El déspota: La
desconocida grandeza de las “obras menores”. Un David Lean magistral.
Título
original: Hobson's Choice
Año:
1953
Duración:
107 min.
País:
Reino Unido
Director:
David Lean
Guión:
David Lean, Norman Spencer, Wynyard Browne (Obra: Harold
Brighouse)
Música: Malcom Arnold
Fotografía: Jack Hildyard (B&W)
Reparto: Charles Laughton, John
Mills, Brenda De Banzie, Daphne Anderson, Prunella Scales, Richard Wattis,
Derek Blomfield, Helen Haye, John Laurie
No es difícil entender lo que significa para un
crítico descubrir una obra maestra en lo que se había considerado hasta hoy
como una obra menor, en este caso de un director tan reputado como David Lean,
sobre la excelencia de cuya obra es difícil, desde Breve encuentro (1945) hasta Lawrence
de Arabia (1962), pasando por Doctor
Zhivago (1965), o esta Hobson’s
Choice que nos ocupa, no coincidir. El
déspota, hallado al azar en mi fantástica filmoteca de segunda mano de la
calle Tallers, algo así como “El Palacio de la cinefilia”, que suena a
depravación profunda…, me ha deparado una experiencia cinematográfica tan
extraordinaria que no he podido por menos que ceder a la tentación de
compartirla con los muchos o pocos lectores que tenga esta veterana sección de
Crónica Global, porque ante la mediocridad general de la cartelera
contemporánea, en la que son escasas las obras que sorprenden, emocionan o
maravillan, esta película de David Lean es una lección magistral de cine, CINE
con todas las mayúsculas, y cine, además, del mejor en un género, la comedia,
en la que no se ha prodigado el autor, ciertamente, de ahí la rareza de la
película, pero también su interés.
Basada en una obra teatral de éxito, Hobson’s Choice, del escritor Harold
Brighouse, nacido en las postrimerías de la época victoriana, si bien sus obras
recrean conflictos sociales que giran alrededor de la necesidad de liberación
de los hiperestrictos corsés morales impuestos por aquel reinado, David Lean, autor del guión y encargado de la
producción, consigue que en ningún momento la historia recuerde su origen
teatral, y ello, a pesar de los muchos interiores en que transcurre la acción,
gracias a un movimiento de cámara que imprime al relato un ritmo, un tempo, que
no decae en ningún momento del metraje, por más que haya momentos de remanso
descriptivo en los que la cámara se mueve por los interiores como solo un
esteta de la categoría de Max Ophüls, contemporáneo de Lean, era capaz de
conseguir. La película, en la que se recrea el pequeño comercio minorista de
una pequeña ciudad del área metropolitana de la industrial ciudad de Manchester, cuenta la
historia del dueño de una zapatería, Charles Laughton, con una interpretación a
la altura de su inmensa categoría interpretativa –si bien no está de más
recordar que fue también director de una joya no demasiado revisitada, La noche del cazador (1955)–, quien,
tras la muerte de su mujer, dirige el negocio gracias al esfuerzo de sus tres
hijas, sobre todo de la mayor, a la que da ya por soltera para vestir santos, y
cuyos empleados trabajan en el sótano de la tienda, al que se accede por una
trampilla que marca férreamente la frontera entre amos y esclavos, en la más
impecable tradición británica. Aprovechando que una rica clienta quiere
felicitar al “artesano” que le ha hecho los mejores botines que haya llevado
nunca, la hija mayor urde un plan para, a espaldas de su padre, casar a sus
hermanas pequeñas (a las que se niega a “dotar”) e instalarse ella por su
cuenta, llevándose al artesano en cuestión, un personaje interpretado de forma
excelsa por un John Mills insuperable. El costumbrismo de la trama tiene un eco
inconfundible del tono satírico y amable de La feria
de las vanidades, la novela cómica por excelencia de la época victoriana,
de William Thackeray, aunque no andan lejos los ecos de Los papeles del club Pickwick, de Dickens, su rival novelístico. El
papel del viudo Laughton “sometedor” y “sometido” a y por sus tres hijas,
francmasón y borrachín, es el antagonista eficacísimo de su “industrioso” hija
mayor, quien, en una nueva versión del mito de Pigmalión, “rapta” al timorato
artesano, rescatándolo socialmente de la esclavitud en que vivía y, convirtiéndolo,
contra el pesar de él, en su futuro marido, se instalan por su cuenta,
haciéndole la competencia al padre. Un enredo, como se ve, que plantea dos
tramas, la decadencia del negocia del padre y el florecimiento del de la hija, que permiten un desarrollo en contrapunto
lleno momentos felicísimos, porque la comedia bufa del matrimonio del apocado y
timorato artesano y lo que la hija mayor, una fantástica y poco reconocida
Brenda de Banzie (a quien los espectadores recordaran como la mujer del cura
falso en la iglesia de El hombre que
sabía demasiado (1956), de Hitchcock) es capaz de construir en él con una
extraordinaria habilidad psicológica en un crescendo que llega a su apoteosis
al final de la película, cuando el antiguo empleado del sótano, impone al viejo
amo las condiciones de su fusión comercial…
El déspota está llena de planos y de encuadres
memorables, y hay una descripción del barrio manchesteriano de Salford, donde
nació el dramaturgo, con un excepcional banco y negro que sobrecoge el ánimo al
describir los lamentables barrios obreros donde vivía el artesano, y donde
tiene lugar una memorable escena. Pero hay sobre todo un momento en la película
que pertenece, una vez visto, a ese bagaje de escenas que al amante del cine le
es imposible que se le borren de la memoria, como el ataque en el baño de Psicosis, la escena de los espejos de La dama de Shanghai, el Travelling
inicial de Sed de Mal, o el número de
la farola en Cantando bajo la lluvia,
por poner ejemplos señeros. Me refiero a la escena en que Laughton sale, como
cada noche, borracho del pub y advierte que la luna se refleja en un charco de
la calle. Sintiéndose perseguido, porque entiende que se burla de él, se empeña
en borrarla deshaciendo el hechizo al dispersar el agua con el pie. Enseguida
descubre, que la luna vuelve a fijarse en él desde otro charco… Esa persecución
de la luna a través de los charcos, en plena calle es una auténtica joya, pero
no la única que encierra una película que, además, deja al espectador tan buen
sabor de boca que propiamente es posible que quiera volverla a ver a los pocos
días. ¡A disfrutarla! Y de nada.