sábado, 21 de diciembre de 2024

«Amor prohibido», de Frank Capra «pre-code»…

 

Un intenso melodrama que desnuda la doble moral política en Usamérica.

 

Título original: Forbidden

Año: 1932

Duración: 83 min.

País:  Estados Unidos

Dirección: Frank Capra

Guion: Jo Swerling. Historia: Frank Capra

Reparto: Barbara Stanwyck; Adolphe Menjou; Ralph Bellamy; Dorothy Peterson; Thomas Jefferson; Charlotte Henry; Oliver Eckhardt.

Fotografía: Joseph Walker (B&W).

 

          Son tenues las fronteras entre el melodrama y el folletín, sobre todo en cuanto a las acciones se refiere, otra cosa, después, es el dibujo de los personajes y su condición compleja, lo que puede hacer decantar la historia de una u otro lado. Hay en el folletín una suerte de presentación  estereotipada de la realidad que nos aleja irremisiblemente del sentimiento, en sus diferentes grados. El melodrama, sin embargo, es una exaltación del sentimiento que nos arrolla y nos permite profundizar en la intimidad de los personajes que los experimentan. Amor prohibido es una película rodada antes de que se implantara de manera coercitiva y generalizada el famoso código Hays, y de ahí lo de título pre-code, que constituye, de por sí, una clasificación de las películas: antes y después del código Hays. El hecho de la maternidad asumida por una mujer soltera o el más banal del adulterio, por ejemplo, caían del lado de lo prohibido. Capra supo entender las necesidades emotivas de los espectadores usamericanos y es autor de un clásico navideño eterno: ¡Qué bello es vivir!, pero también lo es de este título que tiene tanta heroica abnegación como amarga hipocresía y es, al mismo tiempo, una compleja y bella historia de amor. ¡Qué curioso resulta ver una película cercana a su centenario con el mismo interés que una actual!

          El arranque de la película, una mujer insatisfecha con su vida, que coge todos sus ahorros y decide invertirlos en un viaje de placer en un crucero, una mujer a quien el banquero se toma la libertad de regañarla porque le parece que está haciendo una tontería al retirar todos sus fondos, lo cual nos habla de la pequeña población en la que vive, viendo la vida pasar e imaginando el glamur de la «otra realidad», la que tópicamente se representa con el cava, los bailes, la seducción amorosa, los viajes, la despreocupación, la frivolidad…, es decir, no tanto una vida intensa cuanto una vida liviana, ajena a las monótonas y repetidas obligaciones cotidianas, como si en ellas solo hubiera presencia y recordatorio de la soledad y la muerte.

          Decide embarcarse en un crucero y, tras cenar en el gran salón del barco más sola que la una, despechada por su fracaso, se retira a su habitación, habiendo sido la comidilla de parte de los camareros y los músicos por ser «una» para cenar. Una casualidad de tipo moderadamente alcohólico la lleva a encontrar otro viajero en su camarote, quien ha confundido su habitación, la 99 por la 66 de ella. Ella es una jovencísima Barbara Stanwyck; él, un varón de cierta edad que responde por Adolphe Menjou, o sea, una vieja gloria del cine y una renovación en cierne. Cómo  el destello de la empatía, el afecto e incluso el amor surge entre ambos, de tan distinta edad, pero ambos necesitados de sólido afecto, es uno de esos milagros aún mayores que el de la película navideña del autor… Pero al espectador, al margen de chocarle, no le importa, porque, al menos ella, vive una situación casi «desesperada», en el plano afectivo y en el de la ilusión de un «romance» que pueda incluir en su haber vital antes de que la enojosa sombra de la soltería irremediable asome en su horizonte vital. El misterio sobre la condición profesional de él alimenta una intriga que no tarda, sin embargo, en resolverse, porque, al volver del viaje e incorporarse cada uno a su trabajo, él confiesa que está casado y que no abandonará jamás a su mujer, inválida, aunque solo la quiera a ella y desee estar con ella cuanto pueda. La situación no es lo que la protagonista esperaba, y cuando él se presenta como candidato a Gobernador del estado, ella se aparta para que su relación no lo perjudique. Pero, ¡ay!, los frutos del amor no están en nuestra mano, y tras debatirse entre aceptar a su criatura o darla en adopción, decide tenerla y criarla.

          Una trama paralela va creciendo en forma de la inquina que el director del diario donde ella trabaja, quien la ama casi sin esperanza de ser correspondido, le tiene al Gobernador y contra quien batalla periodísticamente cuando se presenta a la elección como senador. El azaroso encuentro de los tres en un parque desata la investigación periodística, porque la hija de ambos ha llamado «papá» al candidato, de quien se ignoraba que tuviera descendencia. Nada me extrañaría que esta historia rocambolesca, porque la protagonista acabará convertida en la niñera de la hija que como adoptada le presenta el candidato a su mujer cuando vuelve de la cura de su invalidez en Europa, hubiera influido en la película La novena sinfonía (Acorde final), de Douglas Sirk, ya comentada en este Ojo, y con una historia muy parecida a la presente.  Las diferencias caligráficas son enormes, pero Capra narra con una agilidad que prescinde de cualquier ornamentación, aunque, sea el espacio que sea, un parque, una redacción, una convención del partido o el humilde apartamento de la protagonista, la adecuación es perfecta. Da la impresión de que todo lo quiera centrar en la evolución de esa narración que se desarrolla ante nuestros ojos con una duración temporal de la historia que no nos ahorra el comienzo de la vejez de los personajes.

          La posición intermedia de ella entre el periodista perseguidor del escándalo moral de un político y la hipocresía, al parecer pactada con ella, del político que no quiere renunciar a su vida política ni al verdadero amor de su vida, confiere a la protagonista una condición de mujer atormentada que, no obstante su delicada situación, sabe escoger aquello que siempre vuelve a ella con la fuerza del amor primero: 66 y 99. Y no cuento más de la historia, porque hay película que hacen de ella, más allá de los recursos técnicos, su verdadero interés y los espectadores tienen derecho a que no se la chafen. A los fieles de ¡Qué bello es vivir! les va a llamar la atención una película tan atrevida y cruda para el año en que fue rodada. Y descubrirán a dos estrellas del cine, una en ascenso y la otra en fase de despedida, formando la más insólita de las parejas convincentes que se hayan visto en el cine.

         

viernes, 20 de diciembre de 2024

«Murallas de silencio», de Hugo Fregonese, la artesanía ejemplar.

El reverso edénico de la jungla de asfalto, un thriller con remanso social. 

Título original: One Way Street

Año: 1950

Duración: 79 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Hugo Fregonese

Guion: Lawrence Kimble

Reparto: James Mason; Märta Torén; Dan Duryea; Basil Ruysdael; William Conrad; Rodolfo Acosta; King Donovan; Robert Espinoza; Tito Renaldo: Margarito Luna;

Emma Roldán: George J. Lewis; Rock Hudson; Jack Elam.:

Música: Frank Skinner

Fotografía: Maury Gertsman (B&W).

