martes, 28 de marzo de 2023

«Hilma», de Lasse Hallström sobre el arte y la teosofía.

 

Biografía de Hilma Af Klimt la primera pintora abstracta, anterior a Kandinsky, y reconocida una vez superado el sesquicentenario de su nacimiento: la búsqueda científico-pictórica del más allá.

 

Título original:  Hilma

Año: 2022

Duración: 120 min.

País: Suecia

Dirección: Lasse Hallström

Guion: Lasse Hallström

Música: Jon Ekstrand

Fotografía: Ragna Jorming

Reparto: Tora Hallström; Lena Olin; Tom Wlaschiha; Lily Cole; Martin Wallström; Maeve Dermody; Rebecca Calder; Vaidotas Martinaitis; Adam Lundgren; Jens Hultén; Lukas Loughran; Jazzy De Lisser; Arman Fanni; Anna Björk; Aiste Dirziute; Karolis Kasperavicius; Gabija Jaraminaite; Leonardas Pobedonoscevas; Tomas Vengris; Paulius Markevicius; Karolina Elzbieta Mikolajunaite; Vytautas Kaniusonis; Romuald Lavynovic.

 

         Lasse Hallström es un director de enorme poder visual pero cuyas historias no siempre son lo interesantes que debieran de ser para equipararse con ese talento. Si  ¿A quién ama Gilbert Grape? o Las normas de la casa de la sidra cumplen ese requisito, otras como Chocolat o La pesca de salmón en Yemen ni siquiera parecen suyas. En esta ocasión, Hallström se ha acercado a la vida de la enigmática pintora Hilma Af Klint, quien prohibió que se exhibieran sus obras durante 20 años y a quien la amenaza de quemarlas porque habían de desalojar el almacén donde sus herederos las guardaban la devolvió a la luz pública por primera vez, porque su obra abstracta, estrechamente ligada con su vocación y dedicación teosóficas, nunca había sido expuesto. Hace tan poco como en 2014 se pudieron ver para sorpresa de todos y confirmación de que su adelanto a la pintura abstracta de Kandinsky fue no solo un hecho, sino un hito en la historia de la pintura. La película deja claro que todas esas obras geométricas están al servicio de un propósito espiritista y que han sido pintadas para decorar el templo en el que se reúne con sus otras amigas, dedicadas, como ella, al espiritismo, sea a través de la escritura, sea de la pintura, como Hilma.

         Antes de seguir con el contenido de la película, quiero destacar un maravilloso tratamiento de la imagen, supongo que vía digital, que me ha dejado maravillado. Los planos de las calles de Estocolmo, así como los de otros espacios naturales, han sido tratados pictóricamente, de tal manera que los personajes de la película parecen superpuestos, como si actuaran teniendo como fondo un antiguo documental en blanco y negro que ha sido coloreado. El efecto, ya digo, es tan hermoso como atractivo. Plano hay en el que se coge el tranvía y nos parece un prodigio que se rompa esa delicada frontera entre la actuación real y la proyección posterior. Es una lástima que se reserve para momentos tan concretos, porque el efecto es realmente hipnótico, y cuesta horrores no aceptar que ese fondo retocado y muy levemente difuminado no sea una proyección rescatada del documentalismo que solía recoger el pálpito de las calles, como el cine ha hecho desde sus inicios.

         La prematura muerte de la hermana de la protagonista sumerge a esta en un trauma del que no va a poder salir, porque, guiadas ambas en sus juegos por el afán científico que les ha inculcado el padre, medidor de fondos para cartografiar la costa de modo que las embarcaciones no tengan dificultades para acercarse a la costa, cuando a Hilma le falta su hermana querrá buscarla a través de las sesiones espiritistas, del mismo modo que su afición a la pintura reúne tres tendencias que ella conjuga desproporcionadamente: el dibujo científico de modelos naturales, como los animales muertos, cuyas entrañas ella y su amiga y amante copian aplicadamente, a pesar del hedor de los restos; las prácticas paisajísticas y retratistas propias de su educación académica, y es curioso el detalle de que las mujeres hubieran de acceder a la Academia de pintura por una puerta trasera, estando reservada la principal solo para los hombres…; y el dibujo abstracto siguiendo las enseñanzas de la Teosofía, a la que Hilma se entregó en alma (sobre todo) y cuerpo, y que la llevó a una dedicación exclusiva, dejando incluso de pintar, en sus últimos años. Fue seguidora del creador de la antroposofía, Rudolf Steiner, quien le aconsejó que no mostrara sus obras abstractas en un plazo de 50 años.

         La película simplifica no pocas de las ramificaciones de la vida de una «iluminada» por el afán de conectar con el más allá. De hecho, buena parte de sus pinturas abstractas son realizadas bajo una suerte de estado hipnótico y siguiendo la guía infalible de los espíritus; se trata, pues, de una obra sin un fin estético, sino espiritual, y de ahí la reticencia de la autora respecto de la exposición de una obra que sabe que no será ni entendida ni bien acogida. A pesar de todo, esos cuadros abstractos representan una buena parte de su producción, que fue extensa y en la que hay representaciones de aquellas tres direcciones que consignamos anteriormente.

         Hilma fue una mujer poseída por ese afán de conocimiento escatológico, y una personalidad fuerte que admitía poca influencia externa. La película se centra en buena parte en su amistad con quien actuaba para con ella de amante y de mecenas, pero no se desarrolla la historia hasta el extremo de indagar sobre las razones reales de su distanciamiento. Es cierto que Hilma abandona la pintura unos años para dedicarse al cuidado de su madre, pero eso es posterior a la ruptura.

         La vida reservada y retraída de Hilma contribuyó a que se la ignorara durante más de ciento cincuenta años, y aun hoy, en el MOMA, consideran que no es una pintora con relieve suficiente para exponer en dicho museo, aunque a exposición sueca de 2014 batió récord de visitas.

         La película muestra una vertiente feminista alejada de la reivindicación política, pero tan firme y decidida como esta, pero en el terreno del misticismo, los fenómenos paranormales y el arte, sobre todo el arte. La sociedad de amigas dedicadas al cultivo de la relación con las manifestaciones del más allá aparece en la película más como un acto festivo que como una experiencia dolorosa y fronteriza; pero lo cierto es que, para la protagonista, la presencia constante a su lado de su hermana fallecida a los 10 años es un motivo recurrente en la película, y, de hecho, entre el inicio y el final se traza un paralelismo que resume la importancia de esa vida prematuramente desaparecida en la vida de la pintora.

