lunes, 30 de octubre de 2023

«La Marsellesa», de Jean Renoir o el cine histórico de encargo.

 


Renoir trasciende la obra de encargo y nos da una visión muy personal de la Revolución Francesa.

 

Título original: La Marseillaise

Año: 1938

Duración: 135 min.

País:  Francia

Dirección: Jean Renoir

Guion: Jean Renoir, Carl Koch, N. Martel-Dreyfus

Música: Joseph Kosma, Henry Sauveplane

Fotografía: Jean-Paul Alphen, Jean Bourgoin, Alain Douarinou (B&W)

Reparto:   Pierre Renoir; Lise Delamare; Louis Jouvet; Léon Larive; Pierre Nay; Aimé Clariond; Maurice Escande; Jacques Castelot; Edmond Ardisson; Nadia Sibirskaïa; Julien Carette; Elisa Ruis; William Aguet; Pamela Stirling; Génia Vaury; Georges Spanelly; Jean Aquistapace; Jaque Catelain; Werner Florian.

 

          Comencé a verla con cierta reticencia, porque las películas históricas que quieren resumir en hora y media o dos horas un hecho capital en la historia de Europa, cual fue la Revolución Francesa, suelen tender al esquematismo, el tópico, la visión sesgada, el melodrama o el panfleto, según el punto de vista que se asuma. Si hubiera sabido antes de verla que fue un encargo del principal sindicato francés, la CGT,  y el gobierno del Frente Popular, acaso me hubiera abstenido prudentemente de verla, no sé. O quizás la hubiera visto muy condicionado, pero no podría dejar de verla, porque un verdadero creador, aunque se ponga al servicio de una causa, nunca deja de ser lo que es y eso acaba emergiendo en la obra. Pues eso es lo que sucede en esta aventura popular de la revolución de los franceses contra la última muestra del Antiguo Régimen absolutista. Desde la declaración del Tercer Estado como única Asamblea que representaba a toda la nación pasando por la toma de la Bastilla, el asalto al Palacio Real y la marcha de los ejércitos hacia la batalla de Valmy, ganada a los austriacos, Renoir nos va a contar ese tramo de la historia de Francia que es, en buena medida, el paso del Absolutismo hacia la aún muy imperfecta democracia liberal. El acierto de la película, y de ahí su nombre, La Marsellesa, es no solo haber escogido unos protagonistas que representan la clase popular, frente a la aristocracia que ve peligrar sus prerrogativas y a la realeza que sabe que sus días de poder soberano han llegado a su fin, ante la irrupción del vendaval popular que se lo llevará todo por delante, incluso a sus propios agitadores; sino, también, a ese momento casi mágico en que se oyen por primera vez en Marsella los acordes del conocido hasta entonces como «Chant de guerre pour l'armée du Rhin» («Canto de guerra para el ejército del Rin»), de Rouget de Lisle, y que tanto llama la atención de los voluntarios populares que se suman al ejército de la Convención para defender a Francia de los austriacos. Son, esas ejecuciones musicales del himno, momentos de singular emoción en la película. Cuando esas columnas militares de Marsella entran en París cantando el himno, no tarda este en ser adoptado como el himno de la Revolución y ser denominado La Marsellesa, para, tres años después, ser declarado himno nacional de la República.

          La película no se centra exclusivamente en la entronización popular del himno, sino en las variadas biografías individuales de algunos franceses escogidos al azar, aunque siempre pertenecientes a los estratos más pobres de la población. A través de ellos y sobre todo de sus críticas razonables al idealismo igualitario de los utopistas, desde un razonamiento que se atiene a las relaciones básicas de poder que sobrevivirán al lema de la Revolución, primero «Libertad, igualdad o la muerte» y, después de la revolución del 48, «Libertad, Igualdad y Fraternidad», advertimos la profunda sabiduría secular de quienes no acaban de creerse que quienes mandan no sean sustituidos por otra casta, porque no en balde hay gente más ilustrada que otra, gente que sabe dirigir a otros y llevarlos, mediante la persuasión del verbo encendido, hacia objetivos en los que se corre el riesgo de perder la vida, como pasa a algunos de los protagonistas. Hay en el desarrollo coral de la historia una suerte de gozo de vivir, de eutrapelia y de esperanza en la llegada de una nueva era de libertades que le van a facilitar la vida a cualquier hijo de vecino, solo por el hecho de haber nacido libre en una nación libre, que contagia el optimismo a los espectadores, a quienes nos asombra la facilidad con que se da el cambio social del Antiguo Régimen al Nuevo, y cómo, casi en un abrir y cerrar de ojos, ser «ciudadano» es algo más que un documento nacional de identidad, es una suerte de carta blanca para convertirse en alguien libre de toda sospecha y solo animado por la noble causa de instaurar el poder del pueblo llano frente a la feroz aristocracia que, como ocurre en el asalto al Palacio Nacional, se defiende matando aunque sepan que serán arrollados y los reyes, Luis XVI y María Antonieta, Madame Déficit, como se la conocía popularmente, detenidos, juzgados y ajusticiados.

          El tono cordial, bienhumorado y lleno de la alegría de vivir de las clases populares está presente en toda la película, menos en su tramo final, en el que irrumpe la muerte, en el asalto a las Tullerías. A pesar de centrarse en esas capas populares, Renoir ha trazado con mano maestra el retrato de la corte, del Rey, de María Antonieta y de los cortesanos. De hecho, cuando los cortesanos entonan una canción de loor al Rey, he de confesar que los acordes de ese otro himno de naturaleza monárquica, Oh Richard, Oh Mon Roi, de André Ernest Modeste Grétry, logran crear una sincera emoción en quien lo escucha. Conviene destacar la interpretación dele rey hecha por el hermano de Renoir, Pierre, lleno de pequeños detalles de gran altura interpretativa. Es curioso que en la película haya espacio para detalles de tipo costumbrista que añaden a la perspectiva de la obra una gran calidad humana y social. Es el caso, por ejemplo, del soldado voluntario que declara comerse un puré de patatas por «compromiso revolucionario» o el del mismo Rey probando una hortaliza, el «tomate» llegado desde Marsella, por ejemplo.

          Así mismo, y una historia de amor siempre anima cualquier crónica social y la humaniza para el corazoncito de los espectadores, destaca la aparición ultracinematográfica del teatro chinesco de sombras en que se representa la relación entre el Rey y la Nación, un espectáculo delicioso que se enmarca en esa breve historia de amor a la que hemos aludido.

          Las escenas de batallas y el asalto a las Tullerías —un primer plano de unas piedras y los restos de un letrero nos recuerdan que en ese lugar se alzó la cárcel de la Bastilla, ya derruida, cuando el batallón marsellés llega a París— están rodas con notable brío, jamás ensombrecido por unos recursos que, aunque notables, no pecan de generosos, desde luego.

          Es cierto que el Terror no aparece por ningún lado, que la lucha de la mujer para obtener la igualdad con el hombre está bien perfilada y que el aire popular, sin artificios ni embolismos, de los personajes contribuye a que nos identifiquemos con los perdedores de la Historia que, de la noche a la mañana, se sienten, por vez primera en su vida, no solo partícipes de los destinos de su nación, sino auténticos creadores de la misma. Y Renoir adopta un tono de comedia que hace la película muy grata de ver; tono que solo cambia en su último tercio, en el que el derrumbe de la monarquía permite un retrato palaciego sobresaliente.

jueves, 26 de octubre de 2023

«Una canta, la otra no», de Agnès Varda, o los opuestos caminos del feminismo.

