martes, 26 de enero de 2021

«Dogman», de Matteo Garrone o el desgarro de la violencia neorrealista.

 

La dura lucha de los fracasados  en los límites del escalafón social: entre la villanía y la dignidad o la intimidad de la venganza… 

 

Título original: Dogman

Año: 2018

Duración: 102 min.

País: Italia

Dirección: Matteo Garrone

Guion: Maurizio Braucci, Ugo Chiti, Matteo Garrone, Massimo Gaudioso

Música: Michele Braga

Fotografía: Nicolai Brüel

Reparto: Marcello Fonte, Edoardo Pesce, Nunzia Schiano, Adamo Dionisi, Francesco Acquaroli, Alida Baldari Calabria, Aniello Arena, Gianluca Gobbi.

 

         Heredera del neorrealismo y emparentada, por los espacios sociales degradados en barriadas míseras, con su impactante  y escalofriante Gomorra, Matteo Garrone ha huido del planteamiento coral e incluso social, el entramado delictivo de la camorra napolitana, para centrarse en una historia de personajes en los límites de la sanidad mental y, descaradamente, en la marginalidad del pequeño trapicheo de droga.

         El barrio en el que Marcello tiene su negocio de cuidado y aseo de perros, Dogman, es un escenario cuya descripción panorámica se le ofrece al espectador como el único horizonte de las expectativas vitales de un personaje, Marcello, que es algo así como un ser irrelevante para sus próximos, el tópico cero a la izquierda, excepto para su hija, con quien emplea cuanto gana para compartir con ella la afición al buceo recreativo en las impresionantes costas de la península italiana. El comienzo de la película no engaña: un primer plano de un perro de presa furioso, atado en el pilón donde Marcello intenta lavarlo con una suerte de mocho con palo teleférico del que el perro se defiende con una agresividad que de inmediato hace pensar al espectador el alto riesgo de su profesión.

         En cuanto entra en escena el segundo personaje alrededor del cual pivota la trama de la película, un boxeador «sonado», Simoncino, que tiene aterrorizada a la barriada, porque exige y consigue cuanto quiere por la única vía del amedrentamiento y la violencia de sus puños, porque cuanto le falta de razón, le sobra de fuerza, se completa el estrecho vínculo que acabará uniendo a ambos personajes, en una relación que ya intuimos que no va a acabar bien. La película, en realidad, se basa en un hecho real, el asesinato del boxeador Giancarlo Ricci por Pietro De Negri, propietario de una peluquería canina como la de Marcello en Dogman, como me he podido informar en la crítica de Xavier Vidal para FilmAffinity, acaecido en la Italia de los años 80, aunque dudo que en nuestros días ni siquiera los italianos guarden recuerdo de aquel «suceso» escalofriante hasta el delirio: una orgía de violencia desatada que Garrone se encarga, con muy buena mano, de ir dosificando hasta llegar al estallido final.

Sabido ese final, está claro que a Garrone le interesa el camino hasta él, el desarrollo de una relación tan particular como la del pequeño camello con una fiera desatada de la naturaleza a la que, porque el otro está «sonado», cree que puede encantar con sus artes de pequeño pícaro que puede vanagloriarse ante sus compañeros de fulbito de haberlo «domado», porque hay ya un intento de conjura para tratar de liberarse de las imposiciones del violento forzudo, interpretado con una propiedad total por Edoardo Pesce, del mismo modo que la interpretación de Marcello Fonte del peluquero Marcello cae del lado de los grandes espectáculos cinematográficos. A mí me ha recordado mucho El delator, de Ford, porque hay algo de desamparo en la brutalidad de un retrasado mental que ha hecho de su capricho, respaldado por la contundencia de sus puños, su ley. La diferencia abismal es que en el de Ford hay escondida un alma noble; mientras que en  Simoncino no hay más que brutalidad y la aspiración a una vida muelle. Que el gigantón le imponga al peluquero su colaboración para robar, mediante un butrón, al negocio contiguo, da con el peluquero en la cárcel, fiel valedor de la omertá que, en un exceso de ingenuidad, propio, sin embargo, del infeliz peluquero, espera él que le permita acceder, cumplida la condena, a «su» parte del botín. Y aquí sí que comienza la espiral de violencia crudelísima no apta para todos los espectadores, desde luego, porque la explicitud de la misma estomaga, ciertamente, aunque bien es cierto que, como en los westerns, el desquite del ofendido es capaz de generar una auténtica catarsis en el espectador.

Estructurada a través de diferentes episodios de la desigual relación entre los dos hombres, alguno tan lleno de ternura como el del perro rescatado del congelador y otros tan fellinianos como la velada en el club de alterne de ángelas en vez de conejitas y la reacción de la madre cuando Marcello lleva a Simoncino herido de bala a su casa, lo cierto es que la ambición del peluquero canino de poder «huir» de su mísera condición para poder darle lo mejor a una hija con la que se entiende a las mil maravillas, y esa relación es una de las facetas más hermosas de la película, acabará determinando el deterioro de su relación con el boxeador, algo  que es necesario verlo para entender ese proceso catártico del que hablaba anteriormente.

Nada hay en la película que nos permita extrapolar la historia en alguna dirección social o política. La historia de la relación entre estos dos pobres hombres, en el sentido conmiserativo de la expresión,  llena de tristeza y congoja a los espectadores, y nos conmueve lo que se puede llegar a hacer en busca de la aceptación de los demás, de quienes, en situaciones de tan severa marginalidad, dependemos bastante más de lo que nos podemos imaginar desde una situación confortable alejada de la realidad de los protagonistas.

La densidad emocional de la película es, por supuesto, su baza principal, pero ella solo puede llegarnos a través de los actores y de una puesta en escena que recuerda, eso sí, los barrios marginales de Gomorra. Las interpretaciones, de un verismo que golpea como los propios puñetazos de Simoncino, son esenciales para transmitirnos la complejidad de la relación entre dos «imbéciles», etimológicamente hablando, porque solo se apoyan en el frágil báculo de sus instintos o de sus quimeras.

¡Atrévanse! Es toda una experiencia sobre la humillación, sobre la ofensa, y a lo que nos empuja ser sujetos de la misma.

 

 

 

 

lunes, 18 de enero de 2021

«Misterio en México», de Robert Wise, id est, un «desconocido» Wise…

Un intento de «deslocalización» mejicana de la RKO, entre la comedia y la parodia del thriller… 

 

Título original: Mystery in Mexico

Año: 1948

Duración: 66 min.