         Respecto de la recreación de la época, y una vez destacada la maravilla del tratamiento de la imagen, sobre todo en las calles de Estocolmo, del vestuario y la decoración de las casas, solo le caben elogios a la película; del mismo modo que lo merecen los bellísimos exteriores que aparecen o algunas de esas imágenes recurrentes con sutiles variaciones como cuando la hermana tira de la sonda marina y su hermana mayor sube agarrada a la cuerda hacia la superficie.

         Quizás no sea una película redonda, como la presencia, casi de refilón, de Rudolf Steiner, una personalidad muy propia de la época y de prestigio europeo, da a entender; pero creo que Hallström ha sabido centrarse en los traumas íntimos de la protagonista, desdoblándola entre la joven Hilma y la Hilma madura y hermosa interpretada por Lena Olin en sus postrimerías, y los espectadores seguimos, acompañados siempre por unas imágenes extraordinariamente bellas, la historia de una mujer incomprendida pero firme en sus resoluciones. No es solo una película «de época», sino la vida de una época a través de una protagonista olvidada por la Historia y ahora rescatada.                            


 

lunes, 27 de marzo de 2023

«Un pequeño caos», de Alan Rickmann y «María Antonieta», de Sofia Coppola.

 

Título original: A Little Chaos

Año: 2014

Duración: 116 min.

País: Reino Unido

Dirección: Alan Rickman

Guion: Alison Deegan

Música: Peter Gregson

Fotografía: Ellen Kuras

Reparto: Kate Winslet; Matthias Schoenaerts; Jennifer Ehle; Alan Rickman; Stanley Tucci;

Helen McCrory; Adam James; Danny Webb; Steven Waddington; Adrian Scarborough; Phyllida Law; Adrian Schiller; Alistair Petrie; Andrew Crayford; Henry Garrett; Morgan Watkins; Cathy Belton: Paulina Boneva; Christian Wolf-La'Moy; Mia Threapleton.

 






Título original: Marie-Antoinette

Año: 2006

Duración: 124 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Sofia Coppola

Guion: Sofia Coppola

Música: Jean-Benoît Dunckel, Nicolas Godin, Jean-Philippe Rameau, Dustin O'Halloran

Fotografía: Lance Acord

Reparto : Kirsten Dunst; Jason Schwartzman; Rose Byrne; Judy Davis; Rip Torn; Asia Argento; Marianne Faithfull; Aurore Clément; Guillaume Gallienne; Clémentine Poidatz; Molly Shannon; Steve Coogan; Jamie Dornan; Shirley Henderson; Tom Hardy; Mary Nighy; Danny Huston; Sebastian Armesto; Al Weaver; James Lance; Céline Sallette; Natasha Fraser-Cavassoni; Alexia Landeau.

 

De la corte de Luis XIV, el «Rey Sol», a la de Luis XVI, el guillotinado: el cine de «Producción», hermoso y pomposo, sin sólida narración que lo sustente, pero magnificente descripción.

         Confieso que la revisión ayer de la película de Rickman, por acompañar a mi Conjunta, me ha incitado a recuperar otra a la que no pensaba dedicarle una crítica, pero al coincidir temáticamente ambas en dos Luises de la corte real francesa, el antepenúltimo y el último, me ha parecido oportuno hacerles llegar a los espectadores que buscan informarse sobre las películas antes de ir a verlas, un hábito más extendido de lo que parece…, mis impresiones sobre lo que en el título ya he definido como cine de «producción», es decir, ese en el que los efectos especiales, el vestuario, el maquillaje o los magnificentes decorados o localizaciones exteriores adquieren un protagonismo que se «come» la historia, los personajes y, hasta cierto punto, condiciona, no siempre para bien, las actuaciones de los intérpretes.

         La corte borbónica, cuya máxima expresión de poder será Versalles y sus famosos jardines dan pie para dos películas de muy distinta naturaleza. La de Rickman, intimista y con un trasfondo dramático que la acerca, si bien en su última parte, al melodrama,  busca centrarse en un asunto marginal, la creación de una parte de los famosos jardines y, para ello, la trama se desarrolla en torno a una mujer que, sin otra cualificación que su buen gusto y su duro trabajo en dicha área persuade al diseñador del mismo, André Le Notre, quien, como ella, era, también, un simple jardinero elevado a maestro diseñador por el monarca, para desarrollar unas ideas que brillan por su originalidad. Reconozco que no soy nada afín al trabajo de Kate Winslet, la protagonista, que en muy contadas ocasiones me ha convencido; no así su oponente, Matthias Schoenaerts, con escaso papel para desarrollar su extraordinario potencial. El rey, el propio Alan Rickman, «luce lindo» en el interior de la pompa aristocrática, y convincente, tanto como cuando, de forma anónima, entra en contacto con la jardinera y tienen una conversación sin mediación del protocolo distante en cuya burbuja vive instalado el rey. Fijarse en esa anécdota ornamental le da a la película una entidad propia, porque se presta atención a labores que no suelen alcanzar el estrellato de las temáticas cinematográficas. Pero todo transcurre, hay que reconocerlo, con una notable ausencia de vida lo suficientemente atractiva como para cautivar a los espectadores, excepto a los profesionales de la jardinería, imagino, o sus devotos, entre los que los ingleses se cuentan por millones. Esta fue la segunda y última película de Rickman, cuya primera, El invitado de invierno, tengo, por lo leído acerca de ella, mucho interés en ver. Rickman, poderoso actor, rompió con esta segunda película suya, esa rara y corta nómina de actores que solo han dirigido una película, una excelente película, como Charles Laughton y su fantástica La noche del cazador. Con todo, si la primera es tan excelente como he leído, bien podría figurar en ella. Ni que decir hay que la película tiene un diseño de producción espectacular, con esa fina sensibilidad inglesa para las recreaciones de época. La secuencia del conocimiento oficia de la jardinera y el rey es sencillamente magnífica, del mismo modo que, a su manera, lo es el retrato de la protagonista, ajena a sutilezas estéticas y encarnando del modo más popular posible lo más parecido a una robusta horticultora, en este caso jardinera.