         

          Reconozco que he tenido que repasar de nuevo la película para descubrir la aparición de Rock Hudson, y les anticipo que, aunque irreconocible, solo aparece en los dos últimos minutos. Atentos, pues. Al margen de James Mason y Märta Torén —a quien acabo de ver en Destino: Budapest, de Robert Parrish—, protagonistas, aparecen gloriosos eternos secundarios como Dan Duryea, William Conrad o el «malo» por excelencia Jack Elam, con muchísimo mayor papel que ese joven altiricón que acaso ni por Rock Hudson fuese conocido entonces, sino por el de Roy Fitzgerald. Ahí queda esa referencia como prueba de que todos los estrellatos surgen de la nada del «sin acreditar».

          Fregonese, de quien ya hemos criticado en este Ojo su película Jack el Destripador, con un enorme Jack Palance, fue un director argentino que rodó en medio mundo y cultivó casi todos los géneros, una suerte de artesano de excelente nivel que permitía el lucimiento de las grandes estrellas que atraían al cine a los espectadores. En este caso ensayó el género negro, con un planteamiento académico en su primer tercio: la banda, el botín en un maletín de médico, un herido, el jefe que intimida, Dan Duryea, uno de los iconos del cine negro, un apartamento aséptico, una rubia de ojos de mirada derretida o acerada y un médico que orquesta el robo del botín con una estratagema que permite la huida sin contratiempos del doctor y la «muñeca» del jefe, a quien el doctor le dice que le ha administrado un veneno cuyo antídoto solo le dirá dónde encontrarlo cuando él y la chica hayan podido  tener una hora de camino sin que nadie los siga, aunque los dos ladrones de ladrones ignoran que otro compinche ha oído lo que sucedía a través de la puerta y decide esperar a la pareja en el interior del coche en el que huyen, para hacerse él con el botín y dejar que el jefe siga creyendo que es «la parejita» quien lo tiene. El escenario de los apartamentos, y son estupendos los planos  en picado y contrapicado que permiten, tienen el diseño rectilíneo de una trampa, y la distancia del portal al coche se ve casi como la travesía del Mar Rojo o una frontera poderosamente vigilada. Un miembro de la banda caerá acribillado por el jefe envenenado cuando intenta abrir la ventana para dispararles desde el alto piso donde contemplan, inermes, la huida del doc y la «traidora», que es, sin embargo, más importante para el jefe que el propio botín.

          La huida y la venganza son los ejes de la acción, pero, por esos azares del destino, la avioneta privada en que viajan hacia Ciudad de México sufre una avería y han de hacer un aterrizaje de emergencia. Todo tiene la pinta de una confabulación para robarles, aunque ignoran que lleve un botín con esa cantidad. Aparece un cura ambulante y, más tarde, unos bandidos a los que solo disuade de actuar la revelación del cura de que acaba de cruzarse con un capitán del Ejército, quien tampoco tarda en aparecer. El cura los acompaña a una aldea donde son recibidos con amabilidad y con desconfianza. La curandera local no tarda en establecer una rivalidad con el doctor, quien, mientras no llega el avión que los «rescate» para seguir su camino, decide acceder a los requerimientos de sus servicios y comienza a actuar profesionalmente, no solo como médico, sino también como veterinario.

El intermedio bucólico en una pacífica y apartada villa de la geografía interior mejicana se convierte en el reverso de la vida delictiva y amoral que habían llevado hasta entonces, al servicio de la banda y sin ningún horizonte de realización personal exultante. De hecho, el doctor acaba recuperando el profundo sentido humano de su profesión en esa arcadia pobre donde aún tienen su importancia los valores, los principios, el bien y la honestidad. ¡Por favor, que nadie entienda esto como una suerte de homilía religiosa o la enésima exaltación de los valores populares sin la mediación nefasta del progreso urbano! Claro que los personajes, que huyen porque han de esconderse del despechado y engañado jefe de la banda, a quien el doctor no suministró ningún veneno, sino una aspirina disfrazada, viven en el lugar como en un remanso de paz que les hace incluso olvidar el origen de su llegada, lo cual favorece un acercamiento entre ambos que no existía cuando el hastío los puso de acuerdo para huir de la vida que llevaban; pero incluso en ese paraíso no dejan de pensar en la posibilidad de ser descubiertos.

El contraste entre los claroscuros del thriller y la todopoderosa luz del campo mejicano nos hablan casi de dos películas distintas, pero el reencuentro con los ladrones que quisieron robarles cuando, tras el aterrizaje forzoso, vivaquearon, pone un punto de dramatismo a la historia que los devuelve a la amarga realidad de la extensión del mal. Me van a perdonar que suspenda en este punto la crítica, pero el desenlace es deudor de un tiempo y unos valores a los que los estudios se ajustaban escrupulosamente. Y del mismo modo que la policía nunca pierde; no hay muerte sin castigo.

La actuación de Mason y Torén es muy convincente, y se ha de reconocer que no era fácil conferir individualidad a unos personajes directamente emparentados con los tipos del género; y lo mismo pasa con Dan Duryea, un actor que ha ido creciendo en mi estimación a medida que veo más películas suyas, lo mismo que me pasa, por cierto, con Robert Ryan. No se trata de una obra maestra del género, pero el intermedio social en la villa mejicana le otorga un punto de exotismo muy interesante, sobre todo porque la condición sudamericana de Fregonese impide una visión neocolonial pura y dura.

jueves, 19 de diciembre de 2024

«Un juego para seis amantes», de Jacques Doniol-Valcroze.

 

Una película del fundador de Cahiers du Cinéma: esteticismo del XX para una trama galante del XVIII.

 

Título original: L'eau à la bouche

Año: 1960

Duración: 95 min.

País: Francia

Dirección: Jacques Doniol-Valcroze

Guion: Jacques Doniol-Valcroze, Jean-José Richer

Reparto: Bernadette Lafont; Françoise Brion; Alexandra Stewart; Michel Galabru; Jacques Riberolles; Gerard Barray; Florence Loinod; Paul Guers.

Música: Serge Gainsbourg

Fotografía: Roger Fellous (B&W).

 

          A raíz de haber visto esa muestra del cine de Doniol-Valcroaze, me he atrevido con La delación, una trama policial con trasfondo político, para conocer el autor. Si la que critico ha sido poco vista, la segunda es totalmente desconocida en nuestro país. No creo que el autor tenga tan poco interés como para no sentarse y ver algunas de sus películas, llevadas con buen pulso y una caligrafía fílmica más que notable en el terreno de la puesta en escena, del movimiento de cámara, de los encuadres, de la iluminación y del trabajo de los actores y actrices; un conjunto, en definitiva, que consigue atraer la atención de los espectadores hacia lo que ocurre en pantalla.