Un doble retrato de la mujer en los tiempos de la «revolución de las flores».

 

 

Título original:  L'une chante, l'autre pas

Año: 1977

Duración: 115 min.

País:  Francia

Dirección: Agnès Varda

Guion: Agnès Varda

Música: François Wertheimer

Fotografía: Charles Van Damme

Reparto: Valérie Mairesse; Thérèse Liotard; Gisèle Halimi; Marion Hänsel; Ali Raffi;

Jean-Pierre Pellegrin; Mona Mairesse; Francis Lemaire.

 

          Si es de 1977, ya podemos comenzar a hablar de un pasado muy lejano, en este 2023 de nuestras demagogias, shitprops y populismos de medio pelo y un cuarto de frase desbarrada, de ahí que se precise algo de contexto para tratar de acercarnos a una película que está en las antípodas de la deslumbrante Cléo de 5 a 7, de la misma autora, poseedora de una obra muy irregular. A punto de cumplirse una década de la revuelta juvenil de mayo del 68, y andando en fase *periclitante la más antigua revolución jipi, o de las flores, las dos vidas que nos ofrece Varda en su historia vienen a ser, en su radical diferencia y contraste, dos visiones de la vida casi antagónicas. De un lado, la ridícula Pomme (Pauline en realidad), una cantante que aspira a vivir revolucionariamente en una suerte de comunismo primitivo sororal, viajando por todo el país y atormentando a sus pobres auditorios solo por el beneficio de la limosna; y, de otro, Suzanne, cuyo marido, fotógrafo, se ha suicidado y quien, tras abortar de un tercer hijo que no desea, porque no puede mantenerlo, se convierte en una activa trabajadora social en pro del control de la natalidad y del acceso al aborto. La historia arranca cuando, mediante el engaño, Pomme consigue dinero de sus padres y lo usa para pagarle el aborto a Suzanne. Tras el agresivo enfrentamiento con sus progenitores, propio de la abismal distancia generacional en los comienzos de los 60, Pomme se lanza a la aventura de vivir por su cuenta e inicia una vida artística plagada de desengaños y limitaciones, y en la que llega a unirse a un joven estudiante iraní que la lleva a Irán, en una de las fases más interesantes de la película, y descubre allí lo que supone convertirse en «la esposa de», por lo que, a pesar de haber tenido un hijo con Darius, ella decide regresar a Francia, dada la asfixia moral que sufre en un país incluso aún no teocrático, porque la revolución iraní islamista se produjo en 1979, y el presente de ambos personajes es 1972, cuando acaban encontrándose, ambas protagonistas,  en una manifestación en pro del derecho al aborto. Muy chocante, por ejemplo, incluso para nuestro presente, es el arreglo al que llegan Pomme y Darius: ella se queda de nuevo embarazada de él, para tener un hijo «para ella» y el primero regresa a Irán con su padre.

          El comienzo de la película es apabullante, porque el fotógrafo, con tienda abierta en la que no entra nadie, realiza fotografías muy hermosas y llenas de una exquisita sensibilidad. Por azar, Pomme ve las fotos de su amiga Suzanne y se decide a entrar y a posar para el fotógrafo atormentado por las escasas perspectivas profesionales que tiene su magnífico trabajo. Toda esa parte introductoria es, fílmicamente, de lo mejorcito de la película, y funciona como un corto con un final estremecedor, dado el ahorcamiento del artista. Tras él, y salvando la parte iraní, la película sigue dos direcciones muy distintas, una, la verdaderamente importante: cómo logra Suzanne salir adelante con sus dos hijos, a pesar de tener que volver a casa de sus padres, que la acogen casi como a una sierva, y el modo como accedemos a su intimidad y sus tentativas de emparejarse, al tiempo que desarrolla una necesaria labor social. Ese «verismo» en su justo medio choca, sin embargo, con la aventura jipi de Pomme y su lucha feminista a través de la comuna matriarcal y sus canciones —un insulso repertorio, todo ha de decirse— de protesta, batalla y deseada persuasión.

          El encuentro de las amigas, diez años después del terrible suceso tras el que sus caminos se separan, permite al espectador contrastar una y otra biografía y sacar sus conclusiones, por supuesto. De lo que duda es de que la autora se incline por Suzanne, dado el relieve que concede a la aventura supuestamente renovadora de la vida que propone la «caravana de mujeres» que recorre con su vida alternativa el país. Hay, a mi juicio, una suerte de panfilismo buenista que tiende a sobrevalorar lo que ahora conocemos como «movimientos alternativos», y desde la distancia de 2023 advertimos, sobre todo, la ingenuidad del entusiasmo con que la autora los contempla.

          No es esta una de las mejores películas de Agnès Varda, está claro, y sin decir que el tiempo haya pasado por ella de forma inmisericorde, pues algunos tramos de la película son magníficos, deja en el espectador un regusto de esas buenas intenciones de las que está empedrado el infierno, lo que le quita la complejidad y densidad de otras obras suyas de mucho mejor ver.

          A pesar de lo dicho, y descontando las bobas molestias ideológicas, la película puede ser vista sin demasiado enojo, para apreciar en lo que valen, y valen mucho, sus mejores momentos.

miércoles, 25 de octubre de 2023

«Nada», de Mariano Cohn y Gaston Duprat o el Todo en miniserie.

 

Radiografía del porteño y la primera aparición en serie televisiva de Robert de Niro.

 

Título original: Nada

Año;: 2023

Duración: 159 min.

País: Argentina

Dirección: Mariano Cohn (Creador), Gastón Duprat (Creador)

Guion:  Mariano Cohn, Emanuel Diez, Gastón Duprat

Música: Alejandro Kauderer, Ignacio Gabriel

Fotografía: Alejo Maglio

Reparto: Luis Brandoni; Majo Cabrera; María Rosa Fugazot; Robert De Niro; Silvia Kutika; Belén Chavanne; Daniel Aráoz; Enrique Piñeyro; Cecilia Dopazo; Gastón Cocchiarale; Guillermo Francella; Andrea Frigerio; Rodrigo Noya.

 

          Quienes me hayan leído las críticas en este Ojo de Ciudadano ilustre y Competencia desleal no van a extrañarse de que continúe mi enamoramiento de la obra de esta portentosa pareja de directores, porque en esta serie televisiva se halla lo mejor de esos trabajos anteriores para el cine. En la medida en que es una miniserie, cinco escasos capítulos, pero la anécdota no da para más, y alargarlo pecaría de esas segundas partes que nunca fueron buenos, salvo la excelsa de Don Miguel de Cervantes Saavedra, la ficción se extiende menos, de hecho, que muchas películas que se columpian hasta casi las tres horas, como la recién vista Inland Empire. Ello significa que la brevedad de los capítulos y del conjunto en general dejan un estupendo sabor de boca, lo que no es poco decir de una serie en la que el protagonista es un crítico gastronómico atrabiliario, extravagante y un mucho malhumorado ante la deriva de la realidad, frente a la que se parapeta en el desprecio olímpico, la ironía y sus buenas dosis de mala leche. ¿Y qué pinta De Niro, es lo primero que se preguntarán, en una miniserie argentina, si nunca antes ha accedido a rodar ninguna en su propio país? De entrada es el introductor de cada capítulo y, de vez en cuando, aparece para remarcar este o aquel aspecto de la vieja relación que lo une con el crítico gastronómico que un buen día, cuando su personaje no era tan famoso, como escritor mundialmente célebre, lo guio por un tour gastronómico en la hermosa ciudad de Buenos Aires, de la que guarda un hermoso recuerdo.

