viernes, 27 de mayo de 2022

«¡Vaya par de marinos!», de Hal Walker y «Juntos ante el peligro», de Norman Taurog, al servicio de Martin & Lewis…

 

Título original: Sailor Beware

Año: 1952

Duración: 108 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Hal Walker

Guion: James Allardice, Martin Rackin

Música: Leigh Harline, Joseph J. Lilley

Fotografía: Daniel L. Fapp (B&W)

Reparto: Dean Martin, Jerry Lewis, Corinne Calvet, Marion Marshall, Robert Strauss, Don Wilson, Leif Erickson, Vince Edwards.

 








Título original:  Pardners

Año: 1956

Duración: 90 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Norman Taurog

Guion: Sidney Sheldon, Jerry Davis, Mervin J. Houser

Música: Frank De Vol

Fotografía: Daniel L. Fapp

Reparto: Jerry Lewis, Dean Martin, Lori Nelson, Jeff Morrow, Jackie Loughery, John Baragrey, Agnes Moorehead, Lon Chaney Jr., Lee Van Cleef, Jack Elam.

 

        

Quizás solo para devotos de Jerry Lewis y Dean Martin, pero ambas películas son una gozada, sobre todo ¡Vaya par de marinos!: una fórmula brillante y eficaz que duró 17 películas…

 

La casualidad ha querido que el numero 1000 de las reseñas de este Ojo lo ocupen dos películas del dúo cómico Martin & Lewis, quizás no tan renombrado como El Gordo y el Flaco, Abbott y Costello, Crosby y Hope, Belushi y Aykroyd o Lemmon y Matthau, por poner solo algunos ejemplos de dúos cómicos que han triunfado en el cine, pero con un indudable gancho popular y cuya desaparición alumbró la carrera individual de Jerry Lewis, un genio de la comedia que, sin embargo, fue elevado a la categoría que ocupa en la historia del cine por los críticos franceses de Cahiers du Cinéma, algo parecido a lo que ha sucedido con otro cómico, Woody Allen, que ha triunfado más en Europa que en Usamérica. Yo me confieso devoto de Lewis, a quien he seguido y admirado toda mi vida de aficionado al cine, un cómico que, literalmente, me ha hecho rodar desde la butaca al pasillo en no pocas ocasiones,  quizás por su peculiar humor, aparentemente simple y directo, pero muy elaborado, en realidad. Dos joyas, para resumir su trayectoria: El botones y El profesor chiflado. A partir de ahí, ya saben sus adictos de quién y de qué estamos hablando.

         Para mí está claro que el dúo Martin & Lewis fue una incomparable escuela de aprendizaje para Jerry Lewis y que a lo largo de esas 17 películas que rodaron juntos, el cómico supo asimilar un enorme caudal de recursos cómicos que luego explotaría «por libre» en sus fantásticas comedias, a las que llevaría, sin embargo, no poco del «personaje» patoso, desvalido y necesitado de afecto que creó junto a Dean Martin, el cantante cuyo timbre vocálico aterciopelado sigue siendo tan grato de oír hoy como siempre. En estas dos películas, como en el resto de su «joint venture», no hay duda de que la comicidad gestual, corporal, de Lewis se impone frente al ingenio con que obró después, en solitario, para la construcción de los gags, en los que la verbalidad adquirió una importancia mayor. Lewis es un payaso que domina como nadie la expresividad corporal, y si a ello unimos unas dotes privilegiadas para la contorsión y el baile, el resultado es muy parecido al de un mimo, ¡quizás por ello su debut como director en El botones fue un homenaje a las películas cómicas del cine mudo, algo que los productores fueron incapaces de entender, aunque, ¡y quizás por ello mismo!, El botones sea hoy una de las cimas de la historia del cine cómico. De algún modo, Lewis reconoció esa dimensión corporal de su humor cuando aceptó colaborar en una película extraordinaria de la que, sin embargo, no se suele hablar: Funny Bones, («Los comediantes») de Peter Chelsom, pero mejor me centro en estas dos muestras magníficas del exitoso humor del dúo.

         ¡Vaya par de marinos! es una réplica, pero en la Armada, del primer largo de Martin y Lewis con absoluto protagonismo, ¡Vaya par de soldados!, también de Hal Walker, en el Ejército de Tierra. No recuerdo haber visto la primera, pero dudo que tenga la calidad de esta, porque aquí el guion se ha esmerado en la creación de un personaje que justifica las excentricidades habituales de Lewis: se trata de un hipocondríaco que, además, es alérgico a los productos de belleza de las mujeres, especialmente las barras de labios. El inicio de la película es francamente excepcional, y marca una pauta que, con muy pequeños altibajos, se mantendrá hasta el final de la película. Aunque hay un corto de Laurel y Hardy con el mismo título, las historias son muy diferentes. Aliado, Lewis, en la cola de inscripción con un galán, Martin, que se enrola para huir de sus amantes, iremos viendo que no necesariamente se cumplen los presagios que inevitablemente se forjan los espectadores: Lewis será el receptor de todos los contratiempos, golpes incluidos. Bien puede decirse, en realidad, que casi ocurre lo contrario, porque su accidentada participación en un concurso radiofónico en el que ha de besar, ¡él, besar!, a una participante para ganar el concurso que la llevará unos días de vacaciones a Honolulú, incluye unas escenas trepidantes que recuerdan, parcialmente, las películas mudas de  Buster Keaton. El viaje a Honolulú, adonde se dirige el submarino en que Lewis protagoniza golpes memorables, da pie, ¡y cómo no!, al número folclórico inevitable, entre otras cosas, en el que participa Lewis para huir de quienes quieren evitar que bese a la cantante de un club para hacerles ganar a sus compañeros de promoción una suculenta apuesta contra su sargento. Sin ser propiamente películas musicales, la fórmula del dúo incluía, forzosamente,  algunas canciones que, casi siempre, eran saboteadas por la presencia de Lewis, con la consiguiente comicidad, un recurso  que explotaron en clubes, hoteles y casinos durante no pocos años con magníficos resultados, de ahí su paso al cine, donde lograron una gran popularidad, hasta que las desavenencias y la necesidad de tener el control de sus propias películas por parte de Lewis condujo a la desaparición del dúo de las carteleras. Que la vida militar haya dado pie a tantas películas y de todos los géneros en Usamérica se debe a que allí la institución en modo alguno es ajena a la dimensión popular y democrática de todo el país, y en ¡Vaya par de marinos!  se aprecia muy singularmente. Son bastantes las escenas de excelente humor que hay en la película, pero estoy seguro de que los devotos de la pareja convendrán conmigo en que la del preludio del combate de boxeo es desternillante.

