sábado, 30 de abril de 2016

“Flic Story”, un cuidado y atractivo polar de Jacques Deray.





Flic Story (Historia de un policía) o el reverso del Samurái, de Alain Delon.


Título original: Flic Story
Año: 1975
Duración: 111 min.
País: Francia
Director: Jacques Deray
Guión: Jacques Deray, Alphonse Boudard (Autobiografía: Roger Borniche)
Música: Claude Bolling
Fotografía: Jean-Jacques Tarbès
Reparto: Alain Delon, Jean-Louis Trintignant, Renato Salvatori, Claudine Auger, Maurice Biraud, André Pousse, Mario David, Paul Crauchet

Un polar pierde mucho cuando el punto de vista desde el que contemplamos la acción es el de la policía, sobre todo cuando el protagonista es “ejemplar”, en vez de un policía delincuente como en Teniente corrupto, de Abel Ferrara. Basada en la autobiografía de un policía real que se significó en la posguerra por su lucha contra el crimen organizado, la película de Jacques Deray es una excelente muestra de lo que el cine, llamémosle “artesanal”, que es el marbete universalmente reconocido para esta clase de películas, puede ofrecer al espectador para pasar un rato agradable con una historia llena de alicientes que, si no llegan a transformarse en gran película, no es debido ni a la realización, ni a los actores, ni tan siquiera al guion, sino a cierta “complacencia”, podríamos decir, con unos mínimos de calidad que aseguran la comercialidad del producto, su difusión, su contemplación y, como en este caso, incluso el reconocimiento de quien no la vio en su día. Ya anticipo que la película ni puede ni debe compararse con El silencio de un hombre (Le Samouraï), de Melville, pero la traigo a colación para que se vea lo muy distinto que puede llegar a ser un actor cuando está de este o del otro lado de la ley. Mientras que Alain Delon “componía” un atractivo asesino a sueldo en el Samurái, en la presente, reblandecido por una visión enaltecedora del propio policía en el que se basa la película, se las ve y se las desea para conseguir una actuación convincente, siempre a medio camino entre la comedia de raíz inglesa o italiana y el drama austero de la difícil vida cotidiana de los representantes de la ley. La gran suerte de esta película, y la gran razón para ponerse ante el televisor para verla, es la réplica que le da, como frío asesino despiadado, Jean-Louis Trintignant, quien, desde que aparece en pantalla, imanta la atención del espectador, quien no desea otra cosa que verlo en acción. Recién salido dela cárcel, reemprende la vida delictiva y, uno tras otro, logra generar con sus atrevidos golpes un estado de alarma social. El asedio a que Delon somete al asesino, basado, principalmente, en la gestión adecuada de las fuentes de información clásicas de los policías, los delincuentes arrepentidos, los típicos soplones, forma parte de los atractivos de la película. La realización, con una iluminación impecable que realza los colores apagados de una fotografía que le proporciona a la película una pátina de calidad indiscutible, no hace ningún alarde técnico memorable, pero consigue una fluidez narrativa que refuerza la impecable puesta en escena, sobre todo en los exteriores, con una descripción impecable de las calles parisinas de los barrios populares donde se esconden los miembros de la banda. Hay, y eso es justo reconocerlo, un intento de descripción psicológica del psicópata al que Trintignant interpreta con una propiedad admirable, dueño de una presencia y de una expresión maciza, rocosa, que no excluye ni el cinismo ni un sarcástico y lúgubre sentido del humor ni cierta emoción mientras oye La vie en rose de Edith Piaf, por ejemplo. Aunque no me atrevo a fastidiarlo, la película tiene un final admirable y muy ajustado a la realidad, muy propio de ese cine francés tan amante de la naturalidad del relato. Insisto, no se trata de una obra maestra, pero sí de una excelente película que merece una visión atenta, porque la película está llena de detalles de la cotidianidad de los que disfrutarán los amantes del cine francés en lo que este tiene de peculiar.

lunes, 25 de abril de 2016

“Thérèse”, de Alain Cavalier: la santidad por de dentro: la “Historia de un alma”.




Thérèse o el prodigio visual de la biografía de una santa, Teresa de Lisieux, rodada por un agnóstico amante de la pintura  y de la mística.

Título original: Thérèse
Año: 1986
Duración: 94 min.
País:  Francia
Director: Alain Cavalier
Guión: Camille de Casabianca, Alain Cavalier
Música: Gabriel Fauré, Jacques Offenbach
Fotografía: Philippe Rousselot
Reparto: Catherine Mouchet, Aurore Prieto, Sylvia Habault, Ghislaine Mona-Hefre, Helene Alexandridis, Clemence Massart, Jean Pelegri, Nathalie Bernart, Beatrice DeVigan, Noele Chantre.

 Que una película como Thérèse tardara veinticinco años en aparecer por las pantallas españolas después de su estreno me parece propiamente un misterio que alguien habría de resolver, máxime dada la historia católica de nuestro país, y el hermoso origen místico de la orden en la que profesó, las Carmelitas descalzas, la creada por Teresa de Jesús, y a la que también perteneció Juan de la Cruz, en su rama masculina. Que el director no sea creyente, o no lo fuera, al menos, cuando la rodó, según confesión suya, permite acercarnos a la vida de la santa desde una perspectiva alejada del proselitismo en el que a veces suele caer el cine de carácter religioso, propenso al enaltecimiento en vez de la objetividad. A su manera, y aunque sean películas muy distintas, sobre todo formalmente, la obra de Cavalier me ha recordado la de Fesser, Camino, en esa actitud desprejuiciada desde la que se contempla un proceso de “santidad”, un “camino”, en el caso de Alexia González Barros, un “caminito” -como ella lo describe en su libro “Historia de un alma”-, en el de Thérèse Martin. La lectura de ese libro es lo que está en el origen de la película de Cavalier. ¡No quiero ni pensar qué maravillosa película hubiera hecho, de haber leído la autobiografía de Teresa de Jesús, una de las cumbres de la literatura española de todos los tiempos! La película de Cavalier es, desde el punto de vista formal de la realización y de la puesta en escena, una película muy atrevida, porque ofrece la vida de la santa con una economía de medios que acerca la película al teatro, pero en aquella atractiva versión de la dramaturgia que fue el teatro de la pobreza de Grotowski, aunque el trabajo del director de fotografía, Philippe Rousseleot, quien lo fuera de esa joya cinematográfica que es Big Fish, de Tim Burton, resulta determinante para poder valorar el mérito técnico de la película. La austeridad formal de la puesta en escena, aunque llena de detalles propios de la vida conventual que logran impactarnos visualmente como pocas películas lo hacen, establece una correlación evidente con el voto de pobreza de la orden, aunque ello no obsta para que se advierta una “riqueza” visual en tantos objetos de la vida cotidiana, como en los propios hábitos de las hermanas carmelitas, en la textura de cuyas telas se recrea la cámara con unos primerísimos planos que nos provocan una verdadera sensación tangible. Cavalier nos va revelando la personalidad de Thérèse en familia y en el convento, aunque para poder profesar hubiera de peregrinar incluso a Roma para pedirle licencia al Papa, teniendo en cuenta las dificultades que le ponían por ser tan joven, 14 años, cuando se le metió entre ceja y ceja que había de profesar. La imagen de dulzura de la santa, una santa, además, de la renuncia a los “grandes gestos” y la devoción a lo minúsculo de los actos de la vida cotidiana, sobre todo en relación con sus hermanas de orden y con la vida conventual, además de la dedicación a sus escritos, que le han granjeado el título de Doctora de la Iglesia, que comparte con la fundadora de la orden, contrasta con la férrea determinación de quien, cifrado un objetivo, no cejaba hasta conseguirlo.  Ha de tenerse presente que la heroína de Thérèse no fue tanto su fundadora, Teresa de Jesús, cuanto Juana de Arco, a quien idolatraba y a quien quería emular, en el campo del apostolado, aunque nunca se movió de su convento. Prueba de esa devoción son estas fotografías tomadas con motivo de representaciones teatrales conventuales con obras, en algunos casos, de su propia producción.
Compartiendo el agnosticismo con el autor, puede parecer sorprendente la atracción que ejerce sobre mí el mundo de la vida retirada de quienes entran en religión, pero apartarse del mundo, renegar de él, y someterse a una disciplina espiritual de semejante envergadura, amén de otras labores gratas como puedan ser el trabajo intelectual, la gastronomía, la horticultura y la artesanía, siempre me ha parecido una sensata y sabia decisión, incluida la austeridad extrema e incluso los padecimientos físicos anejos. Amante como soy de la práctica deportiva intensa, advierto en ello parte del fundamento de la simpatía que siento por esa vida retirada.  La vida de Thérèse Martín, marcada por el ansia de llegar a ser santa, de establecer, como todos los místicos quieren, una relación privilegiada con Cristo, va desarrollándose ante nuestros ojos con una fluidez narrativa que nos permite abarcar su breve existencia de principio a fin, pero desde el interior de la joven santa apasionada. La obra no rehúye la presentación de las ambiguas relaciones conventuales, que van desde las ojerizas y animadversiones hasta los celos y los amores que rozan el lesbianismo, pasando por la solidaridad extrema, la humillación deseada y la obediencia total. Es paradójico cómo la personalidad de la santa va afianzándose a través de la negación de sí misma. De hecho, parte esencial de su personalidad y de su santidad fue buscar el apartamiento, la oscuridad, el silencio, para hacer de su relación con Cristo un amor alejado de la contemplación y la crítica ajenas. Eso sí, sin desdeñar los clásicos recursos ascéticos a que tan acostumbrados nos tiene la historiad e la mística: todas las privaciones y castigos físicos son pocos para domeñar las pasiones humanas y liberar el alma en toda su pureza para poder entrar en contacto con Dios. Más allá, con todo, de la fidelidad histórica de la película, que es admirable, Cavalier ha conseguido realizar una película que nos asombra tanto, visualmente, al menos, como pueden hacerlo las pinturas de Zurbarán o las de Van der Weyden, como el calvario, recientemente exhibido en el Prado, con un éxito total de público. El mismo placer visual va a encontrar el espectador de esos cuadros en la película de Cavalier. Es evidente que sin las actrices con las que ha contado Cavalier hubiera sido imposible que la película adquiriera ese grado de verdad tan impactante. La protagonista, Catherine Mouchet, en su primer papel para el cine, logró el César a la mejor actriz revelación, pero, al mismo tiempo, dada la asociación de su rostro con el de la santa, tuvo no pocas dificultades para seguir lo que puede entenderse como una carrera normal, y hasta casi siete años después de la película no comenzó a “volver” a recibir ofertas. Eso sí, su trabajo en Thérèse es de una sutileza y una riqueza interpretativa maravillosas, como, en su vertiente extrovertida, lo fue el de la niña Nerea Camacho en Camino.