          A mí me van a tener que disculpar, porque, sin haber estado nunca allí, me considero un bonaerense de adopción, no ya por mi devoción por la literatura argentina o por la hermosa sonoridad de su español cantarín o mi pasión por los tangos o su muy particular idiosincrasia de melting pot, ¡y no digamos por su cinematografía, con Leopoldo Torre Nilsson a la cabeza!, todo lo cual me hace muy sospechoso de parcialidad. Para tranquilidad de quienes sean reticentes ante mis elogios, confieso que empecé a ver la otra serie de la pareja, El encargado, y que me trasladé a Nada porque no me acababa de sentir cómodo en ese remedo de nuestra vieja picaresca, aunque reconozco que solo vi un episodio y quizás debiera darle otra oportunidad.

          Nada es otra cosa, mucho más íntima, más personal; porque el personaje, una eminencia en el templo de la gastronomía, un pope de los que hacen prosperar un negocio o lo hunden, en función de sus críticas, tiene un espesor psicológico, un sentido del humor, e incluso una escenografía, la casa-museo de la que van desapareciendo las obras de arte en función de las necesidades de «líquido», que, junto con sus amistades, expareja incluida, nos ofrecen un retrato social de «exquisitos» con dejes transgresores de cultura de excepción que no escapan, sin embargo, de la difícil situación de la economía argentina. Acostumbrados al euro, el monto de las facturas, por ejemplo, nos meten el escalofrío en el cuerpo.

          El título polisémico puede entenderse de muchas maneras, y aun hasta los críticos radicales de la serie pueden decir de ella que es una «nadería», pero es muy cierto que se retratan en su incapacidad lectora. Otra cosa es que el desarrollo dramático esté demasiado comprimido como para que ciertos procesos de «reconversión» tengan lugar en tan breve espacio de tiempo, pero ¡qué carajo!, la ficción tiene sus derechos y prerrogativas frente a lo real, y ha de hacerlas valer.

          La serie comienza con el retrato de Manuel, el crítico en una situación crítica, porque anda muy escaso de fondos, ha recibido dos adelantos de un libro que no ha entregado a la editorial y, para colmo de colmos, la fiel asistenta de toda una vida, su mano derecha, la izquierda y los pies para usar los pedales del auto como conductora, fallece al final del primer capítulo, dejándolo enfrentado a una vida ordinaria de la que el «señor» no tiene ni la más mínima idea, salvo todo lo relativo a la elaboración de los platos argentinos que se suceden a través de los capítulos, una escuela de alta gastronomía de la que conviene tomar buena nota, sobre todo de ese bifé de chorizo que se corta ¡con cuchara! Está claro que las relaciones del crítico dan de sí para que nos asomemos a una visión, aunque sea reducida, de la sociedad argentina, y ahí los autores despliegan una ironía soberbia y gratificante para los espectadores, porque todo se contempla desde el lado exquisito de la fina ironía con algunos granos de sal gorda. Es divertidísima la distinción hecha por el cronista De Niro entre «boludo» y «pelotudo», que se suma a la especie de introducción al mundo porteño que hace el actor usamericano con absoluta vis cómica.

          La aparición de una inmigrante paraguaya que busca trabajo y que le es enviada por su ex para ayudarlo en el desempeño de la vida cotidiana, porque  conoce perfectamente la incapacidad radical del hombre totalmente abstraído de la vida doméstica, marca un antes y un después en la serie. La interpretación de la casi debutante Majo Cabrera es uno de esos momentos mágicos en la historia, porque, por vez primera, se debilita el individualismo antigregario del protagonista y emergen los sentimientos, aunque sea en sordina y con muchas mantas que lo amortiguan, como la que él rechaza cuando se hiela en una entrevista avasalladora a la que se presta para lucimiento de otros, y obtener la triste recompensa de un vino barato frente al que tuerce el gesto.

          La vida cotidiana, una hija que vive en Londres y una nieta que pregunta, al verlo en la pantalla del móvil de la madre: «¿y ese viejo, quién es?», la seria dificultad de moverse sin apenas recursos —la escena en el supermercado es absolutamente antológica—, y otras dificultades propias de su profesión: las  secuencias de «las vacas felices» y la cuenta que le pasan en el restaurante donde siempre ha comido invitado son también momentos estelares que nos hablan de un mundo que se derrumba y lo arrumba, una realidad para la que él no tiene códigos de interpretación; todo ello, en definitiva, asume una perspectiva nostálgica que tiñe la serie de una melancolía que no invita a la tristeza, sino, paradójicamente, a la vitalidad, porque, a pesar de las desalmadas políticas de la cancelación y el wokismo, estos dos personajes viejos nos invitan a vivir intensamente y a hacerlo sin complejos ni culpabilidades sin sentido, un mensaje que cala en los espectadores.

          Tanto el escenario de la ciudad como la música son dos complementos fundamentales de la realidad porteña en la que esta película se adentra de manera muy específica y grata.

          Viendo esta serie y la obra de Cohn y Prat, me pregunto siempre cómo es que Daniel Burman no se prodiga más, porque esta serie me ha recordado mucho su manera particular de enfrentarse a la argentinidad, de la que esta película, perdón, miniserie…, es un magnífico ejemplo.

domingo, 22 de octubre de 2023

«Carretera Perdida» e «Inland Empire», de David Lynch, el camino hacia la demencia.

Título original: Lost Highway

Año: 1997

Duración: 134 min.

País: Estados Unidos

Dirección: David Lynch

Guion: David Lynch, Barry Gifford

Música: Angelo Badalamenti

Fotografía: Peter Deming

Reparto:  Bill Pullman; Balthazar Getty; Patricia Arquette; Robert Loggia; Robert Blake;

Gary Busey; John Roselius; Michael Massee; Richard Pryor; Louis Eppolito; Jack Nance;

Lucy Butler; Henry Rollins; Giovanni Ribisi; Natasha Gregson Wagner; F. William Parker; ; Leslie Bega; Marilyn Manson; Jeordie White.

 



Título original: Inland Empire

Año: 2006

Duración: 176 min.

País: Estados Unidos

Dirección: David Lynch

Guion: David Lynch

Música: David Lynch

Fotografía: David Lynch, Odd-Geir Sæther

Reparto: Laura Dern; Justin Theroux; Harry Dean Stanton; Grace Zabriskie; Jeremy Irons;

Diane Ladd; William H. Macy; Julia Ormond; Karolina Gruszka; Krzysztof Majchrzak; Jordan Ladd; Mary Steenburgen; Laura Elena Harring; Nastassja Kinski; Scott Coffey; Naomi Watts; Peter J. Lucas; Terryn Westbrook; Stanley Kamel; Jason Weinberg; Jan Hencz; Amanda Foreman; Kat Turner; Cameron Daddo; Kristen Kerr; Emily Stofle; Michelle Renea; Nae; Terry Crews; Weronika Rosati.

