sábado, 12 de agosto de 2023

«Domingo alegre», «Escuela de carteros» y «Forza Bastia», de Jacques Tati, los orígenes y una rareza documental.

 

Título original: Gai dimanche!

Año: 1935

Duración: 33 min.

País:  Francia

Dirección: Jacques Berr

Guion: Rhum, Jacques Tati

Música: Michel Michelet

Fotografía: Marcel Paulis (B&W)

Reparto: Rhum; Jacques Tati.

 









Título original:  L'École des facteurs

Año: 1947

Duración: 16 min.

País:  Francia

Dirección: Jacques Tati

Guion: Jacques Tati

Música: Jean Yatove

Fotografía: Louis Félix

Reparto: Jacvques Tati; Paul Demange.

 










Título original: Forza Bastia

Año: 2002 (1978)

Duración: 26 min.

País: Francia

Dirección: Jacques Tati, Sophie Tatischeff

Guion: Jacques Tati

Reparto: Documental

Fotografía: Yves Agostini, Henri Clairon, Alain Pillet

 

El privilegio de contemplar las primeras manifestaciones singulares de un genio de la comedia: Jacques Tati.

 

            


        Tres cortos, dos de ficción y un documental que, a fuerza de realidad seleccionada con ojos de antropólogo y psicólogo, casi acaba convirtiéndose en pura ficción , permiten a los espectadores contemplar el proceso de ensayo y error que llevó a Tati a ver con claridad cuáles habían de ser los fundamentos en que se basaría un lenguaje cinematográfico que lo convirtieron en uno de los mejores cómicos de la historia del cine.

El documental, Forza Bastia, rescatado en 2002 por su hija de entre la obra no estrenada del padre, está lejos temporalmente de los dos primeros cortos, tanto por la temática como por la manera como el rodaje de una jornada futbolística entronca con películas suyas como Tráfico o Playtime, si atendemos al extraordinario ojo crítico con que Tati, junto con su mujer Sophie Tatischeff ―quien adopta el apellido original, ruso, de su marido―, que figura como codirectora, sabe descubrir en la realidad cotidiana las señales de identificación de conductas humanas dignas de ser contempladas como si de una película de ficción se tratara. El asunto es bien sencillo y, en parte, de «encargo», por la amistad de Tati con el presidente del club francés: filmar la ida de la primera final de la UEFA en la que participaban los bleus de la ciudad de Córcega. Desde buena mañana, la ciudad se despierta animada por la presencia de los seguidores del Bastia, después de un diluvio que ha dejado el  campo literalmente impracticable y sobre el que los cuidadores se afanan para permitir que se juegue el partido, aunque, en esas condiciones, hoy no se autorizaría por el excesivo riesgo para los jugadores. La selección de Tati, construida a partir de las tomas de tres cámaras que se repartieron  la ciudad,  atiende, sin diálogos, al crescendo de emoción que para los ciudadanos de Bastia suponía ver una final de fútbol europeo en un estadio propiamente de tercera división. Es divertidísimo el modo como los operarios achican el agua del terreno llenando cubos con una escoba con la que la empujan, por ejemplo; pero no lo es menos el optimismo «revolucionario» con que los corsos bastioli toman las calles para, finalmente, desplazarse al estadio, en el que Tati recoge, en un montaje muy dinámico, la exaltación, la decepción por el triste empate de la ida (El PSV Eindhoven ganaría 3-0 en la vuelta) y los «restos» materiales de la euforia. La película recoge las mil y una expresiones de la ilusión de una afición modesta que, vista en perspectiva, es calcada de la explosión de tifosismo que vivió Nápoles nueve años después con el primer escudetto del Nápoles de Maradona, hecho que recoge Sorrentino en Fue la mano de Dios, una de sus mejores películas. Tati mima la grabación de todos esos ciudadanos anónimos que cifran en los colores de su equipo, Allez Les bleus!, la realización de un sueño que constituya un punto y aparte en sus vidas y en la historia de la ciudad. Quizás las banderas deportivas sean, en nuestro complejo presente, las únicas que enfrentan «noblemente» a aficionados de distinta nacionalidad, y de ahí el despliegue de ellas, como una marea, en la película, y Tati está muy atento a cualquier momento singular del gran acontecimiento. El desfile constante de personas tiene  en el campo encharcado una suerte de espejo desleal de tan emotivas ilusiones, al tiempo que se prefigura como tumba de las mismas. El corto tiene un gran valor estético, a pesar del rudimentario rodaje in situ, sobre todo porque es el montaje lo que le da al corto un dinamismo que lo acerca poderosamente a la narrativa de ficción; acaso porque todo lo deportivo, tan ritualizado, se presta a ello con facilidad. Del partido en sí, poco se ve, salvo alguna tarascada, alguna jugada aislada y el omnipresente pésimo estado del terreno.

Domingo alegre es la segunda aparición en pantalla de Tati, formando un dúo cómico con el actor alemán Rhum, quien incluso parece llevar la voz cantante de la pareja, aunque ya se manifiesta la tendencia de Tati hacia el humor físico propio del slapstick de los comienzos del cine cómico mudo, así como a sacar partido humorístico de los objetos, inanimados e incluso animados, como ocurre con la persecución grupal de la gallina en el restaurante campestre. La trama ya gira, en 1935, acerca del fenómeno del turismo como realidad generalizada. Los dos pícaros que buscan hacer fortuna compran, con el dinero del vendedor un pequeño autobús descapotable para vender una excursión a los castillos con comida campestre incluida. A pesar del inicio, en que se busca a la clientela con sonoro reclamo, el resto de la pieza bien podría incluirse dentro del cine mudo, y tiene que ver con los diferentes percances que sufren con el vehículo y muy especialmente La comida en el campo, donde les anuncian un arroz con gallina del que se «cae» la gallina porque no la han podido cazar, y  ahí se inicia una cacería de la gallina por parte de los comensales que tiene muy divertidos momentos y un ritmo trepidante. El clásico personaje de Tati aún no está perfilado, pero intuimos que no pocos de sus movimientos en esta película le servirán para ir perfilándolo hasta conseguir la caracterización de un personaje que forma parte ya de las grandes creaciones del cine cómico.

