Entre el
mesianismo, el milenarismo y el atavismo: la médula de la humanidad primitiva.
Título original: Sátántangó
Año: 1994
Duración: 450 min.
País: Hungría
Dirección: Béla Tarr
Guion: Béla Tarr, László
Krasznahorkai. Novela: László Krasznahorkai
Música: Mihály Víg
Fotografía: Gábor Medvigy
(B&W)
Reparto: Mihály Víg; Putyi Horváth; Peter Berling; Erika
Bók; Miklós B. Székely; László Fe Lugossy; Éva Almássy Albert; János Derzsi; Irén
Szajki; Alfréd Járai.
Por un error de
vista imperdonable, comencé a ver la estremecedora trilogía de Béla Tarr por la
última entrega de la misma, de modo que, al volver a la primera hallé pronto
remedio al considerar que, tras haber descubierto el final que tanto me
intrigaba, porque lo ignoraba todo de la trama y quería a toda costa saber en
qué paraba tan extraña trama, estaba asistiendo a un flashback que me
iba a permitir comprenderlo todo. Y así ha sido. No lo recomiendo, no obstante,
pero para mí ha sido toda una experiencia, porque la extrañeza de lo que ocurre
al inicio de la tercera entrega es capaz de romperle los esquemas al más ducho
en sesudas interpretaciones de cineclub de los 60 del pasado siglo…, ¡y anda
que no había linces en ellos!
Alrededor de
una plataforma en la que descansa una niña muerta, una suerte de apuesto y mesiánico
agitador social les promete a los
vecinos de una remota aldea húngara que confíen en él y le den sus dineros para
adquirir una granja en la que todos trabajarán formando una cooperativa, si
bien, tras el funeral, todos han de dispersarse y esperar noticias de él para
evitar ser descubiertos y sometidos por unas extrañas fuerzas de las que se
ignora sin son gubernamentales o rebeldes, porque estamos en esos momentos en
que se pasa, en Hungría, del régimen soviético a lo que se supone que será un
régimen democrático. Con este planteamiento, y un final metafórico que dejó a
este espectador a más de dos velas, volví al inicio de la trama para irme
enterando poco a poco de los entresijo de una trama que no se leja mucho de lo
que se resume en el inicio de la tercera entrega.
En los cuarteles
de la policía, dos marginados sociales reciben el encargo de vigilar e informar
sobre los miembros de una antigua cooperativa que ha cerrado sus puertas, sin
que los trabajadores que en ella había tengan muy claro cuál ha de ser su
futuro. Todos ellos disponen del dinero de un año de trabajo, pero no saben ni
qué hacer, ni a dónde ir ni en qué van a encontrar trabajo. Irimias, un «piquito
de oro» es el encargado de persuadir a esos trabajadores de que él, con los
ahorros de todos, va a comprar una granja que explotarán en régimen de
copropietarios. Cuando vuelve, después de que se haya extendido el rumor falso
de que había muerto, los hombres y mujeres de esa aldea, brutalizados, alcohólicos,
emputecidos, adúlteros, sumamente desconfiados unos, bobamente entregados a la
causa de Irimias otros, reaccionan de modo muy diferente.
Las tres
entregas de la película comparten la estética, los planos fijos y los planos
secuencias infinitos, un tempo que va más allá de la lentitud y un amor por los
detalles y la morosidad en el movimiento de la cámara que puede hacerle perder
la paciencia al más cachazudo trasegador de obras como, por poner un ejemplo de
realización hasta cierto punto parecido, Ludwig. Réquiem por un rey virgen,
de Hans-Jürgen Syberberg, una rareza a la que la película de Tarr eclipsa y sitúa
en su minúsculo lugar, si la comparamos con la grandiosidad majestuosa de la
degradación social y humana que filma Tarr con una puesta en escena que, bajo
la lluvia y el viento inclementes, y en caminos embarrados o calles llenas de
basura y residuos que chocan contra quienes caminan por ellas infatigablemente
como poderosas fuerzas espectrales del mal, y con actores y actrices que
parecen devastados por las peores pulsiones: la avaricia, el resentimiento, el
temor, la impotencia de la lujuria, la necesidad del alcohol, el engañó, el
adulterio, la estafa, la ira sin objeto y el miedo irracional a perderlo todo e
incluso a perder la vida, de tan escaso valor en ese contexto degradado.