 

 

Dos muestras desiguales del poder narrativo de Lynch:  del poder del significante a la pérdida del significado…

 

 

          Pues va a resultar que el misterio de la financiación de Inland Empire es poco menos que irresoluble, como el de la Santísima Trinidad. De Carretera perdida sí se sabe que tuvo un presupuesto de 15 millones de dólares, de los que recaudó 3. De Inland Empire, al parecer, ser han recaudado 4 millones, pero ni sombra del total gastado, acaso porque buena parte de la inversión ha corrido a cargo de Lynch, algunos amigos y algunas productoras asociadas. El hecho, no obstante, de haber rodado con cámara digital, y no de las más perfeccionadas, ha rebajado considerablemente los costes y ha añadido una perspectiva de imagen «sucia» que se ha integrado de forma natural en la última estética del director.

De hecho, desde su ajetreada filmación en el periodo 2004-2006, Lynch ha afirmado y reafirmado que se trata de su última película, que nunca más dirigirá otra, lo que, de ser, finalmente, cierto, otorga a esta dificilísima película una importancia capital en la obra del extravagante director usamericano. A su manera, Inland Empire, como algunos críticos han señalado, sería una recopilación de todas las direcciones que ha seguido Lynch a lo largo de su obra, fílmica y televisiva, porque no se puede obviar la importancia de Tween Peaks en el total de su producción.

          Pero mejor sigamos el orden cronológico, porque entre Carretera perdida e Inland Empire, hay 9 años de diferencia y el mundo de Lynch sufre en este periodo una evolución hacia la complicación onírica y surrealista que vacía su obra de contenidos que vayan más allá de la mera inmediatez de las imágenes encadenadas diríase que al azar o en función de lo que haya ido grabando con fines ignorados que se acaba poniendo al servicio del proyecto en curso, como al parecer ha ocurrido en Inland Empire, y ahí están las secuencias de los conejos, una especie de proyecto televisivo, que se incorporan al relato con absoluta naturalidad, dada la ausencia de hilo narrativo, a juzgar por cómo se desfleca hasta quedarse en la mínima expresión, de lo que luego hablaré. Si uno entra en FilmAffinity para palpar el recibimiento popular de ambas películas, se encuentra con las dos primeras de Inland Empire que resumen a la perfección la polarización crítica que suscita Lynch: Tomine, desde Madrid (España), titula su crítica: «El último genio vivo (Carta desde la tumba)» y Txarly, desde Qingoco (China): «Sr. Lynch, váyase a tomar por culo», la suya. Entre esos dos extremos hay campo de sobra para la ecuanimidad.

          Carretera perdida sí que es una película redonda y con una cuidada puesta en escena, además de unas interpretaciones que nos convencen plenamente de sus virtudes, por violenta que sea su propuesta y por mucho que lo sobrenatural intervenga en la trama, para desaliento de los amantes de las historias bien mascaditas. Con el inquietante inicio de una llamada en el interfono, avisando de la muerte de alguien a quien no conocemos, y el cruce de sospechas e indiferencias de una pareja, él músico, ella exactriz. él celoso, ella cansada de esos celos, arranca una historia en la que sucesos extraordinarios, como la aparición de la estupendísima encarnación de Lucifer en una fiesta, pidiéndole al protagonista que llame a su casa, porque él, su interlocutor, está ahora mismo en ella, lo que resulta cierto, nos obliga enseguida a desprendernos de la posibilidad de entender con la lógica aristotélica lo que sucede en la pantalla. Tras la llamada del interfono, la pareja recibe unos vídeos en los que se ve la casa desde fuera, pero enseguida desde dentro, mientras los filman a ellos dormidos. Avisada la policía, se monta la vigilancia pertinente. Hasta que llega el vídeo fatal en que aparece la mujer muerta y descuartizada, razón por la que él es llevado a la cárcel. Estando en ella, por esos juegos propios del azar sobrenatural, el condenado desaparece y entonces la historia cambia de sujeto, a un mecánico, el preferido de un mafioso que es productor de cine porno, al que se dedicaba la esposa, ahora con diferente color de pelo y amante del mafioso, aunque, desde que intercambia un  intenso cruce de miradas con el mecánico, el joven sufre una atracción enfermiza por la joven, quien le propone un plan para robar a un amigo, hacerse con dinero, y desaparecer del alcance del productor.  Una mujer fatal en toda regla que Patricia Arquette representa con absoluta propiedad. Esta transmigración de almas en cuerpos distintos permite generar un enlace entre los protagonistas inicial y posterior de la historia, de tal modo que la suma de los hechos de cada cual permite al espectador reconstruir la historia de lo que en realidad ha sucedido. Tengamos presente que cuando la amante deja claro al joven que este no significa nada para ella, reaparece el primer protagonista que actúa en el desenlace, antes de volver a las luces que iluminan las rayas intermitentes de la carretera perdida. Lo curioso de la película es cómo el más viejo motor del mundo amoroso, los celos, da lugar a un potente thriller violentísimo en el que la música y la puesta en escena generan una atmósfera malsana que nos retrotrae a la perversión de Blue Velvet, por ejemplo. Sí, con toda propiedad podemos considerarlo un neonoir canónico, ¡y de los mejores!, y las apariciones mefistofélicas son realmente impactantes.