Escuela de carteros, por su parte, presenta ya unas hechuras plenamente tatiescas y, de hecho, la mayor parte del corto pasará íntegro a su primer largometraje: Día de fiesta, protagonizada por un cartero bonachón y solidario que, predispuesto a colaborar con todos, casi se convierte en organizador de «catástrofes». El arranque del corto es  francamente desternillante, una escena de adiestramiento de los carteros por parte de un  superior minúsculo de voz atiplada, quien les hace practicar los movimientos básicos del oficio «en seco», todo ello para imprimir un velocidad al reparto que les permita conectar con el correo aéreo, sin demora ninguna. En cuanto el cartero Tati sale a su reparto se inicia un periplo rodado que, con el estirado gesto de un hombre tan alto sobre la bicicleta, se anuncia pródigo en mil y un incidentes, como así ocurre. En la medida en que los gags se van sucediendo con excelente planificación, como el del pelotón de los ciclistas o el de la barrera ferroviaria, inteligentísimo, el buen humor «blanco», en apariencia, del personaje se va conformando como una señal de identidad del futuro personaje clásico de Tati, aunque su intervención en la realidad siempre pone de manifiesto las contradicciones sociales propias de unos tiempos que Tati ha sabido ridiculizar como nadie. Quizás uno de los mejores gags de la película es cuando la bici se «independiza» de su propietario y sigue sola su camino. Al pasar por delante de dos viejas pueblerinas, una de ellas dice que si es la del cartero se parará en el bar cercano, lo que efectivamente sucede… El corto merece una visión, por más que casi todo él se haya visto en Día de fiesta, pero tiene una hechura tan perfecta en lo que es su anécdota narrativa, que los fervorosos seguidores de Tati van a disfrutar de él como si nunca antes hubieran visto el largo en el que se incluyó.


viernes, 11 de agosto de 2023

«The Outsider», «Armonías de Werckmeister» y «El hombre de Londres», tres direcciones de Béla Tarr.

 

Título original: Szabadgyalog (The Outsider)

Año: 1981

Duración: 146 min.

País: Hungría

Dirección: Béla Tarr

Guion: Béla Tarr

Música: András Szabó

Fotografía: Barna Mihók, Ferenc Pap

Reparto: András Szabó, Jolan Fodor, Imre Donko, Istvan Bolla, Ferenc Jánossy, Imre Vass.

 









Título original: Werckmeister harmóniák

Año: 2000

Duración: 139 min.

País: Hungría

Dirección: Béla Tarr, Ágnes Hranitzky

Guion:  Béla Tarr. Novela: László Krasznahorkai

Música:  Mihály Víg

Fotografía: Gábor Medvigy (B&W)

Reparto: Lars Rudolph; Peter Fitz; Hanna Schygulla; János Derzsi; Djoko Rosic; Tamás Wichmann; Ferenc Kállai; Mihály Kormos; Putyi Horváth.

 







Título original: A Londoni férfi (The Man from London)

Año: 2007

Duración: 132 min.

País: Hungría

Dirección: Béla Tarr, Ágnes Hranitzky

Guion: László Krasznahorkai. Novela: Georges Simenon

Música: Mihály Víg

Fotografía: Fred Kelemen (B&W)

Reparto:  Erika Bok; Tilda Swinton; János Derzsi; Agi Szirtes; Istvan Lénárt; Miroslav Krobot.

 






Béla Tarr es un director que complace y ofende a públicos espectadores muy diversos: hay quienes ven en su obra la máxima manifestación de la impostura y hay quienes ven en ella una muestra irrefutable de la genialidad. Luego estamos los que, situándonos Más cerca de los segundos, podemos aceptar que el autor es fiel a un manierismo ritual que repite una y otyra vez porque es «su» manera personal de entender el cine, la narración, su país, sus paisanos y sus propia Historia. Hungría es un país que sufrió, desde la Segunda Guerra Mundial la implacable dictadura comunista, y orientarse humana y políticamente tras la caída del dominio soviético en 1989 no ha sido una empresa fácil. Esta vez he escogido, del surtido de Filmin, tres películas, una rodada bajo el régimen comunista, otra en la que se evoca aquella transición y un ejercicio estético de adaptación de una obra de Simenon, en lo que, sin duda, es la más extraña adaptación que se haya hecho nunca de alguna de sus obras. 