sábado, 23 de abril de 2016

La primera mujer sheriff del western: "La sheriff de Oracle", de Roger Corman





El feminismo y el spaghetti western prima del tempo en El pistolero asesino (La sheriff de Oracle) del singularísimo Roger Corman.


Título original: Gunslinger
Año: 1956
Duración: 71 min.
País: Estados Unidos
Director: Roger Corman
Guión: Charles B. Griffith, Mark Hanna
Música: Ronald Stein
Fotografía: Frederick E. West
Reparto: John Ireland, Beverly Garland, Allison Hayes, Martin Kingsley, Jonathan Haze, Dick Miller, Margaret Campbell, Chris Alcaide, William Schallert, Aaron Saxon.


No me ha fallado la intuición: Roger Corman y una película en la que la mujer es la sheriff del lugar no podía ser un bodrio indigerible, por fuerza había de tener alguna singularidad que permitiera su visionado. Y así ha sido. Roger Corman pronto se instaló como productor independiente para poder rodar lo que le viniera en gana, algo parecido a lo que hizo John Cassavetes, un auténtico director indie en tiempos en los que eso significaba poco menos que el destierro de las pantallas, aunque se hicieran películas tan extraordinarias para la historia del cine como Opening Night, Gloria o Una mujer bajo la influencia (una enigmática traducción de under the influence, que en inglés significa también ser alcohólico o estar al borde de un ataque de nervios, que es el caso). De Corman, aparte de sus películas de terror sobre los cuentos de Poe, guardo memoria de una rareza, en cierto sentido, parecida a esta: The trip, “El viaje” alucinógeno, una suerte de continuación de un éxito como Los ángeles del infierno, pero centrada en la vivencia del viaje alucinógeno con LSD y que no tuvo la misma repercusión, aunque la película, como documento sociológico incluso, tiene un profundo interés. Con esos antecedentes, no es extraño que e hay aventurado en el visionado de esta pieza singular en la que, por primera vez en la historia de los westerns, el sheriff no es un hombre, sino una mujer. La película cae incluso de la serie B a la serie C, si esta existiera, porque, a pesar de que se ve con la simpatía de quien está viendo una auténtica “rareza”, lo cierto es las dificultades que se sucedieron en un rodaje de solo una semana fueron suficientes como para haber desistido de continuar rodándola. Con todo, la historia de la mujer del sheriff asesinado que ocupa su puesto para vengar a su marido y, de paso, meter en cintura a la propietaria del saloon del pueblo, quien está acaparando los títulos de las tierras por donde supuestamente ha de pasar el ferrocarril, está rodada con muy buen ritmo y con interpretaciones tan ajustadas a los tópicos: el pistolero asesino, la mujer perversa y sanguinaria, la sheriff poco menos que angelical, pero de gatillo rápido y presto, el alcalde sin autoridad, etc., que la variante introducida por Corman, la mujer como sheriff, permite que esta se enamore del asesino que ha sido contratado por la dueña del saloon, antigua amante suya, para liquidar “a la autoridad” y poder seguir ejerciendo su control asesino sobre la vida del pequeño pueblo, porque aquellos a quienes les compra las tierras, los mata para recuperar el dinero y seguir comprando otras… El primer comentario del sorprendido ayudante de la sheriff de que ella será la primera mujer que vista pantalones en todo el Oeste permite advertir el enfoque feminista que Corman imprime a la película, y al que la actriz Beverly Garland presta una actuación muy convincente, con unos andares de todopoderosa autoridad que nada tienen que envidiar a los de Robert Mitchum, en sus célebres westerns, por ejemplo. La complicación de la trama por un triángulo amoroso de celos y venganza entre la mala, la buena y el asesino a sueldo introduce, así mismo, una variante “a lo Leone”, que permite generar una atmósfera de ambigüedad que logra mantener el suspense durante toda la película hasta el, en cierta manera, sorprendente desenlace final. John Ireland no hace su mejor papel como pistolero sin escrúpulos, pero sí como cínico enamorado, como se manifiesta en el su réplica más lograda: “Yo no intentaré convertirte en una mala mujer, si tú no intentas convertirme  a mí en un hombre bueno”. La acción de la película transcurre en una semana, y los rótulos intercalados que nos van comunicando el día en que nos hallamos, contribuye al sostén de ese ritmo que no decae en ningún momento. Al final de esa semana se espera la carta en que se le comunica al alcalde si pasará o no el ferrocarril por Oracle y la llegada del nuevo sheriff, cuyo puesto ocupa temporalmente la mujer del asesinado. La pobreza de recursos obliga a hacer milagros en la puesta en escena, pero, aun a pesar del aire inequívoco de poblado del oeste de Almería, Corman sabe salir con bien de esas dificultades. La película se abre con el asesinato del marido de la sheriff y con el entierro, en el que la mujer  reconoce a uno de los asesinos de su marido y, con una hábil maniobra, le tira con la pala tierra a los ojos y con la pistola del ayudante de su marido le dispara y lo mata junto a su tumba. Una escena contundente y que nos avisa de que no nos hallamos ante una parodia, sino ante un intento serio de película defensora de la igualdad de sexos para cualquier trabajo, ¡incluso para el de matar!, algo común para los sheriff de aquella época.  He entrado en Film Affinity para ver si alguien más la había visto. He hallado una crítica que desaconseja que se vea la película. No puedo estar más en desacuerdo. La película tiene todo el encanto de lo imperfecto y merece una visión que valore no solo los recursos imaginativos de que Corman se vale para sacar adelante el proyecto, sino que, además, sepa divertirse con escenas tan próximas al ridículo como el intento de las tres coristas de linchar a la sheriff, después de haber sido expulsadas por ésta, “por atentar contra la moral”, aunque en el fondo se halle un intento de “estrangular” el negocio de su enemiga mortal, la dueña del saloon, con quien tiene, por cierto, una tan inédita como memorable pelea en el saloon. Son muchísimos los alicientes para ver esta película de Corman, pero hay uno sobre todos ellos: los títulos de crédito, para los que no he encontrado autoría, después de haberla buscado por todos los rincones de la red. Una lástima, porque son excepcionales. Recuerdan el estilo de los  trabajos de Saul Bass, aunque menos sofisticados, y merecía, su autor o autores, haber aparecido en los títulos de crédito. Pueden verse aquí, aunque de modo imperfecto y tras haber suprimido los comentarios “jocosos” de la edición crítica de la película.

jueves, 21 de abril de 2016

“Cosas que perdimos en el fuego”: La anti-“Julieta” de Susanne Bier





Las impías aristas cortantes del drama: Cosas que perdimos en el fuego, de Susanne Bier.