          Inland Empire es un cajón de sastre de recursos, historias, proyectos, técnicas, estilos, atmósferas y un cruce de caminos entre la realidad, la ficción, el sueño, la pesadilla y lo sobrenatural, sobre lo que no es fácil hablar, porque Lynch parece empeñado en cortar todas las amarras lógicas y dejar a los espectadores enfrentados a un encadenamiento de secuencias del que, supuestamente, ha de inferir la existencia de una historia que pueda ser contada. Hay quienes lo han intentado. La mayoría, sin embargo, renuncia. En todo caso, se trata de una película que no deja indiferente, y en la que todo gira alrededor de una actriz a quien le conceden un papel que, sin ella darse cuenta, le va a cambiar la vida. Sí, la historia arranca con un director, Jeremy Irons,  que rueda una película con dos estrellas a las que les oculta un dato que, al ser revelado, adquiere cuerpo de maldición y determina, en buena medida, el sentido errático de lo que vendrá. El misterio no es otro que el de estar realizando un remake de una película basada en una historia polaca que no se pudo acabar porque los protagonistas de la misma murieron en extrañas circunstancias. A partir de ahí, la propia historia de la actriz, toda una exhibición de Laura Dern, con un expresivo repertorio de actriz de películas de terror, se adueña de la pantalla. Ya antes de iniciarse la película, la actriz es visitada en su casa por una vecina absolutamente trastornada, la imagen de cuyo rostro se distorsiona visualmente a través de primerísimos planos que retuercen los contornos de la imagen, quien le anuncia no solo que le van a conceder el papel, sino que le desvela buena parte de lo que habrá de vivir, aunque al oírlo no logremos atar cabo alguno. La duración de la película, tres horas, nos indica claramente el desvarío notable del proyecto sin pies ni cabeza del director. La propia Dern decía que estaba esperando el día de la proyección para saber si podía enterarse de qué iba la historia que había rodado. Recordemos que en el transcurso de la historia hay un momento de metacine excepcional en el que, dentro de la terrible historia de persecución  y venganza que sufre la actriz, esta ha sido disparada y se arrastra hacia la muerte entre unos indigentes sentados en una acera de la ciudad, quienes mantienen entre ellos una conversación que da por de contado el final trágico de la persona que ha llegado para morir junto a ellos: «Te estás muriendo, eso es todo», le dicen, mientras una joven habla con otra mujer de sus problemas familiares. Poco a poco, y disculpen que se lo chafe, la cámara va retrocediendo hasta encuadrar el set de rodaje en el hangar que lo acoge y cómo el director no puede reprimir su emoción por el alto nivel de verdad que ha conseguida la actriz, quien aún se manifiesta trastornada tras el cese del rodaje de la escena, porque, para ella, no es un punto final, sino un punto y seguido de una historia que recorre en permanente estado de alucinación y de miedo. Meterse en Inland Empire es hacerlo en un laberinto, cierto, pero no lo es menos que hay momentos de cine extraordinarios en ese largo viaje, ya sea el rodaje en Polonia, ya el rodaje de la película maldita, ya la relación con las prostitutas, ya la canción y el baile de despedida… Está claro que, como película inolvidable que corona una carrera, no funciona; pero hemos de verla como leemos Finnegans Wake, de Joyce, sin comprenderlo del todo, pero intuyendo que abre nuevos y apasionantes caminos al arte de la escritura, aunque otros consideren que lo que expresa es un camino sin salida. Lynch nos abruma, pero Dern nos salva; la historia es indescifrable, pero está llena de emociones muy profundas; la realización va más allá del esteticismo y busca efectos primitivos en la distorsión de la imagen, pero hay momentos absolutamente mágicos. Los famosos «interiores» de Lynch, desnudos, con escasos pero simbólicos elementos decorativos, tienen la misma fuerza simbólica y patética de siempre. Hasta las secuencias de los conejos, como sátira de las comedias de situación aportan una dimensión surrealista que permite descansar del acezante drama que vive la protagonista y cuyo calvario seguimos con el corazón encogido hasta la liberación final. Insisto, no es una película «bonita» de ver, sino que exige un compromiso con el espíritu investigador y desbrozador de caminos de Lynch, pero desde esta perspectiva, son más las recompensas que las insatisfacciones o que el hastío. Atrévanse.

 

jueves, 19 de octubre de 2023

«La impaciencia del corazón», de Bille August o el vampirismo emocional.

 


La inefable progresión de un malentendido emocional o la delicadeza psicológica de Zweig.

 

 

Título original: Kysset

Año: 2022

Duración: 116 min.

País:  Dinamarca

Dirección: Bille August

Guion: Bille August, Greg Latter. Novela: Stefan Zweig

Música: Henrik Skram

Fotografía: Sebastian Blenkov.

Reparto:  Esben Smed Jensen; Clara Rosager; Lars Mikkelsen; Rosalinde Mynster; David Dencik; Thalita Beltrão Sørensen; Lukas Toya.

 

          No he leído la novela de Stefan Zweig, pero me he informado de que se trata de una de las más extensas escritas por él, tan aficionado a la distancia corta de la nouvelle, lo cual me invita a pensar en que se debe de tratar de un festín psicológico de primera magnitud. Editada anteriormente como La piedad peligrosa, al menos desde 1946, se nos presenta ahora con el título que toma la película de Bille August, quien, mediante una narración clásica, perfectamente ambientada, se ciñe desde el primer momento al nudo del relato y nos va sumergiendo en la angustia del protagonista, todo ello mediante una dirección preciosista que saca partido de la puesta en escena para entregarnos una película «de época» muy próxima a nosotros, sin embargo, porque el dilema que plantea pertenece al orden moral y salta, como cualquier asunto de conciencia, por encima de los condicionamientos temporales y sociales.

          Un joven desheredado de la fortuna será ayudado por una familiar rica para recibir una dote que le permita ingresar en el cuerpo de caballería, donde quiere hacer carrera para, andando el tiempo, devolver el préstamo a su tía. El joven es consciente de su ubicación en la jerarquía social, lo cual se manifiesta en los distintos orígenes de la mayoría de sus compañeros y cómo solo a través del férreo cumplimiento de sus obligaciones militares y de la «exhibición» de su sentido de la responsabilidad y de las «dotes de mando»  puede granjearse su respeto y el de sus superiores. Lo que en efecto sucede.

          En el curso de unas maniobras decide ayudar a un carruaje a salir del lodazal en el que se ha metido para que continúen ciertas damas su camino hacia el castillo del Señor de la comarca, cerca de las instalaciones militares. De allí, en agradecimiento, le llega una invitación a pasar una velada, cena y baile incluidos, en el castillo. Sus superiores no tardan en echar sobre sus hombros la responsabilidad de la representación de la institución militar, así como del buen nombre del regimiento al que pertenece. Todo discurre a la perfección, e incluso el cohibido joven acaba disfrutando de un breve éxito social. Pero llega el momento decisivo: sin darse cuenta de nada, se acerca a la hija del noble y la invita a bailar. Ella, sinceramente agradecida, intenta levantarse para corresponder a la invitación, pero no tarda en trastabillar y caer sentada en el sillón que ocupaba, ante el desconcierto del joven militar que descubre, entonces, los hierros de las prótesis que ayudan a la joven a desplazarse mediante muletas o con ayuda humana. Aturdido por su falta de tacto, producto de una disculpable ignorancia, el joven militar se excusa inmediatamente y abandona a toda prisa la velada.

          Al día siguiente, Anton se presenta en el palacete para presentar sus excusas por su comportamiento. Ese es el segundo momento peligroso de su existencia, tras la invitación al baile a la joven. El padre no solo lo disculpa, sino que insiste en que se reúna con su hija y que hablen, como los dos jóvenes que ambos son, pues entre ellos sabrán entenderse. El joven, de esa manera alentado, inicia una relación con Edith que llenará de simpatía y buen humor la vida de la joven inválida, cuyo proceso degenerativo parece progresar sin que el padre encuentre diagnósticos que le auguren una futura remisión de la enfermedad. Lo que está claro es que las visitas al palacete no solo se convierten en asiduas, sino que van a poner en peligro el cumplimiento de sus obligaciones militares. Poco a poco, siempre alentado por el padre, que ve con complacencia el cambio de humor que ha experimentado Edith desde que se relaciona con Anton, este se va sumiendo en un mar de atenciones equívocas que Edith considera propias de un noviazgo y el joven como un cúmulo de cortesías dictadas por la compasión, porque queda claro enseguida que de ningún modo está él enamorado de Edith, a pesar de que la amiga íntima de esta, con quien convive en palacio para ayudarla y confortarla, intenta disuadirlo de que Edith “lo” merece, y que ese «amor» que ella se niega a calificar,  puede serlo todo para Edith, un renacer a la vida que la aparte de la depresión, del abatimiento que se apodera ella al ver que no experimenta ninguna mejoría, a pesar de los tratamientos que su padre le busca con desesperación.

          ¡Qué sutileza la de Zweig y la de August para meternos en ese pozo sin fondo de la compasión que se acaba convirtiendo en un amor compasivo que pone al oficial en el brete de dejar la carrera militar para convertirse en el marido de Edith y en el heredero del ennoblecido señor del castillo! Esa sola posibilidad, oída subrepticiamente de labios de sus compañeros, casarse por dinero con una lisiada, obliga a Anton a tomar una decisión.

