muerta en su domicilio, adonde llega su hermana justo en el momento en que el promotor está arrodillado a su lado, comprobando que, en efecto, está muerta. Y ahí se inicia la rueda de sospechosos, porque tanto él, como luego la propia hermana, como un columnista y un actor que son amigos del promotor, ¡y hasta un policía de torva mirada y despóticas maneras!, quien, tras haber iniciado unas cortas vacaciones, prescritas por su superior, exige volver inmediatamente para ponerse al frente de la investigación de ese caso. Poco a poco, pues, se va tejiendo, con excelentes maneras cinematográficas, la sólida tela de araña del despiste que confunde una y otra vez al espectador entregado a la magia de la seducción investigadora, y dejándose llevar por convicciones que no le duran ni tres secuencias. La más sólida, para el gato viejo de estas producciones, es la del policía enamorado de la difunta, y en quien se advierten unos impulsos de psicópata que parece pregonar a los cuatro vientos su culpabilidad. En  resumen, que la construcción de los personajes va más allá de su mera funcionalidad en la trama y se presentan con unas reacciones ante los hechos que nos hablan de los excelentes mimbres psicológicos con que se ha construido la historia. Que Jeanne Crain sea la protagonista añade un plus de interés a la historia, una actriz a la que hemos admirado, en este Ojo,  en Travesía peligrosa, de Newman, también de suspense, en Que el cielo la juzgue, de Stahl y en Pinky, de Kazan, ósea, una actriz consagrada y versátil, que eleva muchos enteros esta película en la que no es óbice el carácter secundario de otros compañeros de rodaje para considerarla como se merece, aunque para el papel del policía destaca un actor de la categoría de Richard Boone. Recordemos, sin ir más lejos,  que Jean Peters y Max Showalter son los coprotagonistas, junto a Marilyn Monroe y Joseph Cotten de Niágara, de Hathaway. La profusión de interiores nos recuerda el origen teatral de la pieza, pero la narración, siempre atenta a los mil giros sorprendentes que tiene la trama, discurre con sorprendente agilidad para este género de películas. Poco más me cabe añadir, si no quiero destripársela a sus posibles espectadores, que espero sean numerosos.

          Ansias de matar, un título demasiado explícito para una película basada en la persecución del culpable de un asesinato cuando se descartan las sospechas sobre el falso culpable, está basado en un cuento de Simenon, titulado Sept Petites Croix dans un Carnet («Siete crucecitas en un carnet», que fue incluido en el libro La agitada Navidad de Maigret, y fue escrito en Usamérica, en Carmel By the Sea, en 1950. La historia fue adaptada para una coproducción mejicousamericana muy curiosa. Hemos de aceptar una premisa sin la cual el edificio cinematográfico nos parece un disparate: todos los mejicanos hablan un perfecto inglés en el que, sin embargo, se preservan tratamientos como «señor», «señorita» y los nombres originales. Al frente del reparto figuran tres grandes estrellas: Ricardo Montalbán, Anne Bancroft y Lee Marvin. Y la historia nos habla de un músico fracasado que le promete a su hijo un regalo de campanillas: una guitarra, porque, aunque él es compositor, sabe que quien tiene verdaderas aptitudes musicales es su hijo Paco, un espabilado muchacho que esa misma noche contempla desde el tejado del edificio cómo se comete un asesinato y, entre el barullo que se arma por el suceso, decide seguir al criminal, quien, finalmente se percatara de que el chiquillo lo sigue y decide secuestrarlo para protegerse. El chiquillo, a su vez, intentará dar señales de su secuestro, rompiendo los teléfonos de policía que encuentra a su paso.

          El padre conoce a María (Ann Bancroft) en la casa de empeños donde adquiere la guitarra para su hijo y ella intenta sacar algo más del empeño de una joya, porque, como él, ha quedado en paro. La historia, desde el descubrimiento del cadáver se narra en tres direcciones paralelas: el secuestro del niño por el psicópata, la historia de amor de los protagonistas y las pesquisas policiales para encontrar al supuesto autor de los hechos, el padre, Antonio, a quien acusa, sobre todo, un vecino que quiere quedarse con la patria potestad sobre el hijo del protagonista.

          La película transcurre prácticamente en una noche de fin de año, llena de fuegos artificiales y las calles y plazas de gentes deseosas de festejar la entrada del nuevo año. En esas circunstancias, hasta los malos tratos del psicópata hacia Paco se entienden como el malhumor de un padre con un hijo travieso. La persecución, a la que no tardarán en unirse  Antonio y María progresa a partir de pequeñas señales que el niño emite y que son captadas por el padre, lo que lleva a la policía estrechar el cerco sobre el fugitivo. No es necesario recalcar que la iluminación del blanco y negro de la película es un factor determinante para evaluar la calidad de la cinta, porque las interpretaciones del elenco son muy notables, y sobre todo la de Lee Marvin, muy convincente en un papel nada fácil. Harry Horner parece recordar sus buenos tiempos como escenógrafo cuando lleva el desenlace de la historia a la impresionante Ciudad Universitaria  de la ciudad de México, desierta para la ocasión  y junto a cuyos impresionantes murales indígenas se resuelve la acción.

          No estamos, pues, ante una mera coproducción para estrechar los lazos  fraternales entre ambos países, y fomentar los tópicos de uno y otro lado, sino ante una historia con un potente suspense que Harry Horner conduce con mano maestra, y reitero que como tal se apreciará siempre y cuando se admita la premisa a la que me referí al empezar la crítica.

 

 

jueves, 26 de diciembre de 2024

«La mujer del presidente», de Léa Domenach o la periferia del Poder.

 

Un divertimento abufonado sobre los entresijos políticos del matrimonio Chirac.