         Pardners, slang para «partners», que nosotros traduciríamos por «colegas» y en Méjico por «cuates», lo han transformado los tituladores españoles en una suerte de parodia de Solo ante el peligro, de Fred Zinnemann, estrenada cuatro años antes. Con un arranque genial, en el que dos amigos caen abatidos en un tiroteo contra los bandidos que asuelan los ranchos del territorio, poco después de que la mujer de uno de ellos decida volver a Nueva York, pasamos del salvaje Far West al civilizado Near East donde la mujer ha logrado forjar una fortuna y criar un hijo, Lewis, que, a pesar de la madre, es un enamorado del recuerdo de su padre y de todo lo relacionado con aquel Far West legendario. Cuando una prima se presenta en la casa, pidiendo ayuda económica a la madre para comprar un semental para su rancho, se inicia una aventura en la que el enamorado cowboy se gastará su pequeña fortuna personal en ayudar a su prima, quien está enamorada del hijo del que fuera pardner de su padre y que, al principio, porque le estropea un rodeo en el que participa para lograr el dinero para comprar el semental, no quiere saber nada de él. Estamos, pues, ante una idealización que va a chocar contra el duro muro de la realidad apenas llegue la pareja a su destino, en el que, ¡estaba escrito!, ambos han de enfrentarse a los mismos peligros que se enfrentaron sus padres, aunque de un modo ciertamente diferente, porque, en el transcurso de esos enfrentamientos, el novato incluso acabará siendo nombrado sheriff, lo que da pie a escenas cómicas de Saloon muy logradas.

La película fue dirigida por Norman Taurog, un habitual de las películas del dúo, antes de dedicarse a filmar las de Elvis Presley, del mismo modo que en sus inicios en el cine mudo dirigió la serie de Larry Semon, a quien en España se bautizó como «Jaimito», del mismo modo que a Buster Keaton se le conoció como «Pamplinas». Dado el olvido general que parece haber caído sobre Larry Semon, quizá un mes de estos me dedique a revisar su obra para acercarlo a los públicos actuales, los cuales no andan lejos, imagino, por puro aburrimiento de los efectos especiales, de volver al slapstick con el que tuve, de joven, tantísimas tardes de diversión. Norman Taurog es un artesano excepcional, con un recorrido dilatadísimo en el que podemos encontrar auténticas maravillas. Esta misma, más allá de las necesidades de someterse al lucimiento de la pareja, tiene una realización esmeradísima, con una puesta en escena magnífica, tanto en la parte de Nueva York como en el trayecto hasta el rancho y, por supuesto, en el pueblo donde vive la prima, defendiendo su rancho contra los especuladores y bandidos que quieren apoderarse de sus terrenos. Los números musicales, como el que da título a la película, representado por el dúo con una gracia especial, tienen, en esta película auténtica proyección de musical, esto es, no son la «cuota» de Martin, sino que están perfectamente incardinados en el desarrollo de la trama.

Queda claro que, con  la mentalidad mitificadora del protagonista, Lewis, la película sigue la senda de los tópicos propios del oeste, vistos desde la perspectiva cómica, lo cual es algo así como un acuerdo tácito con los espectadores: habéis vistos cientos de westerns en vuestra vida, ¿no?; bien, pues a todos ellos os va a recordar, desde el humor, esta película. Se trata, del mismo modo que se ponía en solfa el género bélico en ¡Vaya par de marinos!, de acumular situaciones mil veces vista para provocar la risa e incluso, los más devotos, la carcajada. Mi Conjunta, por ejemplo, no soporta las payasadas de Lewis; yo, por mi parte, no soporto las de Louis de Funès, y así, cada cual, simpatiza con unos u otros cómicos sin que haya un rígido canon del humor que nos impela a reírnos con unos y no con otros. A algunos espectadores les deja frío Buster Keaton y otros no le acaban nunca de ver la gracia a Harold Lloyd, ¡y no digamos de esa otra pareja supuestamente cómica, que ni me atreví a enumerar entre las destacadas, Hill y Spencer! Con todo, y más allá de la aversión a unos u otros cómicos, está la construcción y ejecución de los gags, y ahí sí que puede opinarse más allá del «gusto» subjetivo. Pues bien, Pardners está llenita de gags elaborados milimétricamente, al viejo estilo del padre del cine cómico, Charles Chaplin, y eso es, por sí solo, garantía de que los espectadores pueden pasar una divertida tarde con estas dos películas en magnifica sesión doble.

«La decisión de Alice», de Josephine Mackerras o la saludable incorrección política.

 


El maltrato machista, la prostitución y el secuestro de menores puestos en su contexto: una película densamente política o cada caso es cada caso…

 

Título original: Alice

Año: 2019

Duración: 103 min.

País: Francia

Dirección: Josephine Mackerras

Guion: Josephine Mackerras

Música: Alexander Levy

Fotografía: Mickael Delahaie

Reparto: Emilie Piponnier, David Coburn, Etienne Guillou-Kervern, Chloé Boreham, Martin Swabey, Juliette Tresanini, Christophe Favre, Rébecca Finet, Philippe de Monts.

 

         Como sucede con tantísimo cine europeo, tampoco esta película ha llegado a las pantallas y solo puede verse a través de internet o las plataformas de cine, como Filmin. Ello explica, sin duda, la ausencia de críticas habituales y las pocas que ha recibido, todas negativas, salvo una, en FilmAffinity. La seleccioné para acompañarme durante el entrenamiento en la cinta rodante y he de confesar que me ha parecido una película valiente, convincente y, sobre todo, necesaria, en este debate absurdamente moralista, que nos traído el insufrible primer gobierno de coalición de nuestra democracia, sobre el feminismo tan erróneamente entendido, al decir de las propias mujeres que lo viven desde posiciones, a menudo, antagónicas.

         El debut cinematográfico de la directora australiana Josephine Mackerras no puede ser, desde luego, más oportuno, al menos en España, donde este tipo de debates okupan (sic) el presente con una voluntad de polarización agresiva de la que nada bueno puede esperarse, porque la complejidad de ciertos asuntos no admite la simplicidad del agitprop como única respuesta. Mackerras ha optado, para su primera película, por un tema que va más allá de la polémica y se adentra, con paso firme, decidido, y acaso un pelín idealizador, todo hay que decirlo, en el mundo de las escorts de lujo, en el que la protagonista aterriza siguiendo la huella de un marido infiel que la ha dejado sin un euro y con una amenaza de desahucio sobre la casa donde vive con su hijo, comprada a partir del dinero heredado de su padre. Una vez confirmado, de un modo dramático que excede cualquier medida, y no es difícil imaginarse en el lugar de la protagonista que ha de vivir semejante pesadilla devastadora, la traición y el expolio total llevado a cabo por el marido, un literato fracasado, la protagonista acaba descubriendo las altas remuneraciones de la prostitución de lujo. De repente, en parte alentada por una escort con la que entra en contacto, lo ve como la única solución a la que puede recurrir para salir del terrible callejón sin salida en que la ha dejado el marido e ir pagando, poco a poco, os recibos del préstamos para impedir la ejecución del desahucio.