          Y hasta aquí llega el planteamiento. No puedo no debo ir más allá. Lo importante, para el espectador, es que, a pesar del asfixiante caso moral en que se sumerge el protagonista, el desarrollo del mismo es tan paulatino que nos lleva a sorprendernos al mismo tiempo que el propio protagonista: ¿Cómo ha sido posible que haya dejado que las «cosas» llegaran tan lejos? Todas las fases de las dudas de conciencia que tienen los personajes las vamos recorriendo sin dejar de hacer nuestras previsiones, desde luego, pero son tan hermosas las imágenes de August, con una espléndida y magnificente fotografía de Sebastian Blenkov, cuyas buenas maneras ya pude admirar en El caso Sloane, de John Madden.

          La sutileza psicológica siempre exige una interpretación a la altura de matices casi imperceptibles, y ahí es donde entran las representaciones ajustadísimas de  Esben Smed y de Clara Rosager, quienes llevan el peso de la película, aunque tengan compañeros de reparto de tanta categoría como Lars Mikkelsen. La sencillez narrativa de Bille August es engañosa, porque donde podría verse un decente y aseado «drama de época», él nos lleva a los más profundos recovecos de la conciencia moral de cada personaje y del tormento que se opera en ellas. Y lo hace, rehuyendo la trampa de la mediocre sentimentalidad y acercándonos a las estremecedoras dimensiones de la tragedia de unos destinos tan ambiguos como extraños.

          Dejo nota de la dificultad de compartir estrenos con los espectadores, porque el cine se está volviendo un espectáculo íntimo en vez de social, y, como pasa con los podcast, todos vemos unas programaciones que difícilmente suelen coincidir con la de familiares, amigos, conocidos y cinéfilos en general. En todo caso, se trata de una película aun al alcance de todos en una plataforma como Filmin, que, ¡afortunadamente!, se nutre de mucho fondo europeo.

lunes, 16 de octubre de 2023

Las ilusiones perdidas, de Xavier Giannoli y Eugénie Grandet, de Marc Dugain o dos inmensas versiones fílmicas de Balzac.

 

Título original: Illusions perdues

Año: 2021

Duración: 149 min.

País: Francia

Dirección: Xavier Giannoli

Guion:  Xavier Giannoli, Jacques Fieschi. Novela: Honoré de Balzac

Fotografía: Christophe Beaucarne

Reparto:  Benjamin Voisin; Cécile De France; Vincent Lacoste; Xavier Dolan; Salomé Dewaels; Jeanne Balibar; Gérard Depardieu; André Marcon; Louis-Do de Lencquesaing; Jean-François Stévenin; Alexis Barbosa; Arnaud de Montlivaut; Marie Cornillon; Saïd Amadis; Raphaël Magnabosco; Mathieu Cayrou; Morgane de Vargas; Michèle Clément; Aurélia Frachon.

 

 



Título original: Eugénie Grandet

Año: 2021

Duración: 99 min.

País: Francia

Dirección: Marc Dugain

Guion: Marc Dugain. Novela: Honoré de Balzac

Música: Jeremy Hababou

Fotografía: Gilles Porte

Reparto: César Domboy; Olivier Gourmet; Joséphine Japy; Valérie Bonneton; Philippe du Janerand: Bruno Raffaelli; Nathalie Bécue; François Marthouret; Pierre-Olivier Scotto; Anne-Marie Philipe.

 

El avaro rural miserable y un apasionante retrato de la época de la Restauración monárquica hasta la Revolución de 1830.


             Después de mi primera incursión lectora en Balzac con la asombrosa La piel de zapa, saqué de la estantería Eugénie Grandet para seguir disfrutando. Al azar descubrí en Movistar una adaptación cinematográfica que, una vez vista, no me ha impedido disfrutar de la lectura de la novela, sobre todo porque el final de ambas obras es muy diferente, y la película propone una lectura feminista que se aparta enormemente del original, como supuse al acabar de ver la película y confirmé en la lectura. Junto a ella, asomó la patita Las ilusiones perdidas, que no pudimos dejar de ver, después del inmejorable sabor de ojos que nos dejó la de Eugénie Grandet. Un día de estos me llegará la novela, un hermoso volumen de 700 páginas en el que me sumergiré gustoso, porque la película, que tiene trazas de ser el retrato pormenorizado de toda una época, y que incluye la ambición del éxito literario como motor del relato, estoy convencido de que se habrá de corresponder con un novelón soberbio, teniendo en cuenta la sabiduría narrativa de Balzac y su amplísima gama de intereses humanos y divinos, lo que sazona sus obras con reflexiones y realidades muy dignas de ser leídas.

        A Balzac le sienta bien el cine, como, en otro extremo creador, a Simenon. Su realismo crítico y el minucioso retrato de las psicologías de sus personajes, sin descuidar los usos y costumbres propios de cada época, permiten al realizador cinematográfico lucirse sobradamente, aunque no es menos cierto que la puesta en escena ha de estar a la altura de las exigencias, en el caso de Las ilusiones perdidas con el derroche lujoso de la emergente aristocracia. Salvando las distancias, todo lo relativo al teatro y a las distracciones artísticas reflejadas en la película me han traído a la memoria Los niños del paraíso, de Marcel Carné; pero también otras de espíritu galante como Las amistades peligrosas, de Stephen Frears, e incluso, muy al fondo, Barry Lyndon, de Kubrick.

        La historia de un joven impresor que aspira a convertirse en poeta reconocido y admitido en la nobleza, para lo cual pretende reivindicar un título al que cree tener derecho por parte de madre, Lucien de Rubempré, frente al vulgar Lucien Chardon con que rebajan sus enemigos sus aristocráticas pretensiones. Tras cortejar a una mecenas casada, a quien dedica sus composiciones, y ser amenazado por el marido, Lucien se instala en París, dispuesto a triunfar, primero como amante de su noble provinciana, después, por sus propios medios, que lo acaban llevando al mundo del periodismo satírico, cultural y político, que quita o pone prestigios en función de lo que se pague por ello. Todo ese mundo está descrito en la película fastuosamente, y es, sin duda, al menos para mí, lo más interesante, porque la aventura nobiliaria de Rubempré, que acaba enemistándolo con sus antiguos amigos y con la nueva clase a la que se asocia como lacayo al que se soporta pero no se estima ni aprecia sigue un curso muy trillado y previsible. Su unión con una actriz encumbrada por el venal jefe de una claca que, como los periodistas, también ensalza o humilla reputaciones, sí tiene más miga, porque se cruza no solo con la devoción de Rubempré a su protegida provinciana, sino con una provocación libertina que se retrata en secuencias extraordinarias, como la fiesta en la ostentosa casa a la que se mudan para exhibir su poder social, la misma que, en los tiempos de la adversidad, ella ya enferma de tuberculosis, irá quedándose vacía hasta que ellos mismos son expulsados.

        Las ilusiones perdidas tiene a un mequetrefe arribista con cierto talento como protagonista, y esa mezcla extraña de ingenuidad y de perversidad es un aliciente muy notable para seguir una película cuyo ritmo no cede en ningún momento, con un reparto impecable en el que sobresale la delicada marquesa que lo protege, Cécile de France, pero también el poeta «rival» y luego amigo protagonizado por Xavier Dolan, lleno de matices.

