sábado, 29 de agosto de 2020

«El precio de la gloria», de John Ford, una «siesta» entre dos obras maestras.



Ni musical, ni bélica, ni comedia de retaguardia: un despropósito sin paliativos…, solo apta para estudiosos de Ford, en efecto, y curiosos impenitentes.

Título original: What Price Glory
Año: 1952
Duración: 111 min.
País: Estados Unidos
Dirección: John Ford
Guion: Henry Ephron, Phoebe Ephron (Obra: Maxwell Anderson, Laurence Stallings)
Música: Alfred Newman
Fotografía: Joseph MacDonald
Reparto: James Cagney, Corinne Calvet, Dan Dailey, William Demarest, Craig Hill, Robert Wagner, Marisa Pavan, Max Showalter, James Gleason, Wally Vernon, Henri Letondal, Fred Libby, Ray Hyke, Paul Fix, Harry Morgan.

         Haremos una crítica “de aliño”, como las faenas de esos matadores que enseguida captan que el toro no da de sí para lucirse y lo despachan con cuatro capotazos, dos medios naturales falsos, y un estoconazo hasta la bola que lo tumba en el albero a la primera. Con dos actores con quienes había hecho una “joya”, ¡Bill, qué grande eres!, Dan Dailey y Corinne Calvet, repite, más el añadido estrambótico y delirante de James Cagney, en una película de «retaguardia» que peca de indefinición desde el primer momento. De hecho, los productores querían rodar un musical. Y de ahí las canciones que aparecen en la película, que en modo alguno son «números musicales», sino piezas interpretadas sin ningún fervor especial ni encanto apreciable. Decía un crítico de FilmAffinity que cuando acabó de rodarla y se despidió de los productores, Ford les dijo que si querían meter canciones, que las metieran ellos. Y ahí se puso punto final a una aventura que quizá no debiera haberse ni siquiera iniciado. Ford venía de rodar Un hombre tranquilo y, después de este fiasco, realizará El sol siempre brilla en Kentucky, a la que siempre consideró su obra preferida.
         Si de Homero se decía que de tanto en tanto se dormía, lo mismo cabe decir de Ford, desde luego, y esta es la primera ocasión en que, desde el comienzo, con una convivencia con los civiles en un pequeño pueblo francés, llena de tópicos y una falsa naturalidad afectada que cae por su propio peso, el espectador se pone sobre aviso y se ve venir el famoso gato por liebre. Y así ocurre, en efecto. La rivalidad de dos viejos camaradas por el amor de la hija del cantinero de dicho pueblecito, sin perder de vista que la joven es pintada como «ligera de cascos» y más interesada en anteponer un futuro acomodado a sus sentimientos verdaderos.
         Con esa situación tan tópica, las secuencias van transcurriendo sin tener nada de especial, sin apenas destellos del genio del cineasta, quien parece cansado, sin chispa, agotado, dispuesto a cumplir a a rajatabla la ley lingüística del mínimo esfuerzo. Entonces llega la orden de movilización y el capitán Flagg, con su unidad llena de mozalbetes sin apenas instrucción militar, ha de entrar en la guerra de trincheras para conocer la verdadera dureza implacable de la guerra, su maldición. Son los únicos momentos de la película en los que brilla por completo el genio de Ford. Una perfecta recreación de la guerra de trincheras se apodera de la pantalla y emerge una visión antibelicista, a la vista del sacrificio absurdo de jóvenes vidas humanas en el altar de las miserias nacionales de la megalomanía. La ambientación de los bombardeos, los tiroteos y esa franja de la «tierra de nadie», que solo los héroes con pocas luces atraviesan en misiones suicidas, se erigen en verdaderos protagonistas del último tercio de película, con el dramatismo incluido de los destinos truncados.
         Tanto el capitán Flagg como su rival, el sargento Quirt, parecen tentados de abandonar el Ejército y «retirarse» de esa guerra absurda, para poder casarse con la encantadora Charmaine, pero, en el último momento, ni uno ni otro ignoran cuál es, en tiempo de guerra, su deber patriótico, ¡y allá que van!, a secundar un nuevo llamamiento para que vuelvan al frente.
         Hay, sí, un espíritu militar muy poco militar, ajeno al ordenancismo típico de los ejércitos europeos, que se refleja en la libertad de trato que hay entre los diferentes mandos, y que humaniza bastante la institución, y la acerca a los espectadores. Digamos que la democratización de la sociedad permea la institución castrense bastante más que en otras tradiciones.
         Decía Almodóvar que del buen cine no solo se disfruta sino que también se aprende, y ponía el ejemplo de colocar una tostada sobre otra para extender la mantequilla sin romperla. También aquí hay una buena enseñanza: tres hombres, cada uno al costado del otro, coordinando los movimientos de sus mochos, limpian el suelo de un salón en un periquete.
         En fin, sin ser una buena película, y la mejor prueba de ello es la falta de convicción de los actores en la interpretación de unos papeles sin entidad alguna, no deja de haber escenas en las que se advierte la mano maestra de Ford. El momento culminante de la incursión en la guerra de trincheras, cuando caen los soldados como moscas y el capitán Flagg decide que está harto de la guerra y de lo que estas significan, se eleva el título de la película, What Price Glory, como un verdadero alegato antibelicista, en labios de un herido múltiple que interpela con ese grito a un capitán desbordado que representa para él la insensatez de la carnicería a la que los han enviado.
         Sí, probablemente sea una película solo para devotos de Ford, pero, como pasa con las obras secundarias de los grandes escritores, siempre halamos algún destello de la grandeza del genio donde más se ha relajado su inspiración o su oficio.
         No sé si una primera versión a cargo de Raoul Walsh será mejor, pero mucho me temo que sí. Trataré de echarle un vistazo, si la encuentro…


jueves, 27 de agosto de 2020

«Pasaporte a la fama», de John Ford o el “toque Ford” para la comedia…



Ford explora las posibilidades cómicas del doble en una historia de gánster y oficinista pusilánime perfectamente desdoblados por Edward G. Robinson, paradigma de los primeros, Hampa dorada, de Mervyn LeRoy,  y de los segundos,  Perversidad, de Fritz Lang.


Título original: The Whole Town's Talking 
Año: 1935
Duración: 93 min.
País:  Estados Unidos
Dirección: John Ford
Guion: Robert Riskin, Jo Swerling (Historia: W.R. Burnett)
Música: Mischa Bakaleinikoff, Louis Silvers
Fotografía: Joseph H. August (B&W)
Reparto: Edward G. Robinson, Jean Arthur, Arthur Hohl, Arthur Byron, Wallace Ford, Donald Meek, Paul Harvey, Edward Brophy, Etienne Girardot, James Donlan, Lucille Ball.