         La película de Sofia Coppola tiene una vertiente temática poco tratada, el trasplante de la infanta austriaca a Francia para convertirse en esposa del último Borbón antes de la Revolución Francesa. Narrada como una suerte de entrega de espías en el Charlie Checkpoint de Berlín…, María Antonieta es entregada a la corte francesa y, nada más caer «en sus manos»…, se inicia un proceso de afrancesamiento que la lleva a perderlo todo y ganar otro todo, porque, desde ese momento de la entrega a Luis XV para convertirla en la esposa de Luis XVI, la protagonista asistirá a una suerte de introducción detallada en los usos y costumbre de una monarquía en la que ha de reinar junto a su esposo tras la muerte del aun monarca reinante Luis XV. La entrada de María Antonieta en la sofisticada corte supondrá la salida de a célebre cortesana Madame Du Barry, cuando el rey ya ha enfermado de viruela y tras haber chocado ambas damas que acabarían corriendo, paradojas del destino, la misma suerte: ser guillotinadas.

         La parte, llamémosla «documental», de la película sobre las costumbres palaciegas de la monarquía está rodada con gracia y amplia documentación, o cual, unido al despliegue de medios para la reconstrucción de la época, nos depara un espectáculo visual notabilísimo. Coppola sabe cómo sacar partido de esa inversión y sus planos y secuencias sirven para impresionarnos como si propiamente estuviéramos en primera fila de todos esos fastos. Respecto de la joven edad de la protagonista, cabe recordar que Maria Antonieta fue entregada a Luis XVI con 14 años, aunque, tras la temprana boda, la consumación del matrimonio aún tardaría algunos años.

         Se habla a veces de las «jaulas de oro» para referirse al lujo en que viven quienes, acaso por ello mismo, viven privados casi de total libertad. La opción musical de la directora para la banda sonora, mezclando composiciones de época y canciones del pop-rock contemporáneo, lleva pronto, al menos a este espectador, a la consideración de que la existencia de María Antonieta en la jaula de Versalles, con el séquito inacabable de cortesanos que la acompaña, equivale a un programa de estos de telerrealidad en que los personajes se confinan en un espacio bien definido y en él realizan su vida con toda suerte de pruebas que permiten a los seguidores ir expulsando uno ras otro hasta quedarse con el vencedor. Las fiestas, los amoríos adúlteros, la franca prostitución, la pasión por el juego, la gula, la avaricia, la mentira, la diversión constante…, los bailes, los chismorreos —en uno de ellos la propia reina desmiente haber dicho la célebre frase que se le atribuyo durante tanto tiempo de que si los pobres no tenían pan, pues que comieran pasteles…—, todo se une para, día tras día, dar la impresión e que todos los participantes en la corte viven en un mundo de excepción, dominados por sus caprichos y sin contacto ninguno con la verdadera realidad, que solo aparece al final de la película con la irrupción justiciera de las turbas que asaltan el palacio y ponen fin al «programa» mantenido económicamente por quienes han sido exprimidos con los tributos hasta casi la consunción.

         La interesante de la película, desde esta perspectiva de la telerrealidad, sigue siendo el increíbe y deslumbrante poder de la descripción de aquella sociedad decadente y lujosa. No hay secuencia en la que no se manifieste el esplendor de esa riqueza insultante. Y Coppola sabe sacar un extraordinario rendimiento de la puesta en escena para transmitirnos el poder material de aquella corte tan fastuosa como poco dada a la higiene, al decir de muchas crónicas, algo que debió de chocarle a la joven austriaca, educada en otra tradición. Si recordamos películas como Barry Lyndon, de Kubrick, y aún atesoramos aquellas imágenes virtuosas rodadas con la simple iluminación de las velas, en Maria Antonieta hay una explosión de luz, de color y de belleza en los decorados, los trajes, los peinados y el maquillaje que convierten la película en una continua exclamación de admiración y sorpresa por parte de los espectadores. Sí, en parte se hace un retrato más o menos fiel de la adaptación de la reina a su entorno francés, y de su pasión absorbente por el juego, nada más descubrirlo, entre otras aficiones a las que su propio esposo, más amante de la caza que de su esposa, parece invitarla. Se echa de menos una versión más compleja de la protagonista, pero esta suerte de Lost in Translation  de la niña austriaca en la corte francesa, tiene sus propios alicientes, aunque menores, por supuesto.

        

domingo, 26 de marzo de 2023

«Mientras seamos jóvenes», de Noah Baumbach.

 

Una historia de vampirismo artístico en Nueva York o no ponga un joven adulador en su vida, si usted pasa de los cuarenta…

Título original: While We're Young

Año: 2014

Duración: 97 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Noah Baumbach

Guion: Noah Baumbach

Música: James Murphy

Fotografía: Sam Levy

Reparto: Ben Stiller; Naomi Watts; Amanda Seyfried; Adam Driver; Charles Grodin; Brady Corbet; Maria Dizzia; Dree Hemingway; Adam Horovitz; Adam Senn; James Saito; Ryan Serhant; Greta Lee; Ashley James; Matthew Maher.

 

         Noah Baumbach ha de cargar con el sambenito de ser un epígono de Woody Allen, y en parte, como ocurre con así todos los tópicos, algo de razón hay en ello, siquiera sea porque sus personajes se mueven en una Nueva York que no es pertenencia exclusiva de Allen, suelen ser intelectuales paraizquierdistas o artistas de clase media alta y tienen problemas sentimentales y familiares, entre otros. A su favor tiene que sus comedias agridulces tienen una estructura y solidez que no suelen tener muchas de las que rueda Allen, aunque, hasta la fecha, Baumbach no ha rodado ninguna que supere con creces las obras maestras de Allen, por supuesto.

         Mientras seamos jóvenes es una historia ambientada en el mundo del cine, específicamente en el de los documentales, y tiene como protagonista a un documentalista en crisis que no sabe cómo salir de un proyecto que se ha ido enredando a lo largo del tiempo, como les ocurre a quienes escriben una tesis doctoral o una novela biográfica y la avalancha de datos suele obligar  a replanteamientos que acaban poniendo en entredicho incluso lo ya rodado o investigado. Su pareja es hija de un «maestro» consagrado del documentalismo, algo así como una «institución» dentro de ese género tan particular que Michael Moore devolvió a plena actualidad con Bowling for Columbine y Fahrenheit 9/11, y al favor del público. Fuera de los grandes hitos, sin embargo, los documentalistas han sido siempre vistos como un escalón inferior respecto de la ficción. Por eso la trama resulta novedosa para los espectadores, máxime con un desarrollo tan inteligente de la historia como el guion nos la presenta, escrito por el propio director.