 

Título original: Bernadette

Año: 2023

Duración: 92 min.

País: Francia

Dirección: Léa Domenach

Guion: Clémence Dargent, Léa Domenach

Reparto: Catherine Deneuve; Denis Podalydès; Michel Vuillermoz; Sara Giraudeau; Laurent Stocker; François Vincentelli; Lionel Abelanski.

Música: Anne-Sophie Versnaeyen

Fotografía: Elin Kirschfink.

 

          Acercarse al poder desde el margen, desde los personajes que no suelen aparecer en los libros de Historia tiene su recompensa. En este caso, y gracias a una actriz en estado de gracia cómica desde hace mucho tiempo, abrimos la puerta de la intimidad sociopolítica del matrimonio Chirac y pasamos un rato la mar de divertido, pero sin mayor trascendencia. No estamos ante una sesuda reflexión sobre el PODER, con sus intimidantes mayúsculas, sino ante un  proceso muy de nuestros días, relativo al empoderamiento de una figurante del «gran hombre político» tras del cual, según el rancio dicho  siempre hay «una gran mujer». En todo caso, lo que sí hay en esta pareja que llegó a convertirse en pareja «presidencial», con una aplastante mayoría, la de más del 50% de franceses que votaron tapándose las narices para evitar que Le Pen, padre, llegara al Elíseo. Los tiempos han querido que hoy estemos cerca de que pueda repetirse algo parecido con Le Pen, hija.

          Los entresijos de la política conservadora en Francia, con la presencia graciosísima de un trepador, Sarkozy, que hace lo posible y lo inverosímil por conseguir el favor político de la primera dama en su larga carrera hacia el Elíseo, que finalmente conseguirá, o de un Villepin, exquisito poeta aristocrático que facilitará uno de los grandes gags de la película, nos sitúan, sobre todo a los espectadores amantes del teatro político, ante un escenario que no nos es del todo desconocido, excepto por el «factor femenino», cuyo triunfo en Francia no saltó, en su momento, a otros países para convertirse en el auténtico fenómeno que sí fue donde Chirac,  ciertamente, lo necesitaba: en Francia.

          La película, desde ese punto de vista, resulta una novedad que se sigue con interés, sobre todo porque la protagonista ha acentuado el lado de la vindicación femenina y la sutil venganza contra los estereotipos de lo que ha de ser un  matrimonio convencional y conservador. Por otro lado, la marginación de Bernadette en el círculo de los íntimos de Chirac, contemplada desde la superioridad ática de los «elegidos» como una «pobre mujer» sin mayor acuidad política que ser el tópico florero del marido, va a depararnos grandes sorpresas y risas, porque si alguien es capaz de tener dos dedos de sentido común en ese círculo es precisamente ella, como no les quedará más remedio que reconocer, aunque ello suponga la reacción envidiosa de su marido, quien hará todo lo posible por «opacarla», ¡hasta que incluso los más ciegos de entre quienes lo rodean se dan cuenta de que sus bazas electorales «dependen» en buena medida de la popularidad creciente que ha ido adquiriendo la «presidenta»; y no ciertamente porque use el poder de su marido en beneficio de una carrera profesional propia, como ha puesto de moda la «presidenta» del neocaudillo Pedro Sánchez en España, sino por una dedicación social que, aconsejada por el secretario que le han puesto, uno de los mejores factores cómicos de la película, dada la «química» entre él y la presidenta, la convierte en una mujer ultrapopular en la sociedad francesa.

          Hemos de tener en cuenta, sin embargo, que Bernadette no era la clásica «esposa de», sino que participó activamente en la política y fue concejal de Corrèze incluso durante los mandatos presidenciales de su marido. Recordemos que el matrimonio se conoció cursando estudios en el Instituto de Estudios Políticos de París, por lo que de ninguna de las maneras la película hace justicia a su historial, si bien es cierto que el rol de «primera dama» de la República, siempre tan indefinido, hubo de improvisarlo a partir de su experiencia y de su relativo ostracismo en las élites del partido de Chirac, y de ahí esa excelente estrategia narrativa de la película: luchar desde dentro del partido contra los fantasmones aduladores que siempre rodean al triunfador. Ese es, acaso, uno de los pecados veniales de la película: haber acentuado un supuesto lado popular, algo desgarrado —que se decía antes…— de la protagonista frente a las exquisiteces y el protocolo del Poder; y el otro es haber acentuado el lado incompetente de Chirac, convirtiéndolo poco menos que en un bufón, en una marioneta, lo cual no se condice con la seducción de una actriz como Claudia Cardinale, por supuesto, a quien nadie concede la más mínima verosimilitud de caer rendida en los brazos del «pelele» que se nos ofrece como Presidente en la película.

          De lo anterior se puede inferir que estamos ante una comedia grotesca, de trazo grueso, pero el aura omnipotente del Poder, que incluye mejorar la imagen de la primera dama con el estilismo de Karl Lagerfeld, por ejemplo, permite ambas cosas: gags refinados y gags vodevilescos. Aunque cuesta lo suyo identificar a la Bernadette del celuloide con la Bernadette real, sin que ello desmerezca en modo alguno la película y la efectividad cómica de una comedia hecha para atraer el gran público a las salas de cine. Yo la he visto en la pequeña pantalla, pero la he disfrutado enormemente, si bien es cierto que nadie puede esperar acercarse a la película con la seriedad del documento, puesto que están, como en toda farsa, muy acentuados los extremos y muy distorsionados los principales protagonistas de aquellos tiempos políticos que recordamos perfectamente, cuando el gran favorito Lionel Jospin, del PSF no logró pasar a la segunda vuelta de las presidenciales.