        Al parecer el deslumbramiento que produce el lujo en el protagonista está tan fielmente retratado porque lo comparte con el autor, Balzac, pero este, a diferencia de su pisaverde y lechuguino, admite el distanciamiento crítico que, aun no exento de admiración legítima a la belleza de las cosas, de los materiales de que están hechas, objetiva los procesos de degradación moral a que cualquier sujeto no agraciado por la cuna puede someterse para conseguirlo.

De su director, Xavier Giannoli, había visto con anterioridad Madame Marguerite, una comedia también ambientada en las clases altas, de excelente factura e inmejorable interpretación a cargo de la siempre eficacísima Catherine Frot.

        Eugénie Grandet es un retrato rural, muy distinto del parisino de Las ilusiones perdidas, aunque también en esta hay cierto provincianismo ineludible en los comienzos de la trama. Aunque lleva el nombre de la protagonista, la obra no tarde en centrarse en el verdadero protagonista, el señor Grandet, un propietario cuya ambición de acumular capitales lo lleva, por el lado de la vida cotidiana, a ser un avaro que guarda, colgada del cuello, la llave de la despensa, donde se guarda el pan cuyas raciones él fija de buena mañana para el resto del día. El retrato de Grandet es excepcional, incluso en la película, aunque la aventura galante de Eugénie con su primo, quien ha sido enviado por su padre a casa de su hermano antes de suicidarse tras haber quebrado sus negocios, no tarda en hacerle la competencia, aunque, a mi juicio, ¡dónde va a parar!, el insulso amor de la joven ingenua y dominada o secuestrada por su padre no le llega a la altura del zapato al retrato del padre. En cualquier caso, el intimismo de la realización, a cargo del novelista Marc Dugain, sabe extraer no solo una belleza muy notable de los espacios exteriores, sino un juego de claroscuros muy a lo Rembrandt en los humildes interiores de la casa pueblerina donde vive la familia, a pesar de su enorme riqueza acumulada. La deuda de honor de su tío acabará afectando a las pretensiones del primo, que ha hecho fortuna en su viaje a Sudámerica, de donde regresa para incumplir la promesa hecha a Eugénie, porque «no concibe la felicidad en el seno del matrimonio», y sí un matrimonio que lo aúpe a un título nobiliario y a un empleo en la Corte. Así es la vida de los petimetres y de las ingenuas, y ambos cumplen a la perfección con lo que se espera de ellos. El desenlace literario de la novela a buen seguro que dejó muy frío a Dugain, y ello lo animó a «enmendarle la plana» al autor de Tours y «construir» una Eugénie ajustada al molde del feminismo actual. Es una opción, desde luego, y la historia queda «redonda», ciertamente, pero hay innovaciones, a mi entender, poco respetuosas. Tampoco es mucho pedir que hagamos un ejercicio de contextualización con épocas pasadas, en vez de desnaturalizarlas, lo que puede crear una confusión histórica muy notable en los espectadores.

        La puesta en escena de la película es una de sus grandes bazas, así como el intimismo del retrato de la mujer en un espacio gobernado desde la escasez avara por quien podría vivir como un rico. A su virtud contribuye el retrato de la vida provinciana, en el que el director no se extiende tanto como el novelista, porque concentra el foco en la sumisión en que vive la heroína, a quien la llegada de su primo descubre un mundo de ensueño que se le presenta como el paraíso, respecto de su vida corriente y moliente, aunque no deja de llamar la atención lo interiorizado que lleva el respeto al poder de su padre, bajo el que vive sometida, aunque el padre sepa que ella será su única heredera. En las novelas del XIX son importantísimas las cuestiones relativas a las herencias y a las reclamaciones de títulos y honores, que suelen mezclarse con amores imposibles o transgresores de la moral común, y de todo ello hay en la película, y tratado con buen criterio. En fin, un programa doble balzaciano que sabrán apreciar cuantos aprecien la novela del XIX en lo que esta tiene de invención y de documento.


domingo, 15 de octubre de 2023

«Cerrar los ojos», de Vícor Erice, EL CINE.

 


 Emocionante captura cinematográfica de la emoción en carne viva y fotograma a tumba abierta y viva del paso del tiempo: la esencia de la vida en la luz y en la imaginación.

 

Título original: Cerrar los ojos

Año: 2023

Duración: 169 min.

País:  España

Dirección: Víctor Erice

Guion: Víctor Erice, Michel Gaztambide

Música: Federico Jusid

Fotografía: Valentín Álvarez

Reparto: Manolo Solo; José Coronado; Ana Torrent; Soledad Villamil; Helena Miquel;

Mario Pardo; Josep Maria Pou; María León; Petra Martínez; Juan Margallo; Dani Téllez;

Antonio Dechent; Venecia Franco; Rocío Molina.

 

AVISO: Quien no haya visto la película, aparte sus ojos de esta crítica, porque la he escrito solo para quienes hayan disfrutado de esta obra maestra. Mis disculpas.

 

          Aunque a Boyero siempre lo leo en cuarentena, me chocó su «insensibilidad» ante la última película de Erice. Como un acontecimiento artístico tan esperado, ¡han pasado 31 años desde El sol del membrillo, otra muestra de su genialidad!, está claro que el estreno de la película de Erice me llevaba al cine en cuanto se estrenara. Y ha sido de tal naturaleza el cúmulo de emociones que se han ido apoderando de mí a medida que veía en una sola película toda su carrera cinematográfica, que he acabado muy profundamente afectado, compungido, lloroso, agradecido y aplaudiendo, aunque en una sala demasiado vacía para la magnitud de la obra de arte que nos ha regalado, ¡de nuevo!, Víctor Erice, acaso el director español más importante, ahora ya de dos siglos, el xx y el XXI.

Que Erice es un caso singular en nuestra historia cinematográfica, está fuera de duda. Que su vivencia del cine va mucho más allá de cualquier historia concreta, también, porque, y luego volveré sobre ello, el propio arte cinematográfico es un elemento importantísimo en esta película llena de homenajes al arte al que ha dedicado su vida. Cuando leí un sucinto resumen del argumento, he de reconocer que fruncí el ceño y me dije que eso de la búsqueda del desaparecido, del protagonista director de cine, de la aparición de los ojos de Ana Torrente, etc., me daban mala espina, no sé, me parecía un planteamiento demasiado tópico, y del que iba a ser difícil «sacar» una buena película.

Después de ver la película, solo puedo decir que Víctor Erice ha conseguido revivir el mismísimo milagro de Ordet, de Dreyer, en la pantalla, y de ahí mi catarsis, hermana gemela de la que sufrí tras asistir a la proyección de Ordet. La película se abre con una luz, una fotografía y una atmósfera oriental que capta ya al espectador para el resto de la película y que, mediante las interpretaciones magistrales de Pou y Coronado, lo persuade de que va a ver algo extraordinario. Qué duda cabe de que en esas secuencias achinadas late lo que podría haber sido El embrujo de Shangái, de Marsé, dirigida por él.