         Una pareja, impecablemente interpretada, aun en sus sobreactuaciones, por Ben Stiller, con muchos tics allenianos, y Naomi Watts, una de las grandes estrellas femeninas de los últimos tiempos, siempre dispuesta a participar en todos aquellos proyectos que se salgan del adocenamiento y el cine de estrellas, como es el caso, está de visita en casa de unos amigos que acaban de ser padres. La escena inicial frente a la criatura, hasta que se descomponen cuando empieza a llorar y se buscan el uno al otro como recurso, sin saber ninguno de ellos qué se hace con el «muñeco» en casos semejantes, es tan graciosa como prefiguradora de lo que está ocurriendo, que ellos, decididos a no tener hijos, se van marginando de las vidas de los amigos que sí han escogido la paternidad.

         En el curso de una de las clases que da el documentalista en la Universidad se le acerca un joven que, por la vía de la adulación aparentemente sincera, se gana el interés del profesor, lo que los lleva, mediante insospechadas coincidencias, a iniciar una relación que no tarda en revelar el interés del joven, quien se está iniciando en el género del documental y está dispuesto a dejarse aconsejar e incluso aleccionar por quien tuvo un éxito que aún se recuerda entre los cultivadores del género.

         Los protagonistas, de esa mediana edad que los acerca más a la madurez que a la juventud, se van dejando contagiar por las maneras liberadas y juveniles de sus nuevos «amigos» y se distancian de los anteriores, en un viaje de descubrimiento que choca con la estética «vintage» que preside la vida de los jóvenes.

         Aprovechando las circunstancias, el joven documentalista —un papel cínico en el que Adam Driver brilla a gran altura, a diferencia de la única película de Noah Baumbach, Historia de un matrimonio, que me decepcionó totalmente, hasta el punto de sentir la clásica «vergüenza ajena»— se acerca como rendido admirador al suegro de su nueva amistad, la gran institución usamericana en su género, con la complacencia de su hija. A partir de ese acercamiento, la trama se va desvelando poco a poco, porque la familiar del protagonista, cuya relación con su célebre suegro es algo mas que nefasta, compite con el aprovechamiento que hace el joven Driver del yerno, no solo para usarlo como apoyo de su propio documental absolutamente fake, sino para medrar ante los ojos de su célebre suegro.

         Estamos, pues, como decía en el título, ante una clásica historia de vampirismo artístico que se desarrolla paso a paso, todos medidísimos, para solaz de los espectadores, quienes ven cómo dos adultos desnortados acaban metamorfoseándose en jovencitos alternativos y pasan por sus experiencias místico-alucinógenas con un candor que vale su peso en oro. Naomi Watts está espléndida y tiene una rara química con un Ben Stiller quien, alejado del histrionismo de otras populares películas suyas, gana mucho con el perfil de artista alleniano de su protagonista, bicicleta incluida para los desplazamientos.

         Tres son las vías narrativas que se van entretejiendo: el homenaje a toda su carrera que va a recibir el suegro; el rodaje del documental del protagonista que se va eternizando en el tiempo y el documental del nuevo amigo del protagonista, quien acabará usando en él incluso parte del material de ese proyecto inacabable. La manera como se va articulando la imbricación de las tres vías es, en el fondo, el mérito narrativo de la película, al margen, claro está, de unas actuaciones naturalistas absolutamente espontáneas dentro de la artificialidad de las casualidades que no existen, porque los espectadores se dan cuenta tarde, pero a tiempo, de que las untuosas maneras de Eve, en Eva al desnudo, de Mankiewicz, son el antecedente de las de Driver en el sutil enredo en que acaba alzándose con el premio del plácet del suegro, desprestigiando a quien pretende salvaguardar ese bien intangible que es la veracidad del género, que no admite ni trampa ni cartón. Pero ya me estoy excediendo. En la mejor tradición de las comedias o tragicomedias urbanas neoyorquinas, esta película de Baumbach excede a muchas competidoras y dejará en los espectadores un buen sabor de boca.

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viernes, 24 de marzo de 2023

«The Garment Jungle», de Robert Aldrich (sustituido por Vincent Sherman): un drama sindical y thriller mafioso.

 


El poder visual  y dramático de Aldrich saboteado por  sus asustados productores: un violento acoso a los sindicatos por una mafia al servicio de empresarios sin escrúpulos.

 

Título original:  The Garment Jungle

Año: 1957

Duración: 88 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Vincent Sherman, Robert Aldrich

Guion: Harry Kleiner. Artículo: Lester Velie

Música: Leith Stevens

Fotografía: Joseph F. Biroc (B&W)

Compañías: Columbia Pictures

Reparto: Lee J. Cobb; Kerwin Mathews; Gia Scala; Richard Boone; Valerie French; Robert Loggia; Joseph Wiseman; Harold J. Stone; Adam Williams; Wesley Addy; Willis Bouchey;

Robert Ellenstein; Celia Lovsky.