          En una mansión decorada de forma muy barroca se suceden muy escasos acontecimientos: la lectura de un testamento y el encuentro de familiares que no se han tratado. El ambiente describe los usos y conductas de personajes de alta extracción social, de un empresario de la fotografía y, como contrapunto, la vida de los criados que los atienden, sin que ello convierta la película en una suerte de Gosford Park, de Robert Altman, aunque sí que se parece a nuestras comedias amorosas del siglo XVII, en las que a las parejas de enamoradas les daba la réplica la misma situación entre los criados, de forma más o menos solemne entre los primeros, y de forma cómica entre los segundos. De hecho, en esta, abstracción hecha del imponente protagonismo de la mansión, fotografiada por todos los lados posibles, la vía narrativa del intento del mayordomo de asediar y conquistar a la nueva doncella que ha entrado al servicio de la casa tiene bastante más interés, aun  en sus alocadas secuencias, que los amores cruzados de personajes que parecen reproducir los esquemas amorosos del libertinaje del siglo XVIII, en cuanto a la libertad de las costumbres, la ausencia de compromisos y la constante tensión erótico-amorosa que da pie a secuencias  de intenso erotismo reprimido, al menos hasta que llegue el momento adecuado en que Natura obre su curso y cierre las relaciones que guardan alguna sorpresa.

          El reencuentro de los primos, que es, en realidad, como un primer conocimiento, viene acompañado de la impostura de la pareja de la prima, que se hace pasar por su hermano, aunque tienen una relación abierta y no dudan en provocar que acaben en los brazos de otros. De hecho, el juego se reduce a las dos parejas: Milena y el fotógrafo y Seraphine y el notario, cuyos procesos de acercamiento conforman, en realidad, la historia de la película, junto con el de los criados, muy graciosos ambos. Si una parte de la Nouvelle Vague que se gesta en la revista creada por Doniol-Valcroze tiene que ver con sacar las cámaras a la calle y rodar en ella la vida que se organiza ante su mirada, en este enredo amoroso bien puede decirse que la calle es el castillo, la mansión, rodada de todos los modos que el noble edificio permite: Desde los tejados hasta la piscina con un pequeña balneario en su interior, donde se ruedan unos planos muy hermosos de  Milena nadando desnuda, del mismo modo que son hermosos los paseos por esos tejados donde se suele esconder una niña, la hija de la cocinera, que  funciona en la película, con notable encanto, como una suerte de depositaria de los secretos, dado que Seraphine, tras el amanecer de la noche de amor, desaparece, porque se ha dado cuenta de que ha perdido a su amante, el fotógrafo, quien se ha enamorado de la esquiva Milena que le ha ido dando largas casi toda la noche, a pesar de desearlo clamorosamente. La decoración abigarrada del castillo le permite al director componer algunos planos magníficos, que a mí me han recordado, en cierta manera, el preciosismo espectacular de la obra maestra de Agnès Varda: Cleo de 5 a 7, una cima que pocos directores de su generación han igualado.

          La música la puso Serge Gainsborough, y suya es también, la interpretación de la canción que da título a la película: L’eau à la bouche. El vestuario de ellas, porque el de los hombres se mueve en ese juego de camisa blanca, pantalón negro de finales de los 50 que va a durar casi media década de los 60 que abre esta película, es acorde con la casa, y la puesta en escena, con maravilloso invernadero incluido, donde Seraphine descubre la traición de su amante. Los criados amantes viven en el piso de arriba cuyo suelo de cristal permite seguir un juego vodevilesco de carreras, entradas y salidas que forman parte, como contrapunto, ya lo hemos dicho, de las relaciones nada peligrosas que se van anudando entre los burgueses.

          La película, insisto en ello, es una obra en la que dé la impresión de que todo se vaya improvisando y, de hecho, ni siquiera el descubrimiento de la falsa identidad del primo, convertido en el fotógrafo que, sí, es su socio en el negocio, pero nada más, altera en modo alguno las relaciones de los personajes, y se encaja como parte del juego galante a que el amor y la pasión obligan. Lo importante, a mi modo de ver, es seguir todas esas estratagemas del amor en un escenario privilegiado  que va ocupando un papel protagonista en la película. No hay propiamente un desenlace que yo pueda arruinar, pero sí hay una pequeña sorpresa que amaga con crear una intriga que no tarda, sin embargo, en resolverse. No ignoro que no es una película para todos los gustos ni públicos, pero el fuerte componente visual de la realización y el gusto exquisito por lo artístico, tanto lo decorativo como propiamente lo arquitectónico, permiten construir una película que se sigue con enorme placer de los sentidos.

lunes, 16 de diciembre de 2024

«El rey del tabaco», de Michael Curtiz o no todo es «Casablanca»…

 

Un melodrama canónico: amor, venganza, poder…, con la dupla de El manantial, de Vidor.

 

Título original: Bright Leaf

Año: 1950

Duración: 110 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Michael Curtiz

Guion: Ranald MacDougall. Novela: Foster Fitzsimmons

Reparto: Gary Cooper; Lauren Bacall; Patricia Neal; Jack Carson; Donald Crisp; Gladys George; Elizabeth Patterson; Jeff Corey; Taylor Holmes; Thurston Hall.

Música: Victor Young

Fotografía: Karl Freund (B&W).

 

          Un hombre solo llega al lugar donde nació y se crio hasta que un poderoso productor de tabaco no solo arruinó a su familia sino que, literalmente, los expulsó de sus propiedades, adquiridas por él. Gary Cooper vuelve con dos objetivos: vengarse del todopoderoso empresario y conquistar el amor de su hija. Cuando el fabricante se entera de que ha vuelto a la ciudad, se apresura a presentarse en el hotel donde se hospeda y no solo lo amenaza, sino que lo golpea con su bastón en presencia de todo el mundo, momento en que el recién llegado se lo arrebata y lo parte en dos. Ahí queda refrendada en su máxima intensidad el odio que se manifiestan, sin ambages, ambos hombres: el primero, un «patricio» sureño con antiguas raíces en la zona y en el negocio del tabaco; el segundo, un hombre sin oficio ni beneficio, y poderosamente resentido, que, con insólita vista para los negocios, se propone «destronar» al patricio donde más le duele: competir con él en el los negocios e intentar arrebatarle a su hija contra su voluntad.