La anécdota es mínima.
Los planos y las interpretaciones máximos. El tiempo no es el tiempo de la realidad,
sino una dimensión tan extraña como apocalíptica en la que el protagonismo no
siempre pertenece a los humanos: el plano secuencia inicial de la salida de las
vacas, de tanto potencial metafórico, como el de los borregos de Buñuel, es el
preludio de muchos otros que nos van a instalar en lo más parecido a una
dimensión mítica que mantiene pocos pero poderosos vínculos con lo que
habitualmente conocemos como «realismo». De algún modo, el exceso de realismo
tradicional conduce a un situación que roza el esperpento, como el Wözzek de
Berg, del que creo que Tarr toma la poderosa escena del baile de los malditos
en la mugrienta cantina del pueblo, al amor de cuya salamandra se reúnen algunos
de los personajes que bailan frenéticamente.
Hay un narrador,
el profesor, que vive solo en su casa, muy limitado físicamente, enfermo y de
quien se nos narra la inacabable travesía bajo la lluvia para reponer el
alcohol de la garrafa que parece mantenerlo en vida. Es uno más de la docena de
almas en pena en cuyo camino se va a cruzar Irimias, medio camino entre un predicador iluminado,
un poeta inspirado y un Luzbel perverso que juega con los destinos de quienes ha de vigilar y controlar, por más
que a nadie pueda importarle qué sea de los destinos de gente tan devastada por
la vida.
La muerte de la
niña, un personaje clave en la historia, porque es ella, engañada por su propio
hermano, que le ha robado los dineros que había plantado para que el árbol del
dinero los regara con los frutos multiplicados de las monedas, es uno de los
momentos más turbadores de la película. Al principio parece que el profesor,
con quien se tropieza, y lo hace dos veces, porque cuando cambia la narración
es frecuente volver a ver escenas ya vistas y hacerlo, ahora, desde la
perspectiva del personaje en que se centra la acción; parece que el profesor,
decía, va a perseguir libidinosamente a la niña, que se interna en la oscuridad
de la noche lluviosa; pero no, la niña, engañada por su hermano y marginada por
su madre, una prostituta, vuelva su frustración en el gato, con quien tiene un
relación diabólica que ni la más espeluznante película de terror ha sido nunca
capaz de rodar. El blanco y negro de toda la película, con una calidad lumínica
que deslumbra a los más devotos de ese parco cromatismo, se apodera, entonces,
de unos rostros, el de la niña y el del gato, que, en desigual combate,
escenifican, la índole terrible y misteriosa del mal puro, sin adjetivos
atenuantes ni agravantes. La muerte del gato, pavorosa, es un preludio de la
muerte de la propia niña, quien ingiere matarratas después de andar arriba y
abajo con el cadáver del gato muerto, y haber sido rechazada por su hermano,
quien le confiesa que, en efecto, le ha robado el dinero que ella ingenuamente
había «sembrado» con él. La tristeza infinita de un ser abandonado a su adversa
suerte contrasta con la capacidad de maniobra retórica y persuasiva del bello
Luzbel para hacerse con los dineros de los pobre seres atormentados por la
muerte de quien ellos asocian con la pureza, y para lavar el pecado de su desatención,
nada mejor que confiar en Irimias y entregarle sus ahorros con el noble fin de
adquirir la granja.
La película no
gira en torno a los personajes ni sus actos, sino en torno a cómo son todos ellos vistos por la cámara, en
el interior o en el exterior, en las casas desvencijada o en los caminos
embarrados. En cualquier espacio, sin embargo, los planos secuencias, de hasta más
de diez minutos, mantienen la cámara fija en acciones irrelevantes, desde el
punto de visto dramático, como puede ser recorrer un camino interminable,
viajar en una carreta bajo una lluvia inclemente o buscar aposento en una casa
vacía, inhóspita.
La degradación
esperpéntica de los personajes nos habla de la miseria humana y de las
pulsiones primitivas de seres apegados casi brutalmente a sus duros trabajos,
ahora perdidos. Hablamos de seres in horizontes ni expectativas, seres que confían
ciegamente en el embaucador Irimias y que, aun sacando arrestos de su
desconfianza para enfrentarse a él, acaban sometiéndose a la voz de la dulzura
inteligente de la razón que apela a l honestidad y a la coherencia a través del
ejemplo de desprendimiento y sacrificio en su bien.