País:  Estados Unidos

Dirección: Robert Wise

Guion: Muriel Roy Bolton , Lawrence Kimble

Música: Lorenzo Barcelata, Aaron González, Paul Sawtell

Fotografía: Jack Draper

Reparto: William Lundigan, Jacqueline White, Ricardo Cortez, Tony Barrett, Jacqueline Dalya, Walter Reed, José Torvay, Jaime Jiménez Pons, Antonio R. Frausto, Dolores Camarillo, Eduardo Casado, Thalia Draper.

 

         Pues sí, esta película amable y sin pretensiones, de ahí seguramente el escaso metraje de una historia que no daba para más, aunque incluso sí para algo menos, fue dirigida por Robert Wise. Y no, no se trata de una coincidencia nominal de un director con el reputado director de una lista prestigiosa de películas que encabeza West Side Story y sigue por Apuestas contra el mañana, La torre de los ambiciosos, La casa de la colina o El ladrón de cuerpos, es decir, un repertorio de géneros en los que Wise destacó como si se hubiera especializado en cada uno de ellos, en vez de ser un visitante ocasional de los mismos. Rodada para la RKO, compañía creada en 1928 y que cinco años después de esta película sería absorbida por la Paramount, se trata de un curioso experimento de deslocalización para reducir gastos, a través de un estudio de grabación creado cerca de Cuernavaca, donde transcurre parte de la acción de la película. Todos los actores son prácticamente desconocidos para los espectadores de hoy, aunque aportan una profesionalidad que permite ver la película con agrado, aunque con muy relativo interés, porque la trama se presenta en clave de comedia que, posteriormente, contrastará con la violencia que desata la la búsqueda de un collar de esmeraldas tras cuya pista andaba un detective privado desaparecido, y esa es la razón por la que su hermana, una cantante de más que relativo prestigio, aunque cabe decir que en la interpretación de “Ven aquí” en el club de un mafioso, da suficientemente la talla. La agencia a la que pertenece el detective envía a otro para que trabe relación con la hermana y, siguiendo ese hilo, pueda descubrir al desaparecido agente y saber en qué paró la posesión del valioso collar.

         La policía mejicana se nos presenta con total naturalidad colaboradora,  aun a pesar del nulo poder legal de los agentes en territorio extranjero como el de México, y en ningún momento se trasluce una «superioridad» por parte de los agentes para el esclarecimiento del caso. Antes bien, es al contrario: la agudeza de los agentes mejicanos permite contribuir decisivamente a la feliz solución del caso, aunque se produzca alguna víctima mortal.

         Lo cierto es que el eje de la película es el inevitable «proceso de amores» que se establece entre la hermana y el detective que se pega a ella como, desde que se le enseña en la oficina central de la agencia una foto de ella, dice que hará con sumo gusto. El cúmulo de torpezas de él está en relación directa con la paciencia de ella, de modo que, estando ella en una situación de peligro, aparece él, ahuyenta a la amenaza, y ella se refugia en su abrazo protector, aunque no tarde en «deshacer» el mensaje emitido espontáneamente para mantener las distancias y someterlo a la habitual dosis de indiferencia estudiada, propia de las estrategias sentimentales.

         El casting de la película está muy conseguido, así como la aparición del español en la cinta con total naturalidad, incluidos los esfuerzos del protagonista por hablarlo, pero hay dos actuaciones de niños que tienen un carácter relevante. Ignoro, porque la ficha técnica no me los recoge, si hicieron carrera posteriormente, pero, sobre todo el niño, es un prodigio de dicción y de expresividad gestual. Como forma parte de la familia que cobija al herido hermano de la protagonista, tenemos la oportunidad de verla en el último tercio de la película lo suficiente como para apreciar esa excelente aparición.

         La película no tiene tiempos muertos y corre, en gran medida, hacia la resolución del caso, si bien por el medio se mezcla una interactuación con otra cantante mejicana, a sueldo del mafioso, que despertará los celos de la protagonista casi hasta el momento del desenlace final. Todo, pues, está orientado hacia la narración de los hechos, y aunque el guion contiene no pocas situaciones muy deficientemente tratadas, ¡esos malos que parecen no tener recursos cuando tienen a todos bajo su dominio!, lo cierto es que el espectador, encantado con el tono jovial del protagonista, en la línea de Cary Grant, pero sin el carisma de este, sigue la trama aceptando todo lo que le echen y reconociendo el enorme mérito de Wise para llevar a buen puerto un proyecto que más parece un ejercicio narrativo escolar que una obra propia de su reconocidísimo autor.

         El cine de autor a veces esconde estos pequeños secretos que se ven casi como un juego para ver dónde destella el genio del cineasta, y a fe que en esta película hay momentos, como el de la cartera de las partituras de la protagonista en la pista del aeropuerto, que se elevan sobre el amable tono medio de la película, nada desdeñable para, por ejemplo, acompañarse en la cinta del gimnasio una tarde de saludable ejercicio…

 

«Un beso para Birdie», de George Sidney, un sorprendente musical de primera.

 


Una parodia del fenómeno de las fans adolescentes y la nueva cultura musical de masas de los 60: usamericana hasta la médula y más allá…

 

Título original: Bye Bye Birdie

Año: 1963

Duración: 112 min.

País: Estados Unidos

Dirección: George Sidney

Guion: Irving Brecher, George Sidney (Libro: Michael Stewart)

Música: (Canciones: Charles Strouse, Lee Adams) Johnny Green

Coreografía: Onna White

Fotografía: Joseph F. Biroc

Reparto: Janet Leigh, Ann-Margret, Dick Van Dyke, Bobby Rydell, Maureen Stapleton, Jesse Pearson, Mary LaRoche, Paul Lynde, Ed Sullivan.

 