 

                       Comencé a verla en el gimnasio, sin recordar ninguna obra obra del tal Vincent Sherman, y a los cinco minutos ya comenzó a extrañarme que una película con ese comienzo, y hecha salvedad del algo tosco Kerwin Mathews, no me fuera conocida, porque la situación, un enfrentamiento entre los dos propietarios de un negocio de confección que, tras haber manifestado uno de ellos su voluntad de establecer contacto con los sindicatos para acogerse a sus condiciones de trabajo, se monta accidentalmente en un ascensor que se precipita al vacío y él a su muerte, no es un arranque cualquiera, desde luego. Casi inmediatamente después aparece el hijo del empresario que se queda solo al frente del negocio, que vuelve de una larga estancia en Europa. Desde ese momento, comienza a fraguarse una trama de chantajes, asesinatos, luchas sindicales y sabotajes mafiosos para los que el asesinato no es precisamente una de las bellas artes, sino una amedrentadora tarjeta de visita para aviso de propios y extraños. The Garment Jungle  —me niego a usar el tosco título «Bestias de la ciudad», con que lo han traducido— hace alusión al distrito de Nueva York donde se concentran las fábricas textiles, una de las cuales es la elegida para denunciar las prácticas gansteriles de la patronal para mantener una situación absolutamente injusta. En el mismo comienzo de la película comprobamos que los talleres son la base de unas creaciones que se exhiben con modelos al público, y conocemos, a través del recorrido que hace el hijo por las dependencias, las interioridades del negocio y la naturalidad con que ni siquiera las modelos disponen de un mínimo de privacidad para los cambios de modelos que han de exhibir. No mucho después irrumpe en los talleres un delegado sindical que trata de arengar a los trabajadores para que decidan unirse al sindicato que quiere conseguirles unas mejores condiciones de trabajo. La expulsión intimidatoria de ese activista y los modos del padre frente a la posibilidad de que haya de negociar con sindicato alguno despiertan en el hijo no pocas dudas y, enseguida, algunas sospechas.

         Bien, con ese planteamiento, más un reparto en el que brilla el padre, Lee J. Cobb y un malvado por antonomasia del cine, Richard Boone, que tiene atrapado al padre en su red criminal, e incluso figura en nómina, o su lugarteniente, el no menos clásico malvado, Wesley Addy, de notable carrera teatral chespiriana, por cierto, comienzo a preguntarme cómo una realización tan poderosa en las tomas y la iluminación, además de la dura denuncia que supone la trama, pudiera ser obra de un desconocido.

Vista la película, entro en conocimiento de que casi el setenta por ciento de la misma es de Robert Aldrich, a quien, a quince días de acabar el rodaje, despiden y sustituyen por Sherman, porque el productor se asustó ante la contundencia de un material que emulaba, incluso de manera más turbia y oscura, La ley del silencio, de Elia Kazan —en la que, curiosamente, los mafiosos son los sindicalistas, aunque este tipo de actuaciones son el lastre de un sindicalismo del que Jimmy Hoffa fue el máximo exponente—, un papel que junto a Un tranvía llamado deseo, también de Kazan, lo consagró como una megaestrella del cine. Se ha de reseñar, también, la reticencia de Lee J. Cobb a asumir un papel de padre malvado y empresario déspota, atrapado por su interés en la red de los mafiosos que lo «liberan» de problemas con los sindicatos, porque, construido por sus propias manos, «solo yo dirijo mi negocio», defiende ante su hijo su oposición a negociar mejoras laborales; porque podía «dañar» su reputación. Este enfrentamiento suyo con Aldrich obró también en la dirección de acabar reconduciendo la película al planteamiento melodramático con que acceder al gran público. Eso creyeron al menos, porque el sindicalista a quien se acerca el hijo del empresario, que está casado con una bellísima mujer de origen italoirlandés, Gia Scala, de malhadada carrera, acaba enamorándose de ella, un enamoramiento que allana el asesinato del activista sindical, lo que supone el punto de inflexión en la relación padre-hijo, porque se le aparece claro que la muerte del socio de su padre no fue accidental, sino un asesinato del que ignora, sobre todo, si su padre estaba o no al corriente, pero no los espectadores, que saben de la debilidad permisiva con que mira por sus propios intereses.

Es cierto que la trama amorosa gana algo más de peso, pero la denuncia de las prácticas mafiosas es de tal naturaleza, y tan impactante, que, por suerte para los espectadores, ese contenido romance, perfectamente dosificado, queda casi en un segundo plano, excepto porque la mafia insinúa que la criatura del sindicalista asesinado puede ser la siguiente víctima.

La tensión dramática de la película es un logro que permite verla como quien asiste a la proyección, pongamos por caso, de La ley del silencio. Sí, cierto, en modo alguno el envarado Kerwin Mathews puede competir con Brando, y casi casi hace descender la película a gran producción mayúscula de la serie B; pero a medida que se acentúa el enfrentamiento con un Lee J. Cobb extraordinario y un Richard Boone que se lo come en cada secuencia en la que aparecen juntos, la película sube mucho de nivel, hasta convertirse en una obra que merece mucho ser vista, por la valentía de la denuncia, por el reparto, por unos planos de Nueva York que acaso deberían de haberse prodigado más, porque predominan los interiores; pero cuando la cámara de Joseph. F. Biroc, director de fotografía de ¡Qué bello es vivir!, de Capra, «sale» a pasear…, consigue unas secuencias que acercan mucho más aún la película al enorme thriller que de hecho es. Hay, con todo, una dimensión psicológica en los retratos de padre e hijo y su consiguiente enfrentamiento que está más que justificado ese interiorismo de la trama, porque acentúa lo que en ella hay de maldición que solo se resuelve in extremis. Pero eso ya ha de verlo el espectador, para confirmar que, en efecto, este es un poderoso film de Robert Aldrich al que ha de devolvérsele la paternidad negada.

 

jueves, 23 de marzo de 2023

«Los perdonados», de Joan Michael McDonagh o el cine «neosocial».

Exótica versión, acaso accidental, de Muerte de un ciclista, de Bardem… La misma decadencia moral.

 

Título original: The Forgiven

Año:  2021

Duración: 117 min.

País: Reino Unido

Dirección: John Michael McDonagh

Guion: John Michael McDonagh. Novela: Lawrence Osborne

Música: Lorne Balfe

Fotografía: Larry Smith

Reparto:  Ralph Fiennes; Jessica Chastain; Caleb Landry Jones; Saïd Taghmaoui; Matt Smith; Abey Lee; Mourad Zaoui; Ismail Kanater; -Christopher Abbott; Alex Jennings; Marie-Josée Croze; David McSavage; Ben Affan; Anas Elbaz; Imane Elmechrafi; Abdellah Chakiri; Omar Ghazaoui; Zakaria Atifi.

