Big Eyes: Sobre la impostura y el kitsch:
Tim Burton entre Hitchcock y Woody Allen.
Título original: Big Eyes
Año: 2014
Duración: 106 min.
País: Estados Unidos
Director: Tim Burton
Guión: Scott Alexander, Larry Karaszewski
Música: Danny Elfman
Fotografía: Bruno Delbonnel
Reparto: Amy Adams, Christoph Waltz, Danny Huston, Jason Schwartzman,
Krysten Ritter, Terence Stamp, Heather Doerksen, Emily Fonda, Jon Polito,
Steven Wiig, Emily Bruhn, David Milchard, Elisabetta Fantone, Connie Jo
Sechrist, James Saito.
Sin que aún se hayan apagado los ecos suscitados por la última novela de Javier Cercas sobre el impostor Enric Marco, nos llega esta película de Tim Burton sobre otro, Walter Keane, quien, aprovechando de la facilidad de su mujer, Margaret, para pintar unos cuadros de criaturas con grandes ojos, a medio camino entre el tenebrismo y el estilo naíf, consigue levantar todo un imperio de ventas artísticas al por mayor, mediante una excepcional campaña de publicidad que lo lleva a convertirse en una especie de mago del merchandising y de la comercialización de las reproducciones impresas del arte contemporáneo.
Lo que más sorprende, sin embargo, es
la cuidadosa puesta en escena de esta película, que, arrancando desde los años
50 llega hasta los 80, aunque, ¡privilegio del cine!, parece que sólo crece la
hija de Margaret, porque la pareja protagonista se mantiene casi como se nos
presentan en las primeras escenas… Dejando de lado estas incongruencias, y
otras que no respetan los hechos reales en que está basada la historia, razón
por la cual podemos avanzar algunos aspectos de la trama que no son ningún
secreto, dada la recreación histórica de unos hechos reales, lo cierto es que
no hay ni un solo plano en la película que no esté muy estudiado. Tanto, que en
muchas ocasiones recuerda notablemente algunas películas de Hitchcock, un
maestro del encuadre y de la selección de espacios novedosos para sus películas,
como la casa de diseño a la que se trasladan cuando comienzan a hacer mucho
dinero, un espacio arquitectónico que permite la composición de ciertas escenas
con una notable originalidad y belleza. Junto a esta influencia esteticista,
habríamos de colocar el intento de creación de una atmósfera al estilo de las
de las relaciones de pareja de Woody Allen, una relación compleja, de trasfondo
sadomasoquista. La historia de la pareja protagonista se extiende desde los
felices comienzos hasta la amargura de la separación traumática: todo eso
adobado con unas actuaciones que se mueven entre la comedia, típicamente
alleniana, aunque con escasa gracia, por obra y ídem del actor protagonista,
Christopher Waltz. El conflicto central entre la pasividad y la timidez de la
verdadera autora de los cuadros y el carácter comercial, agresivo y narcisista
del marido impostor está muy bien desarrollado en la película y se consigue una
narración que transcurre a lo largo del metraje con una fluidez que capta
sobradamente el interés del espectador. La actuación de Amy Adams es
excepcionalmente buena y ello contribuye sobremanera a valorar positivamente la
película. No ocurre lo mismo, al menos para este crítico, con la de Christopher
Waltz, tan magnífico, sin embargo, en Dyango
desencadenado (2012), de Tarantino, un film tan incomprendido como notable.
Waltz quiere ser seductor y se acaba mostrando histriónico y empalagoso, con
unas sonrisas y unas muecas de auténtco lunático que incluso hacen inverosímil
que sea capaz de seducir no sólo a su mujer, sino a todas las personas que
admiran, después, su supuesto dominio artístico. Ni siquiera cuando llega el
giro del guion que nos conduce a la revelación de la impostura, y se bordea la
violencia matrimonial, Waltz sabe estar a la altura de las circunstancias. Da
la impresión, por un lado, de que no “se cree” el personaje, y, por otro, que
no lo ha estudiado a fondo para ofrecernos, si no una versión mimética de lo
que fue la realidad, sí, al menos, una versión con cara y ojos, verosímil, que
vaya más allá del novio estúpido que hace las mil tonterías para llamar la
atención de la chica guapa a quien ha de seducir por la simpatía, antes que por
su atractiva personalidad. Digamos que hay una especie de quiebra entre cómo se
nos presenta el personaje y el maquiavelismo con que mueve los hilos para
construir una impostura que la mujer acepta muy a su pesar y desde su
desvalimiento personal, teniendo en cuenta que sale de una ruptura matrimonial
y que se ve sola, con una hija pequeña, sin dinero y sin trabajo. Los supuestos
tiempos heroicos de una supuesta bohemia compartida entre marido y mujer dejan
paso enseguida al gran negocio que se presenta, como suele suceder a menudo en
el mundo del arte, por pura casualidad, si bien es el marido quien, poco a poco,
con una visión comercial que le alabará incluso Andy Warhol, otro especialista
en mercadotecnia artística y padre del pop
art, conseguirá edificar un imperio sobre la base de la obra de su mujer,
recluida como si de una explotada trabajadora china en un taller de confección
clandestino se tratase. La obra de Margaret Keane, sin embargo, ni siquiera
llega a la categoría de la de Warhol, porque se trata de un tipo de
representación pictórica a medio camino entre las postales navideñas de
Ferrándiz, la cursilería de las estatuas de Lladró –¡qué tanto éxito tienen en Norteamérica!–
y una suerte de extraño manga japonés: en resumen, un estilo demasiado Kitsch como para acabar
colgados en los museos, pero sí para llegar, contra el parecer de los críticos
serios, a un gran público y, sobre todo, al Star System, que lo adopta, como si
fuesen retratos fidedignos de niños refugiados de una guerra espantosa, con los
tristes ojos sobredimensionados para expresar tal horror.
Tim Burton ha escogido la vía clara
de su producción, como la de la nunca suficientemente alabada Big Fish (2003), dejando de lado la
tenebrosa, y se lo hemos de agradecer, porque con una estética cercana, por los
años en que transcurre la acción, a la cuidada serie Mad Men, aún viva en las pantallas televisivas, nos ha ofrecido,
con delicadeza y un inteligente punto irónico, la historia de un impostor que
jamás reconocerá su impostura, aun a pesar de las evidencias, incluso
judiciales, porque su mujer lo lleva a los tribunales para demostrar la autoría
de los cuadros, una escena estupenda en la que el juez les obliga a pintar, en
la sala, un cuadro, para demostrar sus habilidades. Y no cuento más del
desarrollo de la escena. El resultado ya se sabe, está claro. De hecho, aunque
no se dice en la película, como si fuese una cosa menor, Margaret gana el
pleito y se embolsa la nada despreciable suma de 4 millones de dólares del año
1986.
No estamos ante una obra de
la categoría de Big Fish o de Eduardo manostijeras (1990), por ejemplo, pero sí de una
película que se ve con gusto, y en la que destaca la interpretación de Amy
Adams. La película, además, roza el biopic sin caer en él por el depurado tratamiento
estético con que la narra Burton, y nos revela una página de la historia que,
aunque conocida en el mundillo del arte, no lo era del gran público, al menos
del de fuera de los Estados Unidos de América.