         Pues sí, la versatilidad también era una virtud de John Ford, aunque su célebre autoencasillamiento: «Soy John Ford, y hago westerns», pretendiera hacernos creer lo contrario. A lo largo de las críticas que jalonan esta aventura de ver su obra completa creo que ya he ido dejando bien claro que la variedad temática y de registros de Ford lo convierten en algo así como en una suma cinematográfica, una enciclopedia. Si desde bien temprano ya se enfrentó al incipiente género de las películas de gánsters, como en The Blue Eagle, para darnos ya una acabada muestra de su dominio pocos años después con El intrépido, en la presente, con el paradigma de los gánsters que devino Edwrd G. Robinson, sobre todo a partir de Hampa dorada, de Mervyn LeRoy, John Ford combina a la perfección la comedia y el género violento de los delincuentes más buscados para entretenernos durante hora y media con una sabiduría ejemplar, sobre todo por la excelente construcción del guion, y por la propia historia, de W.R.Burnett, el autor de la célebre novela La jungla de asfalto, que dio pie a la memorable película de John Huston.
         La historia parte de la identidad total entre un pusilánime oficinista, con ínfulas de escritor, secretamente enamorado de su compañera de oficina, una Jean Arthur llena de gracia y desparpajo a la que, sin embargo, le “falta” papel en una película dominada de arriba abajo por el omnipresente Edward G. Robinson, dándose la réplica a sí mismo con total convencimiento ¡y economía de medios!, porque el excelente actor que jamás fue galardonado con el Oscar -salvo el honorífico, ese absurdo premio de consolación- no necesita de grandes alardes de interpretación para marcar con absoluta nitidez la frontera entre el gánster y el apocado. A los espectadores no les ocurre lo que al policía que mira y remira al sospechoso sin acabar de estar convencido de que es Jonsey, el tímido oficinista, en vez de Mannion, el agresivo delincuente.
         Con esos mimbres, los equívocos constantes devienen el fundamento de la acción, y como, para acabar de arreglarlo, al oficinista le libran un salvoconducto que dice que, a pesar del parecido con el delincuente más buscado, él es un pacifico ciudadano nada sospechoso ante la ley, ¡ningún bocado más apetitoso para el gánster que pasearse libremente por la calle en posesión de ese salvoconducto! Y así ocurre. De hecho, los gemelos idénticos se reparten el día, la mañana y el mediodía para el oficinista y la noche para el mafioso. Todo discurre bien hasta que una oferta al oficinista para que escriba, como doble del mafioso, la historia de este, acaba llevando a que, enterado el gánster, sea este quien le dicte su vida al oficinista, lo cual, a su vez, despierta todas las alarmas en la policía, porque se revelan detalles que se le habían mantenido ocultos a la opinión pública.
         Tiene mucho, la película, bien mirada, de la Primera Plana de Billy Wilder. Y aunque hay un ritmo trepidante, a partir de la primera detención de los oficinistas mientras comen en un restaurante del centro de la ciudad, no llega sin embargo, al alocado de la película de Wilder, mucho más cerca de la screwball comedy que esta, porque el personaje del oficinista en modo alguno es plano, sino que evoluciona a la par de la trama y…, me retengo, porque quizás desvelaría demasiado. En todo caso, desde el inicio de la trama hasta el final de la misma, hay un estudio psicológico del protagonista muy meritorio, y con una progresión perfectamente medida: nada de grandes cambios ni de decisiones heroicas; todo transcurre al hilo de una situación que nunca deja de venirle excesivamente grande y que lo supera. Hay, con todo, algunos momentos cómicos de la película que recuerdan el cine slapstick de Mark Sennet, pero la entidad de la trama la aleja de aquellos esquematismos de primera hora.
         No quisiera avanzar nada, pero en el apogeo del desenlace hay una escena cómica que se queda indeleblemente grabada en la retina del espectador. Se trata de un gag visual enormemente poderoso. Lo digo para que los espectadores se mantengan alerta y para recordar que Ford ha sido siempre un maestro del humor sutil e ingenioso, y que probablemente algún día lo consideremos también como un genio del humor. Ese gag visual no es una rareza en su cine, pero hay que verlo como lo que es, una absoluta muestra de ingenio. ¡Y disfrutar de él! Los subrayados humorísticos siempre están presentes en su obra, aunque la película sea un drama, porque el bienhumorado espíritu burlón del sabio escéptico sabe que, en el fondo, todo hay que tomárselo un poco a broma.

lunes, 24 de agosto de 2020

«Los niños del paraíso», de Marcel Carné, ¡la perfección!



Una obra de arte indiscutible de la que se sale como, por ejemplo, se acaba de leer Rojo y negro, de Stendhal, tal cual… ¡La obra cumbre del melodrama romántico…!

Título original:  Les enfants du paradis
Año: 1945
Duración: 190 min.
País: Francia
Dirección: Marcel Carné
Guion: Jacques Prévert
Música: Joseph Kosma, Maurice Thiriet
Fotografía: Roger Hubert (B&W)
Reparto: Jean-Louis Barrault, Pierre Brasseur, Pierre Renoir, Arletty, Marcel Herrand, María Casares, Louis Salou, Gérard Blain.
        