         Después de la crisis de los misiles del 62, este musical, con muy buen criterio, no deja pasar la oportunidad de incluir en la trama de la obra, alterando profundamente el original que triunfó en Broadway y en Londres, desde 1958, todo lo relativo a la relación con la “amenaza soviética”, y lo hace a través de un discurso *caricaturizador que sigue de cerca excelentes películas como To be or not to be, de Lubitsch, aunque suene a sacrilegio esta referencia en relación con un musical tan alegre y aparentemente liviano como este. El guion de la película es excelente, y los cambios, que derivan el núcleo de la trama de Janet Leigh, aquí de morenaza porque el papel corresponde a una Rosie que es una Rosa hispana, a la jovencísima Ann Margret, quien aparece en su primer papel protagonista, después de dos breves apariciones en sus dos primeras películas, permite desplazar con mayor motivo la historia hacia el terreno de la sátira del reclutamiento de Elvis Presley y aquel “último beso” que dio el actor a una “afortunada” de los Women's Army Corps. En este caso, la parodia de Elvis peca casi de estrambótica, pero el montaje de la campaña del “último beso” a una fan en directo, en el programa de Ed Sulivan, quien participa en la película para realzar el realismo de la situación, y en un pequeño pueblo, nos trae a la memoria muchas películas usamericanas en las que el choque entre lo tradicional y lo “moderno” es casi un tópico. Y parece que algunas otras hayan bebido de esta, porque en la magnífica aparición del rockero a lomos de su moto para presentarse en el Ayuntamiento de la pequeña población y dejar desmayadas a todas las fans que lo reciben, parece haber bebido el dentista de La tienda de los horrores, de Frank Oz, que interpretó magistralmente Steve Martin. Con todo, el protagonismo casi absoluto recae en un Dick van Dyke al que catapultó a la fama su presencia en el musical y quien debutó en el cine en la presente película, muy poco antes de alcanzar el estrellato con Mary Poppins, de Robert Stevenson,  pero Van Dyke ya llevaba mucho tiempo en el show business , como parte de un dúo cómico inspirado en Keaton y en Stan Laurel, y había parecido en algunos programas de TV. Aquí sencillamente lo borda y parece ya un actor consumado, a juzgar por la desenvoltura y la eficacia cómica, una vis que no le abandonó nunca, con que actúa a lo largo de la película. Su papel, el de un hijo dominado por la madre que no se atreve a dar el paso de casarse para no herir los sentimientos de su madre, y que está deseando dejar la música -es compositor para satisfacer los sueños de su madre sobre él- para dedicarse la química, en la que es un auténtico genio.

         Toda la película está llena de personajes secundarios eficacísimos, como la propia madre del protagonista, estrafalaria y chantajista como ella sola, y los padres de la protagonista, encabezados por un clásico secundario de series como Embrujada y Los Monsters, Paul Lynde, un rostro rescatado de mi infancia televisiva, porque uno pertenece, ¡ay!, a la primera generación que creció con la televisión como parte del ocio familiar. Un fabricante de piensos que está dispuesto a que su hija participe en esa charada de las fans siempre y cuando pueda hacer publicidad ¡en el Show de Ed Sullivan, nada menos!, de su firma comercial.

         A todo esto aún no he dicho ni una palabra de los brillantísimos números musicales que nos revelan a la joven Ann Margret como una excelente bailarina, lo mismo que Dick van Dyke y Janet Leigh en un número romántico en que ella se desdobla en un espíritu alegre con quien baila su novio para afearle que se muestre tan huraña y esquiva con él. En general, los números cumplen su cometido con una brillantez muy propia de los grandes éxitos musicales, y es por ello por lo que me pregunto cómo es posible que me haya pasado desapercibida esta joyita paródica de un género, el musical, al que soy adicto. Hemos de reseñar, forzosamente, el espléndido trabajo de coreografía a cargo de Onna White, quien se luce, sobre todo, en el número del club de jóvenes donde destaca poderosamente Ann Margret. El uso del Panavisión permite un ancho de imagen que se ajusta perfectamente a las exigencias corales de muchos números, y también para planos muy nutridos en la casa de los padres de la joven protagonista. Ello permite una transición de la escena dialogada al número musical sin mayores complicaciones ni búsqueda de espacios alternativos.

         La película juega con una ingenuidad básica, salpicada, cada dos por tres, por ciertas cargas de profundidad que no acercan la obra a otros musicales «comprometidos», como Dinero caído del cielo, de Herbert Ross, por ejemplo, pero que suponen brochazos de humor ácido nada desdeñables.

         En conjunto, la película tiene un ritmo excelente, tanto en la alternancia de los números y la trama como en el desarrollo progresivo de esta última, y la caricatura del fenómeno de las fans, que aún tardaría sus buenos diez años en llegar a España, está hecha con tanto cariño como maldad. Quien quiera disfrutar de un musical y unas actuaciones estupendas, ya sabe, tiene una cita con un elenco encabezado por Dick van Dyke y Ann Margret…

        

 

viernes, 15 de enero de 2021

«Palabras para un fin del mundo», de Manuel Menchón o la polémica está servida.

 


Choca que a una década de los cien años de la muerte de Unamuno aún se vivan con virulencia, dialéctica, ¡afortunadamente!, hechos lamentables e incluso trágicos de nuestra historia reciente. El género documental exige el rigor histórico y no admite las hipótesis de la ficción.

 

Título original:  Palabras para un fin del mundo

Año: 2020

Duración: 93 min.

País: España

Dirección: Manuel Menchón

Guion: Manuel Menchón

Música: Ivan Palomares

Fotografía: Javier Calvo (B&W)

Reparto: Documental, (intervenciones de: José Sacristán, Marián Álvarez, Antonio de la Torre, Víctor Clavijo, Andrés Gertrudix).

 

         Hace mucho tiempo que el género del documental es capaz de congregar grandes audiencias en torno a sus obras, como lo ha demostrado recientemente Michael Moore, entre otros, en su vertiente más popular. Se refugia más en la televisión, soporte para el que parece producto idóneo, pero, como en el caso de La sal de la Tierra, de Wim Wenders,  también exige la pantalla grande. En tiempos de pandemia se ha borrado esa distinción espacial y hoy todo pasa por la televisión de la sala de estar: estrenos de ficción y documentos que pretenden tener rigor histórico pero que no siempre lo consiguen.

         Manuel Menchón ha creado un documental efectista, con imágenes muy potentes, y algunas rara vez vistas, creo, como la de Millán-Astray compartiendo tribuna con  Mussolini o las del *bibliocausto español, a imitación de la pira famosa de la Plaza de la Ópera en Berlín, donde Goebbels protagonizó un auto de fe que tuvo repercusión universal  y que mostraba inequívocamente la senda de la barbarie por la que se adentraba su régimen político nacionalsocialista. La sabia combinación de las imágenes para ilustrar algo que va más allá del caso específico de Unamuno, un montaje con un ritmo sostenido a lo largo de todo el documental, atrapa al espectador en una vívida recreación de lo que significó el «Alzamiento» que Unamuno saludó y alentó en principio como una acción limitada en el tiempo y en el espacio para «salvar» la República de la deriva sovietizante y volver a celebrar elecciones en condiciones de trasparencia y legitimidad. ¡Cómo debió de pesarle al candidato al Nobel que no sucediera así! Revivimos, como ya lo hicimos con la película de Amenábar, los hechos terribles del paraninfo de la universidad, y enseguida el autor nos lleva a la «tesis» del documental: que bien hubiera podido suceder que a Unamuno lo hubiera «asesinado»  el falangista Bartolomé Aragonés, con quien esa tarde de su muerte estuvo Unamuno a solas, y quien, por lo tanto, fue la última persona en ver con vida a don Miguel.