          La película es muy ágil y la puesta en escena de la pompa de los espacios del Poder contribuye a dotarla de la necesaria verosimilitud para que hagamos nuestro el «encarcelamiento» de la primera dama y su imperiosa necesidad de evasión: una aventura que se sigue con absoluta complacencia, porque Catherine Deneuve hace mucho que dejó de ser la escuálida y pálida belleza glacial que, desde Los paraguas de Cherburgo, de Jacques Demy, triunfó universalmente. Ese cambio, a mí particularmente, se me hizo presente en el papel que representó en Bailando en la oscuridad, de Lars von Trier.

          Esta película es una excelente opción para pasar una buena tarde familiar, sobre todo con parientes o amigos que tengan presente la política francesa de entonces, porque disfrutarán mucho más.

miércoles, 25 de diciembre de 2024

«La mujer enigma», de Victor Saville y «El monóculo negro», de Georges Lautner. Programa doble de espías.



Título original: Dark Journey (The Anxious Years)

Año: 1937

Duración: 77 min.

País: Reino Unido

Dirección: Victor Saville

Guion: Lajos Biro, Arthur Wimperis

Reparto: Conrad Veidt; Vivien Leigh; Joan Gardner; Anthony Bushell; Ursula Jeans; Margery Pickard; Eliot Makeham; Austin Trevor; Sam Livesey; Edmund Willard; Henry Oscar; Laurence Hanray; Cecil Parker; Reginald Tate; Percy Walsh; Robert Newton; William Dewhurst; Laidman Browne; Anthony Holles.

Música: Richard Addinsell

Fotografía: Georges Périnal, Harry Stradling Sr.

 





Título original: Le monocle noir

Año: 1961

Duración: 88 min.

País:  Francia

Dirección: Georges Lautner

Guion: Pierre Laroche, Jacques Robert. Novela: Colonel Rémy

Reparto: Paul Meurisse; Elga Andersen; Bernard Blier; Pierre Blanchar; Jacques Marin; Jacques Dufilho; Albert Rémy; Nico Pepe; Raymond Meunier; Marie Dubois.

Música: Jean Yatove

Fotografía: Maurice Fellous (B&W).

 

Una de espías sobre la Primera Guerra Mundial y una comedia de espías sobre la supervivencia del nazismo tras la Segunda.

 

          He aquí dos muestras, en armonioso programa doble, del cine de espías que siempre ha tenido tanto predicamento entre los espectadores. Se trata de dos muestras de muy diferente naturaleza, una media superproducción y una ingeniosa y modesta película, en tono de comedia, sobre los intentos de las élites de resucitar el nazismo como solución a la compleja deriva del mundo tras su hundimiento como locura política. En ambas ocupan el centro del terreno de juego los espías, convenientemente camuflados y con suficientes coartadas que, ¡ay, Anfitrión!, nunca acaban de ser ni definitivas ni del todo convincentes. Por elaboradas que sean las pantallas tras las que operan, siempre hay un cabo suelto que alimenta la sospecha y futuras «maniobras en la oscuridad» que ponen en riesgo ya la misión correspondiente ya la propia vida de quienes se la juegan al servicio de sus Estados.

          En un país neutral, Suecia, transcurre buena parte de la primera, La mujer enigma, en la que una pareja bien desigual, Vivien Leigh y Conrad Veidt, juegan ese sinuoso juego sutil de las apariencias, de los simulacros, una tela de araña en la que nunca se sabe cuándo se ocupará el lugar de la mosca y cuándo el de la araña. Ella tiene una tapadera como dueña de una tienda de modas que se nutre de los originales parisinos para vehicular a través de ciertos estampados la información que necesita el Ejército francés para programar algunas de sus ofensivas o abortar las de sus enemigos. Él se presenta en Estocolmo con  el disfraz de un noble cobarde que ha sido desleal para con su patria, y cuyo único objetivo en la vida parece ser llevar una vida de lujo y ser tenido por un frívolo don Juan, capaz de seducir a cualquier mujer. Alrededor de ambos se teje, sin embargo, una red de asesinatos que nos permite entender la verdadera dimensión trágica del negocio de la información. En nadie se puede confiar, cualquiera es una amenaza insospechada. Lo importante en este tipo de tramas lo consigue la película sobradamente: que el espectador nunca sepa a qué atenerse ni, por supuesto, con qué carta quedarse, pues la invención de los espías dobles, y aun triples nos lo complica todo. Suerte, con todo, de la fiabilidad que nos merece un agente secreto inglés y su capacidad persuasiva ante las autoridades suecas para lograr destejer la intrincada madeja de unas prácticas por las que sus responsables, si pillados en sus deleznables funciones, serán expulsados del país. Lo inevitable en la película es justamente lo inverosímil que sucede: el enamoramiento entre los dos espías servidores de intereses opuestos. A partir de ese momento, las posibilidades de que uno u otro bando consiga sus fines se resuelve a través del ingenio y de la violencia, y hay secuencias absolutamente virtuosas, como la del anuncio de «Rebajas» y «liquidación de existencias» que sirven de pretexto para llenar la tienda de clientes y lograr secuestrar a la espía, finalmente delatada; o la secuencia de escaramuza naval entre una lancha de guerra camuflada y un submarino alemán hacia el que llevan detenida a la espía francesa.