Título original: Things We Lost in the Fire
Año: 2007
Duración: 119 min.
País: Estados Unidos
Director: Susanne Bier
Guión: Allan Loeb
Música: Johan Söderqvist
Fotografía: Tom Stern
Reparto: Halle Berry, Benicio del Toro, David Duchovny, Alison Lohman, Alexis Llewellyn, Micah Berry, John Carroll Lynch, Omar Benson Miller, Robin Weigert


Ayer noche, entre tantas cosas horribles como se ve en Paramount Channel últimamente,  vi, para mi sorpresa,  Cosas que perdimos en el fuego, y no pude por menos que usarla como argumento irrebatible contra mi Conjunta, quien discrepa de mi visión de Julieta: la película de Bier es la suma de todas las virtudes que no aparecen por fotograma alguno en la película de Almodóvar. Un poderosísimo drama construido a partir de una anécdota mínima, la irrupción inesperada, en la vida de una pareja feliz, de la muerte del marido al defender a una mujer maltratada por otro hombre, quien acaba matándolos a los dos y suicidándose. A partir de ese instante, la película se adentra, con una pasmosa naturalidad y verdad, sin artificio estético ni argumental alguno, en dos dolores telúricos: el de la esposa y en el del amigo íntimo del marido, un fracasado y drogadicto a quien conoce desde la Primaria y con quien, por mal que le haya ido en la vida, siempre ha mantenido la relación de amistad. La llegada del amigo al funeral, con ese detalle impactante y soberbio, ¡tan descriptivo en tan poco gesto” de quien se agacha a apagar un cigarrillo a medio consumir que un marido vigilado por la esposa ha lanzado, avergonzado de haber recaído en el fumeteo, y, sorprendentemente, se lo guarda. La conversación de la esposa con él, tensa, dura y franca, es el preludio de una relación que atravesará diferentes fases, porque ella, que llega a decirle que debería de haber sido él quien hubiera muerto en vez de su marido, acaba haciéndose cargo de él, metiéndolo incluso en su propia casa y encargándole trabajos domésticos como forma indirecta de pago. La mujer, obviamente, es incapaz de comprender qué unía a su marido con un hombre destruido como el interpretado -¡con una actuación de Oscar, quede dicho!- por Benicio del Toro, de quien nunca antes había  vito una interpretación tan llena de matices y tan convincente, en un papel nada fácil, repito, nada fácil de dotar de verosimilitud y de verdad, a pesar de que un drogadicto, por los tópicos que rodean al personaje, pueda parecer fácil de representar. La extraña relación entre la viuda y el vínculo humano más cercano a su marido que es su amigo se va haciendo más compleja a través de situaciones absolutamente cotidianas, ninguna de las cuales chirría ni se nos hace cuesta arriba aceptar, a diferencia de lo que ocurre en el caso de la artificiosidad estética y emocional de Julieta. Dividida entre el rencor y la compasión, la viuda, una Halle Berry muy puesta en su papel de ordinary people, nos transmite un repertorio de emociones que no dejan indiferente al espectador. Los dos hijos de la familia, y la particular buena mano que tiene con ellos el amigo de su marido, amén del equívoco a que los conduce el que su madre lo haya instalado en su casa, como si fuera un “sustituto” del padre, forma parte no pequeña de la naturalidad del drama recio y contundente que seguimos con el corazón permanentemente encogido. La sobreabundancia de primerísimos planos, y sobre todo del ángulo de la cara que recoge un solo ojo que mira, en penumbra,  directamente a pantalla, acaba convirtiéndose en un leit-motiv de la película, a través del cual, como en el espejo del alma, podemos asomarnos al infierno interior de los personajes. Hay una realización atenta a detalles minúsculos, en esos primerísimos planos, que se nos ofrecen como poderosos vehículos de la emoción. El dolor, como se advierte en el título de la película, emerge de las cosas con las que las personas que desaparecen de nuestra vida han estado en contacto. La lista de las cosas que perdimos en el fuego que devoró el garaje, y que la protagonista encuentra entre los papeles del marido, le acaba provocando una reacción de terrible e insufrible  dolor. Hay un aspecto de la película que me ha gustado particularmente y es la costumbre de hacer el duelo en una comida con familiares y amigos íntimos en la que los comensales evocan al fallecido en las pequeñas cosas que recuerdan de la vida corriente, no en los grandes gestos ni en valores abstractos ni en vacías declaraciones, sino en los diminutos gestos del día a día, esos que se realizan casi automáticamente, sin pensar en ellos, pero que tan propiamente acaban definiéndonos, a todos. Susanne Bier repite en esta película un esquema argumental que ya usó en Hermanos, película que, con En un mundo mejor, forma la trilogía de obras de Bier que yo he visto y cuya visión recomiendo fervorosamente.

miércoles, 20 de abril de 2016

“La isla soñada”, de Charles Crichton: una soberbia comedia de los estudios Ealing


Entra la evasión y el principio de realidad: La isla soñada, otra “joyita” de Charles Crichton.

Título original: Another Shore
Año: 1948
Duración: 77 min.
País: Reino Unido
Director: Charles Crichton
Guión: Walter Meade (Novela: Kenneth Reddin)
Música: Georges Auric
Fotografía: Douglas Slocombe (B&W)
Reparto: Robert Beatty, Moira Lister, Stanley Holloway, Michael Medwin, Sheila Manahan, Fred O'Donovan, Desmond Keane, Maureen Delaney, Dermot Kelly

Pronto hará dos meses del fallecimiento de Douglas Slocombe, director de fotografía cuyo nombre se asocia a películas que todo el mundo guarda en la memoria, tanto “de autor”, como “comerciales”, desde El sirviente, de Joseph Losey hasta En busca del arca perdida, de Spielberg. Si inicio la crítica de esta película de Charles Crichton por él es porque el blanco y negro de La isla soñada con que se retrata la ciudad de Dublín, amén de los interiores donde transcurre esta poética comedia, me ha traído a la memoria las otras dos  película de Crichton que he recomendado con fervor desde este Ojo cosmológico, El tercer secreto, accesible, ignoro si por desidia de los propietarios del copyright o por infame transgresión del mismo, para quien no quiera perdérsela, en YouTube, y Clamor de indignación, Hue and cry, ambas extraordinarias y ambas, claro está, con fotografía de Slocombe. La excelencia de la fotografía en todas esas películas les concede a las mismas una pátina de calidad que luego el director se encarga, con la puesta en escena y impecable narración, de acreditar definitivamente, amén de la indiscutible bondad del trabajo de los actores, sobresalientes en  La isla soñada, aun a fuer de desconocidos para el gran público, porque la película se nos presenta, en apariencia, como un producto local, una comedia de la Ealing, la gran fábrica del cine inglés de posguerra, especializada en un género, la comedia, que no excluye, por supuesto, cierta crítica social y un exquisito gusto por la sátira “al modo inglés”, esto es, la sutileza extrema de la ironía. De los estudios Ealing, además de las de Crichton, ya señaladas, conviene recordar que salieron clásicos del cine como Passport to Pimlico (1949), The Lavender Hill Mob (1951), The Man in the White Suit (1951) y The Ladykillers (1955). Es decir, que, a pesar del “localismo” de sus producciones, o precisamente por ello, se rodaron en esos estudios, los primeros de la historia del cine, verdaderas joyas del cine mundial.