         Escritores hay que han dedicado años de su vida a la investigación de cuanto ocurrió en torno a la figura de Unamuno desde aquel julio del 36 hasta su muerte en la nochevieja de ese mismo año, después de haberse enfrentado al irracionalismo fascista de Millán-Astray en lo que supuso el enfrentamiento entre las luces de la inteligencia y las tinieblas del fanatismo, aunque bien sabía don Miguel que, como ya lo prescribiera Maquiavelo, solo los profetas armados triunfan… No hace mucho vimos la película de Amenábar, con un Unamuno que en modo alguno llegaba empáticamente como tal al menos a este espectador que escribe, ignoro si es sentimiento común con otros, y en ella, paradójicamente, un Millán-Astray, genialmente interpretado por Eduard Fernández, le robaba la película a Unamuno y a Franco, pero tuve la sensación, entonces, de que Millán había sido algo endulzado por la película. En este documental de Menchón, sin embargo, Millán-Astray vuelve a recuperar toda su capacidad transgresora de espécimen siniestro del totalitarismo y he de reconocer que sería la última persona en el mundo con la que uno desearía encontrarse en un callejón sombrío una noche de invierno… Menchón intuye, acertadamente, el filón que significa Astray y le da un protagonismo decisivo en el documental como la antítesis del fruto perfecto de la civilización europea que fue don Miguel de Unamuno y Jugo, un vasco universal de quien, paradójicamente, reniegan ahora los vasquistas nacionalistas de vía muy pero que muy estrecha.

         La polémica entre esos escritores, sobre el valor y la pertinencia de las fuentes —en el documental siempre se alega el rigor de las fuentes y el carácter apodíctico de las mismas—, no cesa, máxime si tenemos en cuenta que no se ha conservado memoria fidedigna de los hechos en torno a los cuales se estructura el documental, el cual tiene otras derivadas informativas, como el *bibliocausto, menos tratadas anteriormente y que constituyen, ellas sí, una novedad. Así que vi el documental, que me pareció algo «simple», desde el punto de vista del tratamiento maniqueo de la República y el Movimiento Nacional que se alzó contra ella, una visión histórica que repite ecos de una corrección política sobre aquella época que ha acabado fraguando en una sectaria «memoria histórica» que el gobierno del PSOE y de Podemos quieren elevar a «verdad incontestable», me puse en contacto con Emilio Pascual, autor y editor de Oportet, en cuyo catálogo figura la obra de teatro representada por José Luis Gómez: Unamuno:Venceréis pero no convenceréis, y a él le debo el conocimiento de un artículo del historiador y bibliotecario Severiano Delgado en el que se ejercita en la crítica pormenorizada del supuesto valor probatorio de las pruebas que Menchón presenta como irrefragables. Este:  Ramón Mercader en Salamanca o la muerte de Unamuno a martillazos con la historia, de Severiano Delgado,  noviembre 18, 2020 

https://conversacionsobrehistoria.info/2020/11/18/ramon-mercader-en-salamanca-o-la-muerte-de-unamuno-a-martillazos-con-la-historia/.

         Cualquier documental sobre una figura tan controvertida como Unamuno, aunque sea como este, en que se quiere convertir, como sugiere Delgado, a Aragonés en Mercader, merece la pena ser visto con atención, no solo porque las fotografías y las filmaciones de la época nos transmiten una suerte de emoción del conocimiento, sino porque, aunque sea con tesis temerarias, solo a través de la elucidación de todas las hipótesis podremos acercarnos a la verdad incontestable de los hechos.

miércoles, 13 de enero de 2021

«Borgen», de Adam Price o la quevediana política por de dentro…

La tupida red de relaciones entre la prensa y el poder político, así como la influencia perniciosa del ejercicio del mismo en la vida individual de quienes se «entregan» a él plenamente… 

Título original: Borgen (TV Series)

Año: 2010

Duración: 58 min.

País:  Dinamarca

Dirección: Adam Price (Creador), Mikkel Nørgaard, Annette K. Olesen, Louise Friedberg, Rumle Hammerich, Søren Kragh-Jacobsen, Jannik Johansen, Jesper W. Nielsen

Guion: Jeppe Gjervig Gram, Adam Price, Tobias Lindholm

Música: Halfdan E

Fotografía: Magnus Nordenhof Jønck, Eric Kress, Lars Vestergaard, Lasse Frank Johannessen, Rasmus Heise

Reparto: Sidse Babett Knudsen, Birgitte Hjort Sørensen, Pilou Asbæk, Mikael Birkkjær, Freja Riemann, Emil Poulsen, Thomas Levin, Søren Malling, Christoph Bastrup.

 

         A veces me impongo pasar por alto ciertos éxitos reconocidos casi universalmente para, en la quietud mediática y crítica, y sin amistades que te recuerden mañana, tarde y noche que has de ver o de leer algo, apreciar a solas las virtudes aquilatadas de la obra en cuestión. Enamorado del arte perverso de la política, desde que se anunció la serie danesa Borgen intuí que la vería con agrado. Como no disponía de canal donde verla, estoy suscrito a Netflix y a Filmin desde hace relativamente muy poco, y además aún estaba en activo, me dije que ya llegaría su momento. Y ahora, en que por primera vez tenemos en España un gobierno de coalición, o como malévolamente lo definió un periodista en la SER, una coalición de gobiernos, está claro que había llegado el momento.  Se trata, además, de una serie «corta», tres temporadas y treinta episodios, lo que permite un cómodo visionado en tres semanas, a razón de dos capítulos por día. Y mi costumbre, después de las insufribles esperas en Mad Men y en Homeland es la de no entrar en una serie que no esté acabada o cuyas temporadas tengan su propio inicio, desarrollo y final.

Mientras seguía con mi Conjunta la estupenda Gambito de Dama, comencé por mi cuenta a seguir Borgen, en ratos libres de quince minutos, mientras ella preparaba el kéfir, después de cenar. Cuando acabó la exitosa serie ajedrecística, se sumó al final de la segunda temporada, porque ya le había ido comentando mi entusiasmo creciente por la serie, lo que me había llevado a ir completando capítulos en las sobremesas. Ahora, mientras escribo estas líneas, la acompaño en el visionado de la primera temporada y la mitad de la segunda, y he de decir que la veo con igual delectación que la primera vez.

         El planteamiento de la serie es sencillo: por primera vez en Dinamarca una mujer llega al poder, después de haber crecido espectacularmente en las elecciones, aunque aún a mucha distancia de los dos grandes partidos, el conservador y el socialista, pero como las sumas para gobernar son imposibles sin el partido moderado, recibe el encargo de la reina para formar gobierno e inicia unas negociaciones en las que choca con dos auténticos tiburones de la política, el primer ministro saliente, conservador, y el cínico y desvergonzado aspirante socialista, dispuestos ambos a merendársela en un periquete. Asesorada hábilmente por su “mentor” en el partido moderado, la aspirante acabará llevándose el gato al agua cuando, por informaciones comprometedoras, conseguidas de modo poco virtuoso y que habían provocado un terremoto político en el último debate electoral, el candidato socialista ha de dimitir de su cargo en el partido y ella ve despejado el camino para «imponerse» como primera ministra en un gobierno de centro izquierda. 