          El drama con trasfondo histórico se centra en la revolución que supuso la invención de la maquinaria para fabricar cigarrillos, cuyo capital inicial lo toma prestado el protagonista de un viejo amor que no lo olvida, aunque de él se proteja, porque no ignora que su verdadero amor es la hija del magnate. Aprovechando que el patricio rechaza el ofrecimiento del invento de la moderna maquinaria, el resentido emprendedor invierte en ella y, con una poderosa campaña de publicidad, consigue que los cigarrillos vayan desplazando a los cigarros puros, que son la especialidad de la zona y del patricio. Conviene tomar nota, por cierto, de que el protagonista odia los cigarrillos y prefiere fumar los puros «de toda la vida», lo que viene a ser «el auténtico tabaco» para él. Poco a poco, se expande el negocio y va acabando con las empresas rivales, a las que suma a su negocio para acabar construyendo un auténtico imperio empresarial que, andando el tiempo, mostrará un flanco débil muy fiel al espíritu emprendedor usamericano: el monopolio, lo que, a juicio de las autoridades, anula la competencia empresarial, por lo que pende de ese imperio la amenaza de  ser dividido en empresas más pequeñas para velar por el imperativo constitucional que prohíbe los monopolios, cualesquiera. Algo que amenaza, hoy, a ciertos imperios de lo digital como Amazon, Google. Apple, Meta, etc.

          Si la película es un melodrama, ello se basa en la oportuna mezcla de lo empresarial y lo sentimental, entre dos personajes separados por la clase social, pero unidos por un amor nacido en la adolescencia. La irresistible atracción que siente el protagonista por hija del patricio que arruinó a su familia se va a confundir en su actuación con la venganza empresarial que, al final, consigue, llevar al patricio a la bancarrota, lo que lo impulsa a este a buscar un duelo a muerte con el altanero hijo del vecino destruido. En una secuencia memorable, el fallido duelo, por la negativa del protagonista a luchar contra él y poder ser acusado de un asesinato, dado que el duelo está prohibido, desemboca en el disparo a traición, lleno de odio y despecho del padre de su enamorada, quien, tras fallar en el intento de matarlo —simplemente lo hiere en un costado—, recoge sus pistolas, se mete en su cabriolé y se descerraja un tiro. Al espanto del caballo, que piafa en primer plano antes de arrancar, le sucede una carrera alocada que, a dos planos de distancia, concluye su recorrido estrellándose contra la puerta de la mansión del suicida, cuyo cuerpo queda extendido, trágicamente, entre el coche y el suelo…

          A esa muerte le sigue el matrimonio de la hija, quien estaba dispuesta a casarse con o sin permiso del padre, lo que había llevado la tensa situación a un enfrentamiento entre ambos que concluye poco menos que con la exclusión de la hija de la estirpe familiar, pues el padre, arruinado pero altivo, reniega de ella, poco antes de intentar el duelo que acaba como acabamos de ver.

          Estamos ante una película muy curiosa, pues el protagonista, cuyo objetivo vital máximo era conseguir la casa y la hija de quien estuvo y sigue estando enamorado, va a sufrir una evolución que, paradójicamente, va a transformarlo en lo más parecido a la persona que él más odiaba, a juzgar por cómo pretende llevar de un modo despótico un negocio en el que se inició con el capital prestado por la dueña de un burdel, enamorada de él e incapaz de luchar por él contra la abducción letárgico que ejerce su rival, la hija del patricio; el inventor de la maquinaria y un buhonero vendedor de crecepelos, a quien defiende en una riña tumultuaria que dará con los huesos de ambos en la cárcel, de donde los saca la dueña del burdel.

          Más llamativo aún es, estamos en un periodo finisecular, la intuición de que, frente al negocio del tabaco, el ingeniero inventor de la maquinaria intuye que los vientos de la fortuna empresarial soplarán a favor del invento del coche, lo que lleva a una estampa muy curiosa que añade una de esas gotas de humor que tiene la película y que van cediendo ante la verdadera dimensión de la tragedia que se va a ir desarrollando cuando menos el espectador lo imagina, como una suerte de veredicto de Temis, ¡o acaso de Minos!…

          La película, con una ambientación y un vestuario muy logrados, fluye, aun teniendo muy pocos espacios en los que se desarrolla, con un excelente ritmo, y destaca, a mi juicio, la larga secuencia de la subasta de los tabacos de Virginia —el título original, por cierto, Bright Leaf, alude a un particular tipo de hoja de tabaco, y ese será el nombre con el que sustituirá el protagonista el nombre de la mansión de su rival—, en nada disímil de las habituales de las lonjas de pescadores, por cierto. Lo importante aquí es cómo el afán acaparador del protagonista empuja a los viejos fabricantes del lugar a comprar la mercancía mucho más cara, lo que inicia el proceso de liquidación de sus fábricas.

          Y no digo más, porque la trama se enreda de un modo insospechado, como corresponde a un buen melodrama, y en el desenlace todas las cuentas se ajustan, inexorablemente. Cooper y Neal, pareja en la vida real, destacan por la solidez de sus composiciones, pero llama la atención la excelencia de una actriz llamada casi a eclipsar a ambos: Lauren Bacall. ¡Perfecta!

«Los que se quedan», de Alexander Payne.


 Una Navidad distinta: un vistazo a los recovecos de las almas torturadas.

 

Título original: The Holdovers

Año: 2023

Duración: 130 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Alexander Payne

Guion: David Hemingson

Reparto: Paul Giamatti; Dominic Sessa; Da'Vine Joy Randolph: Carrie Preston: Gillian Vigman; Tate Donovan: Michael Malvesti: Pamela Jayne Morgan; Greg Chopoorian; Dustin Tucker; Ian Lyons; Bill Mootos; Howard Breslau; Osmani Rodriguez; Jon DiVito;

Matt DiVito; Ian Dylan Hunt; Michael Provost; Brady Hepner; Oscar Wahlberg; Naheem Garcia; Colleen Clinton.

Música: Mark Orton

Fotografía: Eigil Bryld.

 

          Los descendientes, magnífica película de Payne, ya fue un ejercicio de análisis psicológico del que el director sacó frutos extraordinarios. Lo mismo, en un contexto muy distinto, sucede con esta película de anécdota navideña que acaba convirtiéndose en un drama que desnuda los prístinos valores morales de quien se nos presenta como el clásico cínico que soporta sus tareas profesorales con el olímpico desprecio de quien contempla desde su superioridad formativa a los jóvenes canallas que se maleducan en las mil y una maneras de trepar en la vida al margen de la ética de la responsabilidad.

          Llega la Navidad y algunos alumnos han de quedarse en el internado, de estilo victoriano, donde estudian, en Nueva Inglaterra, cerca de la capital de Massachusetts, Boston. Algunos de ellos son alumnos del profesor de Estudios clásicos, Paul Hunham, un divertido Paul Giamatti que, tras quedarse solo al cargo de la custodia del alumno más problemático, Angus Tully, interpretado con absoluta convicción por Dominic Sessa, ira perdiendo las capas defensivas con que se protege frente a la íntima realidad de su fracaso existencial y profesional, a medida que evolucione la situación y se le vaya de las manos, hasta cierto punto, la relación con el muchacho.