         El principal obstáculo para el desempeño de su labor, que no tiene ni días ni horas fijos, es la custodia de su hijo y las labores propias que exige una criatura pequeña: atenderlo, llevarlo a la escuela, pasar tiempo con él, etc. Ha de decirse que la madre de la protagonista se quita a la hija de encima cuando esta le propone irse con su hijo a la casa familiar, como única solución frente a la tragedia emocional y económica -¡sobre todo la segunda!- en que la ha dejado su marido. La madre insinúa, además, que si su marido se ha gastado un dineral en escorts algo tendría su hija que ver, que a lo mejor buscaba el marido fuera lo que no tenía dentro… Es decir, el súmum de la mentalidad tradicional sumisa. Una secuencia nos revela que los amigos tampoco están por la labor de ser molestados a horas extemporáneas, por ejemplo. Con ese panorama, está claro que el primum vivere se impone a cualquier otra consideración. A partir de asumir el reto, se inicia, entonces, una descripción pormenorizada de un trabajo que no por ser una versión de lujo de la prostitución popular deja de tener sus riesgos, ni su lado desagradable ni, por supuesto, el temor a encontrarse con algún psicópata. Conocemos el «sector», además, a través de la iniciación de quien no tiene ninguna experiencia al respecto y la va ganando a medida que va teniendo sus clientes. La amistad con la escort veterana que le descubrió las ventajas del oficio se consolida como un asidero vital imprescindible para la mujer, aunque…

         En esas que se presenta el marido, compungido, lloroso y muy, muy, muy pero que muy arrepentido… A pesar del tema escabroso de la película, no deja de ser un rasgo de humor que ella se aproveche de él como canguro para quedarse con su hijo mientras ha de atender a sus clientes. Lo previsible, sin embargo, acaba sucediendo: él descubre a qué se dedica y, desde ese momento, vuelve, mediante la amenaza de quedarse con la patria potestad del hijo a adquirir, de nuevo, poder sobre ella. Y todos sabemos lo que es, para una madre, ser privada de un hijo al que adora. La película discurre entonces por unos caminos de reflexión social sobre los comportamientos de hombres y mujeres que, llevados ante un tribunal, tienen un peso muy desigual. No ocurre así para los espectadores, quienes no dejamos de pensar, en cada momento de la nueva evolución de los acontecimientos, en el calvario por el que ha pasado la mujer desde que se vio en la calle, como coloquialmente se dice, «sin oficio ni beneficio», aunque ella trabaje en una oficina que no le reportan los ingresos que necesita para paralizar la expropiación de su casa.

         El regreso del marido añade, pues, una dimensión social a la película que ya antes estaba presente, sobre todo en las conversaciones de las dos escorts, a quienes une su desafío a la moral tradicional, sobre todo de sus propias familias, que las anatematizan y excluyen de su círculo. Está claro que, a pesar del realismo básico desde el que se construye la película, esta no siempre acierta a conseguir la verosimilitud necesaria, porque hay un sesgo de idealización, yo diría que inconsciente, que se decanta por la protagonista, y en ello el desenlace, aunque emocionalmente impecable, tiene no poco que ver.

         Insisto, dado el agitprop pseudofeminista que nos gobierna, esta película es una apuesta arriesgada por la incorrección política, pero una apuesta segura por el partido que toma la directora respecto de un caso concreto, puesto que coincide con la de, al menos, este espectador: cada caso es cada caso, y, poéticamente, incluso el desenlace «al margen de la ley» lo vemos como algo absolutamente aceptable y defendible.

         El debate está servido.

         Las interpretaciones, además, le confieren una intensidad realista a la historia que sobrecoge, enfurece y enciende el ánimo de los espectadores, agradecidos por que la realidad no se ajuste a la cuadrícula de algunas paraideologías dominantes.

 

jueves, 26 de mayo de 2022

«Solo los ángeles tienen alas», de Howard Hawks o el clasicismo.

 

La amistad, el amor y la aventura en un clásico eterno. 

Título original: Only Angels Have Wings

Año: 1939

Duración: 121 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Howard Hawks

Guion: Jules Furthman

Música: Dimitri Tiomkin

Fotografía: Joseph Walker (B&W)

 Reparto: Cary Grant, Jean Arthur, Rita Hayworth, Thomas Mitchell, Richard Barthelmess, Victor Kilian, Allyn Joslyn, Sig Ruman, Noah Beery Jr., John Carroll, Pat Flaherty, Pedro Regas, Don 'Red' Barry, Lucio Villegas, Pat West, Cecilia Callejo.

 

         Si la mejor definición de clásico es la que nos advierte de que la obra en cuestión puede ser admirada innumerables veces, qué duda cabe de que a esta película le viene como anillo al dedo, porque el tiempo solo pasa por ella para potenciarla cada vez más, a pesar de que, contemplada desde los ojos del feminismo matón o la cancelación inquisitorial, solo las llamas de la pira deberían acogerla.

         Fueron muchas las películas de «aventuras» que se rodaron para satisfacer el gusto por lo exótico de unos espectadores ávidos de paisajes y penalidades, de amores contrariados, de amistades legendarias y de heroicidades sin mayor recompensa que el deber cumplido: de todo ello algo hay en esta película en la que unos pilotos, en auténticos «viejos cacharros», sirven de correo aéreo en un país sudamericano en el que la meteorología ultracambiante se convierte en un personaje más de la trama. Añadamos a ello la moza sin rumbo que hace escala en su travesía hacia no sabe dónde, una brillante Jean Arthur que saca a su innata comicidad un partido que conjuga a la perfección con la necesidad casi dramática de amar y de ser amada, algo que cree encontrar en el encargado del servicio aéreo, un Cary Grant con casi veinte películas a sus espaldas y en el apogeo de sus nunca marchitados encantos, con idéntica comicidad que la Arthur y un repertorio dramático de primera magnitud en su papel de jefe de un escuadrón de pilotos en el que hay sus más y sus menos, y, por supuesto, la actuación estelar, ¡una más!, del inmenso secundario que fue Thomas Mitchell, un lujo de la pantalla.

