domingo, 25 de septiembre de 2022

«Queridos camaradas», de Andrei Konchalovsky o la URBS (Unión de Repúblicas Bananeras Socialistas)

 

El comunismo por dentro o la sinrazón violenta del estado totalitario: la pesadilla de la que acaso aún no ha despertado Rusia.

 

Título original: Dorogie tovarishchi! (Dear Comrades!)aka

Año: 2020

Duración: 120 min.

País: Rusia

Dirección: Andrei Konchalovsky

Guion: Elena Kiseleva, Andrei Konchalovsky

Fotografía: Andrey Naidenov (B&W)

Reparto: Yuliya Vysotskaya, Vladislav Komarov, Alexander Maskelyne, Andrei Gusev, Yulia Burova, Sergei Erlish.

 

         Con no poco retraso, quiero agradecer a Joaquim Coll que me recomendara fervientemente ver esta película de Konchalovsky, de quien ya había visto otras tres que me gustaron mucho: El tren del infierno, Paraíso y Vidas distantes. Mi ajetreada vida no me había permitido coincidir con la película hasta hace dos días, pero lo bueno del cine que merece la pena es que no tiene fecha de caducidad y tan bien se ve hoy como se vio ayer y se verá mañana. No me ha defraudado, sino lo contrario. La película es triste hasta la raíz del dolor más vivo, porque toda represión violenta de las aspiraciones populares es una tragedia que se salda con muertes. A Coll, como ahora a mí, imagino que lo que nos ha interesado sobremanera de la película, más allá de la peripecia político-emocional de la protagonista, es cómo un noble ideal político, nacido como un intento de conseguir la emancipación de la tiranía inhumana de la explotación laboral, deviene un gélido y criminal sistema burocrático totalitario que no atiende a más razones que las de la fuera bruta. Lo que la película nos ofrece, así pues, es la vida por dentro del sistema político-militar soviético y cómo la personificación del Partido permea todas las existencias de los ciudadanos hasta condicionarlas totalmente.

         La película de Konchalovsky tiene un arranque casi costumbrista, con un blanco y negro sin apenas contrastes, lo que le da a la película una tonalidad grisácea que parece metáfora cromática de las vidas de esos personajes que tienen que lidiar con el racionamiento, con el abuso de poder de las capas dirigentes y con la irracionalidad de unos dirigentes que, ya en la era  Kruschev, no renuncian a imponer sus caducados ideales por la fuerza y el derramamiento de sangre, como sucede cuando una fábrica se declara en huelga y no hallan otro modo de «negociar» con los trabajadores que a través del ejército, con orden de disparar primero y no preguntar, ¿para qué?, después.

         La película recupera un hecho histórico celosamente preservado por las autoridades soviéticas, la masacre de Novocherkassk, que se produjo el  2 de junio de 1962, con un saldo «oficial» de 26 muertos y casi un centenar de heridos. Los obreros de una empresa metalúrgica, en la que trabaja la hija de la protagonista, un cargo del Partido, se declaran en huelga porque les han bajado los salarios y han aumentado los precios de los alimentos básicos. La represión gubernamental, que incluye el cierre a cal y canto de la localidad, aislándola del resto de Rusia, perfectamente resuelta en la película con unas muertes que ve muy de cerca la protagonista, hasta ese momento acérrima defensora de la ideología del Partido. De hecho, la película contó con la bendición gubernamental rusa para representar al país en los Oscar porque se realiza en ella un ataque a  Kruschev y una «defensa» de Stalin, en quien piensa la protagonista como el único que podría salvarlos de la decadencia en que están sumidos, una suerte de culto al genocida que está, sin embargo, muy sólidamente extendida en Rusia, como pudo comprobar in situ mi amigo Joselu cuando viajó a San Petersburgo. Son esas contradicciones de las historias que ni siquiera se escriben desde uno u otro bando, sino desde la propia irracionalidad social que las ampara. Esa efensa, obviamente, es la de la dirigente del Partido que protagoniza, de modo casi absoluto, la película, una maravillosa Yuliya Vysotskaya a quien pude admirar en Paraíso. Se trata de una actriz tan extraordinaria que gracias a ella seguimos la peripecia dramática con una intensidad absorbente.

         La película me ha recordado mucho a las que he visto sobre las dictaduras chilena y argentina, de ahí el título de la crítica, porque ninguna diferencia hay entre esas dictaduras de extrema derecha y la antigua URSS. Lo que hace espléndidamente Konchalovsky en su guion es escoger como damnificada indirecta de la represión a un cuadro del partido, quien, a medida que crece su angustia por la desaparición de su hija, de la que ignora si vive o es una de las asesinadas, va disminuyendo su adhesión al Estado, al Partido. De hecho, su padre, que vive con ella, representa justo lo contrario de sus ideales, porque él sí que tiene memoria de esos métodos sanguinarios y de las hambrunas padecidas, algo que intenta rebatirle siempre su hija, aunque ahora los acontecimientos le hacen plantearse su fidelidad a unos ideales que chocan contra su amor de madre.

         La película exhibe una puesta en escena magnífica, porque el director tiene mucha cuidado en ofrecernos un retrato realista de las condiciones de vida y de la degradación material de las cosas y los espacios, como podemos ver cuando ella se encierra en el servicio para no intervenir en la reunión de los dirigentes locales del Partido, una alocución en la que había de desarrollar la idea expresada con  vehemencia en una reunión con los militares de que deberían «pasar por las armas» a quienes atentaban contra los ideales soviéticos. Lo que ignoraba en aquel momento de pasión patriótica era que su hija podía estar entre las asesinadas por las tropas. La magnífica selección de espacios, la plaza incluida, donde, al final se celebra un baile que, supuestamente, pretende enmascarar la terrible represión de los reaccionarios que se han levantado contra el Régimen «del pueblo» (en nuestros días se suele decir «de la gente», por parte de algunas fuerzas políticas que tampoco disimulan su entusiasmo por Stalin y Lenin) y a los que no hay otro remedio que masacrarlos para curar la «infección» de raíz.