La isla soñada, cuyo título en inglés Another shore (“Otras costas” podríamos traducir) acentúa la poeticidad del argumento, tiene un planteamiento sencillo entre la necesidad de evasión de la chata realidad y la aceptación de la misma, con la cereza del pastel que es el amor. La dialéctica entre la libertad y el sometimiento a la rutina es constante a lo largo de la película, cuyo protagonista se debate entre perseguir su sueño, irse a una isla del pacífico, la idealizada Charatonga, o aceptar el amor de una mujer y construir con ella su vida “como todo el mundo”, desoyendo la llamada de esa vida idealizada. Como anda más que escaso de bienes propios, el protagonista frecuenta cada día un cruce de la ciudad de Dublín en el que se producen más accidentes de tráfico, con el fin de adelantarse a socorrer a algún anciano o anciana que, agradecidos, le nombren su heredero y pueda reunir las 200 guineas (algo más de 200 libras) que le cuesta el pasaje a la libertad. Con quien se encuentra es, sin embargo, con un borrachín, controlado por su hermana, a quien vigila su chófer, pero que, como él, es un enamorado de Tahití, adonde invita a viajar al soñador con él, una vez ha fallecido su hermana y puede volver a disponer de su dinero. La comedia, entonces, se acerca algo que podríamos considerar un “desmelenamiento” de la trama, sin llegar a la screw ball comedy, y progresa con divertidas y aceleradas secuencias hacia un final en el que la mujer enamorada fuerza al azar para impedir que se vaya el “hombre de su vida”. Las escenas en la feria, antes del desenlace, tienen una fuerza visual y sociológica enorme, a lo que contribuye no poco el blanco y negro de Slocombe, de quien Spielberg comentaba que jamás le había visto usar el fotómetro… El planteamiento puede parecer algo insulso, esa tensión entre el soñador irredento y la dura realidad, pero, a su modo, me recuerda no poco la excelente película de John Schlesinger, Billy , el embustero, con un sorprendente Tom Courtenay y la aparición espectacular de una jovencísima Julie Christie, película que acaso debería haber criticado aquí, ahora que la recuerdo. A pesar, digo, de ese arranque poético que tiene la película, esta progresa con buen pie hacia un desenlace que, ajustado al principio de realidad, pretende comunicar un optimismo muy apropiado para una película realizada en la inmediata posguerra, tal y como sucedía en Clamor de indignación, sin que, por ello, ninguna de esas películas pueda ser tildada de cine propagandístico. A mí me parece que Crichton es un autor que debería ocupar un lugar más importante en el cine europeo y, por descontado, en el inglés, pero tiempo vendrá en que eso suceda, porque sucederá.

viernes, 15 de abril de 2016

El melodrama de artificio: “Julieta”, un insulso popurrí de recetas almodovarianas.



Deconstrucción de la espontaneidad y recreación del artificio: Julieta, de Pedro Almodóvar.


Título original: Julieta
Año: 2016
Duración: 96 min.
País: España
Director: Pedro Almodóvar
Guión: Pedro Almodóvar (Relatos: Alice Munro)
Música: Alberto Iglesias
Fotografía: Jean-Claude Larrieu
Reparto: Emma Suárez, Adriana Ugarte, Daniel Grao, Inma Cuesta, Darío Grandinetti, Rossy de Palma, Michelle Jenner, Pilar Castro, Susi Sánchez, Joaquín Notario, Nathalie Poza, Mariam Bachir, Blanca Parés, Priscilla Delgado, Sara Jiménez, Tomás del Estal, Agustín Almodóvar, Bimba Bosé.

Me temo que los críticos nos vamos a dividir en posiciones extremas y enfrentadas: la de quienes se “creen” el melodrama retórico de Pedro Almodóvar, Julieta, y la de a quienes les es imposible “creérselo” por el hiperbólico nivel de artificiosidad y amaneramiento de quien, tras Los amantes pasajeros, quiere “contenerse” para darnos el dolor en carne y nervio vivos, pretendiendo que los espectadores hagan ojos ciegos y oídos sordos a cuantos elementos chirrían en la historia, que no son pocos… Vaya por delante que la película tiene cara y ojos, esto es, que, al inspirarse en cuentos de una autora tan reconocida como Alice Munro, la historia, con sus más y sus menos (más menos que más) en la traducción fílmica, tiene un esqueleto digno de tenerse en cuenta, máxime si, por esta vez, Almodóvar ha tenido el detalle de abstenerse, y ha hecho bien, de introducir sus esperpentos congénitos, aunque la rebequiana criada del “pescador” (que esa es otra, la figura del “pescador”, en punto a un concepto tan antiguo como el decoro, y su principal efecto, la verosimilitud) los roza. Construida la película con vieja estructura de melodrama en que se ha de indagar sobre el porqué de la tragedia en que vive instalada la protagonista, una Emma Suárez a quien ningún favor interpretativo le hace salir tan demacrada como  Carmen Maura en Volver, y a quien el dolor no solo no le da tregua para ampliar el campo de registros, sino que, como en el encuentro callejero con la amiga íntima de su hija, le entorpece un normal desenvolvimiento de sus acreditados recursos como la fantástica actriz que es, tanto que incluso Michelle Jenner se la merienda interpretativamente, por reducido que sea su papel, en dos escenas que comparten. La historia se construye como un flash-back que se va interrumpiendo, al hilo de la decisión de la madre de contarle por escrito su vida a la hija que, tras la muerte del marido y del padre, respectivamente, decidió un buen día, después de un retiro espiritual en la sierra, romper toda relación con la madre. Hasta el final no se sabrán los motivos, que no revelo porque el hecho de que la película sea un repertorio de conocidos recursos de Almodóvar, tanto en los planos como en la ausencia radical de natural espontaneidad de los personajes, no conlleva que les chafe la sorpresa a quienes disfruten de la película, que los habrá, o a quienes, como en mi caso, crean que Almodóvar siempre merece que se le conceda otra oportunidad, como a Woody Allen, salvando las distancias. Lo bueno de la película, ya digo, es la coherencia de la historia, muy real, pero no filmada “como la vida misma”, que es de lo que me quejo. Quien haya leído mi última crítica, La señorita Oyu, de Kenji Mizoguchi, hallará en ella aquello que le da a un melodrama su verdadera entidad: que la acción fluya con la naturalidad de la vida corriente y moliente, en cuyo contexto destaca aún más el drama singular e incluso hiperbólico, si se quiere, que se narra, siempre y cuando los personajes sean social y psicológicamente compatibles con el decoro que solemos exigirle a cuanto se nos presenta con el marbete de “realidad. Julieta tiene serios problemas de fluidez, la historia se va contando a trancos morosos (admítaseme esta variación del festina lente) y entre unos y otros, a pesar de los aciertos innegables de interpretación en algunos de ellos, como las dos jóvenes actrices que bordan la época adolescente de la hija de Julieta, no hay engarces que le permitan a la película fluir con naturalidad. Ese mal, la ausencia de la naturalidad, sustituida por un cultivo desmesurado del artificio, que se plasma en la puesta en escena, en la que se buscan bellezas simbólicas que se desentienden de la narración de la historia, como la presencia hermosísima del ciervo junto al tren preludiando la cabalgata del deseo, o el naturalismo feísta y como en descomposición del autorretrato de Lucien Freud como “telón de fondo” del drama de la protagonista, lastran la narratividad y rompen el decoro; pero aún más lo transgrede la concepción “forzada” de los personajes: sus profesiones, sus nombres, ese “Suan” casi proustiano tan ridículo, el rebuscamiento galleguista del Antía, una variación nacionalista, se me antoja, de las Jennifer proletarias, o la ausencia de cualquier tipo de emoción básica en la relación familiar de Julieta con sus padres, unas escenas tan afectadas como las manidas comidas campestres de no pocas películas españolas de tema rural, la deplorable clase de “Literatura clásica”, una asignatura inexistente como tal, en una escena que causa rubor ajeno en los miembros de la profesión docente, por breve que sea el simulacro de clase molona. De siempre el cine de Almodóvar y la naturalidad han estado reñidos, porque su discurso fílmico ha querido ser el de la transgresión del realismo tradicional, de ahí que cuando quiera ajustarse a él, realmente no sepa cómo hacerlo: le pierde el artificio, la afectación, la impostura. Y los espectadores suelen distinguir perfectamente entre el realismo tradicional, incluso en melodramas tan discretos como La rebeldía de la Señora Stover, de Raoul Walsh, que acabo de ver hace unos días, donde la credibilidad de la narración corre pareja con ese requisito del melodrama, “como la vida misma”, y otras obras en las que la transgresión del mismo, como en El gran hotel Budapest, de Wes Anderson, consigue maravillas e idéntica credibilidad, por otros medios de estilización de la puesta en escena. La historia que se narra tiene entidad y el dolor del que se habla sí que es un dolor real, como bien sabrán quienes lo hayan experimentado, que oportunidades para ello la vida siempre te concede, pero los subrayados musicales de la banda sonora de Alberto Iglesias, por ejemplo, se acercan más a las películas de terror que al drama sentimental, con su pesada lobreguez, lo que genera un equívoco y un desajuste que también afecta a la película. De hecho, buena parte de la emotividad recae más en el “abuso” de la banda sonora que en la interpretación de Emma Suárez, quien no acaba de empatizar lo suficiente con el personaje como para transmitir ese poso sufriente que le ha amargado la vida. A título de anécdota, para que se vean esos “desajustes” indecorosos a los que me refiero, no puede concebirse que la escultura de Ava que coge la Julieta joven le pese tanto que casi no pueda con ella con las dos manos, lo que recalca oralmente, y que la Julieta mayor la coja como si fuera una pluma y la mueva sin esfuerzo alguno. Es una anécdota que no permite fundar un juicio, pero muchas de las películas de Almodóvar están llenos de esos fiascos que hacen muy difícil “creérselas”, excepto que se acepten las transgresiones del realismo y no pretenda ya ofrecernos una película clásica, sino el sello particular de la movida de sus orígenes: ahí se crece, o se pierde, claro. 

jueves, 14 de abril de 2016

El melodrama sin fronteras: “La señorita Oyu”, de Kenji Mizoguchi



Los extraños senderos del amor y el sacrificio: La señorita Oyu, una bellísima exploración psicológica de Kenji Mizoguchi.