        La primera, The outsider, cuyo título original parece construir un juego de palabras con el apellido real del protagonista, Szabó, « Szabadgyalog», es el segundo largo de Tarr y fue rodado par la televisión. Sorprende, en primer lugar, la enorme libertad de que dispuso el joven Tarr para trabajar en un medio oficial, porque esta falso documental que rueda sobre el fracaso vital de un músico que no encaja en ningún trabajo y que no tiene muy buena relación con las mujeres, nos ofrece una visión de la juventud húngara en modo alguno complaciente y menos aún «positiva». András Bader (el mismo nombre de pila que el actor) es expulsado de un sanatorio mental y decide volver a su profesión de músico (violinista) para poder sobrevivir en un ambiente en el que los trabajos brillan por su ausencia o están mal pagados. Tiene un hijo de una mujer, pero sus amigos están convencidos de que no es suyo y de que ha sido engañado por ella. Con su hermano mayor tampoco tiene buena relación. La historia sigue los pasos errantes del violinista en un recorrido que nos lleva de las conversaciones en los cafés, a las actuaciones en bailes populares o al modo como se mezcla con manifestaciones de raíz popular que la película recoge con un afán entre folclórico y etnográfico. Se trata de una película en la que prácticamente no salimos del plano/contraplano y de la cámara al hombro que sigue al personaje. Estamos en 1980, pero a un espectador de cierta edad, nos recuerda la España de finales de los 60, cuando los jóvenes imitábamos a los hippies y las modas que llegaban de fuera, básicamente de Londres. De hecho, un momento intenso de la película es la interpretación de un grupo de música de La casa del sol naciente, por ejemplo, aunque a mí me ha  llamado más la atención la vertiente etnográfica de la película, porque es impagable el recorrido por los rostros y los atuendos y las músicas y bailes populares que nos ofrecen. El propio rostro del protagonista representa un factor compositivo esencial de la película: con unos ojos azules que expresan una intensa belleza y son capaces de enamorar a cualquiera, cuando la cámara nos muestra en detalle una boca con la dentadura deshecha, absolutamente repulsiva, vemos la dualidad desde la que está rodada la película: la belleza y la ingenuidad se solapan con el horror y el deterioro. Los espacios que aparecen en la puesta en escena suelen mostrar el implacable paso del tiempo y de la desidia política, incapaz de aliviar las carencias de la población. La libertad sexual y los problemas de relación del protagonista se centran en la mujer con quien no sabe si formar o no una familia. Todo ese capítulo, que lo atormenta, tiene una extensión que se compadece con otras dedicadas a las amistades muy variadas del joven András. Si no fuera porque no se echa a la carretera, bien pudiera decirse que la película, que sigue al protagonista en sus constantes idas y venidas, tiene algo de road movie, dado el constante movimiento del joven, metáfora de su inquietud por no hallar un lugar en la sociedad ni una versión de sí mismo con la que identificarse satisfactoriamente. El joven András es un insatisfecho crónico, desorientado y siempre a la expectativa de que su vida cambie no tanto por su iniciativa como por la ayuda o el estímulo que pu3eda recibir del exterior.

        Armonías de Werckmeister, cuyo título hace referencia a la teoría de la afinación musical de Andreas Werckmeister, defendida en la película por un musicólogo que defiende el postulado de que el sistema armónico explicitado por el músico alemán en el siglo XVII, que está en los fundamentos del Clave bien temperado de Bach, por ejemplo y en la teoría musical de las esferas de Kepler, está profundamente equivocado y que se ha de rehacer de nuevo para acercarlo a una armonía más «natural», lo que implica una afinación diferente para los instrumentos. ¿Qué tiene que ver ese fundamento teórico con lo que nos cuenta la historia? De entrada, el protagonista, Janos, algo así como lo más próxima al «tonto del pueblo», cuya bondad e ingenuidad lo sitúan en esa frontera dudosa de la sanidad mental y cuya aparición en pantalla al comienzo de la película, explicando con los parroquianos de un bar el fenómeno de los eclipses poco antes de ser desalojados por el dueño, nos permite comprender que son fenómenos extraños los que vamos a ver a continuación. Y así es, porque, a través de un cartel, nos enteramos de que ha llegado un circo al pueblo, con solo dos atracciones: una ballena (acaso Leviatán) y un personaje denominado “El príncipe”, un encantador de masas a quien nunca se ve en pantalla. Janos es el vehículo narrativo que unifica la acción de la película, porque es a través de él, y de sus ojos, entre asombrados y atemorizados, como seguimos el desarrollo de la historia. Visita a varios vecinos a quienes llama tío o tía, al margen de cualquier relación de parentesco. Le lleva la comida al musicólogo, una escena morosa en la que le llenan las tres fiambreras en una suerte de comedor social. Sigue con interés la reunión de hombres en la plaza alrededor del camión donde se exhibe el cadáver de la ballena, y es él, por cierto, el único que paga la entrada para verlo. Es requerido por la exmujer del musicólogo, un buen papel de Hanna Schygulla, para sacar sus cosas de la casa y, más tarde, encargado de cuidar de los dos hijos del jefe de policía que están solos en su casa, mientras este y la ex del musicólogo tienen una brillantísima escena musicodecadente. La tarea cómica de cuidar de los dos hijos del policía forma parte de los hechos extravagantes que se van sucediendo en la película a la espera de que se cumpla la amenaza que se ha instalado en todas las bocas: la llegada de la «bestia» es el presagio de una gran desgracia que traerá funestas consecuencias al pueblo, como así acaba sucediendo cuando, sin saber cómo ni cuándo ni por qué se inicia una suerte de rebelión sangrienta que se centra en el asalto al hospital, donde asistimos a escenas de particular violencia. Todo esto es presenciado por Janos, que logra esquivar a la masa enloquecida y contempla, después, cómo se organiza la defensa militar del pueblo. Las atmósferas tensas que genera la realización de la película, en un blanco y negro espectacular, con una morosidad en las acciones de los personajes y buena parte de los recursos que han hecho célebre al director magiar, ocupan la mente de los espectadores en una suerte de espiral que busca el origen de los hechos y si este no es otro que la potente superstición de la masa. Contrasta con la lentitud morosa de la acción que esta nos hable de la destrucción radical del orden social y humano, como si las señales del desorden llegaran tan lentamente que nos fuera imposible prevenir el desastre, escrito acaso en los mapas funestos de las estrellas que bailan su danza casi milagrosa en el comienzo de la película. «Magnético» es un adjetivo que casa perfectamente con el cine de Tarr, porque su estética del movimiento minimalista lo lleva a planos fijos que duran un siglo y a planos secuencia lentísimos que consiguen crear una percepción distinta del tiempo, pero también, de paso, del proceso psicológico de los personajes, en los que los espectadores estamos invitados a entrar con total franqueza, aunque luego nos cueste Hermes y ayuda descifrar lo que se cuece en esas mentes en las que se cruza la inteligencia con la superstición, la teoría con la suspicacia. El cine de Tarr tiene puestas en escena que suelen reflejar las duras condiciones económicas del país, su atraso, la ruina, la miseria incluso, pero, aun así, siempre encontramos auténticas visiones que nos dejan clavados en el asiento, como el paisaje después de la batalla del asalto de la turba al hospital. Interpretar algunas películas de Tarr supone entrar en un cine-fórum solitario que pierde la perspectiva del diálogo para sacar la luz. Eso sí, conviene hablar de ellas con otros. Es higiénico y necesario.