          En cuanto quedan solos en el gran internado, un centro educativo al más puro estilo británico, tiene uno la sensación de que vamos a entrar en una película de terror al estilo de El resplandor, de Kubrick, por esos recorridos de celador que hace el profesor. Junto al profesor y a los alumnos se queda con ellos la cocinera que los atenderá, una mujer que acaba de perder a su hijo de diecinueve años en la guerra de Vietnam y está viviendo un luto dolorosísimo. La actriz Da’Vine Joy Randolph representa con exquisitez los variados matices de la madre entre doliente y airada, y desarrolla una relación con el profesor muy particular. Con todo, una vez que han venido a «rescatar», a última hora, a cuatro de los alumnos castigados, el verdadero meollo de la película estriba en la relación casi entre iguales que se establece entre el profesor y el alumno cuya madre no va a buscarlo para pasar las Navidades con ella, porque son las primeras con su nuevo marido y quiere entrar en la vida de este poco a poco, algo que le parece incomprensible al hijo.

          Se ha vuelto una tradición audiovisual repetir ciertas películas en dos festividades muy marcadas, de confesión cristiana: Navidades y Semana Santa. ¿Cuántas veces ha visto cualquiera Qué bello es vivir, de Capra, siempre con la misma emoción…? Los que se quedan es una película navideña, eso es innegable, pero sería algo así como la versión triste de los perdedores, magníficos en su grandeza y hasta heroicos en algunas de sus decisiones, influidos, sin duda, por ese milagro que es siempre la aparición de las relaciones humanas movidas por la calidez sin par del afecto, del cariño, de la empatía, de la solidaridad y, sobre todo, de la generosidad, que es lo que ocurre cuando los tres habitantes solitarios del colegio deciden ir a pasar el día de Navidad en Boston, una licencia que tendrá, más tarde, sus correspondientes efectos dramáticos, pero eso ya pertenece a un desenlace que solo en parte nos sorprende, porque se manifiesta en él una suerte de redención individual muy hermosa y emotiva.

          He tenido en todo momento la sensación de estar viendo una película francesa, porque la vida torturada del joven Angus —y el propio nombre ya indica un cierto estado kierkeggardiano—, el único alumno del profesor que aprueba, me ha recordado Los cuatrocientos golpes de Truffaut y Adiós, muchachos, de Malle. Hay en las maneras y en las miradas torturadas del joven no querido por su madre, una indefensión tan fuera de lo común que el espectador, a pesar de lo que ve, y de sus maneras desafiantes, intuye una gran tragedia en su vida. Todo ello se va a ir descubriendo a lo largo de los días que pasará en compañía del profesor con quien acaba estableciendo una relación de complicidad que anuncia un intercambio de confidencias sobre sus propias vidas que nos obligará a contemplarlos, a ambos, de muy diferente manera de como se presentan ante nosotros al inicio de la película. El punto culminante acaso sea cuando el joven engaña a su profesor para ir al cine y, durante la proyección, pretextar que va al lavabo para escabullirse e ir a donde «necesita» ir que no es otro sitio que al sanatorio mental donde está internado su padre, de quien él suele decir a quienes le preguntan por él que está muerto. La entrevista del padre y del hijo es de una emotividad francamente impactante, del mismo modo que, a su manera, lo es el encuentro accidental del profesor con un viejo compañero de estudios que trepó gracias a plagiarlo a él, y ante quien representa una vida de éxito académico que choca con lo que sabemos de él, aunque en esa representación colabora el alumno, para sorpresa de su profesor.

          Lo sorprendente de esta película de Payne es el modo como desde la vivencia de lo cotidiano, sin aspavientos ni afectaciones, ni mucho menos imposturas, el discurso existencial de ambos personajes va creciendo hasta un desnudamiento pudoroso pero intenso de sus desdichadas vidas, lo que los iguala y vuelve cómplices, y permite a los espectadores asistir al prodigio de la emergencia de la verdad abriéndose paso entre las capas de mentiras con que todos construimos la versión que estimamos oportuna de nuestra vida. ¡Y cómo se agradece esa metamorfosis liberadora! Boston es el marco de este ejercicio, lugar donde reside la hermana embarazada de la cocinera, quien pasa con ellos el día de Navidad, lo que contribuye a aliviar en parte ese duelo que la destroza y le tiene agriado el carácter, aunque no se recata a la hora de afearle al profesor su insensibilidad ante las necesidades de los castigados en fechas tan señaladas.

          No estamos ante una película que fomente la tópica «alegría de vivir» o los almibarados «buenos sentimientos», que parecen lo propio de la Navidad, sino ante una obra profunda sobre los recovecos del alma humana, allá donde no dejamos que nadie acceda, salvo en circunstancias extraordinarias, y esa es la Navidad de que se hace bandera en la película, por supuesto.

          ¡Y que disfruten del desenlace!

domingo, 15 de diciembre de 2024

«El forastero», de William Wyler, en estado de gracia.

Un recital de dirección, interpretación (Cooper vs. Brennan) y la fotografía de un maestro de maestros: Gregg Toland.

 

 

Título original: The Westerner

Año: 1940

Duración:100 min.

País:  Estados Unidos

Dirección: William Wyler

Guion: Jo Swerling, Niven Busch. Historia: Stuart N. Lake

Reparto: Gary Cooper; Walter Brennan; Doris Davenport; Fred Stone; Forrest Tucker; Paul Hurst; Chill Wills; Lilian Bond; Dana Andrews: Charles Halton; Trevor Bardette; Tom Tyler; Lucien Littlefield; C.E. Anderson; Stanley Andrews; Arthur Aylesworth; Bill Beauman; Hank Bell.

Música: Dimitri Tiomkin

Fotografía: Gregg Toland (B&W).

 

          Solo la presencia de Gregg Toland, justo antes de rodar con Welles Ciudadano Kane, serviría para justificar el visionado de esta película de Wyler que a buen seguro suscitó la sana envidia del gran John Ford. Si añadimos la presencia del eterno secundario de Ford, Walter Brennan, en un papel hecho a su medida, la película aspira ya a la condición de «grande»; pero si le sumamos la presencia de un Gary Cooper socarrón, despistado, vaquero libre que tiene el cielo por techo y galán a su pesar, es muy probable que continuemos acercándonos a donde quería yo llegar desde el principio: «obra maestra»… Es término que se aplica a veces con demasiada facilidad, y en cuanto a películas del oeste se refiere es nutrido el grupo de las que recibe tal calificativo, con total merecimiento. Añadamos, para redondear la historia, que la trama se desarrolla en el contexto de la enconada lucha entre ganaderos y agricultores durante la «conquista del oeste», lo cual, en sí mismo, no añade galones, cierto, pero cuando aparecen secuencias como las del incendio, por fuerza hemos de rendirnos al carácter épico de un rodaje excepcional. Por si faltaba algo para acabar de perfilar el uso que hacemos de la maestría en relación con esta película, quizá hayamos de recordar que el juez Roy Bean es devoto admirador de la cantante Lily Langtry, lo que le servirá al forastero, alegando haberla conocido, evitar ser ahorcado por robar un caballo, del mismo modo que la película se abre con el ahorcamiento de un granjero que, al defenderse de los ganaderos, mató un novillo. Esa devoción constituye una línea narrativa que nos llevará a un desenlace espectacular que rompe las leyes habituales del western, porque, en vez de en la calle mayor de la localidad, el temible duelo se celebra en el patio de butacas de un teatro donde, finalmente, actuará la cantante, y para cuya actuación el juez Bean ha comprado todas las localidades, de modo que solo él pueda disfrutar del espectáculo. Aún nos queda por añadir a modo de comparación de las clásicas de la mala educación, según la pacatería tradicional, que hay una versión sobre las aventuras de ese personaje real, Roy Bean, El juez de la horca, de John Huston, interpretada por Paul Newman en el mismo papel que Walter Brennan, y, habiendo visto las dos, puedo decir que, con ser míster Newman quien es, no le llega a la altura de la suela de los zapatos a Walter Brennan.