         Entretenido en destacar esos méritos interpretativos, voluntariamente he dejado en un segundo plano la aparición de Rita Hayworth, lejos aún de su futuro papel deslumbrante en Gilda, de Charles Vidor, no ya porque no tuviera el magnetismo que la hizo célebre, sino porque en el papel de examante de Grant, ahora casada con un piloto que causó la muerte del segundo de Grant, Thomas Mitchell, el guion opta por destacar otros conflictos que el de la imposible conquista del indómito Grant, casado con un oficio incompatible con los temores de sus amantes, una línea argumental que recorrerá Jean Arthur con tanta delicadeza como estupendo sentido del humor, lo que engrandece la película, a pesar del poco espesor de su personaje, el único que se aparta de las fuertes personalidades que entran en conflicto en la historia.

         Está claro que, en 1939, los efectos especiales aún no habían alcanzado la magnífica cota actual —de hecho, hay ya películas, por lo general aburridísimas, en las que esos efectos especiales son más importantes que la historia o los intérpretes…—, pero hay algo de «magia» en ellos, capaz de seguir impresionándonos como cuando vimos estas películas por primera vez, y como debieron impresionar en las fechas de sus estrenos. Detrás está, y eso es lo importante, la lucha heroica del hombre y la máquina frente a «los elementos», en un ambiente tropical, además, que confiere a la película el más genuino sabor de aventura que puede imaginarse. No voy a negar, porque sería absurdo, el sesgo «colonial» de este tipo de películas, en las que los extranjeros son los únicos capaces de sacar adelante un negocio arriesgado como el del correo aéreo por rutas entre montañas por sobre cuyas cimas ni siquiera los viejos aviones de que disponen los pilotos pueden volar, salvo en una ocasión en la que lo hacen a título de prueba y con enorme riesgo para los tripulantes.

         La densidad de las emociones en juego, ciertos valores varoniles y la habilidad del guion para ir pasando de unas situaciones a otras, confieren a la película un ritmo narrativo muy peculiar. Casi podríamos decir que estamos ante una película de acción, en la que un disparo accidental tiene un valor determinante, porque cambia, súbitamente, el discurrir de la acción, dejando de lado las expectativas creadas y poniendo en primer plano toda la majestuosidad del azar aliado con el valor y no poca intrepidez, pero eso es mejor que lo vean quienes aún tienen la suerte de no haber visto esta excelente película, una exhibición cinematográfica en las antípodas de las cansinas películas de superhéroes que estragan el gusto en las salas de medio mundo, si no en todo él. A esa vertiente ha de añadirse, por supuesto, la atmósfera casi «agobiante» que se respira en el hotel y bar donde transcurre la mayor parte de la acción, en un clima lluvioso y de asfixiante e incómoda humedad, que acerca a los personajes de tal manera que se respira el contacto físico entre ellos, lo que implica, por supuesto, que todo se viva con una intensidad extraordinaria: el desamor, la esperanza en el futuro, la incertidumbre, la pasión y, por descontado, la profesión y los asuntos pendientes.

         Por poner un ejemplo cercano y distante al tiempo, disfrutarán con esta película los que lo hicieron con El salario del miedo, de H-G Clouzot, de quien no hace mucho critiqué en este Ojo su estupenda En legítima defensa.

 

miércoles, 25 de mayo de 2022

«Swallow», de Carlo Mirabella-Davis y «La aspirante», de Lauren Hadaway, nuevas miradas.


Título original: Swallow

Año: 2019

Duración: 94 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Carlo Mirabella-Davis

Guion: Carlo Mirabella-Davis

Música: Nathan Halpern

Fotografía: Katelin Arizmendi

Reparto: Haley Bennett, Austin Stowell, Denis O'Hare, Elizabeth Marvel, David Rasche, Lauren Vélez, Zabryna Guevara, Laith Nakli, Babak Tafti, Nicole Kang, Olivia Perez, Kristi Kirk, Alyssa Bresnahan, Maya Days, Elise Santora, Myra Lucretia Taylor.

 






Título original:  The Novice

Año: 2021

Duración: 94 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Lauren Hadaway

Guion: Lauren Hadaway

Música: Alex Weston

Fotografía: Todd Martin

Reparto: Isabelle Fuhrman, Jeni Ross, Amy Forsyth, Kate Drummond, Jonathan Cherry, Nikki Duval, Charlotte Ubben, Robert Ifedi, Dilone, Eve Kanyo, Al Bernstein, David Guthrie, Sage Irvine, Chantelle Bishop.

 

   En los límites de lo patológico, conductas llevadas al extremo: dos miradas sombrías a la perturbación íntima.


   He aquí dos muestras de cine muy reciente y, sin embargo, bastante antiguo, en cierta manera, porque me temo que los espectadores estamos algo más que cansados del protagonismo de los casos de trastornos psicológicos, construidos para el lucimiento de actores y actrices que dan el do de pecho para convencernos del extremo sufrimiento que han de afrontar en sus vidas y cómo el espíritu de superación o la complacencia en la derrota nos hacen padecer durante la hora y media correspondiente -si son bondadosos los directores, claro-, antes de relajarnos en la butaca, tragar saliva y volver a nuestras apagadas vidas «de andar por casa», absolutamente insignificantes sin esos grandes traumas que parecen dar sentido a las historias que se nos cuentan,

         Lo primero que se ha de mencionar es que la calidad técnica de las películas, por lo que hace a los encuadres, a la puesta en escena y al uso del color, tiene un nivel altísimo, y ambos directores consiguen planos verdaderamente fabulosos, especialmente en el caso de Swallow, y ello porque la historia se recrea en el caso de una mujer-florero concebida como descanso del guerrero y como reproductora de la saga familiar que ha de continuar la obra de los abuelos y del padre. En ese espacio privilegiado de una casa aislada en la naturaleza, en la que se consiguen planos tan espectaculares como el de la fusión de la terraza con el entorno, en el que la protagonista aparece como suspendida, levitando, idealizada…, se suceden encuadres magníficos y bellísimos que contrastarán con la insatisfacción de la mujer, a quien los padres de él  —¡el gran partido!— ignoran por completo y humillan con desprecio. Todo ello, poco a poco,  irá llevando a la insatisfecha ama de casa, quien se esmera en la cocina para sorprender a su marido, a caer en un vicio que, iniciado como súbita tentación: tragarse objetos que, una vez recorrido el viaje orgánico, serán rescatados de las heces para ser coleccionados. Como cualquier adicción, también en esta se va subiendo por la escalera de los grados, no solo en volumen, sino también en peligrosidad, lo que amenaza seriamente la vida de la protagonista. ¿Cómo puede complicarse argumentalmente esa adicción para seguir manteniendo la atención de los espectadores? En efecto. Ella queda embarazada y, a partir de ese momento, padeceremos ya doblemente. En cuanto el «heredero» entra en juego, el hijo y los suegros urden los planes correspondientes para asegurarse de que el embarazo llegará a buen puerto, independientemente de lo que haya de ser, después, de la gestante, a quien solo le espera el destino del portazo en las narices y alá te pudras en el infierno, o algo así.