         La película está llena de intención simbólica, comenzando por la propia recuperación del viejo uniforme del padre, auténtica «memoria histórica» que se opone a su propia hija, por destacar un elemento que forma parte del relato de la conversión paulina de la dirigente del Partido, cuando de o que se trata es de la vida o la muerte de su propia hija. La actualidad de la película, salvando las distancias, estriba en la credibilidad, o la carencia de la misma, del discurso oficial frente a otros discursos: los de la oposición o los de los propios ciudadanos que se expresan a través de las plataformas sociales, una acción novedosa, por lo que tiene de teórica «alternativa» a la imagen de la realidad que transmite la prensa tradicional, tan fuertemente condicionada, económicamente, por el Poder.

         Se trata, en suma, y más allá del suceso histórico que se revela, de una película política sobre el Poder y sus deformaciones, a veces tan trágicas y terribles, como las que podemos ver en ella. Da que pensar, ciertamente…

miércoles, 21 de septiembre de 2022

«Las hijas del cervecero» y «The Marriage Circle», de Ernst Lubitsch o el tránsito de Europa a Usamérica.

 

Título original: Kohlhiesels Töchter (Kohlhiesel's Daughters)

Año: 1920

Duración: 64 min.

País: Alemania

Dirección: Ernst Lubitsch

Guion: Ernst Lubitsch, Hanns Kräly

Fotografía: Theodor Sparkuhl (B&W)

Reparto: Jakob Tiedtke, Henny Porten, Emil Jannings, Gustav von Wangenheim, Willi Prager.

 









Título original: The Marriage Circle

Año: 1924

Duración: 96 min.

País:  Estados Unidos

Dirección: Ernst Lubitsch

Guion:Paul Bern. Obra: Lothar Schmidt

Fotografía: Charles Van Enger (B&W)

Reparto:Adolphe Menjou, Marie Prevost, Monte Blue, Florence Vidor, Creighton Hale, Harry Myers, Dale Fuller, Esther Ralston.

 

 

De la inocencia de la aldea a la sofisticación de las clases altas: la vieja Europa rural vs la moderna Usamérica urbana.

 

         Siempre es estimulante regresar a los orígenes —relativos— de ciertos autores fundamentales en la historia del cine como, en este caso, Ernst Lubitsch, quien dividió su carrera en dos continentes, dando muestra en ambos de un genio para la comedia que se ha cifrado en el famoso “toque Lubitsch” sobre el que tanto se ha teorizado, si bien su mejor hermeneuta ha sido otro genio de la comedia: Billy Wilder; es estimulante regresar, decía, para comprobar que ciertas constantes se mantienen inconfundibles a lo largo de su carrera, pero que no siempre sus modos de hacer fueron iguales.

Por puro azar, la única divinidad que guía la elección de las películas que veo, me he encontrado con dos películas que bien pudieran ser consideradas representativas de dos formas de humor casi antitéticas. De un lado, la comedia rural Las hijas del cervecero, inspirada, es decir, adaptada muy libremente, del original de Shakespeare La fierecilla domada, que tantas versiones descubiertas y encubiertas han visto las pantallas de cine; de otro, The Marriage Circle, una comedia de las calificadas como «sofisticada», muy cercana, en su estructura al vodevil y llena de planos harto significativos en los que pequeños detalles dan a entender grandes actos sobre los que la censura hubiera tendido idéntico fundido en negro. Esta última es la segunda película rodada por Lubitsch —contra cuya presencia en Usamérica incluso hubo manifestaciones de la ultraconservadora Legión Americana— en Usamérica, tras el «desencuentro» con Mary Pickford en Rosita. Lo importante para el espectador actual es que en ella se van forjando los mimbres del famoso «toque», lo cual convierte la película, por más que peque de inocente, en un enredo delicioso que se sigue con la atención que requieren los detalles singulares que su creador aporta cuando menos te lo imaginas.

Las hijas del cervecero tiene dos alicientes interpretativos de primer orden: el trabajo de un joven Emil Jannings, a quien cualquier espectador recuerda, «envejecido», en El ángel azul, aunque en Las hijas… tenía 36 años y en El Ángel…, 46, y el de la actriz Henny Porten que aquí se desdobla para hacer las dos hermanas: la bella y sumisa y la ruda y desgarbada. La acción transcurre en un valle de alta montaña, en época de nieves y sigue al pie de la letra la obra de Shakespeare, por lo que me ahorro la sinopsis. Lo importante es el modo como, en un ambiente tan aldeano, que rezuma la ingenuidad y la inocencia proverbiales del paraíso perdido, la trama progresa hacia un enredo que, desde que se plantea: el protagonista, enamorado de la hija menor, ha de conseguir un candidato para la hija mayor. Un amigo le susurra que sea él mismo el candidato y que luego, tras divorciarse, se case con la menor. Toda la obra presta precisa atención a los detalles, y de ellos surgirá buena parte de la comicidad, aunque las interpretaciones de Porten y Jannings son la fuente primigenia de las mismas. Me ha llamado mucho la atención una escena en la que se preguntan donde estará el amigo del protagonista, y la cámara se gira para enfocar dos palos altísimos con otro tendido sobre ellos donde el tal  aparece sentado, mismísimamente como si fuera un plano de una película de  Buster Keaton, que aún estaban, las memorables, por llegar… La escena de la reconciliación de los esposos, por ejemplo, con esas patanescas demostraciones de amor apasionado aún hoy invitan a la sonrisa, ciertamente; del mismo modo que la desbandada de los jóvenes del lugar cuando el protagonista ofrece una buena suma de dineros por casarse con la hija «salvaje» del cervecero.  Notable, así mismo, es el modo como Lubitsch juega con la velocidad de los fotogramas para representar el anunciado «último baile» antes de que concluya la fiesta que se celebra en la cervecería. Llamativo es, desde luego, el concepto de «belleza» que atrae a los jóvenes casaderos hacia la hermana «guapa» y atildada, pero eso ha de caer del lado del ruralismo propio de la ambientación de la trama. Eso sí, nada que ver con los estándares actuales…