        El hombre de Londres tiene un comienzo que es una declaración de intenciones, porque la cámara sube desde el nivel de mar por la proa de un barco hasta llegar a la cubierta, a un ritmo de milímetro por minuto, o poco menos. Luego, sí, hay una pelea y un hombre y un maletón que caen al mar. Todo ello, visto por el vigilante de la torre que domina la bocana del puerto, quien no tarda en acercarse al lugar de los hechos para recoger la maleta y descubrir que hay en ella 60.000 libras que procede a secar con idéntico ritmo en la salamandra que calienta la torre. El hombre es una ruina. Luego sabremos que tiene un matrimonio infeliz y que impone su voluntad laboral a una hija que no se rebela contra él. Los intérpretes hablan en francés, y una eternidad después de haber comenzado la película, aparecerá un investigador inglés que rastrea el destino de la maleta. Hay un bar-cantina, donde el tiempo parecer haberse detenido, así como los parroquianos. En resumen, que aun siendo Simenon un amigo del minimalismo retórico, Béla Tarr lo adapta hacia una suerte de ceremonia de la desesperación en la que lo de menos parece ser lo que habitualmente es el centro neurálgico de este tipo de narración es: el «caso». Lo más importante es el retrato de la desesperanza del protagonista y de otros personajes que aparecen en el bar, como los dos viejos que, en un momento dado, realizan un baile con una silla y con una bola aguantada en la frente, definitivamente surrealista. En el decurso de los mínimos acontecimientos, el protagonista llega a su casa, antes de retirar a su hija del lugar donde trabaja, porque «no quiere que le enseñe el culo a nadie», y tiene una pelotera tremenda e intensa, a causa de los dineros y del estado en que viven, con su mujer, una irreconocible Tilda Swinton en un papel que no va más allá de ese «momentazo»  almodovariano, tan intenso como impostado. ¿Qué se rescata de esa trama tan singular? Pues lo de siempre en el cine de Tarr, la fotografía en blanco y negro, propia del thriller que no acaba siendo de ninguna de las maneras, aunque la irrupción del investigador inglés nos acerca al género, y, sobre todo, en el desenlace, cuando el vigía conduce al policía y a la mujer a la caseta al lado del mar donde, supuestamente, se halla el cadáver del maleante a quien el vigía robó el dinero antes de asesinarlo, ni se sabe si por caridad. En todo caso, como ya he dicho, no es el «asunto» lo más importante, sino el modo como los diferentes personajes  responden frente a un suceso que irrumpe en unas vidas dominadas por el silencio, la falta de alegría, y ciertas enemistades personales sobre las que lo desconocemos casi todo. Una cosa está clara, en toda la película no hay ni un simple rasgo de humor, ni una risa, ni una sonrisa siquiera. Todo es plúmbeo, maldito, amargado y trágico. La vida es una repetición absurda de gestos cotidianos que no parecen llevar a ninguna parte, y el único momento en que puede darse el milagro de la alegría es en la compra de las pieles para la hija; que no tarda en ser despachado por la madre como lo que es: un gasto superfluo y absurdo, cuando las necesidades acucian, y de ahí el conato de la hija de «devolverlo». Comencé a verla muy interesado en qué había hecho Tarr con uno de mis autores literarios favoritos, y reconozco que ninguna otra adaptación de su obra alcanza el clímax de narración absurda al que se llega en esta, más hija del propio Kafka que de Georges Simenon. Fiel a su «maniera», Tarr no decepciona a sus seguidores, pero seguirá dejando pasmados, si no coléricos, a sus detractores.

 

 

 

 

 

miércoles, 9 de agosto de 2023

«Belleza prohibida», de Richard Eyre o el teatro por de dentro.

 

En la línea de Adiós a mi concubina, de Chen Kaige, la exploración biográfica de Edward Kynaston el actor femenino más popular del XVII en Inglaterra.

 

Título original: Stage Beauty

Año: 2004

Duración: 107 min.

País:  Estados Unidos

Dirección: Richard Eyre

Guion: Jeffrey Hatcher. Obra: Jeffrey Hatcher

Música: George Fenton

Fotografía: Andrew Dunn

Reparto: Billy Crudup; Claire Danes; Rupert Everett; Ben Chaplin; Tom Wilkinson;

Alice Eve; Richard Griffiths; Zoë Tapper; Fenella Woolgar; Edward Fox; Derek Hutchinson; Mark Letheren; Hugh Bonneville; David Westhead; Clare Higgins.