         El secuestro de la nuera, con personal especializado, y la compasión de ese personaje jugará un papel destacado en la película, no evita, está claro, que la protagonista continúe ingiriendo objetos y poniéndose en doble riesgo, aunque ahora ya plenamente deliberado, porque los espectadores estamos convencidos de que esa mujer necesita abortar para poder liberarse del marido y de los suegros. Y, aparentemente, por ese camino debería discurrir la historia, pero no diré yo nada al respecto de cómo evoluciona, porque forma parte del secreto del sumario y quienes quieran pasar por el extraño placer de contemplar una suerte de disección, no solo de la hipocresía de la familia en la que tiene la desgracia de haber caído tras una boda supuestamente liberadora, porque ella no era sino una modesta empleada que logró cautivar al hombre de negocios que, desde entonces, la trató como a una reina, hasta que se inició en la adicción de tragarse cosas, sino de una psicología perturbada cuyo trauma fundacional no se conocerá hasta el desenlace.

         En la teoría gestáltica se habla de las «introyecciones» para referirse a todos esos elementos de la realidad que hacemos nuestros, sin asimilarlos, «tragándonoslos» enteritos y sin masticar, lo que nos provoca un potente malestar del que hemos de acabar liberándonos. Algo parecido le sucede a la protagonista: toda su vida vacía y decorativa no deja de ser como cualesquiera objetos que traga compulsivamente sin saber por qué, hasta que, al final, logra esclarecer el origen de su insatisfacción, más allá de su vida adulta, porque hay un buen número de trastornos que, siguiendo a Freud, se forman en nuestra temprana infancia. La interpretación de la protagonista es impecable y contribuye a optar por mantenernos «atentos a la pantalla», como aquel cartelito que en los inicios de la televisión nos invitaba a seguir atentos cuando se producían cortes de suministro. No voy a negar que la película tiene muchos atractivos, y que contribuye mucho a hacerla digerible la interpretación y el partido que el director le saca a la puesta en escena.

         La aspirante —si hubiera tenido que pasar la censura del Ministerio de Igualdad, ¡todo se andará!, la hubiesen titulado La aspiranta…— es una obra autobiográfica, porque la directora se inspira en su propio recorrido biográfico para contarnos esta historia obsesiva de superación a través de un personaje dominado neuróticamente por el afán de perfección, la envidia, los celos y una absoluta capacidad de sufrimiento que raya en el masoquismo. La directora formó parte del equipo de rodaje de Whiplash, de Damien Chazelle, y a fe que tomó buena nota de esa historia para, ahora, dirigir la suya, porque hay algo de esa mentalidad obsesiva y enfermiza por la superación en ambas historias. Mientras que en la de Chazelle todo giraba alrededor de la música, en esta la directora ha escogido un submundo universitario, el del remo, un deporte durísimo, de equipo y alejado de los focos del estrellato del que están más cerca otros como el fútbol americano o el baloncesto, en esas universidades.

         Hay dos planos en la película que se complementan extraordinariamente: por un lado, la dureza del deporte y la exigencia que raya en algo más que el sacrificio personal para estar a la altura de la competición y de la competitividad por ocupar un puesto en la tripulación; por otro lado, el retrato de la compleja, de la ardua psicología de la protagonista, diríase que nacida para el enfrentamiento, el sufrimiento y para la competición en cualquier ámbito de la vida, sea el deportivo, sea el académico, porque el talante obsesivo se extiende a todas sus actividades. Con todo, el espectador acaba recibiendo dos dosis de «lo mismo», y, a fuer de sincero, debo decir que el exceso acaba pasándole factura a la historia, independientemente, ya digo, de las tomas, sobre todo las aéreas, de la navegación de las embarcaciones o de la dureza de los entrenamientos. Una historia de amor lésbico con una de las profesoras, aunque en ningún momento se dé a entender que se transgrede ningún código ético, sirve de contrapeso a esa obsesión de la remera, quien no piensa más que en el objetivo para el que trabaja de un modo que va más allá de lo racional, sin duda.

         Habiendo practicado durante un tiempo en mi juventud el piragüismo, estoy dispuesto a reconocer la belleza intrínseca de un deporte que exige tanta fuerza como destreza, pero la película se centra excesivamente en la protagonista, quien, trasunto de la directora, acapara de una manera excesiva el metraje, sin contrapeso alguno que permita distanciarnos algo del enfermizo talante obsesivo de la aspirante. El desagrado que provoca en quien ve la película es inevitable. Poco margen hay para que podamos simpatizar con ella, ¡y menos aún empatizar!, dada esa tensión neurótica que la domina. Por decirlo short and sweet: el problema es que ni ella se soporta a sí misma, y por ahí es por donde cojea la historia hasta el punto, incluso, de aburrir. Se tensa demasiado la cuerda y todos sabemos lo ingrato que resulta meterse en la piel de alguien profundamente alterado por un trastorno obsesivo compulsivo que no te deja ni respirar…

domingo, 15 de mayo de 2022

«Los canallas duermen en paz», de Akira Kurosawa o el canon.

 

Un intenso thriller sobre la corrupción y la venganza en el Japón postbélico.

 

Título original: Warui yatsu hodo yoku nemuru (The Bad Sleep Well)

Año: 1960

Duración: 150 min.

País:  Japón

Dirección: Akira Kurosawa

Guion: Akira Kurosawa, Ryuzo Kikushima, Hideo Oguni, Shinobu Hashimoto, Eijiro Hisaito

Música: Masaru Satô

Fotografía: Yuzuru Aizawa

Reparto: Toshirô Mifune, Takeshi Katô, Masayuki Mori, Takashi Shimura, Kô Nishimura, Kamatari Fujiwara, Gen Shimizu, Kyôko Kagawa, Tatsuya Mihashi, Chishu Ryu.