En cualquier caso, y a pesar de la distancia cronológica y el marcado ruralismo de la adaptación chespiriana, la película sigue siendo muy interesante, incluso sin la mirada arqueológica con que los buenos aficionados pueden plantarse ante ella, sino, antes bien, con la inocente de quien disfruta de una comedia perfectamente construida, mejor finalizada y soberbiamente interpretada.

The Marriage Circle, por su parte, ambientada en una clase medio alta de profesionales liberales y ricos, sin mayor especificación, nos ofrece una historia archisabida y, hasta cierto punto, ingenua, en la que los malentendidos y la sed de aventura para huir del aburrimiento marital nos van a permitir asistir a un más que inteligente ejercicio de fascinación en el que las apariciones del famoso «toque» se materializan de modo mucho más sutil que en Las hijas del cervecero, toda ella deudora de un humor grueso y popular que llenaba las pantallas en Alemania y en el mundo entero, ¡y aún hoy!

El arranque de la película, con un Adolphe Menju, en el papel de marido desengañado de su esposa casquivana y badulaque, es antológico; no solo por el agujero del calcetín y el contenido de los cajones de la cómoda, sino por la sesión de gimnasia matutina y por una expresividad facial tan propia del cine mudo como del mejor cine sonoro en el que actos y gestos son, acaso, más efectivos que la verborrea. En el camino a sus vulgares entretenimientos cotidianos, la esposa coincide en un taxi con el cliente que lo había reservado con anterioridad. Tras el típico forcejeo, acaban compartiéndolo. Y ello lo observa el marido desde una ventana de la casa con taimada sonrisa, porque ha decidido encargar a una agencia de detectives el seguimiento de su esposa para librarse de ella vía divorcio cornamental o ansí. Lo que ignora la frívola es que el doctor con quien viaja en el taxi, insinuándose groseramente, es el marido de su mejor amiga, a quien hacía tiempo que no veía. Cuando ella se lo presenta, tras encontrarse, enseguida observamos el malvado plan que le cruza por el deseo: explotar la debilidad del varón halagado por el interés femenino ajeno y «entretenerse» para salir del aburrimiento mortal que es su propio matrimonio. Con apenas este apunte ya se advierte que falta un tercero para completar el enredo: y este será el compañero de consulta del apuesto marido, quien, el guion lo exige, está profunda y románticamente enamorado de la mujer de su colega y amigo.

El despliegue de sobreentendidos y malentendidos será continuo, e incluso aparecerá una «tercera», una rubia jovencísima que supuestamente constituye una amenaza para el matrimonio y de quien le pide la esposa a su amiga que distraiga a su marido para protegerse de esa amenaza, ignorando, claro está, lo que significa alimentar a la verdadera fiera tan gratuitamente y con tan generosa coartada.

Hay, en esta comedia, una suerte de elegancia, que se asocia fácilmente con las comedias de la alta sociedad, y el baile en el que se producen buena parte de esos graciosos malentendidos es buena prueba de ello, y, de paso, con el famoso «toque» del maestro, ¡inmenso en esa escena de «sofá» en un banco del parque en el que el marido asediado le pregunta a la amiga de su mujer si no tiene frío y ella, tras deshacerse del fular como quien se quita el vestido,  lo mira con un ardor volcánico de jugo gástrico a punto de ser satisfecho que ya ya… Y esa es una entre decenas de secuencias que nos hacen pasar un rato divertidísimo. Es cierto que el marido, un sosaina total, no encaja en el papel, pero las dos mujeres y Adolphe Menju, lo bordan, así como el tímido colega enamorado. He de reconocer que a mí me ha cautivado la especial belleza de Florence Vidor, en el papel de esposa virtuosa pero espabilada, si bien, a decir verdad de crítico, la habilidad narrativa de Lubitsch se lleva la palma. Es endiabladamente difícil el género de la comedia, pero cuando ves las obras de quienes sobresalieron en él, te das cuenta de lo que debe de haber costado esa «facilidad» que te hace seguir los acontecimientos con la misma naturalidad de la propia vida… No ignoro que el hecho de que sean películas mudas, ambas, alejarán a una buena parte del público; pero ¡cómo me gustaría convencerles de que la esencia del séptimo arte son las imágenes y su sintaxis…!

 

lunes, 19 de septiembre de 2022

“La madre”, de Vsevolod Pudovkin, una “novedad” soviética en la cartelera.

 

De Griffith a Pudovkin
  o la esencia del montaje: La madre o una lección de cine “sin adjetivos”: la lírica emotiva del panfleto.

 

 

 

Título original:Mat

Año: 1926

Duración: 88 min.