Título original: Oyû-sama
Año: 1951
Duración: 94 min.
País:  Japón
Director: Kenji Mizoguchi
Guión: Yoshikata Yoda (Novela: Junichirô Tanizaki)
Música: Fumio Hayasaka
Fotografía: Kazuo Miyagawa (B&W)
Reparto: Kinuyo Tanaka, Nobuko Otowa, Yuji Hori, Kiyoko Hirai, Reiko Kondo, Eitarô Shindô, Kanae Kobayashi, Fumihiko Yokoyama.


Tiene cierto cine oriental un atractivo a medias originado en la maestría artística de cineastas como Mizoguchi, Kurosawa y tantos otros, a medias en la diferente concepción del mundo de esas culturas. El melodrama, sin embargo, como género cinematográfico, demuestra en esta película no conocer fronteras y aclimatarse con una admirable facilidad en la filmografía de cualquier país. La señorita Oyu es, en efecto, un poderoso melodrama que se sigue hasta el admirable final con el ánimo en suspenso por la soterrada intensidad con que vive el espectador, a lo largo de toda la película, una historia de amores contrariados y sacrificios fraternos de cruel naturaleza. La trama es tan sencilla como terrible el drama que genera, porque a un soltero le es presentada una joven por medio de una casamentera para tratar de cerrar un compromiso de boda. Acompañada por su hermana, viuda y con un hijo, el joven casadero se enamora de la viuda, una mujer llena de vitalidad, talento artístico y permanente sentido del humor, que eclipsa por completo a la candidata para la boda. A partir del conocimiento de ambas mujeres, el hombre inicia una relación ambas hermanas, a las que frecuenta solícitamente, si bien a cada nueva revelación de las “virtudes” de la hermana viuda, más se va acendrando el amor que siente por ella. Llegado el momento de concretar la concertación de la boda o el desestimiento, la joven hermana de la viuda le propone al joven que contraigan matrimonio para así poder seguir teniendo relación con la hermana por quien la joven se desvive, ya que no tiene otro objetivo en la vida que hacerla feliz. El joven acepta y, respetando el pacto de tratarse como hermanos, se inicia una relación a tres que acabará levantando las sospechas y los rumores malintencionados respecto de la solicitud con que el joven marido trata a su cuñada en detrimento de su esposa, quien, resignada, acepta ser preterida en favor de su hermana. Cuando Oyu se entera del “pacto” de los casados, se aleja de ellos y accede a casarse con un partido de quien no está precisamente enamorada. Todo esto se narra de esa manera tan delicada que tiene Mizoguchi para moverse en los interiores de las casas japonesas, con ese aire ceremonial de quienes se desplazan por ellos como tratando de evitar el más mínimo ruido, en escenas muy a menudo estáticas en las que el retrato psicológico de los protagonistas se va perfilando con idéntica delicadeza que las secuencias narrativas. El juego de los malentendidos, tan propio del melodrama, así como el tema del amor imposible por las convenciones sociales -la hermana no puede casarse por deberse a la crianza del hijo y porque tiene hermanas menores que han de precederla en la concertación del matrimonio-, además de la presencia canónica de la música, de la que la hermana viuda es intérprete destacada, ajustan La señorita Oyu a los cánones de un género del que esta película es la obra más sobresaliente que he visto en años. Ni que decir tiene que para una película así se necesitan actores y actrices capaces de expresar matices de los sentimientos de un modo tan persuasivo que no le quede ni un resquicio de duda de lo que en la historia está sucediendo, por más que, por la lejanía de las costumbres japonesas, por ejemplo, nos resulten difíciles de aceptar algunas decisiones como la de la hermana pequeña de sacrificarse en aras de la felicidad de la mayor, aunque para ello haya de reprimir el verdadero amor que la convivencia con su esposo genera en ella. La película tiene un final trágico que está expresado muy poéticamente en dos planos fijos en cuyo fondo un tren, con su penacho de humo, entra en escena y sale de ella, como heraldo de la vida y de la muerte. La confesión de la mujer a su marido, en el momento de su muerte es un prodigio de emoción contenida y de amor fraterno: en el momento de dar a luz al hijo que confirmaba la relación marital entre ambos esposos, ella muere, no sin antes confesarle que siempre ha sabido que la mujer de la vida de él ha sido su hermana, por más protestas que haga de que ahora todo es diferente y que es ella la mujer de su vida. La señorita Oyu es un potente melodrama capaz de emocionar al espectador más exigente, porque la facilidad narrativa de Mizoguchi y su decidida voluntad de no tomar partido por ninguno de los tres personajes, permite que el espectador saque sus propias conclusiones sobre lo que ve. Hay un ritmo casi de ritual religioso en la película que se acentúa por el estrecho contacto de los protagonistas con la naturaleza. La escena de la muerte de la esposa, con un motivo que parece extraído del poema de Machado Al olmo seco, sería el paradigma de la importancia de la naturaleza en la película, así como las ceremonias del té que se suceden en esos interiores en los que se fingen armonías que ocultan pasiones y decepciones de fuerte calado.                                                    

miércoles, 13 de abril de 2016

"Week-end", de Jean-Luc Godard, o el inclemente paso del tiempo.

                                                      
Entre la empanada epatante y la maestría visual: Week-end, de Jean-Luc Godard o la revolución disparatada.

Título original: Weekend (Le week-end)
Año: 1967
Duración: 105 min.
País: Francia
Director: Jean-Luc Godard
Guión: Jean-Luc Godard (Historia corta: Julio Cortázar)
Música: Antoine Duhamel, Wolfgang Amadeus Mozart
Fotografía: Raoul Coutard
Reparto: Mireille Darc, Jean Yanne, Jean-Pierre Kalfon, Juliet Berto, Michèle Breton, Jean Eustache, Paul Gégauff, Blandine Jeanson, Jean-Pierre Léaud, László Szabó, Anne Wiazemsky, Yves Beneyton, Yves Afonso, Jean-Claude Guilbert, Omar Diop, Ernest Menzer, Daniel Pommereulle, Georges Staquet, Helen Scott, Virginie Vignon, Louis Jojot.



El cine de Godard, tan diverso, y él tan prolífico, aparte de sus etapas, no resiste una revisión o una primera visión a destiempo, como es, en este caso, la que he hecho de Week-end, una película que comienza admirablemente y que acaba lamentablemente, a medio camino entre el delirio narrativo, la pobreza visual y el ridículo interpretativo de unos actores y actrices superados por el disparate al que han de intentar dotar de unos mínimos de credibilidad que hagan, al menos, soportable la visión. Esta película, que cae dentro del ciclo revolucionario del autor, toma como pretexto un apocalíptico fin de semana de un par de burgueses a los que no solo les va a costar Dios y ayuda llegar a su destino, sino que, en ese trayecto, van a encontrarse con una situación de quiebra social absoluta, ejemplificada en unas carreteras llenas de accidentes de tránsito y con las cunetas cubiertas de cadáveres, por las que ellos, andando o en vehículo ajeno, sufrirán una transformación que alterará su relación personal, pero también su visión del mundo.