       Un arranque así, que calca una hipotética situación en la que Arrimadas equivaldría a la aspirante Birgitte Nyborg, contribuye lo suyo a seguir la serie con gran expectación, porque, una vez hecha la analogía, esta se extiende al resto del funcionamiento del sistema democrático, lo que nos permite establecer semejanzas, ¡y sobre todo diferencias!, de gran calibre entre nuestro sistema y el danés. Si pensamos en la insensatez secesionista de considerarse por nivel de población  "la Dinamarca del Sur", obtendremos el esperpento de la primera analogía, porque lo que nos ha exhibido el supremacismo nacionalista catalán en estos casi diez años de delirio político trepidante es la antítesis de los valores democráticos de la sociedad danesa, en la que ese nacionalismo está representado por un partido absolutamente minoritario, el defensor de ese esencialismo de la *danesidad, permítaseme el neologismo.

         Con un arranque así, ya digo, ¿cómo sustraerse al seguimiento de las peripecias de quien va a ir aprendiendo el abecé del gobierno al mismo tiempo que los espectadores que siguen su aprendizaje? De buen comienzo, además, el importantísimo papel de la prensa, escrita y audiovisual, condiciona buena parte de los actos de gobierno, lo que da medida de la retroalimentación que hay entre dos mundos que, a mi juicio, habrían de mantener mayores distancias, para evitar que, al final, los intereses de todo tipo creen un sistema tan tupido y cohesionado que deje fuera de la acción de gobierno el bien público y el bienestar o los sacrificios de los electores, piedra fundamental del sistema.

         Borgen es el nombre popular que recibe el castillo de Christiansborg donde se encuentran los tres poderes del estado danés: el Parlamento, la oficina del Primer Ministro y la Corte Suprema, de ahí que buena parte de la acción transcurra no solo en el interior de los muros de ese edificio, sino también en el exterior, donde se celebran las conversaciones «confidenciales» para burlar cualquier vigilancia no deseada. Conocer los mecanismos de actuación de la primera ministra, del Consejo de Ministros y aun del mismo Parlamento son un estupendo aliciente para quienes, aun conociendo los propios nuestros, no tenemos esa visión «cercana» del día a día de la acción política.

         La serie mezcla con una estupenda dosificación la vida política de los partidos daneses con la vida privada de varios personajes cuyas historias se siguen a lo largo de las temporadas. Veremos, pues, cómo influye la dedicación política en la siempre frágil, por definición, vida familiar, sujeta, sin intermediación de dedicación política alguna, a vaivenes que van del drama hasta la comedia. La imposibilidad de mantener una relación de pareja estable cuando uno de los miembros se dedica con exclusividad a la política aparece en la serie de un modo muy bien desarrollado. De hecho, el arranque de la serie nos muestra la quiebra conyugal del primer  ministro saliente, que va a precipitar, por un incidente de su mujer en unos grandes almacenes, su caída política.

       Un personaje nuclear de la serie es el asesor de imagen de quien acaba siendo Primera Ministra, Kasper Juul, cuya relación con la joven presentadora de la televisión pública, quien a su vez se relacionaba sentimentalmente con el asesor de imagen del Primer Ministro saliente, nos da otra perspectiva de lo difíciles que son las relaciones sentimentales entre gente dedicada en cuerpo y alma a su profesión, que ejercen como si de un sacerdocio se tratase. La sombría historia familiar de ese personaje es una muestra de cómo la serie es capaz de ahondar en las tinieblas de ese mundo político-periodístico que advertimos en los episodios en que la hija de la Primera Ministra, sucumbe a una depresión, tras el divorcio de los padres,  que es «aprovechada» por el diario sensacionalista que acaba dirigiendo el exdirigente de los socialistas, un magnífico «villano» que sabe mantener el pulso de la tensión dramática a lo largo de la serie.

         La serie va repasando los principales asuntos políticos a los que puede enfrentarse un gobierno en ejercicio, desde la legalización o no de la prostitución, hasta el sistema educativo, pasando por las relaciones internacionales y la tensión con el «amigo americano» o la compleja relación con el gobierno autónomo inuit de Groenlandia, uno de los mejores capítulos, con un planteamiento político admirable y una descripción terrible que guarda total semejanza con la que vi hace poco en Wind River, de Taylor Sheridan. Capítulo a capítulo desfila ante nuestros envidiosos ojos, de españoles a los que se les ofrece más opacidad gubernamental que transparencia democrática, unos usos políticos que ya quisiéramos ver por nuestros lares, sobre todo en lo tocante a las dimisiones, a la naturalidad con la que se plantean pactos de mínimos con casi cualesquiera fuerzas dentro de la Constitución y unas actitudes humanas alejadísimas de la pompa y la prosopopeya que se gastan nuestros políticos mediocres. Borgen es, realmente, una escuela de aprendizaje político que debería ser de obligada visión para cuantos quieran dedicarse a lo que, bien entendida, es un noble arte. En esas adoctrinadoras «escuelas de verano» de los partidos, bastaría con que vieran la serie y la comentaran minuciosamente para adquirir unos conocimientos de lo que se debe hacer y de lo que se debe evitar en la acción de gobierno. ¡Cuánto ganaríamos con ello!

         Me resisto a desvelar pormenores con los que conviene encontrarse en el transcurrir de los acontecimientos, pero la serie tiene la gran habilidad de, con muy pocos espacios, crear un dinamismo que permite el protagonismo de los debates políticos y  ver, al tiempo, cómo van evolucionando las fuerzas que gorman la coalición y cómo, desde fuera, se rearman quienes han acabado en la oposición. Luego están los caracteres de quienes representan esta o aquella ideología, en los que a los guionistas, acaso, se les haya ido un poco la mano, a juzgar por la aversión o el recelo que suscitan unos u otros; pero si tenemos en cuenta que esa visión se va tiñendo de sombras incluso en la propia protagonista, quien va «escarmentando», esto es, aprendiendo, a medida que ha de tomar decisiones, y llega un momento en que la soledad del poder se manifiesta en la soledad de quien ha de tomar esas decisiones, observamos que la serie no nos ofrece una realidad edulcorada, sino, en muchos casos, muy amarga: una realidad en la que no están ausentes ni las quiebras sentimentales, ni los desmoronamientos mentales, ni las trágicas historias de abusos infantiles, ni el aborto, ni las traiciones más amargas, es decir, la realidad misma en todas sus dimensiones. Desde esta perspectiva, Borgen, insisto, es una serie que todos deberíamos ver, porque mejoraría nuestra capacidad de reflexión sobre la democracia que estamos construyendo (o destruyendo, según en quiénes se piense…) y nos ayudaría a «afinar» el voto y olvidarnos de anatemas sectarios. Sí, me parece algo así como una serie de «servicio público», y todos saldríamos ganando si la viéramos masivamente.