          Lo más original de la película es la sutil mezcla de géneros entre la película de espías y la comedia sentimental, porque esta segunda naturaleza de la película nos permite centrar la historia en el ambiente frívolo, superficial, de la vida lujosa de una capital neutral que vive ajena a las turbulencias de la guerra, como preludiando los «felices veinte» que se apoderarán de todo el continente un ambiente que contrasta, sangrantemente —aunque ese contraste no aparezca en la película— con las horribles matanzas de la guerra de trincheras y armas químicas que se vive en los frentes. El contraste, además, entre el experimentado Conrad Veidt y la relativamente novata Vivien Leigh, en su segundo papel realmente importante tras  Inglaterra en llamas, de William K. Howard, rodada el mismo año, es un aliciente de primer orden para el espectador: los recursos de la sabiduría interpretativa frente a la deslumbrante belleza y frescura de una actriz que, en dos años, iba a conquistar el estrellato con una película que ha vencido al tiempo: Lo que el viento se llevó. La película, así pues, tiene las dosis precisas de intriga, de juego de equívocos,  de tensión y de casta seducción erótica que, con las escenas de acción, perfectamente realizadas, le hacen pasar al espectador un muy buen rato, además de admirar la labor de un clásico del cine como es Conrad Veidt, de quien en este Ojo hemos criticado El hombre que ríe, de Paul Leni, una joya del Séptimo Arte.

          El monóculo negro, por su parte, es una deliciosa comedia francesa que se aventura en el género del espionaje desde una óptica plurinacional en el que se dan cita los agentes de diferentes países con un fin común: seguir el rastro de un nazi supuestamente huido de «la caída» y que habría vuelto a Europa para dirigir la resurrección del partido nazi, de cuyo líder, Adolf Hitler, ciertos elementos monárquicos con afán de desquite son auténticos devotos. El aire de conciliábulo que tienen los invitados de un marqués seguidor de Hitler no es muy disímil del de la película Lo que queda del día, de James Ivory, pero en ese selecto grupo que añora al caudillo psicópata, hay un «comandante» ciego que resulta ser un espía francés infiltrado en el grupo para saber de primera mano si el supuesto huido de la Cancillería, muy próximo a Hitler está o no en el castillo, una imponente mole en cuyos sótanos y pasadizos secretos habrá no pocos cruces de disparos, carreras y emboscadas. El «pequeño mundo» de espías que se conocen de haber coincidido en diversas zonas tensionadas —que se dice ahora— del planeta nos va a deparar un entretenimiento en el que participan en pie de igualdad contra el nazismo, los rusos, los alemanes, los ingleses y los franceses, todos ellos, en diverso grado, sospechosos frente a los conjurados, quienes se valdrán del conocimiento del castillo y de sus salidas para controlar cualquier intento de desarticulación de su reducida organización. Que en ese trajín la hija del marqués se enamore del espía ruso; que la secretaria del conservador del castillo sea asesinada tras una tensa persecución nocturna, justo tras haber llamado al timbre de la puerta de su amante, ahora enamorado de la espía alemana, quien, a su vez, siempre ha estado enamorada del espía francés del monóculo negro…; todo ello, pues, no deja de ser un hermoso juego de revelaciones que va animando un planteamiento que, salvando todas las distancias, me ha recordado, con otro tono, este menor, aquella joya de H.G. Clouzot, Los espías, que recomiendo fervientemente.

          Ha quedado claro, imagino, que el sentido del humor es lo mejor de esta trama bien conducida, con una puesta en escena maravillosa y con unos intérpretes que, encabezados por Paul Meurisse, cumplen a plena satisfacción el desempeño en unos roles que, aun formando parte de viejos clichés, imprescindibles en una comedia con su punto de amable sátira, saben imponer una individualidad que convence a los espectadores, escenas de tortura o asesinatos incluidas. Decir de la película que respira l’esprit français por los cuatro costados puede que disuada a algunos, pero a otros nos permite comprender la figura del comisario y la del espía ciego que, recuperada la vista, se mueve con la gabardina y la pistola como un Jacques Tati del espionaje. Nada de trascendente hay en la película, pero todos los planteamientos retóricos sobre el mundo del espionaje son muy efectivos, interesantes y, sobre todo, graciosos, que es de lo que se trata en una comedia, ¿no?



 

sábado, 21 de diciembre de 2024

«Tatami», de Zar Amir-Ebrahimi y Guy Nattiv.

 

La denuncia del régimen teocrático iraní a través del deporte.

 

Título original: Tatami

Año: 2023

Duración: 105 min.

País: Georgia

Dirección: Zar Amir-Ebrahimi, Guy Nattiv

Guion: Elham Erfani, Guy Nattiv

Reparto: Arienne Mandi; Zar Amir-Ebrahimi; Jaime Ray Newman; Nadine Marshall; Lir Katz; Ash Goldeh; Valeriu Andriutã; Mehdi Bajestani; Elham Erfani; Sina Parvaneh.: Música: Dascha Dauenhauer

Fotografía: Todd Martin.

 

          De cuanto se lee sobre las películas que vienen y van a una velocidad de vértigo, al cabo de cierto tiempo, quedan algunos mensajes que nos despiertan la curiosidad, como es el caso de esta película georgiana, Tatami, pero hija de dos directores que forman una pareja de muy distinto origen: ella, iraní; Él, israelí. Una realidad tan excepcional, a fuer de rara rara, nos indica que bajo la estructura totalitaria o autoritaria de los poderes nacionales siempre late, muy oculta, la posibilidad de que la realidad pueda ser, algún día, muy diferente de como hoy es. Con esta introducción quiero dar a entender que Tatami, so capa de ser una película que abunda en un tema deportivo, como aquella que tanto éxito tuvo de la remera desquiciada, La aspirante, de  Lauren Hadaway, es, en el fondo, una película política de denuncia del sistema político represivo teocrático que ahoga la libertad en Irán, sin visos de que ese poder omnímodo de los clérigos pueda acabar en un plazo relativamente breve de tiempo; pero conviene recordar, para quienes hacen de la esperanza un principio de vida, que el régimen totalitario sirio ha caído en 13 días de combates de los insurgentes, a pesar de estar apoyado por Rusia y por Irán.