 Estructurada como una road movie, pronto nos damos cuenta de que en ese trayecto simbólico, no necesariamente la realidad será la única fuerza actuante, sino que también lo onírico e incluso lo surrealista jugarán un papel destacado. Toda la historia se plantea en un tono de comedia cruel y humor negro muy estimulante, si bien ciertos momentos, como la homilía revolucionaria que se nos endilga a los espectadores, una homilía panfletaria tan básica como ridícula y de la que el espectador nunca sabe a ciencia cierta si Godard se ríe a mandíbula batiente o comulga con ella, dado el pedestre nivel de análisis de las fuerzas históricas y la geopolítica mundial, la vergüenza ajena supera a la piedad cinéfila. De toda la película, llena de escenas repletas de esa imaginería tan propia del autor en el que se suceden con un ritmo frenético los grafismos y los planos impactantes, nada tan atractivo como el embotellamiento en la carretera de la que los protagonistas van saliendo a muy duras penas, enfrentándose incluso con la violencia extrema a aquellos a quienes van adelantando, ignorando, en un trávelin eterno, 

el drama de las muertes en los innumerables accidentes que han acaecido como una epidemia de la civilización en quiebra total que conduce a la más primitiva de las luchas, la de la supervivencia en la que matar o ser matado forma parte del más cruel e impío de los juegos. Esa deriva por la que transitan los protagonistas en una suerte de estado de alucinación que va deshumanizándolos a medida que avanza la historia desemboca en una parte final que recuerda, curiosamente, a la más que reciente película Langosta, de Yorgos Lanthimos, en la que también un grupo de ¿“rebeldes”? se refugia en el bosque y crea una sociedad que sobrevive sin renunciar siquiera a la antropofagia para sobrevivir; pero ahí ya el espectador que se precie hace tiempo que ha desconectado de la historia delirante y, tan cerca del final, está esperando, si no ha apagado el vídeo, que la consumación del disparate se acelere. A pesar de estas impresiones, he seguido la película con el interés que cualquier película de Godard merece, y reconozco que buena parte del humor transgresor que aparece es equivalente al de muchas de sus películas, con una actuación de los personajes a medio camino entre el vodevil y la parodia que irrealiza radicalmente la trama y permite fijarse en los hallazgos visuales o en secuencias tan increíbles como el asesinato de una vecina para robarle el conejo que se niega a venderles, un festival de sang i fetge que decimos en Cataluña que no puede sino arrancar la carcajada en los sobrecogidos espectadores. Supongo que reestrenada ahora en una sala comercial es posible que no durara más de tres días, pero, si no recuerdo mal, cinco duró la película de Saura sobre Juan de la Cruz, La noche oscura, que aún no he tenido oportunidad de ver, a pesar de ser un “devoto” del místico abulense. Cosas del cine.

martes, 12 de abril de 2016

El mejor color del cine negro: “La casa de Bambú”, de Samuel Fuller.




La insólita yakuza de los vencedores en el Tokio posbélico: La Casa de bambú, un thriller estilizadísimo, con un color espectacular, de Samuel Fuller.
  
Título original: House of Bamboo
Año: 1955
Duración: 99 min.
País: Estados Unidos
Director: Samuel Fuller
Guión: Harry Kleiner
Música: Leigh Harline
Fotografía: Joseph MacDonald
Reparto: Robert Stack, Robert Ryan, Shirley Yamaguchi, Brad Dexter, Biff Elliot, Sessue Hayakawa, Cameron Mitchell, Sandro Giglio



A Fuller no es difícil aficionarse, sobre todo después de haber visto obras de tan distinto pelaje y tan personal factura como Perro blanco, Yuma o La muerte del pichón, entre muchas otras, pero ignoraba que La casa de bambú le disputa la supremacía en mi estimación a todas ellas. Se trata de la primera película en color, ¡y qué color!, que rodó Fuller, y, gracias también al arte sutil y perfecto de Joseph MacDonald -hay escenas de interior en las que la iluminación es un prodigio-, puede decirse que el heterodoxo artista norteamericano se empeñó en dejar una lección para la posteridad del uso del cromatismo. Que la película fuera la primera película hollywoodiense que se rodaba en Tokio después de la guerra añade un interés suplementario a lo que, en términos artísticos puede considerarse un remake de una película tan destacada de la historia del cine negro norteamericano como es La calle sin nombre, de William Keighley. Ahora bien, la traslación de la acción al Tokio contemporáneo, con el añadido exótico del inevitable choque de culturas, en forma de romance entre el protagonista que se infiltra en una banda de gánster y la viuda de uno de ellos, asesinado por la propia banda, redimensiona de tal manera el remake que bien podemos hablar de una obra que solo toma prestado el argumento de la otra. ¿Dónde está la diferencia? Básicamente en la manera como Fuller la rodó, con una elegancia estilística que le llevó a concebir cada plano minuciosamente, con una suerte de querencia por la profundidad de campo, el uso del picado y del contrapicado, además del zoom, que dota a la película de un estilo no diré que ajeno al resto de su cine, pero sí tan acentuado que propiamente se convierte en una obra personalísima. La presencia del Fujiyama se convierte en una constante de la película, desde ese plano contundente del cadáver del militar norteamericano asesinado al inicio de la película y motor, lógicamente, de la búsqueda de sus autores por parte de la inteligencia militar.
Es perceptible, en la pequeña cabaña del jardín, donde se sirve el té, la presencia del gran monte al fondo, casi como punto de fuga del encuadre, algo que se repite en otros planos. La historia juega al despiste al dosificar la información que se le suministra al espectador, sobre todo cuando uno de los protagonistas, Robert Stack, entra en escena como un exsoldado camorrista y pendenciero que quiere abrirse camino como mafioso en el Japón vencido. Inmediatamente choca con una banda que controla el territorio en el que quiere implantarse y cuyo jefe no es otro que un elegantísimo, y hasta dulce en sus maneras y modo de hablar, Robert Ryan. Desde ese momento, asistimos a un duelo interpretativo de muy alto nivel. Admitido en la banda, el recién llegado levanta sospechas tras una ausencia de difícil justificación, lo que le lleva a improvisar una relación con la viuda de un miembro de la banda que ha sido asesinado, al parecer, por la propia banda. Esa relación, que adopta la forma cliente-geisha, acabará imbricándose con la trama del infiltrado y creando no pocos momentos de tensión que desembocarán en un final, en un parque de atracciones, eco cercano de El tercer hombre y con una planificación que recuerda mucho el mejor cine de Hitchcock, con algunos planos tan soberbios como el del gánster subido a la rueda panorámica desde la que se divisa la ciudad y donde tiene lugar el desenlace.
Aunque sea un thriller, La casa de bambú es una película visualmente tan extraordinaria que da exactamente igual conocer la trama al detalle, porque no son ciertamente pocos los planos memorables que nos deja en la memoria cinéfila, como los del interior de la casa del agente infiltrado cuando la mujer decide arriesgarse y adoptar el papel de su querida, unos planos en los que el claroscuro clásico del cine negro es sustituido por unos colores mate extraordinarios, con una textura casi pictórica, algo que ocurre, igualmente, en las escenas a plena luz del día, en que tan poderosamente se destaca la armonía de colores en cualquier plano. El choque de culturas y la progresiva occidentalización de Japón se resume maravillosamente en la escena de la fiesta que da el jefe para celebrar el éxito de un golpe en el que, contrariando su ley: rematar a cualquier miembro que sea herido, porque todos acaban hablando si son capturados, le ha salvado la vida al militar infiltrado, lo que algunos críticos interpretan como una delicada insinuación de la homosexualidad latente del personaje; en esa fiesta, un grupo de geishas interpretan danzas tradicionales con la típica música japonesa, pero, de repente, comienza a sonar música de jazz y las mujeres se van despojando de los kimonos mientras bailan al ritmo frenético de la orquesta para quedarse con la ropa occidental que llevaban debajo de ellos.  Respecto de la homosexualidad del personaje, podríamos decir que hay una escena que parece abonar la idea de esos críticos: cuando le llega el chivatazo de que la querida del nuevo miembro se ve con otros hombres -en realidad se trata de una cita para pasar información a los jefes del militar infiltrado sobre el inminente golpe de la banda-, la agresiva reacción del jefe de la banda, violencia por medio, contra la mujer para que “respete” a su “protegido” es prueba notoria que avala esa interpretación. Samuel Fuller hace de Tokio otro protagonista fundamental de la trama, una ciudad  tradicional, sin rascacielos ninguno y en la que los modos de vida seculares aún no han sido sustituidos. De hecho, esa tensión entre tradición y modernidad alimenta la relación afectiva, llena de un erotismo encubierto, entre la viuda y el nuevo miembro de la banda. La acción progresa milimétricamente, gracias al uso del malentendido y a la ceguera transitoria que, por su inclinación hacia el nuevo miembro de la banda, sufre el jefe, un Robert Ryan visualmente impactante, por sus gestos, su entonación y su elegancia. Prácticamente todas las escenas de la banda constituyen, por la situación y los movimientos de los integrantes del plano o del plano secuencia, una auténtica composición pictórica y, en la escena del atraco a la empresa, por ejemplo, una potente coreografía. Podría extenderme más, pero resulta difícil comunicar el entusiasmo por una película con el uso del lenguaje, por eso hoy he optado por añadir a esta crítica algunos fotogramas de la película que, como en el caso del Fellini Satyricon, son bastante más elocuentes que yo, como es el caso del asesinato en la bañera del lugarteniente de la banda que expresa sus celos por el ascendente que está cobrando, en la estimación del jefe, el recién llegado.
Samuel Fuller apareció en un breve cameo en la película de Godard, Pierrot le fou, para dejar expuesta sucintamente su teoría del cine, de cómo se hace una película, cuáles son los requisitos imprescindibles: Una película es como un campo de batalla. Hay amor, odio, acción. En una palabra, EMOCIÓN. Eso es lo que encontrará el espectador en La casa de bambú.

domingo, 10 de abril de 2016

Redención en África: “La hechicera blanca”, de Henry Hathaway.