País:  Unión Soviética (URSS)

Director: Vsevolod Pudovkin

Guión: Nathan Zarkhi (Novela: Maxim Gorky)

Música: Película muda

Fotografía: Anatoli Golovnya

Reparto: Vera Baranovskaya, Nikolai Batalov, Aleksandr Chistyakov, Ivan Koval-Samborsky, Anna Zemtzova 

         

        Cuenta Jonathan Jones, crítico de arte en The Guardian, que la aparición, de contrabando, de una copia de Intolerancia, de Griffith,  en la Unión Soviética, cambió, a través de Lev Kuleshov, la técnica del cine con su insistencia en el poder creativo del montaje: The foundation of film art is editing, nos dice Jones que escribió  Vsevolod, el mejor discípulo de Kuleshov, quien fue, además, el encargado de demostrárnoslo en su ópera prima, a la que estaría dispuesto a concederle el título de mejor ópera prima de la historia del cine en un brillante ex aequo con Citizen Kane, que, para mí y para casi todos los amantes del cine, ostentaba, de forma indiscutible, el liderazgo de esa absurda clasificación virtual. 

        Quizás llevado por esa convicción, sostiene Pudovkin, al decir de Jones, que actors on screen do not really act; it's their context that moves us - something established, through montage, by their relationship to exterior objects, lo cual se comprueba a la perfección en esta obra maestra que, por esos azares de una formación nada formada acabo de conocer. En efecto, el uso de los primeros y primerísimos planos, hábilmente montados, permite crear una narración llena de sugerencias, estímulos y, por qué no, corolarios que, en el caso de Pudovkin, son puestos, incondicionalmente, al servicio de la Revolución, la causa de todas las causas. Esa debe de ser la única diferencia sustancial entre el autor de La madre y el de Iván el Terrible, Eisenstein, la capacidad crítica ante el poder dictatorial soviético del segundo. Pudovkin, sin embargo, y a pesar de la habilidad con que lleva la trama hacia una loa de la actitud heroica del proletariado prerrevolucionario, siguiendo al pie de la letra la obra de Máximo Gorki, ofrece una visión lírica que no solo atenúa el evidente carácter panfletario de la película, sino que incluso la redime de él para convertir la obra en una de las grandes películas de la historia del cine. La capacidad descriptiva del autor, manifiesta no solo en la recreación del ambiente de degradación existencial de la taberna, con esos planos hiperrealistas del abandono, la suciedad, el deterioro físico de los parroquianos, las actitudes miserables, etc., sino continuamente, a lo largo de la película, como en el juicio o en la entrevista de la madre y del hijo en el presidio, adquiere, acaso, su más marcado carácter lírico en las descripciones de la naturaleza que aparecen como un contrapunto a la trama, especialmente en la celebración del 1º de mayo, que coincide con el deshielo del río, surcado de grandes bloques de hielo, en inequívoca metáfora de la poderosa corriente de la Historia que se llevará por delante la corrupción de un sistema podrido, como el de la Rusia de los zares. El uso del primer plano en una sucesión de retratos o de primerísimos planos, con detalles de la indumentaria o de los atributos del poder, como los sables o los rifles, por ejemplo, permite, a través de un montaje que acentúa el dinamismo que, de por sí, ya tienen muchas escenas, como el enfrentamiento en la fábrica, de donde ha de salir huyendo el hijo de la madre protagonista de la trama, o la manifestación y la estremecedora represión de la misma, casi comparable a las famosas escenas de El acorazado Potemkin,; permiten, digo, contemplar La madre como una película que no da tregua al espectador, quien sigue, estremecido, el desarrollo de la trama, celebrando, al mismo tiempo, y aun maravillado, los innumerables aciertos estilísticos del autor, una manera de hacer cine de la que, por referirme  a un visionado reciente, el de Solaris, son deudores ciertos autores fundamentales del séptimo arte, como Sjöström, Bergman, Welles, Kubrick, Tarkovski, Malick y tantísimos otros. 

        Según la idea de Pudovkin, no son los actores quienes actúan, sino la mirada del realizador y el montaje, los cuales, con esos actores incluidos en el contexto adecuado, nos ofrecen un tejido social en el que los intérpretes adquieren su verdadero significado individual. Que la película tenga, como tiene, un contenido panfletario no exime a nadie de dejar de verla, no solo porque la esperanza revolucionaria en la época del zar tenía toda la legitimidad del mundo para ser la gran esperanza de millones de marginados, sino porque, incluso en ese registro propagandístico, Pudovkin es capaz de arrancar emociones genuinas que le llegan al espectador con toda su contundencia ética y toda su belleza metafórica, a través de un juego de correspondencias simbólicas más propio de un maestro en el ocaso de su carrera que de un joven director en su ópera prima. Le puedo garantizar a cualquier lector de esta crítica que todas sus esperanzas de ver una película singular e impactante, e incluso formalmente tan novedosa como el Fellini más atrevido o el Wenders más intimista, se verán totalmente recompensadas con la visión de La madre, una verdadera joya del séptimo arte. ¡Qué placer inmenso el de hallar, tan fatigados los ojos críticos con tantísimas películas vistas a lo largo de más de 50 años de fiel espectador, películas como La madre que me retrotraen a experiencias tan trascendentales en mi vida como la visión de La palabra, de Dreyer, por ejemplo!

viernes, 16 de septiembre de 2022

«El fuego fatuo», de Louis Malle o «la souffrance existentielle».

Anatomía de la distimia: La deriva agónica de la vida sin sentido: la insufrible extrañeza de vivir.

Título original:Le Feu follet (The Fire Within)

Año: 1963

Duración: 110 min.

País: Francia

Dirección: Louis Malle

Guion: Louis Malle. Novela: Drieu La Rochelle

Música: Erik Satie

Fotografía: Ghislain Cloquet (B&W)

Reparto: Maurice Ronet, Léna Skerla, Jeanne Moreau, Yvonne Clech, Hubert Deschamps, Jean-Paul Moulinot, Mona Dol, Pierre Moncorbier, René Dupuy, Bernard Tiphaine, Bernard Noël, Ursula Kubler, Alexandra Stewart, Jacques Sereys, Tony Taffin.