          La película, en un blanco y negro muy contrastado y agresivo, en el que destacan, sobre todo, muchos y muy hermosos primeros planos que no solo atienden a la belleza, sino, básicamente, a la expresión de otras emociones básicas como el temor, el miedo, la rabia, la frustración, la indignación, el desconcierto, etc., se articula en torno al equipo de judo iraní que ha de participar en un campeonato mundial en el que una de las componentes del equipo tiene serias posibilidades de llegar a la final y ganar el oro para Irán. La mujer, madre de familia, a quien su esposo y otros amigos ven competir por televisión, tiene la mala suerte de que se puede cruzar en su camino una competidora israelí, adversaria contra la que el gobierno iraní no está dispuesto ni siquiera a que se enfrenten en el tatami, por lo que transmiten a la entrenadora la orden de que se retire de la competición pretextando una lesión. En vista de que la luchadora está inclinada a continuar, porque sabe que es su gran oportunidad de conseguir el oro, las órdenes se convierten en amenazas, y ahí se inicia la trama paralela que intentará «convencer» a la judoca: la detención de los padres y el intento de detención del marido, quien, avisado por la su esposa, coge al niño y huye para pasar a pie la frontera con  Pakistán, desde donde intentaré reunirse con su mujer. El enfrentamiento entre la judoca y la entrenadora es muy tenso y amargo, porque esta sabe que si no consigue disuadir a su pupila de continuar, será ella la represaliada. Más tarde sabremos que la entrenadora está reviviendo su propio caso personal, pues ella también hubo de fingir una lesión para renunciar a competir.

          A medida que la luchadora iraní va superando combates y adversarias, la presión política va en aumento, y las organizadoras del campeonato se ofrecen como garantes de la libre decisión de la judoca, a quien la desgarradora situación sigue afectando, de tal modo que combates que hubiera podido pasar con  cierta comodidad se le vuelven un tormento que la mina, dado que su cabeza está más en el temor a lo que les puedan hacer a los suyos que en sus rivales. Toda esa tensión puede vivirse en los tensos entreactos que siguen a los combates antes del siguiente, pues no deja de ser muy reducido el espacio donde se amontonan, en el calentamiento y en la relajación, las atletas.  

          La película tiene un componente sociológico sobre la vida clandestina y familiar en Irán, pues la rígida moral represiva que preside la vida pública choca con la libertad de costumbres y de atuendos en la vida privada, así como en ciertos ambientes clandestinos donde ellas «se sueltan el pelo» y actúan como si estuvieran en Occidente. La película usa también los flashbacks para mostrarnos esa realidad de una liberación de costumbres de la que, de seguir en Irán, jamás disfrutarán.

          La actriz protagonista tiene una potencia interpretativa que parece una diosa mesopotámica capaz de cualquier proeza, y las escenas de los combates, acaso inspirados, como algún crítico ha señalado, en los de Raging Bull, de Scorsese están planificados al detalle para darnos la apremiante sensación de estar nosotros, físicamente, en el tatami. A esa filmación tan dinámica se debe el descubrir lo emocionantes que pueden llegar a ser esos combates, aunque yo lo descubrí, de niño, cuando un gigantón holandés, Anton Geesink, fue el primer no japonés en ganar una medalla de oro en judo en una olimpiada, hasta ese momento terreno privativo de los judocas orientales. Esa pasión deportiva competitiva, que es como un veneno en la sangre, es lo que, poco a poco, irá convenciendo a la entrenadora de que ha de «pasarse», al lado de la pupila, venciendo miedos ancestrales al poder masculino y desquitándose de su pasado humillante. Todo ello acentúa aún más la perspectiva política de la película, pues las autoridades deportivas y políticas de Irán no tardan en pasar a las prácticas mafiosas propias de las dictaduras, exhibiendo la más tétrica de sus caras tenebrosas.

          Ya me imagino que esta película valiente y estéticamente tan contundente y eléctrica como, pongamos por caso, El delator, de Ford, no les habrá gustado a Pablo Iglesias e Irene Montero, pero es muy conveniente que ambos la viesen, para que se dejen de tontear, económicamente, con un Régimen con  prácticas dictatoriales que, a quienes tenemos auténtica memoria histórica no sectaria, tanto nos recuerda los casos de las deserciones de deportistas cubanos que salen de la bella isla para nunca más regresar.

         

«Amor prohibido», de Frank Capra «pre-code»…

 

Un intenso melodrama que desnuda la doble moral política en Usamérica.

 

Título original: Forbidden

Año: 1932

Duración: 83 min.

País:  Estados Unidos

Dirección: Frank Capra

Guion: Jo Swerling. Historia: Frank Capra

Reparto: Barbara Stanwyck; Adolphe Menjou; Ralph Bellamy; Dorothy Peterson; Thomas Jefferson; Charlotte Henry; Oliver Eckhardt.

Fotografía: Joseph Walker (B&W).

 

          Son tenues las fronteras entre el melodrama y el folletín, sobre todo en cuanto a las acciones se refiere, otra cosa, después, es el dibujo de los personajes y su condición compleja, lo que puede hacer decantar la historia de una u otro lado. Hay en el folletín una suerte de presentación  estereotipada de la realidad que nos aleja irremisiblemente del sentimiento, en sus diferentes grados. El melodrama, sin embargo, es una exaltación del sentimiento que nos arrolla y nos permite profundizar en la intimidad de los personajes que los experimentan. Amor prohibido es una película rodada antes de que se implantara de manera coercitiva y generalizada el famoso código Hays, y de ahí lo de título pre-code, que constituye, de por sí, una clasificación de las películas: antes y después del código Hays. El hecho de la maternidad asumida por una mujer soltera o el más banal del adulterio, por ejemplo, caían del lado de lo prohibido. Capra supo entender las necesidades emotivas de los espectadores usamericanos y es autor de un clásico navideño eterno: ¡Qué bello es vivir!, pero también lo es de este título que tiene tanta heroica abnegación como amarga hipocresía y es, al mismo tiempo, una compleja y bella historia de amor. ¡Qué curioso resulta ver una película cercana a su centenario con el mismo interés que una actual!