La hechicera blanca, de Henry Hathaway, o de cuando la incorrección política no impedía apreciar una buena película.


Título original: White Witch Doctor
Año: 1953
Duración: 96 min.
País: Estados Unidos
Director: Henry Hathaway
Guión: Ivan Goff, Ben Roberts (Novela: Louise A. Stinetorf)
Música: Bernard Herrmann
Fotografía: Leon Shamroy
Reparto: Susan Hayward, Robert Mitchum, Walter Slezak, Mashood Ajala, Joseph C. Narcisse, Elzie Emanuel, Timothy Carey, Otis Greene.

Supongo que vista desde la corrección política que propulsan ciertos movimientos sociales, esta Hechicera blanca sería una muestra del machismo dominador y una claudicación del feminismo rampante que parece intuirse en la actitud de la protagonista, una mujer que se va al Congo, en calidad de ayudante de una doctora, en una aldea perdida en la jungla, como homenaje a su esposo, un doctor del que ha enviudado recientemente y al que, por amor, sujetó a su lado en vez de acompañarlo, como él siempre expresó que quería hacer, a ese continente necesitado adonde él quería servir a sus semejantes. Que el matrimonio fuera languideciendo hasta el accidente final en el que perdió la vida un hombre no realizado, abre los ojos de la protagonista, quien decide redimirse cumpliendo la humanitaria labor que su esposo quería realizar. El problema es que llega al Congo y “tropieza” con un aventurero, hijo de aventurero, que no piensa sino en hacerse de oro para dejar la jungla y llevar una vida confortable y cómoda en cualquier metrópolis occidental. Que el tal sujeto sea Robert Mitchum, para qué nos vamos a engañar, le pone algo difíciles las decisiones a la enfermera, aunque la lucha que va a establecerse entre ambos a lo largo de la película, con las lógicas alternativas entre una y otra posición, entre el compromiso con el deber o el deber de no comprometerse sino con el propio enriquecimiento, animan el metraje con insólita intensidad en lo que, aparentemente, no pasaba de ser una obra de entretenimiento con aire exótico, al estar rodada en escenarios naturales africanos. El cine de aventuras y tensión amorosa, tipo Mogambo, para entendernos, depende mucho de los actores y actrices que lo protagonicen. En este caso, el duelo Mitchum Hayward no decepciona en ningún momento, aun a pesar de la excesiva flema de Mitchum. La enfermera alterna los momentos de heroicidad con los de debilidad y se humaniza de tal manera que queda superada la dialéctica entre machismo y feminismo, porque enseguida advertimos que no son estereotipos, los personajes, sino seres individuales, cada cual con su historia, que intercambian, para afianzar su relación y entenderse mejor. La película, ya digo, tiene el atractivo de los escenarios naturales y una base antropocéntrica nada desdeñable, aunque Hathaway sabe dosificar sabiamente la mezcla de los elementos folclóricos con la trama, de tal manera que tenga esta las dosis justas de emoción y de animación. La lucha entre los hechiceros de la tribu y la “hechicera blanca” depara momentos estupendos, como el intento de asesinato de la enfermera por un hechicero resentido que no soporta la superioridad de la ciencia, incomprensible magia para él. Hathaway consigue mostrarnos una jungla poderosa, pero por la que los personajes se mueven con total confianza, como si no entrañara peligro alguno. Hay escenas muy bien rodadas, como la lucha del joven guerrero con un león, de la que sale malherido, lo que actuará como motivo dinámico para la continuación de la trama, al llevar al campamento hostil a la enfermera acompañada por el aventurero, quien, a su vez, habrá de enfrentarse a la codicia de su socio, dispuesto a “invadir” a sangre y fuego el territorio de la tribu donde la enfermera trata de salvar la vida del hijo del jefe de la tribu. Como los buenos sentimientos forman parte del bagaje del autor, es más que destacable el modo como le da las gracias el jefe de la tribu a la enfermera: Hasta ese momento, le dice, nadie se había acercado a ellos para ayudarles, y sí para combatirlos y exterminarlos. Así pues, La hechicera blanca es una película a medio camino entre las aventuras y la redención personal, lo que la hace, a mi modo de ver, una película singular, en comparación con otras de aventuras en África como la propia Mogambo, La reina de África o Hatari. Hathaway es un cineasta con un sólido oficio y autor de películas de mucho mérito, como Tres lanceros bengalíes, Niágara, La conquista el oeste o El póker de la muerte, de ahí que cualquier espectador pueda tener la seguridad de que pasará un buen rato con la película y de que no defraudará sus expectativas, no solo por la belleza intrínseca de los escenarios naturales donde se desarrolla la acción, sino por la evolución psicológica y emocional de los protagonistas. 

viernes, 8 de abril de 2016

Ópera Prima con mayúsculas: “Requisitos para ser una persona normal”, de Leticia Dolera.



La felicidad estaba en Ikea, pero no sabía cómo montarla…. Extraordinaria Leticia Dolera: Requisitos para ser una persona normal.

Título original:  Requisitos para ser una persona normal
Año: 2015
Duración: 94 min.
País: España
Director: Leticia Dolera
Guión: Leticia Dolera
Música: Luthea Salom
Fotografía: Marc Gómez del Moral
Reparto: Leticia Dolera, Manuel Burque, Jordi Llodrà, Silvia Munt, Miki Esparbé, Alexandra Jiménez, Blanca Apilánez, Jorge Suquet, Carmen Machi, David Verdaguer, Nuria Gago.