 

 

          Que el cine inglés tiene un don para las películas «de época» es un tópico lleno de verdad irrefutable. El delicado director de Iris, Richard Eyre, con un más que discutible Rey Lear en su haber, y una serie televisiva sobre las dos tetralogías de reyes chespirianos, nos permite conocer de primera mano la biografía archicuriosa de la «primera dama de los teatros londinenses» en el siglo XVII: Edward Kynaston, en una época en la que a las mujeres les estaba vedada la interpretación sobre las tablas. El bellísimo Edward Kynaston, atracción exótica para mujeres y hombres de la nobleza por igual, representado por un actor, Billy Crudup, muy en su papel, se va a enfrentar, por diversos tejemanejes de las amantes del rey Carlos II al final de la prohibición de la participación de las mujeres en la escena, lo que lo enfrenta, súbitamente a la pérdida de su trabajo, lo único para lo que se ha preparado concienzudamente a lo largo de su vida. Su ayudante, una joven Claire Danes, aún muy lejos de la inmensa popularidad que le deparó su brillantísima actuación en Homeland, se revela a sus espaldas no solo como una ferviente admiradora, sino también como una imitadora para «copiar» su papel de Desdémona en el Otelo de Shakespeare, para lo cual, acabada la actuación de la «diva», ella le tomará prestado el vestuario para las funciones clandestinas en las que la joven se foguea como actriz, con la esperanza de poder representar algún día con licencia y en teatros adecuados.

          La «lucha» de las aspirantes a actrices, como la ayudante de Kynaston, y el desdén con que este, desde la superioridad de su femineidad construida pacientemente a lo largo de los años y las representaciones, se enfrentan en un duelo desigual en el que el actor no sabe que lo acabará perdiendo todo, una ve que se prohíba que los hombres interpreten papeles femeninos en las obras. Más allá de la fidelidad histórica a los hechos, la película se adentra en la ambigua condición del hombre Kynaston eclipsado por la actriz famosa que le ha condicionado la vida de tal manera que sus relaciones homosexuales solo en parte las entiende como tales, dada la fusión con su mentalidad femenina, desde la que vive su sexualidad y su arte. Por eso cuando ve actuar a su ayudante se siente absolutamente seguro de que tal impostura, la de las mujeres representando papeles de mujeres, no puede triunfar, porque las mujeres que él representa son absoluto arte escénico que requiere una dura preparación que por el solo hecho de ser mujer no se posee. El planteamiento es atrevido, la psicología de Kynaston, compleja y el duelo entre la ayudante y él, fascinante, no solo a nivel escénico, sino también de acercamiento sexual entre ambos, una vez que ella ha triunfado, algo lleno de delicados matices que el director sabe plantear con exquisito tacto.

          La película no nos ahorra la estrepitosa caída del actor, mientras su ayudante se proyecta hacia la gloria y el aplauso de los públicos, y cómo se ve en la necesidad de actuar en garitos de mala muerte donde incluso la «revelación» de su verdadera condición sexual acaba formando parte del deprimente «show» que le permite no morirse de hambre. De esos garitos lo liberará su ayudante, y gracias a ella tratará de lograr el favor real de nuevo al interpretar papeles de hombre, algo para lo que no se considera capacitado.

          Las película está rodada con todo lujo de ambientación, vestuario y con un reparto de campanillas que hubiera merecido alguna recompensa pública, más allá del orgullo de haber rodado una película valiente, hermosa y de muy buen ver. En la senda de Adiós a mi concubina, de Ken Chaige, como decía en el título, también hay un enamoramiento, pero en sentido inverso, porque la ayudante de Kynaston, maravillada por el dominio del repertorio femenino del actor, que ella imita en las representaciones clandestinas, busca despertar el lado masculino de esa «mujer« maravillosa a quien sirve con respeto, fidelidad y un amor de difícil futuro.

          Todo transcurre con la verosimilitud propia de ese cine de época inglés y convence a los espectadores de la verdad de la época con relativamente pocos ingredientes ,pero muy bien empleados. La decisiva participación real de Carlos II en la trama, incluida la dedicación real a la representación, así como su decisiva participación como espectador en el debut de Kynaston como actor masculino, forma parte del encanto de la trama y del fantástico tour de forcé del desenlace, del que no quiero revelar nada, porque ha de ser uno de los secretos mejor guardados por los espectadores, como si hubieran visto La ratonera, de Agatha Christie.

          Algunos comentadores de la película se ven en la necesidad de hacer una comparación explícita con Shakespeare in Love, de John Madden, pero, aun siendo obras en las que el teatro es un factor omnipresente en el relato, a mí me parece que la sutileza del conflicto que se encarna en el destino biográfico del último actor femenino del teatro en Inglaterra es muy superior al jovial enredo amoroso de la película multipremiada. ¿Por qué esta ha sufrido, frente a aquella, un destino tan adverso en cuanto al reconocimiento público? Imposible saberlo, pero para eso servimos los críticos, en todo caso, para que quienes nos lean sepan que no han de perderse obras de peso a las que no favoreció Fortuna en su día. No se arrepentirán de haberlo visto. Lo garantizo.

«Eden: Lost in Music» y «La isla de Bergman», de Mia Hansen-Løve, o dos retratos de la insatisfacción.



Título original: Eden

Año: 2014

Duración: 131 min.

País:  Francia

Dirección: Mia Hansen-Løve

Guion: Mia Hansen-Løve, Sven Hansen-Løve

Fotografía: Denis Lenoir

Reparto: Félix De Givry; Pauline Etienne; Laura Smet; Vincent Lacoste; Vincent Macaigne;

Greta Gerwig; Golshifteh Farahani; Brady Corbet; Hugo Conzelmann; Roman Kolinka.

 

 





Título original: Bergman Island

Año: 2021

Duración: 112 min.

País: Francia

Dirección: Mia Hansen-Løve

Guion: Mia Hansen-Løve

Música: Raphael Hamburger

Fotografía: Denis Lenoir

Reparto: :Vicky Krieps; Tim Roth; Mia Wasikowska; Anders Danielsen Lie; Joel Spira; Oscar Reis; Jonas Larsson Grönström; Clara Strauch; Wouter Hendrickx; Gabe Klinger; riz

Teodor Abreu; Felix Berg; Grace Delrue; Matthew Lessner; Kerstin Brunnberg; Jordi Costa.