         Aún sigo impactado por la contemplación de una obra de arte como ni me la podía haber imaginado, sobre todo porque la exquisita sencillez de la narración no parecía dar a entender, de buen comienzo, un desarrollo tan complejo, profundo y lírico, en el mejor sentido de la palabra, como el que he tenido el privilegio de ver. Está al alcance de todo el mundo en Filmin, por supuesto, pero su duración, 3 horas, que sea cine francés, no usamericano, y que esté dividida en dos parte, El bulevar del crimen y El hombre de blanco, que sea un melodrama de época, ambientado en la Francia de mitad del siglo XIX…, todas ellas son circunstancias que le ponen muy cuesta arriba al espectador moderno, sobre todo al joven, acercarse a una obra de arte que, por hacer una comparación inteligible, hubieran firmado a ciegas Luchino Visconti  y Max Ophüls…
         Arranca la película con un plano secuencia que pasa revista al ambiente parisino en un día de feria, lleno de espectáculos de toda laya, un día de feria en una calle, El bulevar del crimen, donde se ubican los dos teatros sobre los que pivotará la acción cuyos protagonistas se nos presentan en esta introducción coreográfica de masas, con un arranque que recuerda, en parte, el de Sed de mal. El apodo del Boulevard du Temple, se debió a la cantidad de crímenes que se cometían cada noche en tantos teatros donde los dramas románticos no dejaban títere con cabeza…
Enseguida conocemos a Frédérick Lemaître, un aspirante a actor y cortejador profesional que se inspira en el actor real con el mismo nombre que triunfó en el teatro francés en aquella época. La película narra su ascenso artístico desde el papel de comparsa junto al gran mimo Baptiste interpretado por Jean-Louis Barrault, trasunto del mimo real, Jean-Gaspard-Baptiste Deburau, que triunfó en el Teatro de los Funámbulos, otro «ascenso» artístico que se narra en la película, hasta su triunfo en solitario. Memorable será para cualquier espectador la secuencia de la interpretación burlesca de un drama que amenazaba, tras la primera representación, con pasar sin pena ni gloria, pero que, gracias a su «distorsión cómica», la convierte en un éxito tremendo. Antes de que cada uno de ellos, Baptiste, Frédérick y Garance, la mujer que atrae a ambos y por la que Baptiste experimentará un amour fou  avant la lettre, los tres trabajan en un número de los que van forjando el mito de Baptiste, el predilecto de los enfants du paradis, lo que en español denominamos, en los teatros, «gallinero», con una imaginería chabacana que dice no poco de  nuestro «chato realismo»…
Un tercero en discordia, amigo de Garance, Lacenaire, (interpretado con una exquisita elegancia canalla por Marcel Herrand) será el rufián y aspirante a autor teatral que se irá mezclando en la trama hasta llegar a formar parte importantísima de ella cuando Garance se deje seducir por un conde, el cuarto enamorado de Garance,  quien la mantiene como una aristócrata, aunque ella siga, siempre, fiel al amor que sintió por Baptiste, si bien este la dejó escapar y accedió a emparejarse con Nathalie (¡qué papel el de María Casarés (así acentuado por los franceses)!) e incluso tener un hijo con ella.
Poco a poco, como advertimos, se va tejiendo una red de relaciones en la que las réplicas y las contrarréplicas van creando una visión del mundo que tiene como centro el deseo por una mujer libre, Garance, cuyo verdadero encanto, más allá de la belleza física en la que no sobresale en modo alguno, como la rendida admiración de tanto hombres pudiera dar a entender, es la pasión que es capaz de inspirar y, en Baptiste, concretamente, indeleble y eterna, tanto que, en la segunda parte, pasados varios años respecto de la primera, cuando Baptiste se reencuentra con ella y consuman la noche de amor que él dejó escapar en su momento, una nueva vida parece abrirse ante ambos.
La película, sí, está centrada en el teatro y son innumerables las secuencias que lo tienen como núcleo central: la vida interna de las compañías, los intentos por captar al público, la relación estrecha entre la vida privada y la vida profesional, como cuando Lemaître descubre que gracias al conocimiento de los celos en la vida real se ve ya capacitado para hacer el Otelo de Shakespeare, o, y esa es una de las escenas antológicas de la película, Garance es acusada de haber facilitado el robo de un reloj de un espectador que seguía la evolución de Baptiste, quien, con su arte de mimo, se limitaba a anunciar el espectáculo del teatro de los Funámbulos…, y este representa parta la justicia, a través del mimo, lo que ha pasado, que exonera a la bella Garance, lo que lo convierte poco menos que en una estrella y le permite enamorarse de Garance de la manera total y romántica que contrasta con la aceptación carnal de ella, que lo sorprende y lo aleja al tiempo…
Si la primera parte es una historia narrada con un arte exquisito, en la que hasta lo más lírico o sarcástico es dicho como en un susurro, y solo los gritos, las risas y los abucheos del «respetable» rompen el plácido discurrir de las complejas filosofías vitales que se desprenden de las actitudes de los protagonistas; la segunda, con el triunfo paralelo de Baptiste y de Lamaître, y la vuelta discreta de Garance, el cuarteto amoroso se desarrolla hacia un desenlace insospechado. Abundan, entonces, las secuencias del éxito profesional de ambos, con escenas de inequívoca teatralidad, y con una «maneras» fílmicas de grandioso melodrama que se concreta en planos de una belleza extraordinaria, fuera de lo común, con o sin Garance, aunque la presencia de esta es el mejor aval.
Está claro que el amor del modo como lo vive Baptiste está más allá de lo que entendemos por tal sentimiento desde la perspectiva común de los mortales; solo si nos remontamos al sentimiento místico acertamos a identificar en parte lo que se adueña del corazón de un mimo que, a lo largo de la película, lo ha expresado todo con sus silencios, pero con tan contundente elocuencia que a través de sus ojos nos hemos asomado a la felicidad extrema de la dicha amorosa y a la sima tenebrosa del más desolador desamor.
Toda la película rezuma un aire de clasicismo, unido a una frescura social y un naturalismo poético, que nos da la sensación de haber sido convertidos en testigos privilegiados de unas vidas cuyos actos minúsculos, grandiosos, heroicos, miserables, altruistas, nobles e incluso vergonzosos transcurren ante nuestros ojos con un realismo nunca exento de la delicadeza del ingenio. Los movimientos de masas, como en la apertura de la película y al final, en la celebración del carnaval, una escena que tanto recuerda el final de La Traviata, son el contrapunto perfecto de un drama muy íntimo que los protagonista viven, sin embargo, de cara al público en sus representaciones teatrales, porque vida y teatro acaban borrando sus límites y, como la presentación de ambas partes sugiere y ya se ha visto en muchas otras películas, como La carroza de oro, de Renoir, los títulos de crédito se proyectan sobre la cortina de un escenario que, al abrirse, da comienzo a la vida, a la obra…
Decía en el título que se sale de esta película como se cierra una novela que nos ha llenado por completo, como Rojo y Negro, de Stendhal; pero quizás la vida que se respira en esta película bellísima pudiera corresponderse más con esos frescos sociales que trazaron Balzac o Zola… En cualquier caso, es tan intenso el goce humano y estético que experimenta el espectador que ni siquiera tendrá tiempo de pensar en ningún referente ajeno a la trama misma que se desarrolla ante sus ojos como el gran misterio de la vida más real que la vida misma: la que se sucede en la pantalla con su ritmo majestuoso y unas interpretaciones que sobreexceden la medida de lo verosímil para darnos la de la verdad eterna de los actos más puros y más viles, los más vivos…

        



sábado, 22 de agosto de 2020

«El mimado de la abuelita», de Fred C. Newmeyer al servicio de Harold Lloyd.



Un cómico a quien admiró Charles Chaplin… en una película magistral, con secuencias tan memorables como la del infiltrado sudista en el cuartel general unionista, y con unos títulos de crédito originalísimos. Una avanzada parodia de la autoayuda…

Título original: Grandma's Boy
Año: 1922
Duración: 60 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Fred C. Newmeyer
Guion: Hal Roach, Sam Taylor, Jean Havez, Harold Lloyd
Música: (Película muda)
Fotografía: Walter Lundin (B&W)
Reparto: Harold Lloyd, Mildred Davis, Anna Townsend, Charles Stevenson, Dick Sutherland, Noah Young.