         Borgen no trata solo sobre el ejercicio del poder, sino también sobre la «creación» política, en el sentido de entenderla como una aventura de emprendimiento social. Se critica su aggiornamento; pero se exhibe su capacidad de ilusionar a quienes creen que a través de ella se puede mejorar la vida de los demás y darle sentido a la propia. Lo dicho: de obligada visión. Y conste que se trata de una serie que exigiría treinta críticas, una por capítulo. En cualquier caso, sé que dejo de lado capítulos tan sustanciales como los intentos de convertir la televisión informativa en un espectáculo lúdico, que también aparece en la serie, con un poderoso ejecutivo que ni diseñado por Berlusconi; pero si alguna enseñanza, sobre todas, me deja la serie es la necesidad del alejamiento del poder mediático del poder político: se ha de poner fin a ese escandaloso aconchabamiento entre uno y otro, porque se ha desnaturalizado totalmente la condición de vehículo de expresión de la sociedad frente al poder que la película Los archivos del Pentágono, de Steven Spielberg nos mostró.

         Dije al principio que se podría establecer una analogía hipotética entre Arrimadas y Nyborg, e insisto en ella, pero no está de más, durante el visionado de la serie, dedicarse a buscar otras equivalencias con la rica galería de personajes que aparecen. Finalmente, he de manifestar mi sorpresa ante la pasión con que viven la política y las relaciones personales los daneses, porque en modo alguno puede hablarse de esa tópica «frialdad» con la que asociamos a los habitantes del norte de Europa. Al lado de los personajes de la serie, qué duda cabe de que políticos nuestros como Casado, Sánchez o Iglesias no pasan de frígidas estatuas de hielo. Y no está nada mal, deshacer tópicos tan arraigados. Para cualquier espectador español, Borgen será una «revelación». Sí, hay otras políticas, y tenemos «derecho» a ellas…

        

 

martes, 12 de enero de 2021

El caso de Thelma Jordon, de Robert Siodmak entre el thriller y el melodrama.

 

Una crisis matrimonial, un caso criminal y cuando el pánfilo deviene seductor…

 

 

Título original: The File on Thelma Jordon

Año: 1950

Duración 100 min.

País:  Estados Unidos

Dirección: Robert Siodmak

Guion: Ketti Frings (Historia: Marty Holland)

Música: Victor Young

Fotografía: George Barnes (B&W)

Reparto: Barbara Stanwyck, Wendell Corey, Paul Kelly, Joan Tetzel, Stanley Ridges, Byron Barr, Laura Elliott, Basil Ruysdael, Gertrude Hoffman, Barry Kelley.

 

         Poco antes de regresar a Europa, acuciado por el comité para la reprensión de las actividades usamericanas, que le había incluido en la lista de sospechosos de pertenecer al Partido Comunista Americano o de simpatizar con sus actividades y defenderlas, Robert Siodmak realizó esta película que retoma ideas básicas de otras suyas, especialmente, El sospechoso, que critiqué recientemente en este Ojo, y El abrazo de la muerte, que también critiqué, pero en 2016. Dos son los ingredientes que se mezclan en las tres tramas: el thriller y el melodrama, aunque bien podíamos quitarle la melodía a las pasiones en juego y reconducirlas hacia el drama puro y duro, con serias implicaciones morales. Las tres películas tienen cada una su personalidad, de ahí que en ningún momento puedan entenderse como versiones de una misma historia. Lo que une a las tres, sin embargo, es el poderoso ejercicio de representación por parte de los actores, que dan la talla de una manera excepcional, lo que no es de extrañar cuando en esos castings descubrimos a Charles Laughton, a Burt Lancaster, Dan Duryea y Barbara Stanwyck en uno de sus muchos grandes papeles, porque su larga carrera le ha permitido convertirse en uno de los mitos de Hollywood, una de las más equisitas mujeres fatales de la historia del celuloide.

         He de reconocer que los primeros compases de la película nos dan la impresión de estar en una película de serie B en cuyo visionado se persevera porque intuimos, por ciertos planos,  la aparición de Stanwyck y el curioso encuentro de un borracho con una mujer seductora, que vamos a ver una película de las de arrellanarse cómodamente en la butaca. Y así es. Otro aparente obstáculo, la presencia protagonista de Wendell Corey, a quien asociamos, precisamente, con esa serie B, pronto se convierte, sin embargo, en una de los grandes alicientes de la película, una oportunidad de oro que el eterno secundario de las grandes estrellas no supo desaprovechar. Hasta en la pésima versión doblada al castellano, porque Filmin no ofrecía el v.o.s.e., puede reconocerse el magnífico trabajo de Corey, quien, como asistente del Fiscal del Distrito, con quien lo confunde la protagonista al llegar a su oficina, no sabe que ha sido el «elegido» para poder urdir una trama que acabará con la muerte de una tía de la protagonista, quien heredará su dinero. ¿Qué ocurre en medio de esa trama que aparece como uno de esos imprevistos con los que ni los más fríos y calculadores asesinos pueden evitar que se cruce en su camino?: pues que la mujer fatal que seduce al ayudante del distrito acaba enamorándose de él y…, pero eso ya lo han de ver los espectadores, a quienes se les debe el respeto de no desvelar el desenlace de una trama muy bien urdida, y casi sin que el espectador se dé cuenta, a juzgar por la sutileza con que la protagonista juega sus cartas. Si hay algo que puede «chirriar» en la trama es el infeliz matrimonio del protagonista, porque su bella esposa, Joan Tetzel  -que destacó en El caso Paradine, de Hitchcock-, tiene una más que estrecha relación con sus padres, y especialmente con su padre, a quien el yerno no soporta y viceversa. Él la ama y es feliz con ella, pero la intromisión constante en su vida de los suegros parece bastar para «incitarlo» a caer en los brazos de la mujer fatal que se cruza por azar en su vida. Se despierta en él, entonces, un nuevo horizonte: el de la pasión que renueva la ya olvidada que debió de preceder a su matrimonio, si bien en este caso podríamos hablar de los brazos «de la mujer madura», en contraste con la joven esposa. La cuajada madurez de la amante y el aire de misterio que rodea su persona atraen como un imán al ayudante del fiscal, quien, cumpliendo lo urdido a sus espaldas, ha de tratar de probar, en un juicio, que ella fue la responsable de la muerte…

         Siodmak consigue crear un personaje, el del ayudante del fiscal, cuyas inseguridades, dudas y apasionamientos logran persuadir al espectador de que está ante un verdadero conflicto existencial, no ante las «exigencias» de un guion que, prescindiendo de la psicología de los personajes se centra en la trama como un potente valor en sí misma, por más que esta recibe un trato privilegiado en la película y así lo percibimos en la magnífica secuencia del descubrimiento del cadáver y la huida «por los pelos» del fiscal antes de ser descubierto en la casa por el criado.