 

El documentado vuelo suicida del peterpanismo y la búsqueda de la inspiración con Bergman al fondo, como decorado natural y como recuerdo fílmico.

 

          Sin pretenderlo, voy cubriendo etapas fílmicas de la obra de Mia Hansen-Løve, una directora tan desigual como interesante y reconocible heredera de algunos rasgos creativos de la Nouvelle vague, pero con planteamientos menos rompedores formalmente. Habiendo disfrutado de Un amor de juventud y tras sufrir la inane, la insustancial El porvenir, acabo de ver dos obras suyas muy distintas pero ambas muy interesantes, en la medida en que la primera es un honesto retrato generacional de una juventud que aspira a no salir de la mentira de la imposible suspensión del paso del tiempo y la otra constituye un tópico, pero lol suficientemente atractivo, análisis de las relaciones de pareja, atracción que reside en el hecho de situar la acción en la isla donde vivió Bergman, Fårö [ojo, nada que ver con nuestro homónimo «faro», dado que en sueco significa «peligro»] una referencia constante para la pareja que se instala unos días, él, un director invitado a dar unas charlas y presentar su última película, ella, actriz que, por su cuenta, sin competir directamente con la obra de su marido, busca darle forma a un guion que le ronda por la cabeza.

          Eden: Lost in Music es una película que Hansen-Løve escribe con su hermano, DJ, sobre un pareja de jóvenes DJs que aspiran a ser famosos en el ejercicio de una profesión en la que no solo cuesta destacar, sino consolidarse como una tarea profesional que dé para vivir. El protagonista, que vive a medias de su madre y a medias de lo poco que gana como DJ es escogido por la autora como paradigma de cierta juventud instalada en un presente en el que todo parece permitido, por la ausencia absoluta de la responsabilidad, y a través de cuyo desarrollo asistiremos al nacimiento, auge y caída de esas aspiraciones artísticas o, lo que es lo mismo, al choque de las ilusiones con la dureza de la realidad. La obra tiene un poderoso componente documental, dado el estricto punto de vista objetivo que adopta la directora. La cámara sigue las peripecias profesionales y emocionales del joven, cambios de pareja incluidos, la primera porque su novia, un cameo de la cineasta Greta Gerwig, de tanta actualidad por Barbie, se vuelve a Usamérica y es posible que no vuelva a París y que nunca vuelvan a verse, aunque esto último no se produce porque el dúo de DJs es invitado a hacer su número musical en salas de música tecno neoyorquinas y se reencuentran, pero ella casada y esperando un hijo. De su segunda compañera se separa por no aceptar la idea de los hijos, aunque luego se vuelve a emparejar y cuida atentamente de los hijos de ella, pero ahí ya nos acercamos al final, que llega tan abruptamente como si la autora hubiera seguido el presupuesto narrativo naturalista de la famosa «tranche de vie» de Zola. Es evidente que tratándose de dos aspirantes a DJ, la música tenga un papel muy relevante en la película, y buena parte de la que suena constituye una excelente banda sonora. Junto a la música, la película describe muy bien el mundo algo más sórdido de la contabilidad del negocio y de lo duro que resulta «hacer taquilla» que dé unos beneficios no solo regulares, sino  suficientes para llevar una vida desahogada. El protagonista sabe que la madre es su banquera particular, y por eso vive con total despreocupación, pero llega un momento en que ha de mirar a la realidad desde otra perspectiva, más anclada en ella y en sus contradicciones, limitaciones, sujeciones y esclavitudes. Pero antes de llegar hasta ese enfrentamiento, alguna amistad ha caído por el camino. No es fácil para la juventud creativa encontrar su lugar en el mundo, sobre todo si no se está dispuesto a transigir o ceder, y de ello va esta película que describe fielmente la época de los años 90 del pasado siglo, aún lo suficientemente cercana a nosotros como para no sentirnos concernidos.

          El viaje de dos cineastas, uno consagrado y la otra aún pendiente de acabar su primer guion, ambos casados y con un hijo que no los acompaña al viaje a medias entre vacación y compromisos profesionales de él, nos va a ofrecer un relato metacinematográfico y costumbrista a partes iguales en un escenario que aporta un valor sustantivo a la película: la isla de  Fårö, hogar de Ingmar Bergman durante los últimos veinte años de su vida y localización de algunas de sus películas. Los cineastas viajan al encuentro del cine de Bergman y de su espacio favorito, amén de a su residencia, ahora museo, y del recuerdo que desean que impregne la isla. La película no pierde de vista las dos dimensiones, por un lado, la historia de la pareja, que se irá complicando poco a poco, hasta que él escuche, con cierta displicencia, el desarrollo del guion de ella, que toma a los personajes con los que se cruza en la isla como pretexto argumental de un desarrollo dramático que tiene a los dos esposos como último referente de lo que se narra: la historia de una distancia, de una incomunicación y de una dependencia evidente, dada, además, la diferencia de edad y de prestigio entre ambos;  por el otro, todo lo relativo al recuerdo de Bergman, de su persona concreta, histórica, y de su obra cinematográfica, lo cual implica la realización de lo que en la película se denomina «Safari Bergman», esto es, la persecución en viaje guiado de los recuerdos de Bergman diseminados por la isla. A este crítico le ha llamado mucho la atención la presencia de un maestro de críticos en la película, porque, bajo el impersonal «Francisco, de Barcelona», como es presentado, vemos en escena al afamado crítico de cine Jordi Costa, quien, propiamente, hace un «cameo» para el que ha tenido la suerte de haberse desplazado a Fårö y gozar de las delicias no solo del rodaje, sino también del tour bergmaniano. Imagino la buena relación que habrá de tener con la directora, porque, de hecho, su «cameo» apenas tiene otra intervención en la película que confirmar que Como en un espejo, Los colmulgantes y El silencio forman una trilogía bien definida en su obra sobre la pérdida de la fe, tema bergmaniano por excelencia.