 

         ¡Qué ironía me ha parecido siempre que un director de los «grandes», como Louis Malle lo es, solo recibiera un Oscar por un documental filmado para Jacques Cousteau,  El mundo del silencio, que fue. También Palma de Oro en el Festival de Cannes. Estamos hablando del director de Ascensor para el cadalso, de esta misma, El fuego fatuo,  de Zazie en el metro o de La pequeña y Atlantic City, amén de un documental tan estremecedor como Calcuta. No había visto este largo en que se disecciona un caso clínico de una afección, la distimia, que roza, en parte, con la depresión severa, y que es, sobre todo, un análisis de la ausencia de la vitalidad imprescindible para poder seguir adelante con la ceremonia cotidiana de una vida que, como le ocurre al protagonista, ha perdido todo su sentido.

         Cuando Malle rueda esta película, es joven, pero muy experimentado, aunque más joven es un ayudante de dirección, Volker Schlöndorff que comenzó su carrera en Francia antes de convertirse en una estrella del cine alemán y dirigir El tambor de hojalata, por ejemplo, o la que siempre tanto me ha gustado a mí, porque se avanzó considerablemente a su tiempo: El honor perdido de Katharina Blum, sobre el exceso de poder de la prensa. Es curiosa la acumulación de artistas de primera que coinciden en un proyecto, porque la solidez del resultado depende mucho de ello, como, en este caso, de la banda sonora escogida, ¡nada menos que Erik Satie (la primera composición de Gymnopédies y las tres primeras Gnossiennes )! Las notas espaciadas de las composiciones de Satie tienen tal  poder descriptivo de la angustia existencial del protagonista, que bien pudiera haber discurrido la película sin un diálogo, pero nunca sin esas notas que acompañan la extrañeza de vivir que embarga a un joven mundano que, tras un matrimonio fallido con una usamericana y una estancia de tres años en Nueva York, sin poder adaptarse, regresa a Versalles para ingresarse en una clínica a fin de curarse de su alcoholismo, una adicción que, en realidad, encubre, como lo haría cualquier otra, la anhedonia que se ha apoderado del protagonista hasta dejarlo en un estado casi anestésico, a juzgar por la imposibilidad de «apasionarse» con nada. El protagonista, un antiguo «rey de la noche parisina», un conquistador que aún despierta la admiración, pero también la compasión de sus antiguas amistades, lo expresa sensualmente al decir que no puede «tocar» nada ni a nadie, como si fuera un rey Midas al que se le hubieran cumplido todos los deseos de diversión y disipación que, ahora, tanto vacío, incomunicación y soledad, le han dejado.

         Mi Conjunta definió eficazmente el tipo de cine que significa la película de Malle, basada en una novela corta de Pierre Drieu La Rochelle, de indudable carácter autobiográfico, al decirme si  imaginaba el «estreno» en las pantallas de hoy de una película como la que acabábamos de ver. Es cierto que hay cineastas atrapados por el prestigio indudable de los viejos maestros, pero la parsimoniosa dirección de Malle, el hecho de recrearse descriptivamente con largas secuencias mudas en el mundo interior del protagonista en modo alguno son maneras de hacer que los jóvenes espectadores sean capaces de seguir. Ese protagonista, además, un escritor que rompe cuanto escribe, que ha luchado en la guerra de Argelia y que, curado de su alcoholismo, se siente tan distante de la vida y del placer como para prometerse a sí mismo: «mañana me suicido», y no por otra cosa, sino por la angustia que le provoca su desasimiento de todo lo real, de donde se deriva una suerte de ennui, dijeron los posrománticos, de aburrimiento profundo, que le es imposible superar; ese protagonista, en definitiva, es una representación inequívoca del conflicto existencialista, propio de la posguerra de la Segunda Guerra Mundial.

         Maurice Ronet presta la «percha» al protagonista de un modo extraordinario, tras haber perdido los veinte quilos que le exigió perder Malle para poder hacer el papel (según leo en Tiempo de cine, de Juan Carlos González) porque reúne los requisitos fundamentales del viejo Alain Leroy —casi Alain Le Roi…—, triunfador en el Paris la nuit: alto, guapo, encantador y amigo de la diversión, la aventura y el alcohol: una persona que se debate, cuando la película inicia el relato de sus postrimerías, entre el miedo a vivir y el miedo a morir, un conflicto que pretenderá resolver teniendo encuentros con sus viejos amigos para saber a qué atenerse, y descargando en ellos, quizá demasiado ingenuamente, la iniciativa para resolver su dilema. Al modo como muchos años más tardes haría Frank Perry en El nadador, con Burt Lancaster, Alain inicia un periplo por París, para tratar de «rescatar» aquello que de sí pudiera devolverle a la plenitud de la existencia, para hacerle digno de gozar de ella.

         Está claro que nos hallamos ante una personalidad extrema que no admite la conllevancia ni la resignación, ni la socorrida teoría de la grandeza de «las pequeñas cosas». A su manera, Alain vendría a ser el héroe trágico que no está dispuesto a sufrir la repetición sin sentido de cada minúsculo acto cotidiano, según lo describió Clément Rosset en La lógica de lo peor. Con todo, es digno de mencionar que él mismo, a pesar de descubrir en un momento dado la pistola que guarda, una Luger, si no me equivoco, lo cual acentúa el paralelismo con el autor de la novela, colaboracionista en tiempos de los nazis, lleva a los espectadores a la «necesidad» de acabar encontrando una salvación personal. Por cierto, en ese «descubrimiento» ritual de la pistola me he parecido ver la inspiración absoluta de Dillinger é morto, de Marco Ferreri.