Buster Keaton y Charles Chaplin son considerados genios del cine mudo de forma indiscutible, lo que incomprensiblemente no se extiende a Harold Lloyd, quien fue motivo de inspiración para ambos y acicate de superación, como se advierte no solo en esta película magnífica, con total vigencia para hacernos pasar una hora divertidísima, sino también con otras dos del autor como The Freshman («El estudiante novato») -inspiración directa para El colegial, de Keaton o Safety last («El hombre mosca»), uno de los grandes éxitos del cine mudo (¡y aun sonoro!) de todos los tiempos, de modo que la figura del protagonista asido a las manecillas del reloj en la fachada del edificio forma parte, propiamente, de la memoria de la humanidad.
En la presente película Harold Lloyd perfila con carácter definitivo los rasgos del héroe tímido, apocado, que habrá de vencerse a sí mismo para poder triunfar en un mundo competitivo sin quedar relegado a mera víctima de los acosadores que suelen olfatear, como los tiburones la sangre en los océanos, la pusilanimidad para convertirla en carne de acoso… El prólogo de la película es muy ilustrativa al respecto, ¡con un Harol Lloyd de once meses, ¡con sus inmortales gafas!  y un niño de once años, que sigue con las mismas y que se niega a luchar con quienes abusan de él. El presente de la historia nos lo muestra en dura competencia por el amor de una vecina con un rival sin escrúpulos, para desesperación de la abuela, quien, para tratar de ayudarlo a superar esa poquedad suya, le narra una historia heroica de su abuelo en la Guerra de Secesión. Ya el primer plano del retrato del abuelo es desternillante, porque es más una parodia de retrato que un retrato propiamente dicho. Con esa caracterización, la secuencia de la incursión del abuelo en el cuartel general unionista es una de las mejores de la película, un gag continuado que encadena las situaciones cómicas con una precisión milimétrica para conseguir un crescendo hasta el desenlace de la parte, casi una narración dentro de la narración que seguía la costumbre, hasta entonces, del «corto» que no iba más allá de los quince o veinte minutos. Harold Lloyd es de los primeros cómicos que ensaya el largometraje cómico, con gran éxito popular, lo cual exige una planificación de los gags que no solo no deja nada a la improvisación, sino que, en un alarde de originalidad, y dada la extensión de las películas, obliga a desviarse de la comicidad «física» del humor de la factoría Sennet, el famoso slapstick, para buscarla complicidad de la inteligencia del público, al que, de paso, enseña a ver el cine de una manera más compleja. Tomemos,  para no teorizar, el comienzo de Safety last!:  Primer plano del protagonista tras unos barrotes con el lazo de una soga de ahorcar detrás de él. Dos mujeres, afligidas, lo acompañan. Un funcionario le dice que andando, que ha llegado el momento. Las mujeres pasan al otro lado de la verja y lo acompañan. Cambia el enfoque de la cámara y lo vemos acercarse al andén de la estación donde tomará el tren para viajar a Nueva York… Un empleado de los ferrocarriles cuelga algo del lazo del inicio. Pasa un tren y el ayudante del maquinista se lleva el lazo consigo… Todo, como decía, estudiado al detalle. Diríase que no hay elemento que entre en el plano que no acabe teniendo participación en la cadena de gags que se acumulan en cualquier secuencia. Pensemos, por ejemplo, en la larga secuencia de Speedy («Relámpago»), un homenaje a Nueva York mucho antes de que Woody Allen los pusiera de moda -parque de atracciones de Coney Island incluido…- en que la pareja protagonista está en el parque y él lleva en el bolsillo una langosta que va provocando tropieza tras tropiezo… ¡Memorable!, pero sobre Speedy, su última película muda, volveré con más detenimiento.
Ahora quiero acabar de darle un empujón a los espectadores que confíen en mi criterio para que no tarden en colocarse ante la pantalla del salón, si el televisor tiene conexión a internet, y que disfruten de una película en la que, gracias al amuleto que le dio una bruja a su abuelo para salvar su pusilanimidad, heredada por el nieto, pueda el protagonista hacer lo mismo y conquistar a su enamorada, venciendo el juego sucio que su rival despliega para impedírselo. A lo largo de la película, hay secuencias que, como ocurre con el traje del abuelo que le deja su abuela para ir a una celebración en casa de la abuela, que a mí particularmente me parece «copiada» de una película de Ford, Bucking Broadway, porque llega con su vestido antiguo y se percata de que lleva el mismo atiendo que el criado negro que sirve a la familia de la novia, como en la de Ford, el protagonista quiere ponerse elegante y acaba como un  patán al lado de un negro que sí es una perfecta y acabada muestra de la elegancia en persona… Detalles al margen, la película puede entenderse, también, como un cursillo ingenioso de autoayuda para mejorar una deficiencia de carácter que le puede llegar a hacer la vida imposible. Desde esa perspectiva,  la creación del personaje se consolida y permite una evolución verosímil del protagonista, que servirá como modelo para otras películas del autor. Valga, a modo de colofón, recordar lo que he hallado en la biografía del autor en la Wikipedia: Chaplin le felicitó efusivamente por la presente película y le dijo que se lo ponía muy difícil para, en futuras empresas suyas personales, ponerse a la altura de lo conseguido por Lloyd. ¡Si con ese aval los espectadores no corren a ver esta «joyita» de Lloyd, yo ya no entendería nada de nada!

viernes, 21 de agosto de 2020

«Esposas frívolas», de Erich von Stroheim, el genio desmesurado… ¿y desconocido?



Cine ambicioso, caro y artísticamente espectacular. Erich von Stroheim, acaso un desconocido hoy, es uno de los «grandes genios» del Séptimo Arte. Excelente actor, lo recuperó Wilder, como tributo a una época «fundacional» del cine, en Sunset Boulevard.

Título original: Foolish Wives
Año: 1922
Duración: 117 min.
País:  Estados Unidos
Dirección: Erich von Stroheim
Guion: Erich von Stroheim
Música: (Película muda)
Fotografía: William H. Daniels, Ben Reynolds (B&W)
Reparto: Erich von Stroheim, Maude George, Mae Busch, Rudolph Christians, Miss DuPont, Dale Fuller, Al Edmundsen, Cesare Gravina, Malvina Polo, Harrison Ford II, C.J. Allen.