          La llegada de la pareja a la isla y la distribución de espacios para trabajar: él en la casa; ella en el molino, donde dispone un rincón idílico en el que esperar la visita de las musas, mientras que su marido trabaja casi febrilmente, como si lo hiciera dce modo automático, nos indican ya una distancia física que deviene emocional, y de ahí el «tonteo» de ella con un joven con quien recorre parte de los escenarios de la vida de Bergman y con quien tiene la oportunidad de visitar la casa del director y estar en su biblioteca y en su rincón de trabajo, a pesar de que, desde el principio, ella ha tomado partido contra el  nulo compromiso de Bergman con sus mujeres y con los muchos hijos que contribuyó a traer al mundo, algo que a ella, que ha dejado el suyo en casa, lejos, para venir a esta isla perdida en el Báltico, la horroriza.

          La historia progresa morosamente y de un modo costumbrista en el que los viajes de grupo a los lugares de filmación del director sueco, casi siempre un espacio vacío, porque lo construido para esta o aquella película acabaron desapareciendo, están plenamente justificados; pero junto a esa perspectiva, el guion de la protagonista comienza a perfilarse a partir de los personajes que ella va conociendo en la isla. La pareja protagonista de su historia viene a representar un trasunto de la suya propia, una suerte de tibio desamor construido sobre una suerte de incomunicación y de doble desapego que progresa hacia el desastre de la incomprensión y quién sabe si también de la ruptura. Es en ese momento, cuando entramos en los sentimientos heridos de la guionista expresados a través de su pareja, cuando la película, en perfecto juego metacinematográfico gana en interés y despierta en los espectadores, un poco desorientados de por dónde podría ir la historia, cierta empatía. Está claro que no he de extenderme más al respecto, porque lo propio es ver la película y salir de dudas. Sí es cierto, no obstante, que la mirada sobre Bergman peca de superficial y «turística», además de la moralina inicial con que se despacha la protagonista, pero el desenlace aclara no pocas cosas…

martes, 8 de agosto de 2023

«Oppenheimer», de Christopher Nolan o el fiasco.

 

Una tensa biografía escamoteadora (¡La Física brilla por su ausencia!) en la que la banda sonora asume responsabilidades del guion.

 

 

Título original: Oppenheimer

Año: 2023

Duración: 180 min.

País:  Estados Unidos

Dirección: Christopher Nolan

Guion: Christopher Nolan. Libro: Kai Bird, Martin J. Sherwin. Biografía sobre: J. Robert Oppenheimer

Música: Ludwig Göransson

Fotografía: Hoyte van Hoytema

Reparto: Cillian Murphy; Emily Blunt; Robert Downey Jr.; Matt Damon; Josh Hartnett; Florence Pugh; Jason Clarke; Alden Ehrenreich; David Krumholtz; Ben Safdie; Kenneth Branagh; Rami Malek; Gary Oldman; Tom Conti; Casey Affleck; Dane DeHaan; Tony Goldwyn; Matthew Modine; Matthias Schweighöfer; Jack Quaid; Gustaf Skarsgård; Louise Lombard; David Dastmalchian; James D'Arcy; Dylan Arnold; Scott Grimes; Alex Wolf; Olivia Thirlby; Josh Zuckerman; Michael Angarano; Robert Pugh; David Bertucci; Harrison Gilbertson; David Rysdahl; Macon Blair; Alex Wolff; Emma Dumont; Josh Peck; Trond Fausa; Devon Bostick; Máté Haumann; James Remar; Steve Coulter.

 

          El buen comienzo de la película, cuando la mente de Oppenheimer es capaz de ver en fugaces imágenes de la realidad una réplica del comportamiento de las fuerzas elementales del cosmos me remitió enseguida a la historia maravillosa de una obsesión de diferente naturaleza, Pi, de Darren Aronofsky, y me las prometí muy felices, porque enseguida intuí el desarrollo intimista de una pasión por el conocimiento, posteriormente puesto al servicio de la causa militar contra la amenaza totalitaria contra la que luchaban los Aliados en la Segunda Guerra Mundial. ¿En qué momento esa promesa se viene abajo y es sustituida por un ejercicio demencial de lucha contra el cronómetro, expiación de una culpa hipermagnificada y un supuesto thriller burocrático  en el desierto de Nuevo Méjico, concretamente en Los Alamos, donde se instaló el cuartel general en el que se desarrollarían los estudios y las pruebas de laboratorio para la fabricación de la primera bomba nuclear. Todo ello se nos intenta narrar desde una épica que se confunde de modos y contenidos, porque todo queda en una suerte de organización administrativa en la que se nos insiste que trabajan las mejores mentes científicas del país, y aun del extranjero, en una laboratorio y asentamiento tan inexpugnable como secreto; pero jamás vemos en acción a nadie, salvo para minucias de detonaciones y dedos que tiemblan antes de accionar el dispositivo que nos permitirá oír el silencio de la destrucción masiva después de haber sufrido la tortura de una música desquiciante que se acerca más al ruido estridente que propiamente a lo que entendemos por una banda sonora. La ausencia de una verdadera tensión dramática en el desarrollo del guion la sustituye el director por una música de Ludwig Göransson que en vez de alimentar esa tensión solo consigue distanciarte por completo de una complejidad moral que queda reducida a cenizas, de puro simplismo. Se endereza algo en las sesiones, también secretas de un tribunal no ordinario en el que se juzga si se continúa confiando en Oppenheimer como director del proyecto de armamento nuclear, una vez concluido con éxito el llamado «Proyecto Manhattan» que él dirige, aunque con esa manera exhibicionista de dirigir que no se compadece con su categoría científica, porque, salvo un episódico intercambio con un Einstein en horas muy bajas, poco o nada pueden los espectadores evaluar sobre la importancia de Oppenheimer en su propio terreno científico. Se da por hecho su importancia indiscutible y todo se reduce, en consecuencia, a sus maneras de dirigir el proyecto y a su «atormentada» personalidad, a la que se suma su manera sui géneris de abordar las relaciones sentimentales.