         La película tiene una puesta en escena viscontiniana en la parte del sanatorio psiquiátrico, maison de repos, en una de cuyas soberbias habitaciones palaciegas está instalado el escritor, a gastos pagados por la esposa de quien se ha separado, y una verosimilitud exterior, tanto en Versalles, donde el protagonista se cruza, por cierto con una etapa del Tour, como en París, en cuyas calles rueda entre admirados transeúntes que no se resisten a olvidarse de lo suyo y prestar atención al rodaje, como en el mercado cuando queda con una presencia inmortal del cine de todas las épocas, Jeanne Moreau, lo que, en cierta forma, lo acerca a los postulados de la nouvelle vague, sin que Malle formara parte de esa corriente artística. Los interiores de la envejecida reunión de artistas adonde lo lleva Moreau o la mansión burguesa de donde huye asqueado, que tanto se parece a algunos interiores burgueses de las películas de Antonioni, por cierto, con quien Malle parece tener algo más que una deuda, permiten al director unos encuadres que ahondan pugnazmente en el desasosiego íntimo del protagonista.

         Se ve que Malle halló en Drieu La Rochelle la inspiración necesaria para narrar su propia crisis existencial, y buena parte del resultado de esta obra de arte habría de ponerse en relación directa con esa implicación. Con todo, lo que al espectador le interesa es la congruencia de la historia de Alain, y esa, por más que a algunos les  parezca el protagonista un «flojo perdedor» nos permite hablar, en efecto, de una obra redonda, perfecta.

martes, 13 de septiembre de 2022

«La peor persona del mundo», de Joachim Trier o el empoderamiento de la indecisión.

La compleja vida en pareja o cuando uno más uno solo suman dos.

Título original: Verdens verste menneskeaka

Año: 2021

Duración: 128 min.

País: Noruega

Dirección: Joachim Trier

Guion: Joachim Trier, Eskil Vogt

Música: Ola Fløttum

Fotografía: Kasper Tuxen

Reparto: Renate Reinsve, Anders Danielsen Lie, Herbert Nordrum, Silje Storstein, Maria Grazia Di Meo, Hans Olav Brenner, Marianne Krogh, Vidar Sandem, Sofia Schandy Bloch, Anna Dworak, Eia Skjønsberg, Thea Stabell, Mina Elise Friesl-Stavdal, August Wilhelm Méd Brenner, Lasse Gretland, Deniz Kaya, Karla Nitteberg Aspelin, Savannah Schei, Tumi Løvik Jakobson, Helene Bjørnebye, Karen Røise Kielland.

 

         La dejé a medias porque la noche en que empecé a verla me llegó la noticia de la más que inminente muerte de mi madre y, finalmente, hube de desplazarme a Madrid y allá quedó, suspendido, el visionado de pago de una película que Boyero trató, raro en él, con guante de seda, aunque sin un excesivo entusiasmo. Ahora, gratis en Movistar+, hemos acabado de ver las peripecias de una protagonista empoderada de indecisión, como digo en el título, y que no sabe ni exacta ni aproximadamente qué quiere hacer con su vida ni con quien vivirla ni de qué modo.

         La historia arranca siendo ella la pareja de un dibujante de cómics cuyos álbumes tienen cierto éxito, aunque ella, fotógrafa por afición, duda de a qué dedicar su vida y, en consecuencia, se interroga constantemente por el grado de satisfacción o insatisfacción de la vida que lleva.

Está claro que la película la tiene como protagonista absoluta y que cualesquiera personajes con los que tiene contacto son, simplemente, su «circunstancia», una situación en la que, como se irá viendo, ella no se siente inmersa ni vinculada íntimamente, sino que se nos presenta como una «observadora» imparcial, no involucrada emocionalmente en aquello que vive, como en las secuencias de la invitación a la casa de campo de la familia de él, donde tiene la posibilidad de ver en acción otros modelos de parejas, con niños, y las dificultades que conlleva esa responsabilidad.

Julie, que parece ir a la deriva en su relación con Aksel, el novelista gráfico, se deja arrastrar a situaciones que suponen un desafío a su especie de aburrimiento sideral. Una de ellas consiste en «colarse» en una boda, donde acaba ligando con un invitado que, a su vez, está casado. La relación erótica, pero sin contacto carnal, le deja un regusto de aventura triunfal que no se le irá de la cabeza. Menos aún cuando, en su trabajo como dependienta de una librería, se le presenta esa joven y sabe, de una vez por todas, que va a ser inevitable establecer una relación apasionada con él, como así sucede. Todo discurre con el sabor transgresor del adulterio de ambos y acaba en la disolución de sus propias parejas para acabar unidos. Son dos jóvenes sin excesivas ambiciones, uno empleado en un restaurante y ella en una librería, pero ella no tardará en sufrir el mal con el que se diría que se ha hecho adulta: la insatisfacción. Estamos, pues, ante una mujer casi especializada, por sus propias limitaciones, en abortar relaciones e ir pasando de una en otra sin acabar nunca de encontrar su sitio en el mundo.

El giro melodramático de los acontecimientos es el súbito cáncer de páncreas del novelista gráfico, un trágico hecho que va a coincidir con su no deseado embarazo. En un acercamiento más lleno de piedad y compasión que de otra cosa, Julie acompañará a Aksel en sus momentos finales, hasta que decide revelarle a su pareja actual su embarazo.

Me es obligado dejar la sinopsis aquí, porque no conviene arruinarle el desenlace a los espectadores, pero el novelista, cuando ella le revela que está embarazada, le pregunta: «¿Y qué vas a hacer, dejarlo?», porque él sabe bien que el método expeditivo de «la peor persona del mundo» es salir corriendo, desertar e iniciar una nueva andadura, y por eso se lo pregunta, por si está incubando una decisión de esa naturaleza.