          El arranque de la película, una mujer insatisfecha con su vida, que coge todos sus ahorros y decide invertirlos en un viaje de placer en un crucero, una mujer a quien el banquero se toma la libertad de regañarla porque le parece que está haciendo una tontería al retirar todos sus fondos, lo cual nos habla de la pequeña población en la que vive, viendo la vida pasar e imaginando el glamur de la «otra realidad», la que tópicamente se representa con el cava, los bailes, la seducción amorosa, los viajes, la despreocupación, la frivolidad…, es decir, no tanto una vida intensa cuanto una vida liviana, ajena a las monótonas y repetidas obligaciones cotidianas, como si en ellas solo hubiera presencia y recordatorio de la soledad y la muerte.

          Decide embarcarse en un crucero y, tras cenar en el gran salón del barco más sola que la una, despechada por su fracaso, se retira a su habitación, habiendo sido la comidilla de parte de los camareros y los músicos por ser «una» para cenar. Una casualidad de tipo moderadamente alcohólico la lleva a encontrar otro viajero en su camarote, quien ha confundido su habitación, la 99 por la 66 de ella. Ella es una jovencísima Barbara Stanwyck; él, un varón de cierta edad que responde por Adolphe Menjou, o sea, una vieja gloria del cine y una renovación en cierne. Cómo  el destello de la empatía, el afecto e incluso el amor surge entre ambos, de tan distinta edad, pero ambos necesitados de sólido afecto, es uno de esos milagros aún mayores que el de la película navideña del autor… Pero al espectador, al margen de chocarle, no le importa, porque, al menos ella, vive una situación casi «desesperada», en el plano afectivo y en el de la ilusión de un «romance» que pueda incluir en su haber vital antes de que la enojosa sombra de la soltería irremediable asome en su horizonte vital. El misterio sobre la condición profesional de él alimenta una intriga que no tarda, sin embargo, en resolverse, porque, al volver del viaje e incorporarse cada uno a su trabajo, él confiesa que está casado y que no abandonará jamás a su mujer, inválida, aunque solo la quiera a ella y desee estar con ella cuanto pueda. La situación no es lo que la protagonista esperaba, y cuando él se presenta como candidato a Gobernador del estado, ella se aparta para que su relación no lo perjudique. Pero, ¡ay!, los frutos del amor no están en nuestra mano, y tras debatirse entre aceptar a su criatura o darla en adopción, decide tenerla y criarla.

          Una trama paralela va creciendo en forma de la inquina que el director del diario donde ella trabaja, quien la ama casi sin esperanza de ser correspondido, le tiene al Gobernador y contra quien batalla periodísticamente cuando se presenta a la elección como senador. El azaroso encuentro de los tres en un parque desata la investigación periodística, porque la hija de ambos ha llamado «papá» al candidato, de quien se ignoraba que tuviera descendencia. Nada me extrañaría que esta historia rocambolesca, porque la protagonista acabará convertida en la niñera de la hija que como adoptada le presenta el candidato a su mujer cuando vuelve de la cura de su invalidez en Europa, hubiera influido en la película La novena sinfonía (Acorde final), de Douglas Sirk, ya comentada en este Ojo, y con una historia muy parecida a la presente.  Las diferencias caligráficas son enormes, pero Capra narra con una agilidad que prescinde de cualquier ornamentación, aunque, sea el espacio que sea, un parque, una redacción, una convención del partido o el humilde apartamento de la protagonista, la adecuación es perfecta. Da la impresión de que todo lo quiera centrar en la evolución de esa narración que se desarrolla ante nuestros ojos con una duración temporal de la historia que no nos ahorra el comienzo de la vejez de los personajes.

          La posición intermedia de ella entre el periodista perseguidor del escándalo moral de un político y la hipocresía, al parecer pactada con ella, del político que no quiere renunciar a su vida política ni al verdadero amor de su vida, confiere a la protagonista una condición de mujer atormentada que, no obstante su delicada situación, sabe escoger aquello que siempre vuelve a ella con la fuerza del amor primero: 66 y 99. Y no cuento más de la historia, porque hay película que hacen de ella, más allá de los recursos técnicos, su verdadero interés y los espectadores tienen derecho a que no se la chafen. A los fieles de ¡Qué bello es vivir! les va a llamar la atención una película tan atrevida y cruda para el año en que fue rodada. Y descubrirán a dos estrellas del cine, una en ascenso y la otra en fase de despedida, formando la más insólita de las parejas convincentes que se hayan visto en el cine.

         

viernes, 20 de diciembre de 2024

«Murallas de silencio», de Hugo Fregonese, la artesanía ejemplar.

El reverso edénico de la jungla de asfalto, un thriller con remanso social. 

Título original: One Way Street

Año: 1950

Duración: 79 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Hugo Fregonese

Guion: Lawrence Kimble

Reparto: James Mason; Märta Torén; Dan Duryea; Basil Ruysdael; William Conrad; Rodolfo Acosta; King Donovan; Robert Espinoza; Tito Renaldo: Margarito Luna;

Emma Roldán: George J. Lewis; Rock Hudson; Jack Elam.:

Música: Frank Skinner

Fotografía: Maury Gertsman (B&W).