          Sí, de cuanto llevo dicho no sería difícil deducir que los mimbres para una biografía están «ahí», pero la labor de dirección y el montaje, ¡un frenesí!, convierten las posibilidades de una historia abordable desde diferentes perspectivas en un popurrí que no deja títere con cabeza. Y sí, hay personajes como el del director militar de los Alamos o el congresista interpretado magistralmente por Robert Downey Jr a los que estos actores acaban dando un relieve que acaso en la historia real no tengan, de igual manera que aparece con una fugacidad impropia Henry Stimson, a quien debemos que preservara la antigua capital de Japón, Kyoto, la antigua Edo, de la destrucción de la bomba nuclear, porque Kyoto es patrimonio de la Humanidad, como nadie ignora. Downey Jr compone un personaje muy digno de mención, y su actuación nos recuerda clásicos del cine político como 7 días de mayo, de John Frankenheimer o Tempestad sobre Washington, de Otto Preminger. ¿Pero a cuento de qué, ese afán de encadenar planos y planos a un ritmo frenético, cambiando de tiempo y de espacio sin darle respiro al espectador?  De ello no se deriva, a la postre, sino una confusión muy notable, porque nadie está obligado a leerse una biografía del personaje antes de entrar a la sala de cine, para no perderse en el alud de nombres, muchos de campanillas, muchos irrelevantes y algunos perfectamente prescindibles, con que el espectador trata de hacerse una composición de lugar del itinerario biográfico del científico con pasado izquierdista, y sospechoso de ser una fuente de información para el «enemigo», porque la simpleza política de Oppenheimer es incapaz de ver que en ese laboratorio se están poniendo las bases de lo que ha de ser la futura Guerra Fría que, en un equilibrio de poder de destrucción, todo se ha de decir, ha mantenido a Europa sin guerra durante el periodo más largo de su Historia. Pienso y repienso en lo que hubiera sido capaz de hacer Frankenheimer si hubiera tenido la oportunidad de rodar la biografía de Oppenheimer. Pero la de Nolan es la que es. Confieso, para que no se tache de hostilidad gratuita esta crítica, que soy devoto de algunas de sus películas, Following, Memento, Origen…, pero que no pude soportar Tenet, por ejemplo, de la que esta anda demasiado cerca, lo que es muy impropio, dada la biografía más o menos «tradicional» y burguesa del Físico. La mujer de Oppenheimer expresa a través de su indignación claramente el patriotismo del científico, quien se niega a defenderse de una acusación que roza el delirio, pero que tendrá repercusiones en su vida. Quizás los mejores momentos de la película sean el juicio irregular al que se le somete y las audiencias en el Senado, porque en ambos momentos se serena el ritmo trepidante y tenemos la oportunidad de «reposar» lo que ocurre. Las tomas, sobre todo en el juicio secreto al director del proyecto Manhattan, en ese lugar tan estrecho, como si fuera la prefiguración de una celda carcelaria, permiten «vivir» intensamente el acoso despiadado a la reputación civil de un personaje público a quien resulta difícil destronar de su gloria mediática e histórica e imprescindible relegar al anonimato para asegurar su inoperancia.

          La convicción de que una bomba atómica pondría fin a la guerra es el norte de Oppenheimer a lo largo de la película, y eso acalla sus dudas morales, pero permite, después, expresar su reticencia a seguir desarrollando un armamento capaz de destruir el mundo o buena parte de él, momento en el que se inicia la «caza y captura» del científico «rojo», y no hace falta recordar la histeria anticomunista que se vivió en los años posteriores al estallido de esa bomba. Me ha traído a la memoria El telón de acero, de William Wellman, en la que se da el caso contrario, el científico soviético que se acaba pasando al «enemigo» cuando es destinado a una misión en la embajada soviética en Canadá. Todo eso ya cae dentro del cine de propaganda, y poco o nada tiene que ver con esa película de Nolan, quien, a pesar de tener un excelente material narrativo en sus manos, ha cedido a una visión «atropellada» del personaje que no acaba de perfilar nítidamente sus luces y sus sombras. Que se trataba de un hombre «influenciable» se deja ver en ese momento en que un colega le dice que los científicos no son militares y que qué diablos hace él de uniforme en vez de vestir como un científico, y ahí es cuando, un poco «a lo Indiana Jones», Oppenheimer convierte el sombrero holgado en una suerte de seña de identidad.

          La película es un auténtico maratón de personajes, datos, encuentros, cambios y choques íntimos e ideológicos que devienen un auténtico matalotaje en el que hubiera faltado una perspectiva de sosiego que seleccionara lo verdaderamente importante y lo hubiera desarrollado más pausadamente, de modo que emergiera el científico y sus contradicciones, aun a riesgo de perder la dimensión heroica de una aventura que se sustenta en la banda sonora, como he dicho en el título, no en el guion. De Cillian Murphy, después de haberme enamorado de él en Desayuno en Plutón, de Neil Jordan y confirmar mi admiración en El viento que agita la cebada, de Ken Loach, ¿qué puedo decir? Está tan sobresaliente como desperdiciado, a fuer de sincero. Y ello se debe a que se dan por sobreentendidas tantas cosas de él, de su vida, que el director no se ha tomado la molestia de acercárnoslo humanamente para que pudiéramos conocerlo e intimar con él antes de ser lanzado a la vorágine bélica. En fin, veo la película más como una oportunidad perdida que como el film redondo que me hubiera gustado que fuera.