La intérprete, Renate Reinsve, expresa a la perfección esa indecisión en la que vive permanentemente la protagonista: una mujer que no quiere convertirse simplemente en «la mujer de», pero que no acaba de encauzar su vida hacia una plena realización de sus propios intereses dominantes, quizás porque incluso ella ignora cuáles sean. La película da la impresión de haber querido retratar a una mujer en busca de sí misma, de ser una suerte de road movie psicológica y emocional cuyo final nunca se sabe si es realmente «el» final.

Lo que es innegable es la delicadeza con que el director encara el retrato de Julie, algo que se extiende a los momentos finales de su relación con Aksel, cuando este viaja al lugar donde transcurrió su infancia y le descubre el origen de su pasión por los colores en unos virios pintados a través de los cuales contemplaba la realidad que lo rodeaba. Anders Danielsen le da una excelente réplica, y destaca en un par de secuencias brillantes: en su entrevista en televisión, donde lo atacan por ser políticamente incorrecto, y en la habitación del hospital cuando, ajeno a la presencia de Julie, está remedando, con sumo acierto, la batería de una canción que oye a través de los cascos.

La peor persona del mundo es una invitación a reflexionar sobre los límites del compromiso en el seno de la pareja y hasta qué punto el individualismo extremo se vuelve incapaz de trenzar y mantener una convivencia en la que surja una comunidad de intereses: sexuales, emocionales, materiales, existenciales, etc. Cada vez es mayor el número de personas que no quiere comprometerse en una relación sólida de pareja, con niños, y está claro que no todos tienen las mismas razones, pero la película lo que sí nos ofrece es la perspectiva de un único resultado.

«Desmontando a Philip», de Alex Ross Perry o las penalidades del éxito.


Una Elisabeth Moss soberbia en una tópica trama de egos literarios en crisis…

 

Título original: Listen Up Philip

Año: 2014

Duración: 108 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Alex Ross Perry

Guion:Alex Ross Perry

Música: Keegan DeWitt

Fotografía: Sean Price Williams

Reparto. Jason Schwartzman, Jonathan Pryce, Krysten Ritter, Joséphine de La Baume, Elisabeth Moss, Jess Weixler, Dree Hemingway, Keith Poulson, Kate Lyn Sheil, Yusef Bulos, Maïté Alina, Daniel London, Samantha Jacober, Lee Wilkof, Joanne Tucker, C.C. Kellogg.

 

         Hay películas cuya trama conoces de pe a pa y, sin embargo, si las interpretaciones son sólidas, te dejas llevar por ella sin ningún esfuerzo, aunque, a fuer de sincero, Ross Perry alarga en demasía una historia depresiva que no da más de sí, ya por la reiteración de secuencias que en modo alguno hacen progresar la historia, ya por la insignificancia de otras que apenas aportan matiz nuevo alguno a una trama algo sosaina e insípida.

         El título en español, Desmontando a Philip quiere remitir a la excelente película de Allen, Desmontando a Harry, pero mientras en esta hay una concepción hermenéutica muy precisa, la de la  «deconstrucción» del significado y, en el caso de la película, del protagonista, en la de Ross Perry no hay sino una situación alargada y pretenciosa, sostenida, además, por un actor que, dando el papel a la perfección, resulta tan odioso como lo muestra la escena en la que se entrevista con un antiguo compañero de College, de la que no digo nada, porque el final de la entrevista es todo un golpe de efecto que deja sin aliento al espectador. El contrapunto, si bien deberíamos hablar del «compunto», a tenor de la cercanía que hay entre el viejo escritor y el escritor joven, lo representa Jonathan Pryce un viejo autor de éxito que aloja en su casa de campo al joven discípulo que ha conseguido un éxito relativo con su segunda novela, y a quien invita convertirse en profesor de escritura creativa en un College, mientras comparte la casa con él y con su hija, aunque la oposición de esta a compartir el espacio familiar con un auténtico extraño logrará que el joven se mude a un piso.

         La apertura de la historia, en la que queda el autor con una antigua novia para reprocharle que no hubiera creído jamás en él y que hubiera considerado una exceso de infantilización su aspiración de convertirse en un autor de éxito, marca, para el resto del metraje, el bloque granítico de la personalidad misántropa del joven, a lo que ha de añadirse una clara tendencia depresiva ante la banalidad y superficialidad del común de los mortales. Incluso se separa de su última pareja, la encarnada por una excelente Elisabeth Moss, quien ha de hacer un enorme esfuerzo para no solo aceptar que la abandone ese pedazo de mastuerzo con quien vivía, sino para rechazar, tiempo después, que él quiera retomar su historia común donde la dejaron, «como si nada hubiera pasado», la enésima prueba de la ausencia total de madurez del escritor metido a nefasto profesor…

viernes, 9 de septiembre de 2022

«Honor de cavalleria» y «Liberté», de Albert Serra, otro…cine.

 

Título original: Honor de cavalleria

Año: 2006

Duración: 110 min.

País:  España

Dirección: Albert Serra

Guion: Albert Serra. Novela: Miguel de Cervantes

Música: Ferran Font

Fotografía: Christophe Farnarier, Eduard Grau

Reparto: Lluís Carbó, Lluís Serrat, Albert Pla, Glynn Bruce.

 









Título original: Liberté

Año: 2019

Duración: 133 min.

País:  Francia

Dirección: Albert Serra

Guion: Albert Serra

Fotografía: Artur Tort

Reparto: Helmut Berger, Marc Susini, Baptiste Pinteaux, Iliana Zabeth, Lluís Serrat, Laura Poulvet, Théodora Marcadé, Catalin Jugravu, Francesc Daranas, Xavier Pérez, Alexander García Düttmann, Montse Triola, Safira Robens.