          La historia es una versión muy libre de la vida real del tal Roy Bean, con una vida digna de haber sido llevada al cine sin inventar nada, pero ya se sabe que las personas legendarias admiten más ficciones que documentales, de ahí la versión tan libre que vemos en El forastero. Cole Harden (Gary Cooper) es apresado por haber robado un caballo, esa es la denuncia de quien, ante el juez Bean, incluso lleva al caballo ante la barra de la cantina, que es sala de juicios, como ha sido frecuente en el género, para que «testifique» a preguntas de su dueño, lo cual el caballo hace moviendo el cuello y la cabeza de forma afirmativa. «La ley al oeste del Pecos» es el título que se autoadjudica el regentador de la cantina donde, sin ninguna preparación legal, imparte la ley del modo más arbitrario imaginable. Mientras juzgan al forastero, llega una campesina para quejarse de que hayan colgado a uno de los suyos, y acaba insultando con contundencia al «payaso» que ejerce como juez. El forastero, que ve el cartel de Lily Langtry presidiendo la cantina, se arriesga a camelar al juez con la historia de haber conocido personalmente a la cantante, lo cual, yendo de una a otra cosa, y mediando no pocas copas, le va a permitir salvar la vida. La escena de ambos en la misma cama al día siguiente, con una resaca de campeonato, tiene una comicidad que engaña, porque, a pesar de que la relación del forastero y el juez, en torno a Lily Langtry tiene no poco de comicidad, el fondo real del enfrentamiento entre ganaderos y campesinos se va a revelar como una lucha sin cuartel en la que el juez juega sucio y en la que el forastero acabará poniéndose, amor de por medio, del lado de los campesinos.

          Cuando todo parece discurrir plácidamente, tras haber mediado el forastero entre los campesinos y el juez, y cuando están a punto de iniciar la cosecha, un súbito ataque de los ganaderos con teas ardientes quema los campos de maíz y extiende la quema a las viviendas de los campesinos y sus graneros y corrales. Cuando el desánimo del espectador ante un final tan insulso choca con tan vivísimas escenas de acción, el vuelco es total hacia la mayor de las admiraciones, porque se trata de secuencias con un vigor extraordinario, del que ya antes se han dado algunos ejemplos muy significativos, como la lucha inicial entre ganaderos y campesinos o la lucha a puñetazos del forastero con uno de los campesinos, rodada con un gusto exquisito que juega con el polvo del terreno y las sombras en el suelo de los contendientes. Pero las secuencias del incendio te dejan boquiabierto, y no es la primera ocasión en que la fotografía consigue efectos tan espectaculares, porque toda la película tiene planos exteriores de insólita belleza.

          No quiero arruinarle la historia a nadie, pero el desarrollo de la película a partir de incendio no decepciona en absoluta, y menos aún cuando la historia da un giro tan grande como el de la actuación de la venerada Lily Langtry en un teatro en el que se desenlaza la película. A título anecdótico, y recordemos que estamos en Texas, que había sido mejicana hasta 184, los esbirros del juez arrancan los carteles que anuncian la actuación de la cantante, para indicar que no será posible asistir, porque el juez ha comprado todas las entradas, para disfrutar él solo de ella, y justo debajo aparece el cartel de una corrida de toros…

          Algunos defenderán que El forastero es un título menor en la filmografía de Wyler, pero, a mi juicio, tiene todos los ingredientes para verla como una auténtica obra maestra del género.

viernes, 13 de diciembre de 2024

«El terror de las chicas» y «La otra cara del gánster», de Jerry Lewis, un genio del humor.

Título original: The Ladies Man (The Ladies' Man)

Año: 1961

Duración: 106 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Jerry Lewis

Guion: Jerry Lewis, Bill Richmond, Mel Brooks

Reparto: Jerry Lewis; Helen Traubel; Kathleen Freeman; Hope Holiday; George Raft; Pat Stanley; Jack Kruschen; Doodles Weaver; Buddy Lester.

Música: Walter Scharf

Fotografía: W. Wallace Kelley.

 





Título original: The Big Mouth

Año: 1967

Duración: 107 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Jerry Lewis

Guion: Bill Richmond, Jerry Lewis

Reparto: Jerry Lewis; Harold J. Stone; Susan Bay; Buddy Lester; Charlie Callas; Vern Rowe; Del Moore;

Rob Reiner; Paul Lambert; Jeannine Riley; Leonard Stone; Charo; Frank De Vol.

Música: Harry Betts

Fotografía: W. Wallace Kelley.

 

Dos muestras dispares de un genio de la comedia «descubierto» por la Nouvelle Vague…



          Van a perdonarme, pero reconozco que tengo una debilidad especial por el arte cómico de Jerry Lewis, como actor y como director, desde siempre, desde la primera suya que vi, e incluso confieso haberme caído desde la butaca al pasillo empujado por convulsas carcajadas con no pocos de sus gags. Muchos de ellos se concentraron  en El botones, la primera película, prácticamente muda, que dirigió. Y lo hizo, además, en Miami, en el mismo hotel donde había actuado previamente con su inseparable compañero (hasta que se separaron), el cantante y actor Dean Martin. Es larga, la lista de grandes películas dirigidas por Lewis, pero admito que no se trata de un humor que se comparta fácilmente. Suele pasar. Si en algo hay más variedad que en los colores, es en el sentido del humor. El mío arranca con los Keystone Cops y sigue por la larga lista de cómicos del cine mudo, coronada por dos genios con los que Lewis se emparenta: Charles Chaplin y Buster Keaton. No es difícil, por otro lado, ver cuánto le debe a Lewis el primer Woody Allen o el coguionista de la primera de estas dos películas, convertido luego en director, Mel Brooks, a quien debemos aquella serie cómica inolvidable: Superagente 86.