         El actor y director austríaco Erich von Stroheim emigró a Usamérica mucho antes de la llegada a aquella cinematografía de los directores expresionistas alemanes y austriacos «empujados» por el régimen nazi. Estamos en presencia, pues, de uno de los artífices de la gran invención que supuso convertir una afición de feria en un arte narrativo. El genio desmesurado de Stroheim, que no rodaba menos de 9 horas para cualquier proyecto, que luego acaban «recortados» hasta una extensión relativamente «razonable», se aprecia en todo su esplendor en una de las cinco o seis mejores películas jamás rodadas, junto a Intolerancia, de Griffith o el Napoleón, de Gance, me refiero a Avaricia, obra cumbre del expresionismo y el naturalismo social. Lo relativo a la creación y destrucción de Avaricia daría para una interesante película, desde luego, y esperemos que un alma sensible a la sagrada ambición artística de Stroheim se atreva alguna vez a rodarla.
         Esposas frívolas, rodada en estudio, una costosa producción que recreaba parte de Montecarlo, sufrió también la incomprensión de los estudios y lo que nos ha llegado, como en el caso de Avaricia, es un montaje que tampoco recibió el pláceme del director, quien, de hecho, de pocas películas suyas puede decirse que estuviera «totalmente» satisfecho. El arranque de la película, en una lujosa mansión a orillas del mar, donde dos «princesas», primas del protagonista, pertenecientes, como él mismo, conde Karamzin, a la nobleza rusa, desayunan en la terraza mientras el conde hace prácticas de tiro entre las rocas, deslumbra al espectador no solo con los planos de ese espacio privilegiado, sino también por la ironía y el magnificente sentido del humor que se va a desplegar a través de toda la narración a cargo de este trío de encantadores estafadores de muy baja estofa, pero de muy altos vuelos, porque son capaces de «atraer» al «gran mundo cosmopolita» de Montecarlo a su garito clandestino donde serán oportunamente desvalijados.
         Eternamente en situación precaria, el protagonista, un deslumbrante Stroheim, que incorpora todos los recursos de los hombres de mundo, con una perfecta naturalidad, decide «seducir» a la esposa del recién llegado embajador de Usamérica a Montecarlo, y decide hacerlo, además, el día en que él ha de presentar las credenciales en palacio.
         La picaresca, unida al cosmopolitismo y al erotismo no explícito pero majestuosamente insinuado de un lugar como el lujoso Montecarlo, tiene sobrado campo donde actuar, máxime si la «presa» es una ingenua mujer usamericana poco advertida contra las imposturas y las asechanzas de un mundo en el que se mueven personas de ninguna reputación, salvo la desconocida que se vela como el mejor de los secretos. Cuando el conde busca el acercamiento a la mujer, en la terraza del hotel donde se hospeda, acaba recogiéndole el libro que la mujer ha dejado caer inadvertidamente, y ello le da pie al director para una de sus bromas clásicas, casi al estilo de las posteriores de Hitchcock: la mujer del embajador está leyendo Foolish Wives, by Erich von Stroheim, donde se lee con claridad, en un intertítulo, que los usamericanos son personas ajenas a los misterios del protocolo social cultivado por los europeos, lo cual ya da una pista de por dónde irá el asedio a la «virtud» de la dama.
         En honor a la verdad, la película, desde que comienza ese asedio, deviene un rosario de episodios, a cuál más brillante, en el que se pasa revista a un excelente muestrario del arte de seducir encarnado por el conde, un auténtico especialista en tal cometido. Con todo, y a pesar del claro objetivo extorsionador de su aventura, hay momentos en los que la relación con la dama se vuelve mucho más compleja, como sucede con la aventura de la excursión cuando se desata una tormenta terrible que da pie a unas secuencias extraordinarias  en las que él ha de cargar con ella, accidentada, hasta un refugio que forma parte de sus «recursos» seductores.
         Del mismo modo que Avaricia es algo así como la traducción fílmica del Naturalismo de Zola,  hay en Esposas frívolas una exploración muy consciente de los recursos del melodrama y del folletín, por un lado, y de la comedia sofisticada, por otro. Desde sus inicios, el cine presta atención a todas las clases sociales, y en ese retrato de las mismas van cuajando subgéneros, como el de la «alta comedia», por ejemplo, del que la presente participa en no poco grado. Ha de decirse, en favor de la película, que Miss Dupont realiza una deliciosa interpretación de la ingenua usamericana que, cuando toca, se adentra de lleno en el terreno más genuino del melodrama, convirtiendo la película en algo que va más allá de lo que en principio tenía planeado el director entregarnos. Como los tejemanejes de los estudios desfiguraron algunas de las películas de Stroheim, y lo mismo ocurre en esta, que hubo de ser «recortada» para hacerla accesible a la paciencia relativamente limitada del publico medio, es probable que el desenlace parezca demasiado brusco, pero, por lo mismo, hay algo de salvaje poesía transgresora en ese final que nos acerca al espíritu de las vanguardias de entreguerras y a una concepción del nihilismo y el absurdo que aún tardarán algunos años en aparecer en el panorama intelectual europeo.
         Parece mentira, lo digo con la rendida admiración que entenderán quienes tengan la delicadeza de ganar las dos horas y veintitrés minutos de la versión que puede hallarse en Youtube para verla; parece mentira, insisto, en que una película a punto de ser centenaria ofrezca una modernidad narrativa que ya quisieran muchas, así como una puesta en escena que justifica, por supuesto, que acusaran a Stroheim de derrochador en aras de la perfección artística que acabó cerrándole las puertas de algunos estudios, aunque, ¡afortunadamente!”, se le abrieran de otros… En resumen, una gozada estética llena de lances narrativos de muy alta calidad, y con un retrato del pícaro seductor como es difícil hallarlo en alguna otra película. Hay aficionados que suelen ponerle frontera temporal a sus gustos cinematográficos: «Yo solo veo películas hasta…» 1930, 40 0 50, pongamos por caso; pero a veces, lo reconozco, estoy tentado de ponerme como tonta fecha límite el 4 de febrero de 1927…

jueves, 20 de agosto de 2020

«The Gentlemen: Los señores de la mafia», de Guy Ritchie o «el artefacto»…



Elogio de la deconstrucción bienhumorada del relato de la violencia del gansterismo moderno…

Título original: The Gentlemen
Año: 2019
Duración: 113 min.
País: Reino Unido
Dirección: Guy Ritchie
Guion: Guy Ritchie (Historia: Guy Ritchie, Ivan Atkinson, Marn Davies)
Música: Christopher Benstead
Fotografía: Alan Stewart
Reparto: Matthew McConaughey, Charlie Hunnam, Hugh Grant, Colin Farrell, Eddie Marsan, Henry Golding, Michelle Dockery, Jeremy Strong, Jason Wong, Jordan Long, Russell Balogh, Chidi Ajufo, Lyne Renee, Max Bennett, Eugenia Kuzmina, Togo Igawa, Tom Wu, Simon. R. Barker, John Dagleish, Lily Frazer, Gershwyn Eustache Jnr, Samuel West, Geraldine Somerville, Franz Drameh.

         Entra uno ya en la edad en la que los hijos se te adelantan y te llegan de las salas de cine con la recomendación bajo el brazo…, y esta vez ninguno de los dos se ha equivocado: The Gentlemen es una película en la que el sentido del humor se sobrepone a la violencia inherente al tema de las mafias que trafican con las drogas, con la “socialmente aceptable”, la mariguana, y con la “perversa”, la heroína. Estamos en presencia de un «artefacto», así la califico en el título, porque me parece lo más exacto: descomponer la palabra, «arte» «facto», del mismo modo que la película descompone el relato, lo «deconstruye», como deconstruyó Woody Allen a Harry, en una de sus memorables películas, para gozar del arte supremo de las historias bien contadas, que no son otras que aquellas que nos imantan la atención desde el principio hasta el final, y de la que incluso las digresiones nos merecen idéntica atención que el hilo central, aunque aquí, propiamente, no deberíamos hablar de «digresiones», sino de «meandros».
         Guy Ritchie es un director algo efectista y subyace en su cine una irrenunciable estética de video-clip. Aquí se contiene y arma una película más «clásica», lo que se agradece, aunque les complica la vida a los espectadores con un admirable truco que sustenta la extraña percepción que acaban teniendo, los mismos, del flash back que va progresando hasta ese momento conocido, muy al final de la película. Lo importante, por lo tanto, como en las buenas historias, no es tanto el desenlace cuanto el camino que nos lleva a él.
         Las luchas por el control de la distribución de droga se nos presentan no como un asunto sórdido entre bandas marginales, sino, como en las viejas películas, como un asunto de «ricos», bien considerados socialmente, que negocian, en este caso, la «transferencia» de un negocio boyante a un precio razonable. Y en este momento del arreglo final entre un exquisito empresario judío y el arribista de turno que se codea incluso con la aristocracia inglesa -los espectadores ya se reirán en su momento de las bases de dichas relaciones-, hace acto de presencia la vieja maquinadora de todos los males de la especie: ¡la avaricia!, de la que Stroheim hizo una obra maestra, acaso una de las cinco mejores películas de la Historia del Cine, y comienza la «movida»…
         Reunir en el mismo argumento a la mafia china, el Mossad,  los matones a sueldo de los grandes empresarios monopolistas rusos, la mafia «local», representada por el protagonista, un McConaughey que se las sabe todas, y un comando de artes marciales dirigidos por un espectacular Colin Farrell no es tarea fácil, y menos aún que todo vaya encajando como las piezas de un puzzle que se articula a partir del relato de toda la historia que hace un observador externo, Hugh Grant, a la caza y captura de una recompensa por la información que ha logrado reunir pacientemente con sus artes de periodista de investigación. Como un cuento de Las mil y una noches, Grant despliega ante los escépticos oídos del fidelísimo lugarteniente del protagonista las averiguaciones que van descubriendo los movimientos ocultos que son razón última de los «contratiempos» que padece el negocio del «Señor de la mariguana».
         La estética muy de high class de la mayor parte de los personajes de la historia, que contrasta con la degradación de los jóvenes enganchados que comparten la miseria casi absoluta, a pesar de ser hijos de esas clases poderosas y pudientes, pone un sello de elegancia sobrevenida que nos lleva a pensar en series como Downton Abbey -una de cuyas principales actrices, Michelle Dockery, tiene aquí un destacadísimo papel cumplido a la perfección- o The Crown. Hay una estilización del relato solo interrumpida por los inevitables ajustes de cuentas y las escenas de inevitable violencia que, con todo, no se recrean en la crueldad, sino que son afrontadas con un humor que se agradece. Hay, por lo tanto, un factor de farsa que, sin ahorrarnos la crudeza, la suaviza de modo que la impresión final del espectador sea la de haber asistido a una «comedia de gángsters» o ansí…
         The Gentlemen tiene un reparto de lujo, y ese quizás sea el principal atractivo de la película, porque, además, todos rozan literalmente la perfección. Hay «creaciones», como la de Colin Farrell, que constituyen una maniobra de arte en sí mismas, del mismo modo que, aunque a distancia, la del propio Huhg Grant, en un papel inusual que resuelve con excelente habilidad, muy «a lo Al Pacino», me atrevería a decir. Falsos héroes y contumaces villanos contribuyen estupendamente al perfecto equilibrio entre la violencia y la comedia para redondear una película que se ve con tantísimo placer como con tanta velocidad desaparece del recuerdo, una vez vista. Pura artesanía, pues, al servicio de uno de los grandes pilares del Séptimo Arte: el entretenimiento. Y aquí, en The Gentlemen, está garantizado.