 

         ¡Qué gozada, descubrir una película tan impresionante como este thriller perfecto de Kurosawa! Es bueno, para el aficionado al cine, saber que, de los grandes maestros, ¡y Kurosawa es uno de ellos, sin discusión posible!, siempre puede hallar alguna película medio olvidada, o de las que se consideran «menores», que lo deslumbre. Ese ha sido el caso. Estoy tan conmovido por la obra maestra que acabo de ver que ni siquiera acierto a organizar una crítica que permita transmitir a los lectores el carrusel de emociones de todo tipo que me ha acompañado durante las dos horas y medias que, he de confesarlo, se pasan en un suspiro. Y ese estado alterado no me deja discriminar si debo fiar mi atención en la fotografía en blanco y negro, con una textura casi tangible, en la música, un prodigio de creación de atmósferas, en las interpretaciones, al margen de la magnífica de Mifune, con un elenco de secundarios que le dan vida incluso a la muerte o los poderosos encuadres que ha escogido Kurosawa para sus planos, especialmente, al margen de la maestría inicial de la celebración nupcial, cuando aún nos movemos entre personajes de los que no sabemos nada de nada, de aquellos tomados en las ruinas de una fábrica que enlazan el presente de corrupción con la heroica participación de dos de los personajes en el conflicto bélico que, paradoja de paradojas, añoran desde el conocimiento de la corrupción generalizada que ha sustituido el antiguo modo de vida, cuando era impensable la occidentalización del país, tal y como efectivamente se produjo tras perder la guerra. No hay plano, en esa fábrica destrozada y abandonada, que no merezca ser estudiado por quienes quieran dedicarse al oficio de narrar mediante imágenes.

         Aunque la película se anuncia como una libérrima versión del Hamlet chespiriano, lo cierto es que la compleja historia familiar del protagonista, un hijo de aquellos que tan desacertadamente se llamaban hace mucho tiempo «naturales», se acerca más al western y a la todopoderosa y adrenalínica venganza como motor de la acción. Ese hijo, fruto del adulterio del padre —el padre a quien el hijo llama «tío»—, se suicida un día tirándose desde el séptimo piso de las oficinas de una empresa implicada en una red de corrupción de la que se lucran desde el presidente de la corporación hasta los de las filiales, pasando por cargos intermedios que también tienen su «pellizco». El hijo urde un plan, entonces, que pasa por llegar a secretario del presidente y, tras enamorar a su hija, tullida de un pie por un accidente del que fue responsable su hermano, entrar en la familia y acorralar a quien fue el último responsable de la muerte de un padre de quien, por otro lado, guarda un recuerdo ambivalente.

         El fastuoso comienzo de la película, con la celebración de una boda en la que el brindis del cuñado es una amenaza de muerte al novio si hace infeliz a la hermana tullida, y en la que irrumpe la policía para llevarse un sospechoso al que interrogarán, es lo suficientemente impactante como para que, desde ese momento, no deseemos otra cosa que saber qué se está tramando y quién ha urdido un plan que pretende sacara la luz a los responsables de la corrupción. La aparición de un doble pastel de boda, el típico de varios pisos que parten los novios, y otro que reproduce el edificio desde el que se suicidó el padre con una rosa en la ventana desde la que saltó. Si añadimos, además, que los periodistas siguen desde una sala vecina todo lo que ocurre en el comedor, con planos en los que da toda la impresión de que estos asistan a un espectáculo teatral, podemos inferir, creo yo que con cierto fundamento, cómo fue forjándose en la «visión» de Buñuel El ángel exterminador, dos años posterior a esta crónica de las miserias humanas de la alta burguesía japonesa. De hecho, es a través de los comentarios de los periodistas que vamos conociendo a los personajes de la trama que en seguida ocuparán el ligar preeminente en la narración.

El rescate, por parte del vengador «enmascarado», de un empleado al que la dirección de la empresa, para cortar el hilo de la investigación policial, le sugiere que se suicide, permite avanzar la trama y generar un desconcierto absoluto, vía apariciones fantasmagóricas, que permiten al urdidor ir cobrándose presas. Las imágenes en la cumbre de un volcán al interior del cual el empleado ha decidido lanzarse, con la súbita y casi mágica aparición de su interesado salvador para impedirlo, constituyen una auténtica exploración del dramatismo patético de un ser humano que se debate entre el miedo a la muerte y el cumplimiento de una orden perentoria de la superioridad, con todo el peso que la devoción hacia una firma comercial comporta en el Japón, casi incomprensible desde el punto de vista occidental. Ese testigo de las corruptelas, capaz de incriminar a sus jefes, asiste a su propio entierro, una vez que se han encontrado sus enseres junto a la cumbre del volcán y se da por hecho su suicidio.

La trama está perfectamente trabada, y en ella la historia del matrimonio del vengador con la hija del empresario adquiere, de repente, un valor de altísimo melodrama, cuando, en el sórdido y degradado espacio de las ruinas bélicas, y con un murete alargado entre ambos, los dos esposos acaban fundiéndose en su primer beso matrimonial, después de que el vengador se haya desentendido emocionalmente de ella. Un perfecto movimiento sincrónico de ambos que acaban sentados y ocupando el lado contrario al suyo para derribar la frontera que el marido había levantado hasta que, por conversaciones a las que ya asistirá el espectador, ele protagonista descubre que está profundamente enamorado de con quien se ha casado por otros motivos.

La prudencia me impide seguir desarrollando la historia, so pena de arruinarle sorpresas de poderoso calibre a los futuros espectadores, pero la poderosa intensidad de las tragedias chespirianas se dan cita en esta historia de familias destrozadas, de difíciles amores y de adicción a la venganza.  Sí me gustaría destacar, porque cuando la historia es tan poderosa cuesta algo fijarse en los detalles, la calidad insuperable de un blanco y negro que, sobre todo en la puesta en escena de la fábrica en ruinas, consigue momentos que, a mí particularmente, me ha recordado Alemania, año cero, de Rossellini, y que Kurosawa debió de ver con insólita atención y tan deslumbrado por la genialidad del italiano como ahora he descubierto yo esta película del japonés.

Recomendaría encarecidamente que quienes se sientan compelidos por esta crítica para ver la película, lo hagan en la versión original con subtítulos, no solo por amor filológico a las lenguas, que también, sino porque en la interpretación de los actores es fundamental la voz para vehicular las múltiples pasiones que se dan cita en esta película que va de lo íntimo y familiar a lo éxtimo y social con una facilidad asombrosa para crear un pathos que nos atrapa poderosamente. Ignoro qué lugar le reservan los críticos profesionales a esta joya del thriller familiar y político, pero, en la línea de la extraordinaria El perro rabioso, a mí me parece que ha de ocupar un lugar de privilegio. La perfección formal de todos sus ingredientes: luz, música, fotografía, interpretaciones, historia, puesta en escena, etc. es tan total que cuesta entender que no sea esta una de las películas de Kurosawa que más se recomienda ver.