Quienes hayan
visto El caballo de Turín, epopeya de la vida siendo vivida en su adictiva
inanidad última, entenderán el origen de tantos planos dominados por el viento,
un elemento atmosférico que cruza bíblicamente por las películas de Tarr, y en Sátántangó
ha de sumársele la lluvia, de la que no parecen quejarse los personajes, que la
soportan estoicamente. La presencia de los caminos que son recorridos durante
muchos minutos forma parte también del universo mítico de Tarr. Caminos, sin embargo,
que no llevan a pate alguna, excepto al embaucador y a su ayudante, que lo
lleva al cuartel general de la policía, en una de las mejores secuencias de la
película, si exceptuamos el final de la campana que avisa , por boca de la
locura, de la llegada de los turcos. Hay algunos elementos metafóricos que
renuncio a destripar al espectador, porque irrumpen en la trama con un poder
visual que son una maravillosa recompensa. Si el cine son imágenes en
movimiento, Sátántangó es el cine por excelencia y sitúa al autor en la
estela de autores que como Tarkovski, Dreyer o Bresson han revolucionado el
lenguaje cinematográfico.
El cine de Tarr
es hipnótico, y en sus interminables planos secuencia y planos fijos ha de
estar muy atento el espectador para no perderse ni una brizna del torrente de
vida acezante, aun en el silencio y la inmovilidad, que se despliega ante sus
ojos. Ningún gesto o movimiento de la vida cotidiana es despreciable, antes
bien, cualquiera de ellos: miradas, enfrentamientos, palabras mordidas, gestos
amenazadores, resignaciones profundas, súbitos estallidos, esperas pacientes,
cualesquiera de ellos nos hablan de seres en la pendiente del sinsentido y el
derrumbamiento, próximos a convertirse en marionetas con las que se divierte el
Poder hasta sacudirles el porrazo fatal de los títeres de polichinela.
A favor de Tarr
juega, sobre todo, el desconocimiento en Occidente de los actores y actrices de
su cine, lo que los asemeja a los aficionados con los que le gustaba rodar a
Bresson. Sin embargo, ¡qué poder de transmisión dramática, el de todos esos
rostros castigados por las penurias y la vida, inmortalizados en primeros planos escalofriantes! Cierto, no hay humor en este Sátántangó,
y es lo único que el buen aficionado echa de menos como contraste de la tragedia
que representan los personajes, pero sí hay una banda sonora que potencia hasta
el lirismo la descripción contenida en los planos secuencia, sea en la carreta,
sea en los caminos, sea en el baile. El acordeón se vuelve omnipresente como el
grito articulado de las entrañas, y todo, entonces, parece que queda mejor explicado.
Nunca es gratuita la música, y en esta película menos que en ninguna. Acabo de mentir. Claro que hay humor, y negrísimo, pero se concentr en el desenlace, del que he preferido no hablar. Los esforzados de la ruta fílmica han de llegar hasta el final, ¡por el que yo empecé ver l trilogía!, pra descubrir ese humor de exuberante crueldad hermenética y expresiva. Para el resto de la cinta, sin embargo, vale la negación inicial. Y añado que tampoco parece haber piedad ni compasión, porque el objetivismo, podríamos decirlo así, de Tarr permite que la cámara registre, más que crear, propiamente hablando. Dada la inmovilidad de la cámra y la duración de los planos y las secuencias, se ha de estar muy atento para descifrar la participación del director en lo que nos está narrando. De hecho, llama mucho la atención, para cambiar de secuencia el violento fundido a negro que parece expresar la ira de quien mira, no la conclusión de lo que aparentemente no tiene fin. Volver del fundido, si no me excedo hermenéuticamnte, parece indicar el deseo del director de darles a esos personjes degradados una nueva posibilidad, una esperanza, que acabarán defraudando, ya lo anticipo.
Tarr sacia con
creces la sed de ver de los espectadores, porque el cine tiene algo también de
estatismo, de profundidad de campo, de perspectiva, de mínima acción como la de
El tercer hombre, cuando la figura femenina emerge desde el punto de
fuga de un camino y va creciendo hasta que pasa al lado de Cotten sin siquiera
girarse hacia él, como si nunca hubiera existido. Y hemos de agradecerle el
festín de lentitud que no depara para alejarnos del ritmo frenético, a su lado,
como vivimos o como nos desvivimos.