miércoles, 5 de agosto de 2020

«Too late», de Dennis Hauck o una muestra canónica de «neo-noir»


Una propuesta compleja para un caso simple de redención moral: los detectives privados ya no son como eran…

 

Título original: Too Late

Año: 2015

Duración: 107 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Dennis Hauck

Guion: Dennis Hauck

Música: Robert Allaire

Fotografía: Bill Fernandez

Reparto: John Hawkes, Crystal Reed, Natalie Zea, Dichen Lachman, Rider Strong, Dash Mihok, Robert T. Barrett, Brett Jacobsen, Joanna Cassidy, David Yow, Jeff Fahey, Robert Forster, Monica Olive, Vanessa Sheri, Vail Bloom.

 

 

Si hay una etiqueta de por medio, parece que todo queda más claro. Otra cosa es que el hecho de poder ponerle la etiqueta a un producto sirva para justificar su existencia o para ensalzarlo o, en el peor de los casos, denigrarlo. Too late dicen los críticos serios que es un neo-noir, y eso ya parece definir lo que los espectadores van a ver. Mis últimas referencias de neo-noir son muy diferentes: una es Puro vicio, de Paul Thomas Anderson, con un Joaquin Phoenix ejerciendo de detective colgadísimo en una trama que deja chica la de El sueño eterno; y la otra, Neon Demon, de  Nicolas Winding Refn, un peliculón que no ha tenido más éxito por la crudeza de una trama terrible. Con esos antecedentes, caso de que pase el examen de los entendidos y se acepten dentro de la etiqueta, nos pusimos mi Conjunta y yo a ver Too late, sin saber absolutamente nada de ella. Aun reconociendo que tiene un arranque espectacular con el encuentro cordial entre el asesino y la víctima, el descoloque que nos supuso el segundo tramo de los cinco en que se divide la película, con las partenaires desnudas en casa de los mafiosillos de medio pelo que regentan un club de strippers donde trabajaba la víctima,  exhibiendo agravios cuyo final, en cuanto apareciera una pistola, que acaba apareciendo, como era de recibo, no era difícil de imaginar, nos enfrío lo suyo y decidimos dejar de verla. Pasados los días, sin embargo, en esos ratos perdidos en que veo cosas a mi aire, decidí darle una segunda oportunidad y entonces sí que, con la aparición del detective magullado por la agresión sufrida por dos sospechosos del crimen de la joven que le ha sido encargado buscar, la trama deriva nítidamente hacia la peripecia del investigador. Poco a poco, de manera siempre indirecta, por el desorden cronológico con que se nos entrega la narración, se va conociendo la trama lineal de una relación personal del detective con la stripper y con otras mujeres, así como con la madre, quien mantiene una nada inocente rivalidad tóxica con su hija.

Como buen neo-noir, la trama es inseparable de ciertos ambientes, de cierta puesta en escena que define el género. La visita al club de strippers, por ejemplo; la propia casa de los mafiosillos; el bar donde interpreta el detective una hermosa canción; ¡y el autocine decrépito y degradado, con espectáculo de boxeo incluido, donde se ejecuta el desenlace de la película!, y que vale por toda la película.

 Junto al espacio, el carismático detective «perdedor» magníficamente interpretado por John Hawkes, a quien ya vi en Tú, yo y todos los demás, de Miranda July. Digamos que se trata del feo más feo del mundo con un sex-appeal capaz de imantar a cuantas mujeres se acerca. Su endeblez aparente, la fragilidad evidente y la ternura sospechada en la antítesis del macho man son ingredientes de una personalidad tan compleja como exige el género. A medida que avanza la trama y el detective asume un mayor protagonismo advertimos que no está en juego la mera búsqueda detectivesca de una desaparecida, sino una suerte de ajuste de cuentas con su propia responsabilidad, con su propia vida, lo que confiere al personaje una dimensión moral que se sobrepone a cualesquiera violencias que salpican la narración con la contundencia propia del género.

Hay, digámoslo así, una cierta «naturalidad» en la degradación que se corresponde con la visión crítica de una sociedad enferma, todo lo cual nos es mostrado con una estilización soberbia, a través de muchas escenas nocturnas, de la propia degradación soberbia. De hecho, el arranque de la película, con la bucólica conversación afectuosa entre la víctima y el verdugo, ambos ignorantes de cómo acabaría dicha relación, nos da a entender de manera muy gráfica esa perturbación psicológica que domina, con sus pulsiones de muerte, la vida social. Si sumamos la presencia de la pareja que también se cruza con la víctima poco antes de que halle su fatal destino, mientras disfrutan de un paseo por la naturaleza, nos damos cuenta del poderoso contraste que sirve de arranque a la trama. Sumémosle que, desde el escenario del crimen, la joven stripper ha llamado por teléfono al investigador, una conexión representada visualmente por la línea recta que sigue la cámara entre ambos interlocutores desde la cima del monte hasta el apartamento donde él recibe la llamada y desde el que se pone en marcha enseguida para acudir a la cita, si bien ambos ignoran, también, que ese encuentro jamás va a producirse.