¡Véanla, no lo duden,  me lo agradecerán!

sábado, 14 de mayo de 2022

«Vidas distantes», de Andrei Konchalovsky o el gótico contemporáneo.

 

Choque de culturas sin salir de Usamérica: Nueva York y los humedales de Louisiana

Título original: Shy People

Año: 1987

Duración: 118 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Andrei Konchalovsky

Guion: Andrei Konchalovsky, Marjorie David, Gérard Brach. Historia: Andrei Konchalovsky

Música: Tangerine Dream

Fotografía: Chris Menges

Reparto: Jill Clayburgh, Barbara Hershey, Martha Plimpton, Merritt Butrick, John Philbin, Don Swayze, Pruitt Taylor Vince, Mare Winningham.

 

         En los humedales de Louisiana que forma el Mississippi antes de su desembocadura, lugar que fuera hogar de los cajunes, los colonos franceses que hubieron de refugiarse en ellos cuando el territorio pasó de ser dominio francés a ser dominio británico, transcurre esta historia dramática en la que se ventila un choque entre formas de vida tan alejadas como la sofisticada de una periodista de la revista Cosmopolitan y una familia que vive en los humedales como esas sectas religiosas que reniegan de los avances tecnológicos y no disponen ni de gas ni de electricidad, aunque sí de una pequeña embarcación a motor que los conecta con el mundo,  un mundo que, sin embargo, no frecuentan.

         La periodista sabe que desciende de una familia que vivía en esos humedales y que aún tiene una prima a la que no conoce que sigue viviendo en ellos. Tiene una hija adolescente que, por rebeldía antimaterna, entre otras cosas, está saliendo con quien había sido amante de la madre y la ha introducido en el consumo de drogas. La hija ha de resignarse a acompañar a su madre en ese viaje a medio camino, aún no lo sabe bien, entre el «turismo», el «viaje aventurero» o la «antropología». Ese es el descubrimiento que, al mismo tiempo que las protagonistas neoyorquinas, haremos los espectadores a medida que avance la película. El primer aviso de que nos internamos en «territorio salvaje» es la reticencia de un policía a acompañarlas hasta la casa misma donde vive la prima, en medio de los humedales, una geografía tan atractiva como escalofriante y propensa a la creación de leyendas que tienen que ver con los vivos y con los muertos, cuyos espíritus diríase que navegan por esas aguas, confundidos con los troncos desmochados que emergen de las aguas cenagosas.

         Llegados a este punto, ¡cómo no acordarse ipso facto de Aguas pantanosas, de Jean Renoir!, donde Dana Andrews interpretó su primer papel de protagonista! Esta se rodó en Georgia, pero se ve que todos los humedales son iguales, a efectos dramáticos, porque, como sucede en esta historia, son escenarios propensos a dramas muy primitivos, estrechamente ligados con la supervivencia, pero que exigen, al mismo tiempo, de sus moradores, una suerte de sumisión a esa dura ley. A diferencia de Los cuatro hijos de Katie Elder, de Henry Hathaway, aquí es la madre de cuatro hijos quien ha construido un semirrégimen de terror que esclaviza a sus hijos para permanecer a su lado en condiciones de vida muy precarias y, por supuesto, sin más formación que la nula brindada por la madre, un carácter forjado en la adversidad que echa de menos permanentemente la figura del padre, perseguido por la Justicia, y a quien odia con inusitado resentimiento, porque, a su juicio —y saber si lo tiene o no, «juicio», es uno de los alicientes de la historia— la abandonó a ella y a sus cuatro hijos a su «suerte». Los dos modelos de matriarcas, el permisivo de la exitosa periodista neoyorquina y el «inmisericorde» de la mujer autoritaria  del humedal, chocan y asistiremos, como no podía ser de otra manera, a la sutil comprensión recíproca entre ambas mujeres.

         La historia progresa, así pues, en el sentido de ir descubriendo, sobre todo, la tremebunda historia de la mujer del humedal y de sus cuatro hijos, dos viven libremente, uno con innegable retraso mental, el otro, violento padre futuro de una criatura cuya madre, simple como la formulación química del agua, vive con ellos, aunque todo su empeño sea «volver» a la civilización, si bien lo que hace la suegra es comprarle una televisión «de pilas» que la joven usa para ver la televisión basura —telepredicadores, concurso, etc.— que la une a esa «civilización». El hijo menor, enfrentado a la madre, vive en una jaula, y  el mayor, que no existe para la madre, vive en la ciudad, regentando un club de strip-tease. Con todo, el retrato del padre, con gran mostacho negrísimo, como sus ojos y su cabello, preside el comedor de la rústica vivienda donde las neoyorquinas creen que van a pasar unos días haciendo turismo de aventura. Me adelanto, aunque, en este punto, tal revelación tenga poco de tal, a constatar que cuando el hijo mayor regresa a la casa y se sienta a comer con sus hermanos y su madre, lo hace en una de las cabeceras, justo debajo del retrato de su padre, al que es clavado.

         Durante la excursión que hacen ambas primas a la ciudad, la hija de la periodista se queda sola con los tres chicos, y no se le ocurre otra cosa que colocarlos con cocaína, después de haber liberado al hijo cautivo, con el que hace una bellísima excursión por los contornos, porque, como era previsible, la exploración fotográfica de los humedales consigue imágenes de una belleza extraordinaria, algo que Konchalovsky ya consiguió en Paraíso, aunque en esta en un maravilloso blanco y negro. Esas dos líneas paralelas van a generar un crescendo del que la película, hasta ese momento interesante, pero relativamente plácida, se beneficia para un tramo final lleno de desasosiego, emoción y altura dramática impactante. Como advierto, por FilmAffinity, que no es una película que haya suscitado el interés mayoritario del público, me apresuro a recomendarla fervientemente, porque  si en alguna ocasión tiene sentido lo de la «América profunda», es en este, en efecto.

Siendo un director que me parece tan versátil como brillante, confieso que, por circunstancias ajenas a mi deseo, no llegué a tiempo de ver Queridos camaradas, pero, tras haber visto esta, en las antípodas estilísticas y temáticas de un peliculón tan apabullante como El tren del infierno, auténtica sublimación de las películas «de acción», haré por verla cuanto antes.  Eso sí, no se me despisten de esta tragedia matriarcal y gótica en la que no sabemos qué nos estremece más, si la agreste belleza de los humedales o el drama que justifica una vida.