 

         La película de McDonagh, autor de otras dos excelentes, Calvary y The Guard (aquí traducida, en mala hora, como «El irlandés», puesto que la película de Scorsese se ha hecho con el título en propiedad…) pasaría en otros tiempos por película de denuncia social de la corrupción moral de las clases adineradas, de esa moral de excepción que se manifiesta en un entorno hostil a esa ausencia de valores y aun con otros de muy distinta naturaleza, lo que hace derivar la historia, también, hacia el choque de culturas, la de los ricos a los que el dinero todas las puertas les abren y la de los silenciosos servidores que observan impasibles y al tiempo airados, interiormente, lo que para ellos es la depravación absoluta. Por eso he incluido en el título lo de «neosocial», en abierta imitación del «neonoir», porque la estética de la película, cuya acción transcurre en el desierto marroquí y en una mansión que una pareja gay usa para organizar bacanales con que agasajar, e imagino que de los que vivir, a amigos de mucha reputación y poder social. La pareja anfitriona, Tom Smith, el Duque de Edimburgo en The Crown, y Caleb Landry Jones, ambos en difíciles papeles, dados sus antecedentes fílmicos, roza la perfección, aunque el peso de la función recaiga más del lado de Smith, un británico educado en la élite que ha hecho de su mansión en el desierto algo así como el Tánger de los escritores malditos usamericanos, que del de Landry Jones —con una actuación absolutamente magnética en Antiviral, de Brandon Cronenberg y otra de mucha altura en Déjame salir, de Jordan Peele—.

         Los protagonistas son una pareja no muy bien avenida que se dirige a la mansión mientras, en el trayecto, asistimos a la pésima relación que mantienen. Entre la ausencia de señalización, la afición al alcohol y la tensión matrimonial, la acción paralela de dos chicos que representan dos maneras de relacionarse con los turistas: la venta de fósiles y el atraco, pistola de por medio, en ningún caso sugiere que ambas acaben convergiendo, lo que, dramáticamente, acaba sucediendo en forma de atropello de uno de los dos. Después el coche, con el cadáver, aparece en la mansión, lo que acabará trastocando, solo en parte,  los planes del fin de semana exótico y orgiástico que, para nuestra tranquilidad, acaba relegado a un segundo plano, por más que se nos permite ver no poco de la insulsa bacanal que gira, como todas, en torno al sexo, al alcohol, a las infidelidades y a la vida muelle en un espacio exótico que incluye una estupenda y fotográfica salida a un pequeño oasis/playa… Nada le falta al lujo y nada le sobra a la acidez del anfitrión, Smith, cuando de despellejar a su antiguo compañero de College, pero de cursos muy anteriores al suyo.

En esa comidilla se inicia un retrato del protagonista en el que, al margen de lo visto, va a ir ahondándose cuando se presenta el padre con dos familiares para recoger el cadáver de su hijo, de modo que pueda enterrarlo dignamente en su aldea. El enfrentamiento entre el responsable de lo que para la policía corrupta ha quedado en un simple accidente propio de las circunstancias nocturnas de la conducción, más la inesperada irrupción del joven en el camino, y el padre compungido, porque ha perdido al hijo único, es un momento tenso como pocos. El padre, entonces, pone como única condición para superar el asunto que el conductor vaya con ellos a la casa donde vivía el joven y que asista al entierro, según tienen por costumbre, aunque ninguno de los sirvientes está al cabo de la calle de cuáles sean esas costumbres, pero le dan veracidad a la palabra del padre.

La reacción inicial del acobardado pero en modo alguno arrepentido turista es la de negarse: «¿Y si son del Daesh?», se pregunta angustiado. Y, en eco, su mujer repite la pregunta. El anfitrión, no obstante, quien se mueve con hábil mano izquierda para no dañar su negocio, le aconseja aceptar la petición del padre y le recomienda añadir una compensación de mil euros.

En ese momento, las tramas vuelven a bifurcarse: por un lado, la aventura del hombre internándose en el profundo desierto de vastos espacios tan hermosos como sombríos, sobre todo viajando en una aventura sobre cuyo final feliz en modo alguno tiene seguridad alguna, y sí sombríos presagios de que puede estar yendo a una suerte de venganza ritual que significará su muerte, en lo más inhóspito del desierto; y, por el otro, la aventura de su mujer con un joven triunfador en los negocios con quien sintoniza enseguida y con quien se da el gustazo de no dejar pasar semejante oportunidad de aferrarse a la juventud que aún le arde dentro, olvidada por completo de cuál sea el destino de su marido.

Hay un mucho de viaje iniciático en la película, y bien se sabe que de esos viajes siempre se sale siendo otro, pero habiendo dejado algo importante de nosotros en el tránsito.  Eso le ocurre al protagonista, a quien el padre del fallecido aloja en la austerísima habitación del hijo, para que entre en contacto con la persona a la que e ha arrebatado la vida. He de reconocer, y no le arruino ninguna sorpresa al futuro espectador, que no acabamos de saber en ningún momento si el hombre está en esa como invitado o como secuestrado, tal es la ambivalencia de los gestos, actos y silencios de los protagonistas. Sorprende, con todo, que un cadáver de varios días siga siendo transportado con el simple envoltorio de unas mantas, pero el dramatismo de la situación, magistralmente encarnado por el padre, una gran actuación de Ismail Kanater, que eleva la tensión dramática muchos enteros.

A partir de ese momento, han de ser los espectadores los que juzguen cuanto sucede, porque la película de McDonagh es una interpelación moral a la que nos fuerza a responder. Digamos que el «neosocial» del título implica una suerte de «neocolonialismo» disfrazado de «turismo» cuyos papeles están sometidos a reflexiones tan oportunas como la presente. Y ya adelanto que cada cual mira por sus intereses y, en el proceloso mar de las fatalidades, cada cual ha de hacer frente a su destino.

        

 

 

 

martes, 21 de marzo de 2023

«Amigos apasionados», de David Lean o la compleja elegancia del melodrama.

El amor imposible en la edad adulta: un apasionado melodrama a la altura de Breve encuentro. 

Título original:  The Passionate Friends

Año: 1949

Duración: 87 min.

País:Reino Unido

Dirección: David Lean

Guion: Eric Ambler. Novela: H.G. Wells

Música: Richard Addinsell

Fotografía: Guy Green (B&W)

Reparto: :Ann Todd; Claude Rains; Trevor Howard; Betty Ann Davies; Isabel Dean; Arthur Howard; Guido Lorraine; Marcel Poncin; Natasha Sokolova; Hélène Burls; Jean Serret; Frances Waring; Wenda Rogerson; Helen Piers; Ina Pelly; John Huson; John Unwin; Max Earle; Wilfrid Hyde-White.