          Lewis merecería no tanto dos críticas cuanto un estudio largo y detallado de una obra colosal en esa doble faceta que hemos señalado. Recordemos su participación como actor en una obra excepcional que no ha tenido el eco público que merecía: Funny Bones, de Peter Chelsom, con un prodigioso número de Lee Evans o en El rey de la comedia, de Scorsese. Siguiendo la costumbre de este Ojo, sin embargo, me ciño a estas dos películas en las que, a pesar de la distancia que las separa —The Ladies Man es una obra maestra; The Big Mouth es simplemente buena— se nos garantiza pasar un buen rato y poder apreciar buena parte de los recursos narrativos que hicieron célebre a un autor que la Nouvelle Vague francesa revisitó para acabar de conferirle el altísimo estatus que merece en la historia del séptimo arte.

          The Ladies Man —disculpen que me resista a usar el título traducido, porque reconozco que me da grima— tiene un prólogo disparatado, en la faceta de la comedia alocada, tan suya, que parece augurar un soberbio disparate, pero, una vez que el protagonista toma la decisión de mantenerse célibe, y aparece en ese decorado con un banco ante un escaparate lleno de luces, con un colorido excepcional, que acaso sirviera de inspiración remota para el banco en el parque de Forrest Gump, de Robert Zemeckis. En él busca un trabajo en la sección de Clasificados del diario y huye de dos en los que dos mujeres deleitosas lo reciben entusiasmadas. Cuando frente al banco descubre que buscan un chico soltero para trabajar en la finca y le abre la puerta una actriz como  Kathleen Freeman, el protagonista Herbert H. Heebert, se lanza a sus brazos y se dice que está a salvo. No tardamos en asistir a una soberbia escena sobre los nombres de ambos y al efecto que causa la narración de la fracasada historia de amor de Herbert, tan unido edípicamente a su madre que, en el prólogo de la película, en la ceremonia de graduación en que descubre que su novia lo ha dejado por otro, es él mismo quien hace de su madre, con una caracterización maravillosa.

          El tímido, herido y sensible Herbert Herbert, esto del nombre dará de sí lo suyo —y acaso tuviera Lewis en la memoria el Humbert Humbert de la Lolita de  Nabokov—, descubrirá a la mañana siguiente que se ha colocado en una residencia de aspirantes a artistas, regentada por una vieja estrella de la ópera, tras enviudar de su marido, aunque no hay ficción en ello, porque se trata, en efecto,  de una de las apariciones cinematográficas de la famosísima soprano wagneriana Helen Traubel. La situación, con la entrada de Herbert en el comedor en que desayunan unas cuarenta chicas que se quedan en silencio, vueltas hacia él, inicia un encadenamiento de gags, a cuál más divertido, que palidecen, sin embargo, frente a la puesta en escena de la película, porque esta se desarrolla en un escenario dispuesto como una casa de muñecas en la que la cámara sube y baja y entra y sale de todos los espacios con una asombrosa facilidad, y maravillando a los espectadores con el plano general del corte del edificio:una suerte de plano interior general que recuerda al corte de la finca de la famosísima 13, Rue del Percebe, de ese genio de las historietas que fue Francisco Ibáñez, quien a buen seguro hubiera hecho las delicias de Lewis, caso de que este hubiera podido llegar a leerlo. No serán pocos los intentos de renuncia de Herbert, pero tanto las internas como la dueña y la encargada se las ingeniarán para retenerlo. La película tiene muchas historias, de todo tipo, y son especialmente llamativas las dos colaboraciones de los dos únicos hombres, aparte de él, que entran en la residencia, George Raft, que se interpreta a sí mismo, y un habitual de sus películas, Buddy Lester, quien tendrá una participación destacada en La otra cara del gángster.

          Historia, lo que se dice historia, no la hay, sino continuos pretextos para organizar los gags que se encadenan formando una narración de despropósitos y carcajadas. Sí hay una intriga acerca de una habitación en la que nadie puede entrar y sí que la aparición de la dueña del internado, como excantante famosa, en un programa de televisión que se realiza en la casa de los invitados van a dar pie a varias secuencias antológicas. Sobre todo la de la intriga sobre el cuarto condenado, porque, tras haberse atrevido a entrar Herbert en ella, asistimos a un  número musical que bien puede competir con los muy exquisitos que aparecen en Oklahoma o en cualquier otro musical de éxito como Bodas reales o La calle 42, pongamos por caso. Y no desvelo más, porque los amantes de la puesta en escena original y  los amantes del cine musical se van a llevar una alegría completísima: ¡menudo derroche de imaginación y buen gusto!

          La otra cara del gángster, que tiene un narrador fantástico en el autor de la música de la película Frank de Vol, cuenta una historia de dobles, aunque tardaremos un poco en comprobar que el gánster pescado y el protagonista son idénticos: un pescador «pesca» en la playa a un hombre rana que, antes de morir, le pide que se encargue de las joyas que encontrará siguiendo el mapa del tesoro que le da. Al poco aparecen tres mafiosos que intentan matarlo «para siempre», porque ya se les ha escapado con vida otras veces. Se trata de una historia de confusiones que aumenta con la caracterización de Lewis usada para El profesor chiflado, lo que le permite jugar con el encargado y los policías del hotel donde, supuestamente, ha de encontrar las joyas. Añadamos un romance con una chica a quien la ingenuidad y la bondad natural del personaje de Lewis siempre acaban seduciendo, y ya tenemos los ingredientes habituales de muchas de sus películas. Un hotel es escenario que da mucho de sí, lo mismo que un parque zoológico próximo al mismo. Pero la odisea del personaje comienza, propiamente, con una divertida escena en la que le para la policía de carreteras. A partir de ahí, y, sobre todo, de la aparición de los gánsteres que acaban persiguiéndolo, los gags van subiendo notablemente de interés, aunque, en esta ocasión, Lewis tiene la deferencia de dejarles el lucimiento a sus compañeros de rodaje: Buddy Lester, Charlie Callas y Vern Rowe, el trío de gánster cuyos estados de choque cuando ven al gánster, a quien creen muerto y bien muerto, vivito y coleando son de lo más gracioso de la película. Se advierte un cierto cansancio en el cómico, quien no parece dispuesto a hacer saltos los lugares comunes del género con tanto audacia como lo ha hecho anteriormente, pero sobre ese cansancio, en directores de tan larga trayectoria, como Woody Allen, por ejemplo, sabemos mucho. Ello, sin embargo, no obsta para que aún funcione buena parte de la comicidad tradicional del autor, y aún haya gags en la película que ya quisieran muchos otros para sus mejores películas. En todo caso, siempre es un placer, para sus fieles admiradores, ver desenvolverse al maestro. Otro tanto podría decirse de Jacques Tati, por ejemplo, una de las más altas cimas del cine cómico de todos los tiempos, aunque con un humor muy distinto del mímico y corporalmente dinámico de Lewis, pero igualmente convincente.  

miércoles, 11 de diciembre de 2024

«El funcionario desnudo», de Jack Gold AMJohnHurtG…




La biografía de un mito del afeminamiento como modo de ser y de estar en el mundo: Quentin Crisp.