         

          Reconozco que he tenido que repasar de nuevo la película para descubrir la aparición de Rock Hudson, y les anticipo que, aunque irreconocible, solo aparece en los dos últimos minutos. Atentos, pues. Al margen de James Mason y Märta Torén —a quien acabo de ver en Destino: Budapest, de Robert Parrish—, protagonistas, aparecen gloriosos eternos secundarios como Dan Duryea, William Conrad o el «malo» por excelencia Jack Elam, con muchísimo mayor papel que ese joven altiricón que acaso ni por Rock Hudson fuese conocido entonces, sino por el de Roy Fitzgerald. Ahí queda esa referencia como prueba de que todos los estrellatos surgen de la nada del «sin acreditar».

          Fregonese, de quien ya hemos criticado en este Ojo su película Jack el Destripador, con un enorme Jack Palance, fue un director argentino que rodó en medio mundo y cultivó casi todos los géneros, una suerte de artesano de excelente nivel que permitía el lucimiento de las grandes estrellas que atraían al cine a los espectadores. En este caso ensayó el género negro, con un planteamiento académico en su primer tercio: la banda, el botín en un maletín de médico, un herido, el jefe que intimida, Dan Duryea, uno de los iconos del cine negro, un apartamento aséptico, una rubia de ojos de mirada derretida o acerada y un médico que orquesta el robo del botín con una estratagema que permite la huida sin contratiempos del doctor y la «muñeca» del jefe, a quien el doctor le dice que le ha administrado un veneno cuyo antídoto solo le dirá dónde encontrarlo cuando él y la chica hayan podido  tener una hora de camino sin que nadie los siga, aunque los dos ladrones de ladrones ignoran que otro compinche ha oído lo que sucedía a través de la puerta y decide esperar a la pareja en el interior del coche en el que huyen, para hacerse él con el botín y dejar que el jefe siga creyendo que es «la parejita» quien lo tiene. El escenario de los apartamentos, y son estupendos los planos  en picado y contrapicado que permiten, tienen el diseño rectilíneo de una trampa, y la distancia del portal al coche se ve casi como la travesía del Mar Rojo o una frontera poderosamente vigilada. Un miembro de la banda caerá acribillado por el jefe envenenado cuando intenta abrir la ventana para dispararles desde el alto piso donde contemplan, inermes, la huida del doc y la «traidora», que es, sin embargo, más importante para el jefe que el propio botín.

          La huida y la venganza son los ejes de la acción, pero, por esos azares del destino, la avioneta privada en que viajan hacia Ciudad de México sufre una avería y han de hacer un aterrizaje de emergencia. Todo tiene la pinta de una confabulación para robarles, aunque ignoran que lleve un botín con esa cantidad. Aparece un cura ambulante y, más tarde, unos bandidos a los que solo disuade de actuar la revelación del cura de que acaba de cruzarse con un capitán del Ejército, quien tampoco tarda en aparecer. El cura los acompaña a una aldea donde son recibidos con amabilidad y con desconfianza. La curandera local no tarda en establecer una rivalidad con el doctor, quien, mientras no llega el avión que los «rescate» para seguir su camino, decide acceder a los requerimientos de sus servicios y comienza a actuar profesionalmente, no solo como médico, sino también como veterinario.

El intermedio bucólico en una pacífica y apartada villa de la geografía interior mejicana se convierte en el reverso de la vida delictiva y amoral que habían llevado hasta entonces, al servicio de la banda y sin ningún horizonte de realización personal exultante. De hecho, el doctor acaba recuperando el profundo sentido humano de su profesión en esa arcadia pobre donde aún tienen su importancia los valores, los principios, el bien y la honestidad. ¡Por favor, que nadie entienda esto como una suerte de homilía religiosa o la enésima exaltación de los valores populares sin la mediación nefasta del progreso urbano! Claro que los personajes, que huyen porque han de esconderse del despechado y engañado jefe de la banda, a quien el doctor no suministró ningún veneno, sino una aspirina disfrazada, viven en el lugar como en un remanso de paz que les hace incluso olvidar el origen de su llegada, lo cual favorece un acercamiento entre ambos que no existía cuando el hastío los puso de acuerdo para huir de la vida que llevaban; pero incluso en ese paraíso no dejan de pensar en la posibilidad de ser descubiertos.

El contraste entre los claroscuros del thriller y la todopoderosa luz del campo mejicano nos hablan casi de dos películas distintas, pero el reencuentro con los ladrones que quisieron robarles cuando, tras el aterrizaje forzoso, vivaquearon, pone un punto de dramatismo a la historia que los devuelve a la amarga realidad de la extensión del mal. Me van a perdonar que suspenda en este punto la crítica, pero el desenlace es deudor de un tiempo y unos valores a los que los estudios se ajustaban escrupulosamente. Y del mismo modo que la policía nunca pierde; no hay muerte sin castigo.

La actuación de Mason y Torén es muy convincente, y se ha de reconocer que no era fácil conferir individualidad a unos personajes directamente emparentados con los tipos del género; y lo mismo pasa con Dan Duryea, un actor que ha ido creciendo en mi estimación a medida que veo más películas suyas, lo mismo que me pasa, por cierto, con Robert Ryan. No se trata de una obra maestra del género, pero el intermedio social en la villa mejicana le otorga un punto de exotismo muy interesante, sobre todo porque la condición sudamericana de Fregonese impide una visión neocolonial pura y dura.

jueves, 19 de diciembre de 2024

«Un juego para seis amantes», de Jacques Doniol-Valcroze.

 

Una película del fundador de Cahiers du Cinéma: esteticismo del XX para una trama galante del XVIII.