Pasan las películas tan rápidamente por la cartelera que antes de que me llegará algún eco del estreno de Requisitos…, ya me la había perdido. Gracias a las entregas de los Goya de El País la he rescatado y debo de decir que en la disyuntiva que me incitó a adquirirla: “O es un bodrio o una cachondada inteligente”, dicho así, inter me, con la confianza que me tengo, he de confesar que me he llevado una sorpresa mayúscula y que la ópera prima de Leticia Dolera es una película exquisita, divertidísima y con un duende especial que complacerá a quien sepa ver la perfecta construcción de una comedia original y llena de escenas felices, con una controlada espontaneidad y una naturalidad que constituye un chorro de aire tan  fresco como inteligente, muy distinto del “horno holandés”, pero directamente relacionado con él…, un microclima de saber hacer que, de muy lejos, remite a ese timing perfecto que descubrieron directores de comedia paradigmáticos como Lubitsch o Wilder, curiosamente germánicos ambos, para que luego digan si tienen o no sentido del humor, austríacos y alemanes… De la memoria, mientras la veía, me llegaba, insistente, el recuerdo de una película indie usamericana en la que la de Dolera  parecía haberse inspirado, si bien la originalidad de la que estaba viendo me impedía precisar ese recuerdo del que me fui desprendiendo poco a poco, a medida que el desarrollo de la historia de Requisitos… avanzaba llenándome de satisfacción. Después, acabada la excelente historia de Requisitos.., porque el guion es, como requiere una buena comedia, uno de los puntos fuertes de la película, acabé recordando a Miranda July y su película, Tú, yo y todos los demás. Todo empezó con el vago parecido físico que percibía en ambas actrices, pero la fragilidad psicológica combinada con una férrea voluntad en ambos personajes acabó de hacer el resto. Son muchas las diferencias que separan ambas películas, sin embargo, y debo decir que es Requisitos… la que sale ganando en esas comparaciones odiosas y estériles a las que los críticos somos, con todo, tan aficionados. Es muy probable que el concepto naíf pueda explicar la perspectiva desde la que nacen ciertas vidas que se cruzan, encuentran y desencuentran a lo largo de la película, o el espíritu Amélie que subyace en la concepción de la protagonista, o, por qué no, el friquismo de unas vidas que, literalmente, no encajan en la “normalidad” a la que se aspira, como pone de relieve el hermano con síndrome de Down de la protagonista: “yo no quiero ser normal”, una suerte de contrateoría que le hace abrir los ojos a la protagonista. Que el desarrollo del guion sea previsible no quiere decir que no se requiera habilidad cinematográfica para llegar a un final que conecte con las emociones del espectador y lo acabe cautivando, sea por su lógica, sea por su fantasía, sea por su espontaneidad. El encuentro entre los protagonistas, magníficos ambos en sus papeles de deliciosos friquis de la inadaptación social: la naturalísima Dolera y el galleguísimo Burque, da pie a la creación de una sociedad de socorros mutuos cuya evolución disparatada seguimos con creciente interés y festiva adhesión. Él, trabajador de Ikea, donde ambos hallan la escenografía perfecta para su relación, y ella, mercadotécnica en paro que ha de regresar, en su treintena, a casa de su madre, viuda, con la que mantiene una distante relación, forman una pareja llena de esa química interpretativa que traspasa la pantalla y cuyas escenas juntos se echan de menos en cuanto María de las Montañas -una vida cuesta arriba…-sale, algo quijotesca, a la aventura de conseguir los checks que completen la lista de requisitos de la persona normal…Y ahí es donde entra en escena, tomándole el relevo a Burque, un actor como Miki Esparbé, a quien no hace mucho vi en un corto excepcional: Doble check, donde borda un tragicómico fanático del control de la pareja por guasap. La relación con él, posible check de “pareja”, y con su círculo de amigos, que resulta ser también de sus amigas de Instituto, casadas con sus amigos, para el check de “vida social”, genera un buen número de secuencias en las que la crítica social de la película hacia los “triunfadores” y su nula conciencia social y ética es tan nítida como inspirada en lo mejor del cine de Woody Allen. Como buena comedia, no faltan algunos toques dramáticos, apenas esbozados, sobre todo por el lado de la madre, una mujer sometida a maltrato físico y psicológico por el marido, ya fallecido, que Dolera resuelve magníficamente, con ese cambio de iluminación que “oscurece” la figura de la madre y su relación con la hija hasta que salen de esa “noche/cochera oscura del alma” -pues la madre tiene la costumbre de rumiar su dolor en el coche familiar que conserva, aunque no lo use, salvo como refugio para la autocompasión- cuando el hijo levanta simbólicamente el portón de la cochera y la familia se “une” a la nueva luz de la reconciliación de madre e hija.
Técnicamente, la película está hecha con una frescura que incorpora con acierto recursos expresivos muy variados, como la incorporación de los grafismos con los que juegan los personajes, como cuando la famosa lista de requisitos aparece en pantalla para complementar el retrato de los personajes a los que supuestamente “envidiar”, por más que su hermano y una transeúnte, enfrentados a ella, le digan: ¿Esa lista es fiable? Ahí está el quid de la trama, en reconocer lo obvio, lo que tenemos delante de los ojos y no sabemos ver, porque ignoramos en qué o en quién hemos de depositar nuestra confianza. Es decir, como he destacado en el título: la felicidad estaba en Ikea, pero no sabía cómo montarla. Le lleva toda la película y algunos desengaños conseguir reconocer su propio  y valioso idiotismo etimológico. En mi calidad de viejo espectador, he sentido algo parecido a lo que experimenté al ver El otro lado de la cama, una comedia musical que me pareció algo así como un testimonio generacional, lo que me parece esta también, a pesar de que la primera la firmaba un director veterano y en esta Leticia  Dolera se estrena con un dominio de la puesta en escena y un gusto en el encuadre que desmienten su noveldad, admítaseme el voquible. Ambas, además, y ya es curioso, fueron ignoradas por la Academia a la hora de repartir sus “cabezones”, y la verdad es que entre el premiado Truman y estos Requisitos…, la duda ofende.

jueves, 7 de abril de 2016

Entre la poesía y la violencia: “El arco”, de Kim Ki-duk





Una variante surcoreana de Habitación: El arco o la boda imposible entre la realidad y el deseo.

Título original: The Bow (Hwal)
Año: 2005
Duración: 90 min.
País: Corea del Sur
Director: Kim Ki-duk
Guión: Kim Ki-duk
Música: Kang Eun-il
Fotografía: Seung-Baek Jang

Reparto: Jeon Sung-hwan, Han Yeo-reum, Seo Ji-Seok

Un año después de haber rodado Hierro 3, una película tan admirable como originalísima, cuya visión recomiendo fervorosamente, Kim Ki-duk se adentra en el silencio y en la imagen para, con el mínimo de elementos imaginable, construir una fábula de extraña intensidad poética lastrada por el conocimiento final de la verdadera realidad de la situación que se describe, porque estamos ante una película sin narración, una película descriptiva de un ritual que se repite, quizás en exceso, aunque la belleza de las imágenes nos consuele del posible tedio que pueda invadir a los más inquietos o a los adictos a la acción externa. No es una película, ya se intuye, para “todos los públicos”, ni quiere serlo. La propuesta de Ki-duk no puede engañar a nadie que haya visto Hierro3, aunque hay una diferencia notable entre la invención del “fantasma” de Hierro3 y la “reclusa” del barco de El arco. En cualquier caso, la belleza de la joven Han Yeo-reum y su dominio del lenguaje no verbal, sobre todo el de las miradas, a través de las cuales se da a entender la relación que tiene con su ¿padre?, ¿abuelo?, ¿protector?, ¿empleador?..., ese es, precisamente, el meollo del asunto que no se resolverá casi hasta el final, cuando en el mundo exclusivo que ha creado el dueño de la barca, y del arco, irrumpa un personaje, un joven universitario del que se prenda la joven y que supone un peligro definitivo para desestabilizar ese mundo de excepción creado por el viejo, quien, al final nos enteramos, ha secuestrado a la joven a los cuatro años y la ha privado de todo contacto humano que no sea el que mantiene con los pescadores a los que ofrece su barco, mar adentro, como modo de ganarse la vida. El viejo, además, practica el arte de revelar el porvenir a través de la joven, mediante un ejercicio de tiro de arco que la somete a un peligro de muerte, del que, se supone, sale con el aura de la omnisciencia. Casi podría decirse que la película, como ocurría en Hierro3, es una película muda. La acción, casi inexistente, consiste en el celo respetuoso con que el viejo espera a que la joven cumpla la edad apropiada para poder desposarla, unos esponsales que se revelan, aun realizándose, como el último acto de su vida, porque el irreversible enamoramiento del joven deshace el cautiverio de catorce años en que la joven ha vivido ignorando que exista otra realidad que la mínima del bote donde ha convivido con el viejo. El arco, presencia dominante del poder a lo largo de la película es, al mismo tiempo un instrumento musical al que el viejo arranca unas bellísimas melodías que sirven de banda sonora. Hay algo de heraclitiano en ese uso del arco para la muerte y para la vida, el bios griego con que construye el de Éfeso su discurso hermético, y de él nacerá un final tan poético como sorprendente, por sorpresivo, una auténtica parábola metafórica tan arriesgada como impactante y cuya revelación me vedo, claro está. Hay, con todo, algunos simbolismos demasiado explícitos que lastran, en cierto modo, la elevada poesía del planteamiento, pero son concesiones que no empañan la riqueza de tantas imágenes, aun repetidas muchas de ellas, con que se cuenta la historia mínima de un síndrome de Estocolmo que, si bien salvando muchas distancias, nos hacen ver El arco como una película relacionada con Habitación, en la medida en que, el niño de Habitación y la niña de El arco no han conocido otro mundo que aquel en el que han estado recluidos. La morosidad con que va progresando, tan sutilmente, la historia puede que acabe con la paciencia de aquellos espectadores resolutivos y asertivos, poco amantes de la intensidad de las relaciones humanas a través del minimalismo gestual; ahora bien, para aquellos que disfrutan con ese tipo de cine, El arco les parecerá una obra singular que no llega a maestra, pero que tiene suficientes alicientes como para quedar satisfecho de haberla visto. De alguna manera, por lo que se me alcanza de lo que he leído, que no visto, El arco vendría a ser una suerte de versión edulcorada de La isla, con la que comparte no pocos elementos narrativos, si bien el franco erotismo de ésta es sustituido en aquélla por un erotismo de la insinuación, no menos turbador. Resulta, ya para acabar, muy chocante la actuación del joven “salvador”, quien está dispuesto a no ejercer la violencia para rescatarla, sino a convencer al “viejo” de que no tiene derecho a privar a su protegida del conocimiento de la realidad exterior a su humilde bote de pesca. La pericia del director para impedir que se nos aparezca claustrofóbico un espacio tan reducido como el del bote donde ha desarrollado su vida la protagonista consigue que nos centremos en el juego a veces perverso, a veces angelical, de dos seres aislados en la mitad del mar y cuya relación ambigua se va aclarando a medida que las miradas y los gestos se vuelven inequívocos, deshaciendo esa ambigüedad inquietante que domina buena parte del metraje. Kim Ki-duk no deja indiferente al espectador, y mucho me temo que es, además, de los cineastas que los divide entre rendidos admiradores y “estafados” detractores. Estoy entre los primeros.