Dicho lo anterior, conviene dejar constancia de la interpretación magnífica de todo el elenco, pero muy especialmente de la de Barbara Hershey y de la de la neololita —hay guiños al respecto— Martha Plimpton.

[Nota: En 1980, los cajunes , con lengua, música, gastronomía, etc. propias, fueron reconocidos cono grupo étnico por el gobierno usamericano. ]

miércoles, 11 de mayo de 2022

«Drive my car», de Ryûsuke Hamaghuchi, Oscar 2021 a la mejor película extranjera.

El arte, la pasión, la fidelidad y «los otros» como misterio…

 

Título original: Doraibu mai kâ

Año: 2021

Duración: 179 min.

País: Japón

Dirección: Ryûsuke Hamaguchi

Guion: Ryûsuke Hamaguchi, Takamasa Oe. Historia: Haruki Murakami

Música: Eiko Ishibashi

Fotografía: Hidetoshi Shinomiya

Reparto: Hidetoshi Nishijima, Tôko Miura, Reika Kirishima, Sonia Yuan, Satoko Abe, Masaki Okada, Perry Dizon, Ahn Hwitae.

 

         Al parecer, no hay película de Hamaghuchi que baje de las tres o cuatro horas, lo cual permite acercarnos claramente al modo lento como enfoca su contemplación de los personajes como una suerte de observación científica que no pierde detalle de sus movimientos y sus reacciones psicológicas, tan interiores que, a menudo, cuesta incluso distinguir cuál es su naturaleza, aunque ello forma parte de las «sorpresas» narrativas que nos depara la historia. Me parece obvio que la película reúne cualidades intrínsecas para haberse hecho con el preciado galardón a una película exterior a las fronteras delimitadas por el cine usamericano, pero no acabo de entender las razones del mismo, excepto que los académicos que la han votado no hayan sido capaces de verla en su integridad. Y la película lo merece, por supuesto.

         La presencia de un coche de importación en Japón, con carácter casi de personaje, habida cuenta de su presencia constante en pantalla, un Saab 900 Turbo, de llamativo color rojo, no deja, imagino, de ser una provocación no menor en su país, y una singularidad fuera de él. El protagonista, un reconocido actor y director de teatro, lo conduce con mimo y frecuencia en un espacio urbano que atraviesa con una morosidad propia de quien ha encontrado un sabio ritmo de vida. Está casado con una guionista de películas de televisión a quien, tras una salida en viaje de trabajo, y después de haber vuelto por una equivocación de agenda, sorprende en su casa con otro hombre. Inadvertido, contempla brevemente la escena antes de desaparecer con el respeto del sigilo. Tras ello, tiene un leve accidente de coche a resultas del cual se le detecta un glaucoma en el ojo que no le impide conducir, excepto que empeoren los síntomas.

         La película se ha abierto con una relación marital en la que los esposos comparten un sueño recurrente de ella, y lo hacen de un modo casi ritual, como si hubiera un significado oculto que solo le fuera dado desentrañarlo desde el trabajo, porque la escena del acecho sexual a la vida de un joven desconocido en la que la soñadora irrumpe forma parte de sus propias ficciones televisivas. Cuando, en su camerino, durante la representación de Tío Vania, su mujer va a visitarlo en compañía de un joven actor de sus producciones, admite las adulaciones de este, pero sospecha enseguida que está ante una de las conquistas de su mujer, y, aunque visto de espaldas en el sofá donde la había sorprendido, lo identificará con él, la sospecha actuará como uno de los motores de la narración.

         El accidente de él los acerca y la asistencia de ambos al funeral de su hija, fallecida muchos años antes, permite explicar el poso de infelicidad que subyace en los comportamientos de ambos esposos, al margen de la desilusión propia de él por los adulterios de su mujer.

         En buena medida, y dado el recurso que usa el autor en el coche, repasar el papel de Vania en una grabación hecha por su mujer con las voces de los otros personajes, algo que hace mientras conduce, la película superpone la historia del protagonista y la del personaje, por lo que asistimos a una reelaboración de la obra de Chéjov.Todo lo anterior es algo así como el largo prólogo a la película, porque jamás había visto yo que a los 46 minutos de haber comenzado apareciesen los títulos de crédito.

         Llamado para dirigir esa misma obra en un proyecto plurilingüístico en una provincia japonesa, el actor-director acepta tras descubrir, al volver a casa después de haber sorprendido a su mujer, que esta se ha suicidado, o eso es al menos lo que los espectadores deducimos por lo que vemos en pantalla. Más tarde sabremos que ha muerto por un fallo cardíaco.

Lo importante es, desde ese momento en adelante, la «construcción» de la obra, que incluye una actriz sordomuda y diferentes lenguas por parte de los actores y actrices, un proyecto innovador en el que la organización le tiene reservada una «sorpresa» al director: es política de la producción poner un chófer a disposición el director para evitar que un accidente inesperado ponga en peligro la producción y el estreno de la obra. Durante no poco tiempo asistiremos a los preliminares de la producción, que incluye un casting al que se presenta el joven que su mujer le presentó en el camerino al principio de la película y de quien él sospecha que es el amante que descubrió al volver a su casa. La mirada del director, focalizada en ese joven actor arrogante, violento y excelente, forma parte importante del desarrollo de la trama, y el acercamiento entre ambos y sus confidencias parecen formar parte de un plan perverso por parte del director.

Teniendo en cuenta la relación estrecha y emocional que tiene el director con su coche, al que lleva conduciendo quince años sin que haya tenido ninguna avería —¡la tradicional fiabilidad de esos coches suecos!—, la imposición de una jovencísima conductora que no parece merecerle excesiva confianza supone una deriva de la trama que, no siendo en apariencia importante, acaba revelándose trascendental, porque el título no engaña: Drive my car viene a significar, exactamente, toma las riendas de mi vida, o algo parecido. La joven, con una historia familiar terrible, va oyendo la grabación de la esposa del director y las respuestas de este, lo que van conformando una suerte de autobiografía del actor. Es importante ese refrescamiento del papel para el desenlace de la aventura teatral en la que se ve inmerso, la cual se complica por parte del joven y prometedor actor, excesivamente temperamental. De algún modo, el lento progreso de la trama se debe a la pluralidad de historias que se acaban contando, todas ellas alrededor de la tragedia personal del director, quien acaba asumiendo, en parte, el carácter pusilánime y dubitativo de Vania.

La película, más allá de la morosidad del ritmo narrativo, está llena de emoción, de amor al teatro y de un sorprendente trazado de  los sinuosos caminos por los que discurre, a menudo, la esperanza de felicidad de los seres humanos.