 

Título original: L'eau à la bouche

Año: 1960

Duración: 95 min.

País: Francia

Dirección: Jacques Doniol-Valcroze

Guion: Jacques Doniol-Valcroze, Jean-José Richer

Reparto: Bernadette Lafont; Françoise Brion; Alexandra Stewart; Michel Galabru; Jacques Riberolles; Gerard Barray; Florence Loinod; Paul Guers.

Música: Serge Gainsbourg

Fotografía: Roger Fellous (B&W).

 

          A raíz de haber visto esa muestra del cine de Doniol-Valcroaze, me he atrevido con La delación, una trama policial con trasfondo político, para conocer el autor. Si la que critico ha sido poco vista, la segunda es totalmente desconocida en nuestro país. No creo que el autor tenga tan poco interés como para no sentarse y ver algunas de sus películas, llevadas con buen pulso y una caligrafía fílmica más que notable en el terreno de la puesta en escena, del movimiento de cámara, de los encuadres, de la iluminación y del trabajo de los actores y actrices; un conjunto, en definitiva, que consigue atraer la atención de los espectadores hacia lo que ocurre en pantalla.

          En una mansión decorada de forma muy barroca se suceden muy escasos acontecimientos: la lectura de un testamento y el encuentro de familiares que no se han tratado. El ambiente describe los usos y conductas de personajes de alta extracción social, de un empresario de la fotografía y, como contrapunto, la vida de los criados que los atienden, sin que ello convierta la película en una suerte de Gosford Park, de Robert Altman, aunque sí que se parece a nuestras comedias amorosas del siglo XVII, en las que a las parejas de enamoradas les daba la réplica la misma situación entre los criados, de forma más o menos solemne entre los primeros, y de forma cómica entre los segundos. De hecho, en esta, abstracción hecha del imponente protagonismo de la mansión, fotografiada por todos los lados posibles, la vía narrativa del intento del mayordomo de asediar y conquistar a la nueva doncella que ha entrado al servicio de la casa tiene bastante más interés, aun  en sus alocadas secuencias, que los amores cruzados de personajes que parecen reproducir los esquemas amorosos del libertinaje del siglo XVIII, en cuanto a la libertad de las costumbres, la ausencia de compromisos y la constante tensión erótico-amorosa que da pie a secuencias  de intenso erotismo reprimido, al menos hasta que llegue el momento adecuado en que Natura obre su curso y cierre las relaciones que guardan alguna sorpresa.

          El reencuentro de los primos, que es, en realidad, como un primer conocimiento, viene acompañado de la impostura de la pareja de la prima, que se hace pasar por su hermano, aunque tienen una relación abierta y no dudan en provocar que acaben en los brazos de otros. De hecho, el juego se reduce a las dos parejas: Milena y el fotógrafo y Seraphine y el notario, cuyos procesos de acercamiento conforman, en realidad, la historia de la película, junto con el de los criados, muy graciosos ambos. Si una parte de la Nouvelle Vague que se gesta en la revista creada por Doniol-Valcroze tiene que ver con sacar las cámaras a la calle y rodar en ella la vida que se organiza ante su mirada, en este enredo amoroso bien puede decirse que la calle es el castillo, la mansión, rodada de todos los modos que el noble edificio permite: Desde los tejados hasta la piscina con un pequeña balneario en su interior, donde se ruedan unos planos muy hermosos de  Milena nadando desnuda, del mismo modo que son hermosos los paseos por esos tejados donde se suele esconder una niña, la hija de la cocinera, que  funciona en la película, con notable encanto, como una suerte de depositaria de los secretos, dado que Seraphine, tras el amanecer de la noche de amor, desaparece, porque se ha dado cuenta de que ha perdido a su amante, el fotógrafo, quien se ha enamorado de la esquiva Milena que le ha ido dando largas casi toda la noche, a pesar de desearlo clamorosamente. La decoración abigarrada del castillo le permite al director componer algunos planos magníficos, que a mí me han recordado, en cierta manera, el preciosismo espectacular de la obra maestra de Agnès Varda: Cleo de 5 a 7, una cima que pocos directores de su generación han igualado.

          La música la puso Serge Gainsborough, y suya es también, la interpretación de la canción que da título a la película: L’eau à la bouche. El vestuario de ellas, porque el de los hombres se mueve en ese juego de camisa blanca, pantalón negro de finales de los 50 que va a durar casi media década de los 60 que abre esta película, es acorde con la casa, y la puesta en escena, con maravilloso invernadero incluido, donde Seraphine descubre la traición de su amante. Los criados amantes viven en el piso de arriba cuyo suelo de cristal permite seguir un juego vodevilesco de carreras, entradas y salidas que forman parte, como contrapunto, ya lo hemos dicho, de las relaciones nada peligrosas que se van anudando entre los burgueses.

          La película, insisto en ello, es una obra en la que dé la impresión de que todo se vaya improvisando y, de hecho, ni siquiera el descubrimiento de la falsa identidad del primo, convertido en el fotógrafo que, sí, es su socio en el negocio, pero nada más, altera en modo alguno las relaciones de los personajes, y se encaja como parte del juego galante a que el amor y la pasión obligan. Lo importante, a mi modo de ver, es seguir todas esas estratagemas del amor en un escenario privilegiado  que va ocupando un papel protagonista en la película. No hay propiamente un desenlace que yo pueda arruinar, pero sí hay una pequeña sorpresa que amaga con crear una intriga que no tarda, sin embargo, en resolverse. No ignoro que no es una película para todos los gustos ni públicos, pero el fuerte componente visual de la realización y el gusto exquisito por lo artístico, tanto lo decorativo como propiamente lo arquitectónico, permiten construir una película que se sigue con enorme placer de los sentidos.