         No es una de las películas más conocidas de Siodmak, a pesar de la aparición de Barbara Stanwyck, una de las actrices con más películas criticadas en este Ojo, pero estoy convencido de que a los amantes de las buenas tramas e interpretaciones les complacerá.

lunes, 4 de enero de 2021

«Todos eran mis hijos», de Irving Reis, la versión cinematográfica del primer gran éxito teatral de Arthur Miller.

Una tragedia planteada como una indagación clásica al modo de Edipo, la primera obra detectivesca de la Antigüedad.

 

Título original: All My Sons

Año: 1948

Duración: 95 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Irving Reis

Guion: Chester Erskine (Obra: Arthur Miller)

Música: Leith Stevens

Fotografía: Russell Metty (B&W)

Reparto: Edward G. Robinson, Burt Lancaster, Mady Christians, Louisa Horton, Howard Duff, Frank Conroy, Lloyd Gough, Arlene Francis.

 

         Irving Reis pasa por ser uno más de la tranquilizadora, para los críticos, condición de «artesano», lo que permite ver sus películas con notable satisfacción y sin necesidad de replantearse cuál es exactamente el lugar que debe ocupar en ese Olimpo de directores en el que parece reinar la calma chicha a la hora de aceptar la nómina de residentes en el mismo. Si solo fuera un «artesano», ¿cómo es posible que haya realizado una película tan poderosamente emocional y terriblemente dramática como esta? Si fuera solo eso, ¿cómo iba a lograr una catarsis como la que he sobrellevado, llorando a solas en la cinta del gimnasio, corriendo, cogido hasta las entrañas por la conmoción emocional del choque brutal entre los personajes, cambiando una y otra vez de bando y de sospechas y de imposibles certezas, hasta el patético desenlace final? No, si solo fuera un «artesano», estoy convencido de que la película acaso me hubiera parecido correcta, formal o temáticamente, sin más; pero cuando una película se convierte en una experiencia biográfica y sabe activar los resortes de la emoción, entonces estamos, les guste o no a los críticos comodones, ante una obra de arte monumental. Y eso es lo que visto. Es evidente que no reniega de su origen teatral, y que, incluso la parsimonia de los movimientos de los actores se encuadran en una escenificación teatral, más que cinematográfica, pero todo lo salva el experto manejo de los encuadres y los cambios de plano para «animar» algo lo que no necesita de ningún dinamismo, porque es en la palabra donde todo transcurre con un poder dramático que va ganando a medida que avanza la película y nos desviamos del conflicto inicial, la madre de un combatiente que no acepta que su hijo haya perecido en la guerra y sigue creyendo que está vivo y que ha de regresar, razón por la que incluso mantiene su cuarto de la casa familiar intacto, al verdadera conflicto que se nos va desgranando poco a poco: el hermano de la novia del hijo desaparecido culpa al padre de haber mentido para evadir su responsabilidad y permitir que encarcelaran a su mano derecha en el negocio de piezas mecánicas para los aviones del ejército usamericano, a resultas del cual murieron, en un vuelo, 21 soldados.

         Para complicar más la situación, la novia del hijo se ha enamorado del otro hijo de la familia y están decididos a casarse. Y es llamativa la escena en la que ella, después de ser besada, le reprocha que la ha besado como el hermano del novio, no como él mismo, y entonces renueve el beso con la pasión apropiada. Contrasta la aceptación irremediable de la desaparición de su prometido con la renuencia de la protagonista de la película que critiqué hace poco: Esclava de un recuerdo, pero, en 1948, la consigna de que «la vida ha de continuar» parece filtrarse en cualquier obra. Con ese anuncio, que genera una tensión extraordinaria entre padre e hijo se abre la película, poco antes de que el hijo regrese con la novia para instalarla en su casa, donde fueron criados por el matrimonio protagonista cuando eran unos niños y su madre murió. Estamos, como se advierte, en una sólida y densa trama de afectos, incomprensiones, odios y un amor que ha de buscar la supervivencia frente a evidencias que nunca acaban de confirmarse sobre la culpabilidad del padre, un empresario sin ética profesional que tiende a anteponer el negocio frente incluso la seguridad de terceros.

         Pues sí, en la medida en que la trama avanza majestuosa hacia un pathos dramático que provoca una catarsis purificadora en el espectador, para purgar los deletéreos humores que genera la sospecha del hijo sobre la responsabilidad criminal de su padre, no se equivoca el lector al intuir que todo en esta obra depende de las interpretaciones de unos actores que nos han de hacer creíble tan dramática historia. La nómina de ellos basta para saber que Edward G.Robinson es un monstruo de la representación; que Burt Lancaster, algo envarado aún, ofrece una réplica a la altura de los papeles que aún le había de deparar la industria, como el inolvidable de JJ en Chantaje en Broadway, de  Alexander Mackendrick, una película paralela a esta en lo que se refiere a la «artesanía” de un autor capaz de crear una obra como esa, en la que Tony Curtis «se sale»; Mady Christians, rota de dolor por la pérdida del hijo y por la situación que la desborda con la llegada de sus “otros hijos”, el hermano de la prometida y esta,  y de cómo el amor de madre adoptiva es capaz de doblegar el odio del recién llegado contra el padre, compone una madre admirable en sus silencios y en su terquedad, pero también en la humanidad del derrumbamiento final; Louisa Horton, que debuta, interpreta a la novia enamorada del hermano del fallecido en combate, a quien había estado prometida, y representa un modelo de actriz alejado de la sensualidad exuberante de moda durante tanto tiempo, de una modestia física apegada a lo más parecido a la ordinary people, lo que hace ganar en credibilidad a todo el conjunto; y, finalmente, el hermano de ella, Howard Duff, quien fue pareja de Ava Gardner y marido de Ida Lupino, que tiene una maravillosa escena en el jardín de la familia, cuando la madre es capaz de hacerle recordar que en esa casa fue un niño querido; todo ellos, en conjunto, conforman un reparto idóneo, aunque el poder avasallador de Robinson, componiendo un exitoso ciudadano emprendedor, tiende a eclipsar a cuantos con él comparten plano, pero no es así, y de ello se beneficia el espectador. Lo que podríamos llamar el timing del «misterio» de la trama es absolutamente perfecto. Casi sin darnos cuenta vamos progresando en el verdadero conflicto de la obra, de modo que el final se ofrece como el único final lógico.