 

Título original: The Naked Civil Servant

Año: 1975

Duración: 77 min.

País:  Estados Unidos

Dirección: Jack Gold

Guion: Philip Mackie. Autobiografía: Quentin Crisp

Reparto: John Hurt; Liz Gebhardt; Patricia Hodge; Stanley Lebor: Katherine Schofield; Colin Higgins; Johhn Rhys-Davies; Stephen Johnstone; Antonia Pemberton; Lloyd Lamble;

Joan Ryan.

Música: Carl Davis

Fotografía: Mike Fash.

 

          ¡Qué descubrimiento! A estas alturas de siglo XXI hasta me extraña que Quentin Crisp no haya sido agraciado con el título de Sir con carácter póstumo, habiendo representado, además,  a la reina Isabel en Orlando, de Sally Potter. Lo que he averiguado es que una de mis canciones favoritas de Sting, An Englishman in New York habla de él y le fue dedicada, después de que Sting conociera, de boca del mismísimo Crisp, su temeraria historia y su aventura existencial plagada de abusos y de orgullosa y desafiante asunción vital de su condición de hombre afeminado que jamás renunció ni a su hombría ni a su afeminamiento, lo que le llevó, en su juventud, no solo a vestir como una mujer, sino a pintarse las uñas de pies y manos y llevar sandalias para lucir las primeras: Takes a man to suffer/ignorance and smile./Be yourself no matter/ what they say, canta Sting. Dicho en 2024, hasta puede parecer algo cansino, ¡otra historia más de marginación del «diferente»!; pero si retrocedemos al Londres de los años 30, digamos que la cosa se nos complica enormemente, y tengamos en cuenta que la homosexualidad en aquella época era delito y lo siguió siendo hasta 1967 (en Escocia, en 1980 y en Irlanda del Norte, en 1982). No fue una existencia fácil la de alguien que se empeñó en ser quien  era costara lo que le costara.

          Desde niño, quien luego adoptaría el nombre de Quentin Crisp, sintió una inclinación instintiva a vestirse como una niña. Cuando creció, Crisp aceptaría, sin embargo,  su condición afeminada y la defendería con un exhibicionismo y un orgullo que acabarían convirtiéndolo en un auténtico mito del mundo del travestismo y de la homosexualidad, digno heredero lejano de Oscar Wilde.  Buscar su lugar en el mundo, en aquellas condiciones sociales en las que ser como era, quien era, constituía un delito penado con la cárcel —solo hay que recordar la historia de Alan Touring, contada magníficamente en Descifrando Enigma, de Morten Tyldum, quien, para evitar la cárcel, aceptó la castración química, aunque se suicidó al poco tiempo— solo podía acarrear la incomprensión y las reacciones violentas contra su persona.

          La película fue rodada para televisión, pero en modo alguno es un clásico biopic, sino un acercamiento excelente a su persona, al hilo del primer volumen de  su autobiografía, publicada en 1968, por lo que se recoge su vida hasta los años 70, década en la que, tras el éxito de esta película en Usamérica, decide dar el salto para instalarse en Nueva York y dedicarse a los monólogos, al cine y a aceptar, previo pago, cualquier invitación que le permita mantenerse en la Gran Manzana, porque Quentin Crisp acabó convertido en una estrella por ser quien era y por haber defendido su particular manera de estar en el mundo como un «derecho», sin tener que sufrir el odio social y la violencia de la intolerancia sexual. Detenido y acusado de pervertido, fue sometido a juicio, y su autodefensa en él es uno de los momentos más brillantes de la película, llena, por otro lado, de escenas de todo tipo: divertidas, patéticas, crueles, hilarantes, sentimentales y conmovedoras.

¿Cómo se consigue que una película sobre una persona como Crisp te llegue al corazón y la acojas con extraordinaria curiosidad y profundo cariño? Pues gracias a la soberbia y antológica interpretación de John Hurt, quien da la impresión de haber nacido para representar a Quentin, a juzgar por el modo maravilloso como interpreta su vida, con la que podemos decir, sin énfasis ninguno, que se mimetiza absolutamente, sobre todo tras un pequeño prólogo en el que el propio Quentin comenta, a su irónico estilo, que han decidido hacer una película sobre él con alguien que encarnara una juventud en él ya perdida. Después de verlo a él, vemos a John Hurt y nos parece que se haya producido el milagro de ver a Crisp rejuvenecer ante nuestros ojos como un milagro cinematográfico. La película, con intertítulos que dan razón de las tres partes del contenido, se presenta con un aura de película muda que realmente nos deja boquiabiertos, a medida que avanza el relato de una vida de cultivo de la exterioridad, de dedicación a la creación de un personaje que no es otro que la persona verdadera, sin trampa ni cartón, por más que pudiera parecer que la extravagancia de no renunciar a ser la persona como es, uniendo en sí la masculinidad natural y la feminidad artificial, sin llegar a la androginia, nos resulte más o menos difícil de aceptar. En cierta manera, es una suerte de dandismo afectado que desemboca en el travestismo y en la apariencia femenina que, definitivamente, es como se siente el autor: un homosexual afeminado, y no hay más. Recordemos, por ejemplo, la misma tendencia que cultivó Ed Wood, magníficamente interpretado por Johnny Depp en la película del mismo título de Tim Burton, Ed Wood, o, más recientemente, en Una nueva amiga, de François Ozon , La chica danesa, de Tom Hooper o Pretty Red Dress, de Dionne Edwards, todas ellas indicativas de un conflicto de género que la ideología izquierdista actual ha convertido en asunto de primera fila política. Recordemos que el protagonista de La chica danesa, Einar Wegener, trasmutado en la mujer Lili Elbe fue una uno de los pioneros en someterse a una cirugía de cambio de sexo a consecuencia de las complicaciones de la cual acabó falleciendo. Es importante, por eso, distinguir el caso de Quentin Crisp, porque en él no se da ningún conflicto individual de desgarro entre la masculinidad y la feminidad, sino un conflicto de aceptación social por parte de los otros, tal y como se refleja en las secuencias de su intento de enrolarse en el ejército cuando estalla la Segunda Guerra Mundial y, finalmente, es declarado exento por «perversión sexual», algo que le parece absoluta ficción que nada tiene que ver con su vida.

El círculo de amigos que logra establecer Crisp, tan variopinto como él mismo, contribuye a darle a la película una variedad de puntos de vista que, aun siendo Crisp omnipresente, nos permiten completar un retrato social. Recordemos que, tras varias tentativas laborales. Crisp se dedicó durante treinta años, a la profesión de modelo en vivo para diversas escuelas de pintura de Londres y sus alrededores.

Esta historia de coraje, de enorme valentía individual, me ha parecido casi casi una vida heroica, y así lo entendió Sting cuando habla en su canción de he’s the hero of the day […] Confront your enemies,/ avoid them when you can/A gentleman will walk but never run.

Quentin y John