 

         ¡Cómo nos atraen, queridos seguidores de este Ojo, los amores imposibles! Hay algo en ellos que despiertan en nosotros una simpatía profunda, una comprensión absoluta, una solidaridad sin límites, un interés inagotable. A través de un encuentro que se sospecha alimento de pavesas no extinguidas, como la letra de un bolero apasionado que nos habla de esos amores en los que ni contigo ni sin ti tienen los males ni los bienes remedio; un encuentro casual en dos habitaciones contiguas de un hotel con encanto junto a los Alpes suizos, a orillas de un lago plácido por el que los amantes imposibles navegarán contra el viento, sin poderse oír, pero felices, antes de la tormenta; un encuentro que reanuda la historia de esos amores imposibles en un estadio muy diferentes para ambos amantes; a través de ese encuentro retrocedemos en el tiempo y se despliega ante nosotros otro, en la nochevieja de 1939, en la que, disfrazados, los jóvenes amantes se encuentran cuando sus destinos han cambiado lo suficiente como para que se haga muy cuesta arriba «torcerlos» sin terrible quebranto.

         Pero ellos aún siguen enamorados, en el 39 y en el 48, en Londres y en Suiza. El joven estudiante de química no pudo vencer, con su modestia y su ilusión, la tentación poderosa de una vida lujosa, estable, sólida, y hasta cierto punto independiente, según el pacto con un marido bastantes años mayor que ella y dedicado a la banca en una posición socialmente inalcanzable para el joven enamorado. El primer encuentro, aquí más dilatados que breves, se produce cuando, en esa nochevieja del 39 él parece prometerle una «sólida sociedad matrimonial» y el profesor desdeñado en su día una «entusiasta relación apasionada». Los viajes de trabajo del marido la dejan a ella en manos de escribir su propio destino, acercándose terrible y peligrosamente a la idea de reiniciar su vida con él, de renunciar a su estabilidad matrimonial y de lanzarse a la aventura de ese amor apasionado que siempre sintió por el joven. Pero cuando todo parece encauzarse hacia ese destino: abandonar los fríos brazos del hombre maduro para seguir el camino de los ardientes del joven profesor —entiéndase toda esta pasión con la contención anglosajona propia de los personajes, por supuesto; nadie vaya a creer que corre por las venas del trío la sangre ardiente de un adulterio de otras latitudes meridionales…— se produce otro encuentro fortuito en que el banquero descubre la mentira de los amantes no adúlteros y asistimos a una entrevista en la que las florituras de la educación se mantienen lo justo para asistir a uno de los pocos momentos en que el marido pierde los nervios y le grita que desaparezca de su casa. Posteriormente… ¿De verdad quieren saber lo que ocurre inmediatamente después? Es sencillo. Váyanse a YouTube y lo descubrirán. Porque van a asistir a una decisión que forzosamente va a sorprenderles, y les incitará a contemplar el resto de la película en su presente, 1948, como si fuera un argumento de Hitchcock.

La reanudación de la historia se produce, además, al margen de los interiores rodados en Pinewood, en Londres, en los Alpes Suizos, en los que el director y su director de fotografía, el también excelente director Guy Green [El amargo silencio, Secretos de una esposa, El señor de Hawái y The Snorkel, todas ellas criticadas elogiosamente en este Ojo] consiguen encuadres de inolvidable belleza, ¡un pícnic de altura, ciertamente!, el de la imposible pareja que reanuda su relación nueve años más tarde. No son solo las tomas desde el teleférico hacia la niebla de las alturas, o las propias de ellos en las altas cimas de las montañas, sino, sobre todo, las espectaculares de la lanza en el lago, al irse y al volver, aunque, a la vuelta, la presencia inesperada del marido nos brinde la oportunidad de un suspense tan bien llevado como en la mejor de las películas de don Alfredo.

En una película de solo tres personajes, está claro que el nivel de las interpretaciones va a determinar la calidad de la cinta, sin mayores consideraciones técnicas, porque está en su mano hacernos creer en el amor apasionado, en la celosa propiedad del amor pactado y en la desorientación de una mujer que se enfrenta a decisiones trascendentales para su futuro desde la mayor de las incertidumbres. Y aquí, David Lean ha contado con dos actores, Claude Rains y Trevor Howard, y una actriz, Ann Todd, que brillan esplendorosamente. Trevor Howard repite papel, por así decirlo, y sabe cómo encarnar a la perfección el amante que pone en peligro un matrimonio y que respira amor apasionado y sincero en cada mirada, ¡desde el mismo comienzo de la película, y aun cuando confiesa estar casado, tener dos hijos y ser feliz! Claude Rains, a su manera, también repite el papel de esposo desconfiado de Encadenados, de Hitchcock, y tiene auténticos momentos memorables, como el diálogo con su esposa cuando esta vuelve a casa tras haber desistido él de presentar una demanda de divorcio contra ella, las razones de la cual verá oportunamente en el desarrollo quien decida, con el mejor de los criterios, no perderse esta película tan emocionante y hermosa, porque son innumerables los planos planificados hasta el más mínimo detalle, y en la que abundan unos primeros planos de los tres intérpretes capaces de satisfacer la mayor vanidad del mundo. Ann Todd brilla especialmente en ellos, y el rostro del amor, como el de la vergüenza o la desesperación, nos encogen el ánimo a todos. Bien está recordar que, después de haberla filmado con tanto amor, el director se casó con la actriz, una de las seis esposas que tuvo a lo largo de su vida.

Hay una elegancia innata en las maneras fílmicas de Lean, sobre todo en sus obras intimistas, que lo acercan sobremanera a otro exigente director: Max Ophüls. El melodrama, desde su perspectiva, adquiere una dimensión de cine para adultos con tramas llenas de pasiones complejas y no siempre fáciles de comprender. Me ha sorprendido que la novela sea de H.G. Wells, e imagino que los guionistas habrán hecho y deshecho a su antojo, pero lo cierto es que esta película invita a una próxima lectura.

sábado, 18 de marzo de 2023

«Palm Springs», de Max Barbakow, desternillante «ópera prima».


 Una inteligente, ácida, despiadada y divertidísima vuelta de tuerca a Atrapado en el tiempo, de Harold Ramis.