Es curioso cómo, a veces, ciertos tramos de las películas pueden inducirnos a desistir del visionado de las mismas; pero, salvado el escollo de la repulsión que nos pueden provocar ciertas situaciones, ¡reprometo que la secuencia de los galanes con sus paternaires, antiguas strippers del club que regentan, tiene un sí sé qué de ofensivo que cuesta trabajo aceptar!, la propia evolución de la trama, que clarifica, muy dosificadamente las entretelas del caso se le impone al espectador y, recompuesto el puzzle, acaba entendiendo el sorprendente final, tan inesperado como brillante.

Me sorprende a mí mismo cómo en una película he sido capaz de sobreponerme a un amago de desistir de verla para acabar siguiendo con profundo interés la aventura existencial de un personaje que reúne lo mejor y lo peor del género de los detectives privados, y todo ello en unos «escenarios» escogidos con un sentido de la estética «feísta» que ilumina dicha peripecia personal , trascendiéndola. Toda una sorpresa.


martes, 4 de agosto de 2020

«Toni», de Jean Renoir, o el descubrimiento del neorrealismo…

Un melodrama que se convierte en tragedia: amores y pasiones del proletariado emigrante. 

 

Título original: Toni
Año: 1935
Duración: 82 min.
País:  Francia
Dirección: Jean Renoir
Guion: Jean Renoir, Carl Einstein
Música: Paul Bozzi
Fotografía: Claude Renoir (B&W)
Reparto: Charles Blavette, Celia Montalván, Édouard Delmont, Max Dalban, Jenny Hélia, Michel Kovachevitch.

 

         ¡Quién me iba a decir que con casi quince años de antelación Renoir iba a descubrir un género que luego se adjudicaría en exclusiva a los realizadores italianos, el neorrealismo…? Pues así es. Cualquier película de Renoir es siempre atractiva, porque el director lo vale; pero, acostumbrado a una cierta estilización en sus realizaciones, no me esperaba esta suerte de crónica de la pobreza y las pasiones amorosas entre inmigrantes. La película se abre con la llegada de un tren de emigrantes que vienen de Italia para encontrar trabajo cerca de Marsella. Vienen cantando, los emigrantes, hermosas canciones populares italianas que nos hablan de la nostalgia y del pesar por abandonar la tierra y a los seres queridos. La luz agreste del sol meridional, la pobreza de la indumentaria y los espacios degradados en que se mueven los personajes nos hablan enseguida de la pobreza esencial de unos seres que se buscan la vida donde pueden y haciendo cualquier trabajo no cualificado. El personaje que da título a la película, Toni, soñador, enamoradizo y de buen corazón, además de voluntarioso, no tarda -una elipsis afortunada que nos ahorra un largo proceso de amores- en acomodarse sentimentalmente con la patrona de la pensión donde viven otros trabajadores que, como él, han encontrado trabajo en la cantera, como picadores. Esos años pasados han conseguido que la patrona advierta señales de hastío y cansancio en Toni, amén de saber que anda enamorado de una joven de origen español, Josefa, interpretada por la actriz mejicana Celia Montalván con una propiedad y gracia españolas que aparecen en cada una de sus intervenciones en castellano en la película. En esas andanzas de don Juan, Toni se aproxima a Josefa y se enciende de amores, pero no cuenta con que el capataz de la cantera se la disputa. Josefa, que se nos presenta muy pero que muy ligera de cascos, a pesar de la mojigatería con que aparenta una castidad a prueba de bombas, se deja seducir por el capataz, a pesar de las implícitas promesas de amor hechas a Toni -y la secuencia de la picadura de la avispa con la extracción del aguijón y la succión bucal del veneno son de una sensualidad extraordinarias-, y acaba casándose con él, lo que, en parte por despecho, lleva a Toni a acceder a casarse con su patrona, y celebrar la boda conjuntamente con su rival. A partir de ese momento entramos ya en la senda por la que se acabará desencadenando  la tragedia.

         La película está rodada casi toda en exteriores y con muchos actores no profesionales, con sonido directo y nada menos que con Luchino Visconti como ayudante de dirección de Renoir, lo que viene a certificar la poderosa influencia de esta película en el neorrealismo que aún no había ni siquiera nacido como tal, y que tendría que esperar diez años para, con Roma, ciudad abierta, de Rossellini, entrar en la Historia del cine. La película destila una sensación de verdad, de algo genuino, con un poder narrativo muy poderoso. La sensación de que el fatalismo se cierne sobre las relaciones humanas de un modo inexplicable lo permea todo. Sin embargo, la historia nos permite entrar en el conocimiento, sobre todo, de los confusos sentimientos del protagonista y de su bondad innata. También del sufrimiento que, inadvertidamente, su ciega pasión pueda causar en un tercero -a ese respecto la secuencia del suicidio en el mar de la patrona con quien se ha casado Toni es un prodigio de austeridad fílmica y, al tiempo, de una belleza arrebatada: el modo como Toni lleva en brazos a Marie y, cuando esta despierta, el modo como ella lo rechaza llegan directamente al corazón del acongojado espectador.

         Toni no es una de las películas más famosas de Renoir, y no entiendo por qué, excepto que el hecho de tratarse de las pasiones de la gente más humilde haga creer a los espectadores o los estudiosos del cine que, sin el glamour correspondiente, nada puede tener un interés sustantivo. Pues sucede justo lo contrario: la excepcional naturalidad de los actores en esta película, en la que el abuso de los inmigrantes forma parte primordial del contexto, y el ambiente rural en el que transcurre la acción, así como la banda sonora de las canciones italianas de los emigrantes, intercaladas siempre con una poderosa eficacia lírica, dotan a la película de esa poderosa sensación de realidad que tiene siempre en el cine bien hecho el retrato de la miseria y de los menesterosos.

         Cuando la tragedia se ha consumado, con un crescendo que sobrecoge el ánimo, la película se recoge sobre sí misma y volvemos al inicio de la misma, con otros inmigrantes que bajan del tren con el mismo afán emprendedor con el que bajó Toni de él tres años antes y con las mismas canciones melancólicas que nos hablan de despedidas, de añoranzas y de soledades. De algún modo, viene a decirnos Renoir, es cíclico el destino de las personas: rellenamos un destino que ya ha sido escrito por la fatalidad trazada por los dioses para cada uno de nosotros. Está claro, pues, el terrible mensaje; pero también los arraigados valores de personas como Toni, fieles a sus sentimientos, por mucho que las circunstancias se alíen contra sus designios. Renoir nos ofrece una auténtica lección de vida, centrando su interés en seres que no parecen tener ninguna importancia para nadie: sabe ahondar en sus conflictos y nos revela la grandeza de los sentimientos que albergan todas las personas.


«El silencio del mar» y «El ejército de las sombras» de Jean-Pierre Melville o las resistencias pasiva y activa frente a la invasión nazi de Francia.




Un curioso alegato antibelicista en labios de un ocupante nazi de Francia y el mundo de la resistencia visto como una película de espías. La sensibilidad no entiende de ideologías; ni el espionaje de compasión.

 

Título original: Le silence de la mer
Año: 1949
Duración: 83 min.
País:  Francia
Dirección: Jean-Pierre Melville
Guion: Jean-Pierre Melville
Música: Edgar Bischoff
Fotografía: Henri Decaë
Reparto: Howard Vernon, Jean-Marie Robain, Nicole Stephane, Georges Patrix, Ami  
Aaroe, Denis Sadier.

