Donde Biberman sembró humanismo, el
fanatismo vio filocomunismo: La raza
suprema, película “aliada” de Herbert J. Biberman, autor del clásico La sal de la tierra.
Título original: The Master
Race
Año: 1944
Duración: 95 min.
País: Estados Unidos
Director: Herbert J. Biberman
Guión: Herbert J. Biberman,
Anne Froelich, Rowland Leigh
Música: Roy Webb
Fotografía: Russell Metty
(B&W)
Reparto: George Colouris,
Stanley Ridges, Osa Massen, Carl Esmond, Nancy Gates, Morris Carnovsky, Lloyd
Bridges, Eric Feldary, Helen Beverly, Gavin Muir, Gigi Perreau
La sal de la tierra es una película propiamente
generacional, una suerte de aldabonazo en la conciencia para quienes, cuando la
vimos en los cines de Arte y Ensayo -que ese hermoso título se le ocurrió
paradójicamente a un régimen franquista negado para la cultura- nos parecía que
el franquismo no acababa de acabar nunca. Se trata de una de esas películas en
las que se alcanza un doble discurso, estético y ético, que las hace
imborrables y las convierte, para el espectador, no tanto en la contemplación
de una obra de arte cuanto en una experiencia formativa de la persona. Incluso
desde el punto de vista tan contemporáneo del discurso feminista la película
merecería ser rescatada y visionada por muchos jóvenes entre quienes tampoco
parece que el machismo acabe de morir definitivamente. La raza superior ha constituido toda una sorpresa para este crítico
no tanto por el propio hecho de su existencia, pues la ignoraba, cuanto porque,
aunque la película pueda encuadrarse aparentemente entre las de propaganda
aliada para levantar la moral del pueblo y de los combatientes durante la larga
lucha contra el mal absoluto encarnado por la ideología nazi que gobernó
Alemania de 1933 a 1945, supone, en realidad, una obra cinematográfica
realizada con un cuidado estético y con un discurso ético que excede con mucho
al que se podría esperar de un supuesto film “de propaganda”. Biberman, tan
atento siempre a la lucha colectiva, narra la historia de la reconstrucción de
un pueblo belga tras el paso devastador del ejército nazi, cuando algunos de
cuyos dirigentes reciben el encargo de infiltrarse en la población civil para
sabotear los esfuerzos de colaboración con los aliados y promover el
resurgimiento del Tercer Reich. Y ahí tenemos el caso de una población belga en
la que el odio a los nazis es incluso alimentado por los nazis infiltrados en
la población para liderar una revuelta que pretenden subvertir para dirigirla
hacia los que presentan como “conquistadores”, hacia quienes solo pretenden
asegurar “sus” intereses, no los de la población local. Los mandos aliados, sin
embargo, aparecen como los representantes de las instituciones cuya dirección,
poco a poco, han de ir recobrando los nativos del lugar. Que el director de fotografía de la película,
Russel Metty, tenga en su haber, no solo un Oscar por Espartaco, sino películas como Escrito
sobre el viento, Sed de mal, Imitación a la vida o Vidas rebeldes nos habla bien a las
claras de que no se trata de una película descuidada en la que se pusiera el
acento en las “bondades” intrínsecas de los aliados y se proclamasen a los
cuatro vientos para instrucción general de las gentes las virtudes de la
democracia representativa y la preeminencia de las leyes y del sistema
capitalista, sino de una obra de arte que toma como pretexto una situación
humana concreta para construir un discurso de fuerte raíz humanista en el que
la realidad se ve con toda la complejidad con que esta suele mostrarse. A través
de varias historias de vecinos de la supuesta villa belga de Kolar, se pone de
relieve la magnitud de la tragedia que ha supuesto la guerra, las heridas
tremendas que ha abierto y las dificultades con que se producirá la
reconciliación entre sus habitantes. Hay momentos, con la infiltración del
coronel nazi en el pueblo, en los que la película deriva incluso hacia el
thriller o la película de espías, pero, en términos generales, se ciñe escrupulosamente
a la dolorosa cicatrización de las heridas abiertas y a la enorme dificultad de
retomar la vida cotidiana a todos los niveles. Para la historia quedará de esta película, por
ejemplo, que la visión positiva del soldado ruso que aparece, un médico lleno de
optimismo y amor al prójimo, dispuesto a lo que sea para facilitar la vida de
los habitantes del pueblo y colaborar, orgullosamente, con las autoridades de
los otros países aliados, acabo siendo un indicio “evidente” del “filocomunismo”
del autor, quien, por ello, acabó formando parte de lo que se conoce como “Los
diez de Hollywood”, entre los cuales figuraba Dalton Trumbo, sobre quien hace
poco hemos hablado en este Ojo
cosmológico, a propósito de la película biográfica recientemente estrenada:
Trumbo.
La
película de Biberman, menos impactante que La
sal de la tierra, pero igualmente conmovedora, merece ser vista por quienes
siguen pensando que el discurso ético, humanista, sigue teniendo razón de ser
en el séptimo arte, que no todo han de ser virtuosismos técnicos, encuadres
atrevidos, travelins vertiginosos o planos secuencia insólitos. La dura vida de
la posguerra, aunque la paz llega durante el proceso de reconstrucción del
pueblo, una posguerra que alumbró una película tan dura, tan atroz, desde el
punto de vista del espectador que vive en la paz de una democracia burguesa,
como Alemania, año cero, de Rossellini; esa vida de posguerra, digo, que se abre paso hacia el futuro con la
determinación de la esperanza es el eje alrededor del cual se ciñen las
historias de unas vidas destrozadas por la guerra y necesitadas de consuelo y
de reparación.