Título original: Palm Springs

Año: 2020

Duración: 90 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Max Barbakow

Guion: Andy Siara. Historia: Andy Siara, Max Barbakow

Música: Matthew Compton

Fotografía: Quyen Tran

Reparto: Andy Samberg; Cristin Milioti; J.K. Simmons; Meredith Hagner; Tyler Hoechlin; Camila Mendes; Peter Gallagher; Dale Dickey; Chris Pang; June Squibb; Erin Flannery; Mark Kubr; Roxanne 'Rocky' Meyers; Tongayi Chirisa; David Hutchison; Aleshya Uthappa; David Philip Reed.

 

         Tenía un compañero de profesión, cinéfilo, que declaraba haber parado el reló de su interés por las películas en el año 1960. Bien está como boutade —aunque estaría dispuesto a admitir que hasta esa fecha tiene cine para ver hasta morirse, sin duda—, pero una decisión así implica renunciar a mucho cine muy bueno que se ha rodado desde entonces. Me parecen ridículas ciertas descalificaciones radicales en aras de una pretendida y supuesta “pureza” que mucho de esos segregacionistas se verían en serios apuros para explicar con sólidos fundamentos. El cine no sabe de edades, sino de calidades. Y cine tan exigente y perfecto se ha hecho desde su nacimiento hasta nuestros días. Soy amante de los clásicos, pero no me cuento entre los enemigos, sin más, de mis contemporáneos.

         Luego están las diferentes finalidades del cine y sus géneros, entre los que el de la comedia —¡y no digamos ya, si se apellida «romántica»!— es el más difícil. Recordemos que a ese género pertenecen obras inteligentes y deleznables a partes iguales, porque Manhattan, de Woody Allen  y Descalzos por el parque, de Gene Sacks nada tienen que ver con Cómo perder a un chico en 10 días, de Donald Petrie  o Love Actually, de Richard Curtis pongamos por caso. Palm Springs bien puede considerarse que entra de lleno en el primer grupo, si bien su mezcla de géneros incluye el fantástico y una variante de la comedia, la alocada, a juzgar por varias fases de la película, y todo ello sin despreciar la vena reflexiva cercana a la filosofía existencial.

         La película se abre con los preparativos para el día de la boda a la que el protagonista asiste como pareja de la mejor amiga de la novia, a quien se le ha cedido una habitación en la casa de la novia. Todo parece discurrir por los caminos trillados de las típicas bodas de comedias románticas hasta que el protagonista hace su aparición en camisa hawaiana y, tras endilgarles a los presentes un discurso pseudofilosófico, se dedica a ligar con la hermana de la novia, de quien no tardaremos en enterarnos que se ha «cepillado» al novio justo la noche anterior a esa boda. Entre juegos de seducción y alguna sorpresa dramática, como el descubrimiento de la infidelidad de la pareja del protagonista, la nueva pareja acaba acercándose a una cueva a la que el protagonista acaba arrastrando a la hermana de la novia para hacerla entrar en el bucle perfecto del que el protagonista forma parte: «hoy es ayer y mañana será hoy”, resume cuando ambos vuelven a encontrarse tras despertarse para repetir el mismo día.

         Diríase que nada distingue ese mecanismo narrativo del de Atrapado en el tiempo, pero mientras en esta el personaje va modificando levemente los mismos hechos del mismo día, en Palm Springs el repertorio no solo es más amplio, porque afecta a más personajes, sino que se construye una suerte de narración paralela más allá del día de la boda que va a dar un juego excelente a la historia. De hecho, el contraste cómico se produce porque la historia junta a un veterano y a una novata en el cansino arte del bucle, y ello significa que las dos interpretaciones son muy distintas; la de él, llena de un  escepticismo absoluto en cuanto a las posibilidades de salir del bucle, y, por otro lado, su conformidad absoluta con una situación que, una vez aceptada, no deja de ser un extraordinario modus vivendi; ella, por el contrario, que no da crédito a lo que le curre, tarda en aceptar esa situación que, entre otras cosas, le recuerda constantemente la zorra que ha sido seduciendo al novio de su hermana y engañándola con él justo la noche anterior al día de su boda.

         La amistad entre ambos personajes, que irá desarrollándose con las viejas pautas de la comedia romántica tradicional del chico conoce chica y todo paree que aleje al uno de la otra hasta que acaban dándose cuenta de que no pueden vivir el uno sin el otro, se enriquece con el planteamiento, llamémosle metafísico, porque ese bucle bien puede decirse que está más allá de la física, en el terreno de la escatología… Los diálogos son excelentes, a ese respecto,  y se entregan en las dosis justas para que entendamos una situación que exige de quien se vea metido en ese bucle un posicionamiento, porque, contradiciendo a Clement Rosset, en su Lógica de lo peor, la repetición no mata y, de hecho, suicidarse no impide despertarse de nuevo el mismo fatídico día único de nuestra vida.

         La aparición de un personaje que pretende eliminar al protagonista, y que tanto impresiona a la hermana de la novia, encarnado por el instructor feroz de Whiplash, J.K.Simmons, inaugura una galería de personajes complementarios que, junto con los de la boda, contribuyen a crear una variedad de situaciones que nos apartan, felizmente, de aquellos mínimos cambios que en la repetición de lo mismo se nos ofrecía en Atrapado en el tiempo. La desaparición durante cierto tiempo de la protagonista, como si hubiera encontrado una vía de vuelta a la verdadera realidad, da como para que se dedique a estudiar física cuántica y pueda, con esos saberes —el paso paralelo del tiempo en la realidad nunca se cifra, lo que significa que pueden haber pasado años, quinquenios, decenios…— elabore una hipótesis que, transformada en tesis, la saque o los saque del bucle, porque él no está seguro de querer salir de vida tan cómoda, lo que significa un motivo de disputa en una de las más extrañas relaciones románticas de este tipo de comedias que se ha visto en varios años…

         Aprovecho, porque, poco amigo del género, tampoco me interesa especialmente, para recomendar el visionado de un documental sobre la comedia romántica hecho con mucha inteligencia y cariño por el género, tan capaz de deformarte muy negativamente la visión de la realidad. Me refiero a Romantic Comedy, de Elizabeth Sankey. Se lo pasarán bien.