En cuanto entramos en la declaración de Garay, el director y, en buena parte, sosias del autor, en el programa de televisión sobre desaparecidos, cuyo morbo populachero desaparece por obra y arte de la realización, de la contenida periodista y de la magnificencia de una interpretación tan magistral como la de Manolo Solo, tan acostumbrado a «levantar» cualquier película en la que aparezca, y no son pocas, como en Tiempo después, la secuela de una de las grandes películas españolas de todos los tiempos, Amanece, que no es poco, de Cuerda; en cuanto vemos todo eso nos damos cuenta de que la búsqueda de la persona amada es una quest tradicional en la que a todos cuantos rodearon al gran actor desaparecido les va la vida, o gran parte de ella: al director y a la hija de un padre ausente, sobre todo. Una entrevista tras la que Garay se deshace de una gabardina con alto valor simbólico, porque es la misma que lleva el desaparecido actor, Julio Arenas en las secuencias que rodaron antes de su desaparición.

Claro que el fracaso, algo tan relativo como digno, impregna todos y cada uno de los pasos de Garay, y ahí está esa existencia “a lo Nomadland” de Zhao, y a la de tantos westerns como el que se evoca en la velada bajo las estrellas: My rifle, my pony and me…, de Río Bravo, de Hawks, director de Río Rojo, la última película que se proyecta, por cierto, en La última película, de Bogdanovich, otra existencia consagrada a la mayor gloria del cine. Ese momento mágico del elogio de la individualidad dedicada, sin embargo, a la recuperación de la memoria del amigo de juventud, con quien tantas cosas y personas se han compartido, es solo uno de los muchos que hay en una película en la que El sur, «su» sur, está tan presente y acaba teniendo una importancia trascendental en la historia: ¡la imagen de los dos amigos, ahora desconocidos el uno para el otro, asomados a la verja que los separa del mar!; la secuencia imborrable del encalado de la pared tras las sábanas tendidas al sol que más calienta, y que a uno le trae enseguida a la memoria Una jornada particular, de Scola… y Barbarroja, de Kurosawa, en el ámbito de la medicina y la pobreza…

Parte de lo compartido es el amor por la misma mujer, que estuvo unida a Garay y luego al actor. Que ese personaje lo interprete, con riquísimos matices de voz, Soledad Villamil, la protagonista de El secreto de sus ojos, de Juan José Campanella, no puede dejar de verse sino como otra de esas casualidades cinematográficas que recorren la historia para acabar convirtiéndose, propiamente, en causalidades.

Sí, lo sé, lo que acabo de decir puede confundirse con un necio exhibicionismo crítico de amor al cine, pero ¿cómo se ha de comentar, si no, el cine que se alimenta del cine? Que una de las amistades claves de Garay sea el viejo montador que guarda en su casa-almacén los rollos de infinidad de películas en sus «latas» planas, incluidas la que él dejó inacabada, y cuyas secuencias vimos al comienzo de esta película, nos indica el rico tejido fílmico que nutre la historia, y por eso se advierte que el montador, fetichista del Cine, haya sustituido un antiguo cartel por el recién adquirido de They Live by Night («Los amantes de la noche»), la ópera prima de Nicholas Ray, a quien, ¡otra «casualidad» más…, Erice le ha dedicado un libro en colaboración con Jos Oliver. Sumémosles a todas estas referencias el prodigio de iluminación y encuadre que hay en dichas secuencias y el resultado nos habla de una auténtica maravilla, propia solamente de quien ha cuidado hasta el más insignificante de los detalles. Mario Pardo, además, excelente y veterano actor que se suma a un elenco de «viejos cómicos» como Petra Martínez o Juan Margallo, tiene la dicción perfecta, como todo ellos, para desplegar la intimidad de las heridas del tiempo en las personas y meternos en el drama de su paso atroz e imparable.

Cuando una psicóloga que ha visto el programa sobre los desaparecidos cree reconocer al actor cuyo rastro se perdió más de veinte años atrás, la película da un giro hacia el intimismo psicológico que predispone al espectador a esperar una anagnórisis que este desea con verdadero ahínco, como sucede en la película mágica de Mervyn LeRoy titulada Niebla en el pasado, cuyo protagonista sufre una amnesia que le impide recordar su pasado. Cuando se separa de su mujer, esta no vuelve a aparecer en la película hasta que, con uno de los más brillantes efectos narrativos que yo recuerde, reaparece como secretaria de su marido en una oficina, y él la trata como a lo que en ese momento es, su empleada, ignorando todo su pasado compartido.

La figura de Julio Arenas, el actor desaparecido, emerge apegado al trabajo manual más humilde en un asilo para gente con pocos recursos, como si en el «hacer» estuviera el ser, es decir, como si hubiéramos vuelto al origen etimológico de «poesía», de ποιέω, «hacer», y por eso Garay tiene acceso a Julio y este no lo rechaza, porque sus manos —no había dicho que entre los humildes quehaceres de Garay, aparte de las traducciones y algunos cuentos, está salir a pescar de madrugada en Cabo de Gata, donde vive— están tan «trabajadas» como las suyas. Sé que peco de visionario, pero en la figura sencilla, andrajosa y abstraída en sus quehaceres cotidianos del actor perdido me ha parecido intuir una presencia muy poderosa fílmicamente para mí, la de un santo que no quería serlo, en una emotivísima película de Edward Dmytryk, El hombre que no quería ser santo.

La temprana aparición de la hija de Julio Arenas, que se niega a ir al programa de televisión, y a quien Garay no logra convencer para que lo haga, es un momento especialmente emotivo para los rendidos espectadores que vimos en los ojos de la actriz la magia y la poesía de la niñez, en su aparición ultraestelar en El espíritu de la colmena, una de las mejores películas españolas de todos los tiempos. Que el paso del Tiempo es un personaje de la película lo vemos nada más aparecer Ana Torrent en pantalla y, como un imán, nuestros ojos se van a sus ojos y vemos materialmente ese transcurso, no tanto en la mirada apagada del presente, frente al brillo cósmico de la niñez, cuanto en la voz cansada y resignada, pero afectuosa y acogedora, con que habla con el mejor amigo de su padre y le confiesa la vaguedad de la figura paterna en su vida, una ausencia dolorosa. El hecho de que la hija acceda a desplazarse al sur para reconocer a su padre y confirmar que es él, amén de contribuir, en la medida que pueda, a la recuperación de su memoria, abre el último capítulo de una historia en la que, finalmente, todo encajará, y la historia que dejó inconclusa Garay, la recuperación de una hija por parte de un padre que contrata a un detective para que la encuentre y se la devuelva, se empareja con la del director que cree que si Julio contempla lo que él filmó, podrá recuperar su ser perdido, ¡y acaso bien perdido!, como si la proyección fuera una sesión espiritista en la que, en vez de darse las manos, los participantes han de concentrar su visión en las imágenes que van a hipnotizarlos para descubrir el interior de cada uno de ellos.

 ¡Menudo final catártico, el de la proyección!

Llevado de una sabiduría del alma humana que rehúye los tópicos de «abrir los ojos a la realidad, a la vida, a los demás, a lo que nos rodea, etc.», Erice ha sabido captar el verdadero movimiento del espíritu, es decir, cerrar los ojos después de haber visto la verdadera realidad para meterla dentro de nosotros, para asimilarla, para integrarla en nuestra más irreductible intimidad; y eso es lo que hace Julio apenas la realidad se le ha impuesto desde la ficción como un milagro en todo equivalente al poder taumatúrgico de la «palabra» en Ordet. ¡No es un «final», es una experiencia íntima catártica que te sacude de un modo terrible y amoroso; feroz y compasivo!