 

     Entre el disparate sin fronteras y la exploración apasionada más allá del clasicismo: dos muestras desiguales de un cineasta que no deja indiferente.


        Ignoraba por qué me resistía a ver la primera película estrenada públicamente de Albert Serra, Honor de cavalleria, pero en cuanto se ha acabado, he sabido plenamente por qué, y me veo en la obligación de explicarlo, sobre todo para avisar a los incautos, ingenuos y modernillos. Anticipo, para los suspicaces, que Història de la meva mort y La muerte de Luis XIV me parecieron dos obras muy notables e interesantes, e intuyo que su última película, cuya presentación vi en el programa de televisión «Días de cine», Pacifiction,  tiene todos los números para gustarme. Sin embargo, y por muy diversa razón, Honor de cavalleria y, en menor grado, Liberté, no me han parecido películas logradas, aunque la última, Liberté, tiene unas cualidades formales muy apreciables, en parte despreciadas por la escenificación ritual y archirrepetida de las transgresiones sexuales del libertinaje, toda ella servida en una constante oscuridad de la que emergían a veces, con brillo propio, pero muy relativo interés, los perfiles de las turgencias carnales y los rasgos severos decrepitud de los viejos aficionados a las perversiones de tan limitado repertorio. La excelente fotografía, el color tangible, la boscosa puesta en escena y la construcción narrativa que nos hace atravesar una noche, casi en plano fijo, para acabar la película con un brillante amanecer, son virtudes que no justifican el encomio de la obra, que peca no tanto de morosa cuanto de irrelevante, porque la transgresión sexual de los nobles con las novicias no constituyen ni una novedad ni, sus imágenes, una descarga eléctrica en la mirada de los espectadores. Compárese con el  Salò de Pasolini, por ejemplo…

         Mi indignación, no obstante, se centra en la interpretación libérrima que hace Albert Serra de los personajes de Cervantes para  mostrárnoslos «fuera de campo» de su archiconocida historia, esto es, en los descansos de sus variopintas hazañas y en una intimidad cotidiana alejada de los destinos trascendentales de ambos personajes. No acabo de entender, ciertamente, qué necesidad tenía el director de escoger a personajes tan señalados para una película que bien podría haberse inspirado en la obra de Llull Llibre de l’orde de cavalleria, sin necesidad de obligar a los espectadores a situarse en una comparación constante de la complejidad de los personajes de Cervantes frente al estereotipo bucólico que nos ofrece Albert Serra. Incluso podría haber ido más allá de la novela y ofrecernos la secuela bucólica que le propone Sancho a su señor, convirtiéndolo en el pastor Quijótiz, para evitar que muera y lo deje desamparado.

         Sé que puede malinterpretarse lo que voy a decir, pero como lo he vivido durante la proyección, ahí voy: la versión libérrima de Serra prueba que la historia de don Quijote no podía haber nacido en el ámbito de la catalanidad, que hay en los personajes cervantinos una «cordialidad» profunda y un amor al «diálogo» que chocan profundamente con el tarannà esquerp de ambos personajes en su «versión catalana». He de reconocer que cada vez que Lluís  Carbó (QEPD) gritaba sus «Sanchu!» , y a fe que lo hacía reiteradamente, se multiplicaba por años luz la distancia entre el original de Cervantes y esta transgresión de todos los respetos habidos y por haber, llegando incluso a lo más parecido a la versión paródica de una creación universal que, en la película de Serra, se empequeñece hasta la nanosidad, si no es permitida la expresión, dada la insignificancia del caballero y del escudero.

         La cámara va siguiendo a ambos personajes por lo que, de acuerdo con el original, más parece Sierra Morena que los secarrales de La Mancha por donde andaban caballero y escudero en plena y desesperante canícula. Y lo primero que le choca al espectador es el pavoroso silencio que se adueña de la historia, cuando el original bien pudiera considerarse casi una novela dialogada. Serra es muy libre de ofrecer «su» versión de ambos personajes, pero el problema radica en la falta de asentimiento del espectador a esa visión. Es cierto que hay muchos planos verdaderamente notables, e incluso alguno de ellos sobrecogedor, pero el conjunto se nos ofrece como una historia deslavazada, totalmente carente de interés y más propia de una improvisación constante que de un plan minuciosamente urdido para, pongamos por caso, ofrecer una imagen insólita, aunque sea inverosímil, de los populares personajes. El silencio, por más que en el cine de Serra adquiera un relieve casi de protagonista, no basta para «comulgar» con la narración. La ausencia evidente de un sentido narrativo, más allá de mostrarnos a los personajes en los «descansos narrativosω de la obra de Cervantes, fortalece la impresión de estafa que, al menos este espectador, ha sufrido durante el visionado de la película. Mientras la veía, mi hija iba entrando en el campo para sumarse a mi visionado, y, enalteciéndole yo la película como una obra maestra del Séptimo Arte, miraba a los tres, a Sancho, a don Quijote y a mí, y se hacía cruces sobre quién daba más muestras de auténtica locura: si ellos o yo.  En fin, tenía que verla, estaba claro, porque uno se obliga a ciertas cosas con insólita disciplina. Y ahí espera El hombre que mató a don Quijote, de Terry Gilliam, que me resisto a ver a pesar de que a mi amigo Joselu, de excelente criterio cinematográfico, le pareció una obra magnífica.

         Está claro que ciertos referentes artísticos universales no siempre son fáciles de adaptar desde una óptica tan excesivamente subjetiva como, en este caso, la de Albert Serra, quien gana mucho con producciones costosas en las que apreciar complementos narrativos como el vestuario, la puesta en escena y la fotografía.