Renoir trasciende
la obra de encargo y nos da una visión muy personal de la Revolución Francesa.
Título original: La
Marseillaise
Año: 1938
Duración: 135 min.
País: Francia
Dirección: Jean Renoir
Guion: Jean Renoir, Carl
Koch, N. Martel-Dreyfus
Música: Joseph Kosma, Henry Sauveplane
Fotografía: Jean-Paul
Alphen, Jean Bourgoin, Alain Douarinou (B&W)
Reparto: Pierre Renoir; Lise Delamare; Louis Jouvet;
Léon Larive; Pierre Nay; Aimé Clariond; Maurice Escande; Jacques Castelot;
Edmond Ardisson; Nadia Sibirskaïa; Julien Carette; Elisa Ruis; William Aguet;
Pamela Stirling; Génia Vaury; Georges Spanelly; Jean Aquistapace; Jaque
Catelain; Werner Florian.
Comencé a
verla con cierta reticencia, porque las películas históricas que quieren resumir
en hora y media o dos horas un hecho capital en la historia de Europa, cual fue
la Revolución Francesa, suelen tender al esquematismo, el tópico, la visión
sesgada, el melodrama o el panfleto, según el punto de vista que se asuma. Si
hubiera sabido antes de verla que fue un encargo del principal sindicato
francés, la CGT, y el gobierno del Frente
Popular, acaso me hubiera abstenido prudentemente de verla, no sé. O quizás la
hubiera visto muy condicionado, pero no podría dejar de verla, porque un
verdadero creador, aunque se ponga al servicio de una causa, nunca deja de ser
lo que es y eso acaba emergiendo en la obra. Pues eso es lo que sucede en esta
aventura popular de la revolución de los franceses contra la última muestra del
Antiguo Régimen absolutista. Desde la declaración del Tercer Estado como única Asamblea
que representaba a toda la nación pasando por la toma de la Bastilla, el asalto
al Palacio Real y la marcha de los ejércitos hacia la batalla de Valmy, ganada
a los austriacos, Renoir nos va a contar ese tramo de la historia de Francia
que es, en buena medida, el paso del Absolutismo hacia la aún muy imperfecta
democracia liberal. El acierto de la película, y de ahí su nombre, La
Marsellesa, es no solo haber escogido unos protagonistas que representan la
clase popular, frente a la aristocracia que ve peligrar sus prerrogativas y a la
realeza que sabe que sus días de poder soberano han llegado a su fin, ante la
irrupción del vendaval popular que se lo llevará todo por delante, incluso a
sus propios agitadores; sino, también, a ese momento casi mágico en que se oyen
por primera vez en Marsella los acordes del conocido hasta entonces como «Chant
de guerre pour l'armée du Rhin» («Canto de guerra para el ejército del Rin»),
de Rouget de Lisle, y que tanto llama la atención de los voluntarios populares que
se suman al ejército de la Convención para defender a Francia de los austriacos.
Son, esas ejecuciones musicales del himno, momentos de singular emoción en la película.
Cuando esas columnas militares de Marsella entran en París cantando el himno,
no tarda este en ser adoptado como el himno de la Revolución y ser denominado La
Marsellesa, para, tres años después, ser declarado himno nacional de la
República.
La película no
se centra exclusivamente en la entronización popular del himno, sino en las
variadas biografías individuales de algunos franceses escogidos al azar, aunque
siempre pertenecientes a los estratos más pobres de la población. A través de
ellos y sobre todo de sus críticas razonables al idealismo igualitario de los
utopistas, desde un razonamiento que se atiene a las relaciones básicas de
poder que sobrevivirán al lema de la Revolución, primero «Libertad, igualdad o la
muerte» y, después de la revolución del 48, «Libertad, Igualdad y Fraternidad»,
advertimos la profunda sabiduría secular de quienes no acaban de creerse que
quienes mandan no sean sustituidos por otra casta, porque no en balde hay gente
más ilustrada que otra, gente que sabe dirigir a otros y llevarlos, mediante la
persuasión del verbo encendido, hacia objetivos en los que se corre el riesgo
de perder la vida, como pasa a algunos de los protagonistas. Hay en el
desarrollo coral de la historia una suerte de gozo de vivir, de eutrapelia y de
esperanza en la llegada de una nueva era de libertades que le van a facilitar
la vida a cualquier hijo de vecino, solo por el hecho de haber nacido libre en
una nación libre, que contagia el optimismo a los espectadores, a quienes nos
asombra la facilidad con que se da el cambio social del Antiguo Régimen al
Nuevo, y cómo, casi en un abrir y cerrar de ojos, ser «ciudadano» es algo más
que un documento nacional de identidad, es una suerte de carta blanca para
convertirse en alguien libre de toda sospecha y solo animado por la noble causa
de instaurar el poder del pueblo llano frente a la feroz aristocracia que, como
ocurre en el asalto al Palacio Nacional, se defiende matando aunque sepan que
serán arrollados y los reyes, Luis XVI y María Antonieta, Madame Déficit, como
se la conocía popularmente, detenidos, juzgados y ajusticiados.
El tono
cordial, bienhumorado y lleno de la alegría de vivir de las clases populares
está presente en toda la película, menos en su tramo final, en el que irrumpe la
muerte, en el asalto a las Tullerías. A pesar de centrarse en esas capas
populares, Renoir ha trazado con mano maestra el retrato de la corte, del Rey,
de María Antonieta y de los cortesanos. De hecho, cuando los cortesanos entonan
una canción de loor al Rey, he de confesar que los acordes de ese otro himno de
naturaleza monárquica, Oh Richard, Oh Mon Roi, de André Ernest Modeste
Grétry, logran crear una sincera emoción en quien lo escucha. Conviene destacar
la interpretación dele rey hecha por el hermano de Renoir, Pierre, lleno de
pequeños detalles de gran altura interpretativa. Es curioso que en la película
haya espacio para detalles de tipo costumbrista que añaden a la perspectiva de
la obra una gran calidad humana y social. Es el caso, por ejemplo, del soldado
voluntario que declara comerse un puré de patatas por «compromiso
revolucionario» o el del mismo Rey probando una hortaliza, el «tomate» llegado
desde Marsella, por ejemplo.
Así mismo, y
una historia de amor siempre anima cualquier crónica social y la humaniza para
el corazoncito de los espectadores, destaca la aparición ultracinematográfica
del teatro chinesco de sombras en que se representa la relación entre el Rey y
la Nación, un espectáculo delicioso que se enmarca en esa breve historia de
amor a la que hemos aludido.
Las escenas de
batallas y el asalto a las Tullerías —un primer plano de unas piedras y los
restos de un letrero nos recuerdan que en ese lugar se alzó la cárcel de la
Bastilla, ya derruida, cuando el batallón marsellés llega a París— están rodas
con notable brío, jamás ensombrecido por unos recursos que, aunque notables, no
pecan de generosos, desde luego.
Es cierto que
el Terror no aparece por ningún lado, que la lucha de la mujer para obtener la
igualdad con el hombre está bien perfilada y que el aire popular, sin artificios
ni embolismos, de los personajes contribuye a que nos identifiquemos con los
perdedores de la Historia que, de la noche a la mañana, se sienten, por vez
primera en su vida, no solo partícipes de los destinos de su nación, sino auténticos
creadores de la misma. Y Renoir adopta un tono de comedia que hace la película
muy grata de ver; tono que solo cambia en su último tercio, en el que el
derrumbe de la monarquía permite un retrato palaciego sobresaliente.