Título original: L'armée des ombres
Año: 1969
Duración: 139 min.
País: Francia
Dirección: Jean-Pierre Melville
Guion: Jean-Pierre Melville (Novela: Joseph Kessel)
Música: Eric Demarsan
Fotografía: Pierre Lhomme
Reparto: Lino Ventura, Simone Signoret, Paul Meurisse, Jean-Pierre Cassel, Paul Crauchet, Serge Reggiani, Claude Mann, Christian Barbier.

 

         Muy curiosos estos dos acercamientos del gran cineasta francés Jean-Pierre Melville a la resistencia francesa frente a la invasión alemana durante la Segunda Guerra Mundial: una, a pocos años; la otra, la más compleja, a muchos años de distancia, y, sin embargo, la verdadera obra maestra es la primera, la que esta más cerca de la contienda; la segunda, a pesar de la distancia, pierde la serenidad de la objetividad de la primera para adentrarse en un relato fatalista que se acerca mucho al espíritu del nihilismo existencialista de los años cincuenta. La primera reacción fue pacífica; la segunda, violenta. La primera es recogida por Melville en una película llena de lirismo y que deviene un brillante alegato antibelicista; la segunda tiene auténticos tintes épicos y es un canto a la dignidad de quien se resiste al invasor aun a riesgo -en aquel entonces propiamente la seguridad- de perder la propia vida.

         El silencio del mar es una película en banco y negro, rodada, en uno de los invierno de la ocupación, en un pueblo pequeño en el que los oficiales alemanes se han repartido por las mejores casas de la localidad para compartir la casa con sus anfitriones forzados. Un oficial cojo se instala en una casa en la que un hombre mayor vive con su sobrina, que cuida de él. Ambos reciben al huésped indeseable y forzado con un silencio glacial que no romperán en toda la película. Una voz en off, la del tío anciano, nos irá relatando, casi de forma redundante, lo que vemos, porque la película, propiamente dicha, es un monólogo interminable del oficial alemán enamorado de Francia, del francés y de la cultura y la vida francesas. El hombre entiende el silencio defensivo de sus anfitriones forzados y en ningún momento intenta variarlo ni, mucho menos, tomar represalias contra ellos por esa actitud que, revestida de total dignidad, choca frontalmente con el retrato de un alma sensible, culta y de modales exquisitos que se nos irá dando en esos monólogos en los que busca la interlocución de sus anfitriones pero no halla más que el silencio más espeso que se haya oído nunca en el cine. Y, sin embargo, a través de pequeños gestos, de miradas desviadas, de reacciones insospechadas hay una línea narrativa sumergida que irá aflorando poco a poco, es decir, que las revelaciones autobiográficas del invasor no caerán en saco roto, aunque en ningún momento se establece una relación directa entre ellos. El retrato del noble humanista, Werner von Ebrennac, no choca, propiamente, con sus anfitriones franceses, sino, sobre todo, con la tendencia supremacista y psicópata de sus conciudadanos, como lo demuestra el jocoso y terrible episodio del matrimonio fallido, por ejemplo, o la frialdad emocional con la que sus compañeros de milicia hablan de la “solución final”. El proceso de separación se produce, en consecuencia, entre él y lo que representa su uniforme, por eso, ante el escaso eco hallado en sus anfitriones para una sensibilidad que buscaba el consuelo de las almas gemelas, aunque estuvieran «en el otro bando», no le queda más remedio que tomar la decisión de abandonar el plácido retiro francés y solicitar su incorporación al frente ruso, en primera línea de fuego, lo que equivale, en términos civiles a su suicidio. Melville nos retrata, paradójicamente, el ideal de una Europa unida a través de la cultura y la sensibilidad, una Europa que comparte todas las artes y que se hermana en la sensibilidad artística par forjar una unión continental, es decir, se anticipa a nuestra realidad actual, por más que sea la economía, el eje alrededor del cual se ha vertebrado la unión continental, pero ello no ha impedido que los programas culturales como las becas Erasmus, por ejemplo, se hayan aproximado al ideal del noble alemán. Poco a poco, a medida que se van sucediendo los monólogos del oficial, la visión que se tiene de él cambia tanto como para que al espectador le parezca que el silencio de sus anfitriones lo someten a una tortura innecesaria, que no se merece. Esa inversión de las empatías es uno de los grandes aciertos de la película, a la altura de la línea narrativo críptica que se cobija en el densísimo silencio de los interlocutores que jamás interactúan con él. La película tiene, ya lo he dicho, un lirismo que va más allá de las evocaciones artísticas, musicales -el oficial es músico-, literarias o filosóficas, porque está construido a partir de un repertorio de tomas que se multiplican para, aun transcurriendo la acción en una sola sala de la casa, lograr un relato cinematográfico que sugiere más que denota. Los exteriores, escasos, pero muy hermosos, contribuyen a aligerar la presión del interior en lo que tiene de «mazmorra» para los anfitriones y de «escenario» para el noble empeñado en seducirlos, sobre todo a la sobrina, porque conseguir su favor es el destino que tiene la evolución de sus confidencias: intuye que ella es su «alma gemela» y que puede llegar a ser correspondido. Quienes la vean lo sabrán… Lo que no pueden hacer es dejar de ver una película tan europea y tan apasionada, desde luego…

         El ejército de las sombras, por su parte, que opta por la épica, nos sitúa ante los esfuerzos románticos de un tejido muy protocolizado de relaciones personales paramilitarizadas que pretenden burlar la omnivigilancia del ejército alemán invasor para atentar contra él, en colaboración con el ejército inglés, quienes, como se dice en la película, no confían demasiado en la efectividad de la resistencia francesa. De hecho, a juzgar por lo que nos narra la película, la organización está más preocupada por salvar el pellejo de los miembros de la misma que por atacar al enemigo invasor. Poco a poco, desde la huida del protagonista de un campo de prisioneros en el que hay enemigos del Reich de toda condición y nacionalidad: gitanos, comunistas, judíos, españoles…, la película se centra en los esfuerzos por escapar al cerco de las autoridades alemanas que van deteniendo, poco a poco, a los principales activistas de ese ejército «de las sombras».  La ausencia, con todo, de una perspectiva emocional, es la clave de la película, que adopta un tono casi de documental para describir minuciosamente las estrategias de camuflaje de ese ejército contra el que los alemanes no deberían de poder luchar.  Hay muchas escenas que más pertenecen a las películas de espías que, propiamente, a las bélicas, en las que hubiera debido integrarse esta sobre la resistencia, caso de haber optado por una descripción de los sabotajes con que se golpeara al enemigo. Desde esta perspectiva del espionaje, así pues, la frialdad, el silencio, la distancia, el desapego, el sentido del deber y el laconismo consecuente nos acercan al cine «negro» de Melville, y concretamente a El silencio de un hombre (Le Samouraï), esa joya protagonizada por Alain Delon en la cima de sus cualidades. Advertimos, en consecuencia, que, a pesar de que podamos hablar de un cine político, histórico o «de compromiso», en el caso de estas dos películas sobre la resistencia, las constantes del lenguaje cinematográfico del autor se mantienen intactas a través de toda su obra. La interpretación de Lino Ventura y de Simone Signoret son memorables, dos actores que expresan lo inefable con la mayor economía de medios posible. Me parece un programa doble que puede resultar muy atractivo para la mayoría de espectadores.