         La crítica social es importante; pero nos llega envuelta en un drama familiar que acapara nuestra emoción. Con todo, escenas impactantes, como la entrevista del hijo con el gerente de la empresa condenado a prisión en lugar de quien debería de haber sido condenado adquieren una dimensión de gran cine empapado del mejor clasicismo, sobre todo por la iluminación de la escena y el modo como se recorta, tras la verja que separa al visitante del prisionero, el rostro de quien le va a revelar, mediante un flash-back ilustrativo, la verdad más dolorosa que un hijo ha de oír.

         Total, que ignoro por qué esta película de Reis no ha gozado del crédito del que gozan otras, mucho menores que esta. Absolutamente imprescindible.

 

domingo, 3 de enero de 2021

«El sospechoso», de Robert Siodmak, o una fábula moral sobre el crimen.








Una vuelta de tuerca sobre una historia archisabida, contada desde un nuevo punto de vista y una interpretación antológica de Charles Laughton. 

Título original:  The Suspect

Año: 1944

Duración: 85 min.

País:  Estados Unidos

Dirección: Robert Siodmak

Guion: Bertram Millhauser

Música: Frank Skinner

Fotografía: Paul Ivano (B&W)

Reparto: Charles Laughton, Ella Raines, Henry Daniell, Rosalind Ivan, Stanley Ridges, Dean Harens.

 

         ¡Qué ingente archivo de películas ignoradas puede un aficionado encontrar en esa bendición de YouTube! Verdaderas joyas llega uno a encontrar a poco que tenga paciencia para ir descubriendo títulos de autores cuya solvencia debiera habernos lanzado antes a una investigación minuciosa para localizar unas obras cuya autoría avala la apuesta segura por la calidad de las mismas. Los primeros compases de El sospechoso nos adelantan, argumentalmente, media película, porque la huida de su casa de un joven ya talludito, porque no «aguanta» a su madre, y la inmediata ocupación, por parte del padre, de la habitación del hijo para disfrutar de «habitaciones separadas» contra su insufrible mujer, constituyen un prólogo demasiado orientativo de lo que puede suceder a continuación.

         Y ello es lo que sucede, obviamente. Una hermosa joven entra a pedir empleo en la tienda de tabacos que regenta el protagonista, un Charles Laughton en su cuarentena, rebosante del arte  que, más adelante, derrochará en películas tan extraordinarias como la semidesconocido El déspota, de David Lean o Testigo de cargo, de Wilder, y que ya había derrochado a raudales en Esmeralda, la zíngara, de Dieterle, en la que yo lo conocí y quedé subyugado por su buen hacer para siempre. Si a eso le añadimos el prestigio como mítico director de una película tan extraordinaria como La noche del cazador, tendremos la perspectiva completa para valorar esta versión del asesinato perfecto que solo el propio protagonista es capaz de resolver, ante las sospechas que el accidente mortal de su esposa despierta en Scotland Yard.

         Antes de llegar a la irrupción de la policía en su vida, la película sigue con fantástica capacidad de síntesis el proceso de relaciones entre el protagonista y la joven a la que decide «amparar», cuya compañía busca asiduamente, lo que despierta en él, al sentirse correspondido por ella, algo que, dada la belleza de Ella Raines, solo puede entenderse desde su lamentable y más que precaria situación económica, a pesar de sus obvias limitaciones estéticas, un deseo al que, en un momento dado, decide cortarle las alas, resignado a la desastrosa vida con su mujer, la dueña real del negocio que él dirige. Una vez que la mujer descubre su doble vida y de quién está enamorado, y antes de que ella lo confiese a los cuatro vientos, pata escarnio de él y perjuicio de ella, quien trabaja como modelo en una tienda de modas, él, cegado por el afán de venganza contra un ser tan malévolo, empuña un bastón del paragüero y… la piedad de una elipsis nos lleva al entierro donde padre e hijo, afligidos, reciben las condolencias de los familiares, amigos y vecinos.

         Al final del día de duelo es cuando aparece el agente de Scotland Yard en una doble prefiguración: An inspector calls, de Guy Hamilton y la más tardía La huella, de Mankiewicz. En una escena calculada y teatral, llena de claroscuros, el inspector, guiado por la intuición, representa ante el marido el hipotético asesinato de su esposa, para el que no tiene prueba ninguna, a pesar de su firme convicción de que todo ha sucedido como él imagina. Laughton, a medida que avanza la representación del inspector, va mudando de color y empieza a sudar hasta que, en un gesto de dignidad herida, exige al inspector que deje de inventar asesinatos y le guarde un mínimo de respeto a la dignidad de la fallecida en tan trágico accidente.

         El matrimonio relativamente inmediato de la casta pareja de amantes aviva en el inspector la necesidad de echar un cebo al asesino para que acabe cometiendo algún error. Y ahí es donde emerge la figura de su vecino, un borrachín que le da mala vida a su mujer, violencia física incluida, y a quien convence el inspector para tenderle una trampa al hipotético asesino… Qué sea de esa trama que se inicia con el chantaje por parte del vecino. Nada diré, porque estoy convencido de que cualquier buen aficionado estará deseando verla. Educado en la estética del claroscuro del expresionismo, Siodmak saca un excelente partido de las imágenes en penumbra, como la que cobija los títulos de crédito y las que cierran la película, pero, por el medio, el espectador dispone de unos 80 minutos de impecable buen cine, con una historia contada con tanta delicadeza como implícita brutalidad, aunque, para lo bueno y para lo malo podríamos decir que todo depende del trabajo de Laughton, quien se apodera de los planos casi con su sola presencia. En cuanto toma la iniciativa, el realismo de su intervención rompe las barreras de la ficción y seguimos, de su mano, los vaivenes de una aventura que no por menos sabida no deja de sorprendernos con un final auténticamente inesperado y que proporciona a la película un giro inédito.

         La historia, ambientada a comienzos del siglo XX, 1902 , en un barrio residencial de Londres, se nos cuenta casi como una manifestación propia del carácter inglés que adquieren ciertas costumbres, públicas o privadas, aunque enseguida advertimos que puede extrapolarse a cualquier latitud el conflicto psicológico de los matrimonios fracasados que dan pie a delirantes soluciones últimas que permitan la libertad de alguno de los cónyuges. La obra está llena de deliciosos detalles cotidianos y de escenas, como la confidencia de la coprotagonista a sus compañeras de trabajo o la dramática del enfrentamiento a cara de perro entre los esposos que nos están indicando a las claras que estamos ante una obra de palabras mayores, por tópica que sea la situación y consabido, en parte, el argumento. Dispónganse a celebrar la magia de la actuación de un actor fuera de lo común.