Un título capital en la Historia del Cine: metafísica y
narración a partes iguales en una sucesión de imágenes seductoras o el célebre
soneto de Quevedo filmado: Amor constante más allá de la muerte…
Título original: Der Müde Tod
Año: 1921
Duración: 105 min.
País: Alemania
Dirección: Fritz Lang
Guion: Fritz Lang, Thea von Harbou
Música: Giuseppe Becce (Película muda)
Fotografía: Bruno Mondi, Erich Nitzschmann, Herrmann Saalfrank, Bruno
Timm, Fritz Arno Wagner (B&W)
Reparto: Lil Dagover, Walter Janssen, Bernhard Goetzke, Rudolf
Klein-Rogge, Hans Sternberg, Erich Pabst, Karl Rückert, Max Adalbert, Wilhelm
Diegelmann, Karl Platen, Georg John, Grete Berger.
Supongo
que el hecho de figurar entre las obras predilectas de Bergman, Hitchcock y
Buñuel bastaría y sobraría para consagrar a Fritz Lang como «director de directores», al estilo de John
Ford, y le permitiría ocupar un puesto entre los fundadores del Séptimo Arte,
junto a Griffith, al propio Hitchcock -cuya obra muda tiene verdaderas obras
maestras- Stroheim, Gance, Meliès, Victor Sjöström, cuya obra La carreta
fantasma, con tantas similitudes con la presente, fue rodada el mismo año,
Chaplin, Dreyer… y un reducido etcétera cuyas obras mudas apenas son vistas en
nuestros días. Nadie a quien haya impresionado El séptimo sello, de ese
monstruo cinematográfico que fue Ingmar Bergman, puede dejar de reconocer que
no hubiera podido ser rodada sin La muerte cansada, de Lang.
El
planteamiento es marcadamente humanista y alejado del tremendismo con que se
suele tomar la muerte como motivo dramático, lírico o narrativo. La obra se
abre con la imagen casi totémica de un crucero, una cruz levantada sobre unas
piedras en un cruce de caminos, el lugar que los antiguos marcaban con piedras
en honor de Mercurio («morcuero» ha quedado en nuestra lengua para designar ese
montón de piedras que tras el cristianismo fue sustituido por una cruz), dios
de los caminos y del comercio. Al poco, una diligencia en la que viajan dos enamorados
y una mujer con un ganso, se detiene para que suba un pasajero enigmático, de
rostro anfractuoso -una palabra que hubiérase dicho inventada para describir el
rostro de Bernhard Goetzke, quien desempeña el rol de la muerte con una
absoluta propiedad- que los acompaña hasta la ciudad adonde se dirigen. La
vieja con el ganso se baja en cuanto sube el nuevo pasajero, curiosamente.
Nada
más llegar, el enigmático viajero compra los terrenos lindantes con el
cementerio y levanta un muro elevadísimo cuya altura ni siquiera puede verse en
el encuadre que nos lo ofrece con una perspectiva gigantesca que sobrecoge,
también por la dimensión de los sillares con que ha sido construido. Después, y
esto es una maravilla, la cámara nos ofrece la descripción de varios comensales
en el albergue y restaurante del pueblo, uno por uno se nos retrata a las
«fuerzas vivas» de la localidad en gestos casi idiosincrásicos, auténticas
biografías quintaesenciadas, y el espectador espera el momento en que se cambie
a un plano general para ver a los comensales repartidos por la sala, pero nuestra
sorpresa mayúscula es verlos a todos juntos alrededor de la misma mesa…
En
otra cercana, los dos enamorados reciben la visita de la Muerte, quien se sienta
a su mesa. Ambos enamorados beben de una misma copa y al acabar de hacerlo,
ambos ven un reloj de arena en el interior de la jarra de cerveza que ha pedido
la Muerte. Se sobresaltan y ella se mancha y se acerca a la cocina del albergue
para asearse. Allí juega con unos gatos con los que sale al comedor, en busca
de su amante, pero halla que ha desaparecido. Inicia un recorrido por el pueblo
en su busca y acaba sentándose junto al muro que levantó la Muerte. Estando allí
ve venir la procesión de los difuntos requeridos por la Muerte y entre ellos
distingue a su marido. Luego se desmaya. La encuentra un boticario, quien la
lleva a su casa. Abatida, se derrumba en llanto sobre la Biblia abierta en la
que lee que el Amor es más fuerte que la Muerte. Decide suicidarse para reunirse
con su amante y rescatarlo. En uno de esos planos totémicos de la película, una
escalera ojival infinita por la que asciende lo que ahora es una auténtica «alma
en pena», acaba entrando en contacto con la Muerte, quien la lleva al interior de
su «mansión», su «sancta sanctorum», donde los humanos estamos representados
por velas encendidas que van consumiéndose lentamente, una visión metafórica de
primera magnitud, equivalente a la que nos describe Ariosto en su Orlando
furioso, un supramundo en el que se guarda en frascos el juicio de cada
cual, y hasta el que llega Astolfo para recoger el de Orlando y dárselo a
beber. Tres de esas velas, separadas del resto, están a punto de consumirse, y
la Muerte le dice a la protagonista que si es capaz de entregarle un alma a
cambio de la de su marido, ella se lo devolverá.
Hasta
ese momento todo transcurría en el presente de un pueblo alemán cuyas
costumbres, incluida la embriaguez de las fuerzas vivas que abandonan el
albergue a última hora de la noche, desaparecen tras las tres «aventuras» que
ha de vivir la mujer para poder salvar a su marido, tres cuentos diferentes,
uno en Venecia, otro en Arabia y otro en China, en los que ella ha de conseguir
que su amante sobreviva a las asechanzas mortales que se ciernen sobre él en
cada una de las historias, las tres, obviamente, de carácter amoroso. Está
claro que aquí la influencia de Griffith , concretamente de Intolerancia,
una obra capital en la Historia del Cine, es harto evidente, aunque Lang
siempre mantuvo el gusto por lo exótico, como lo demuestra que, a su regreso al
cine alemán, al final de su carrera, rodara El tigre de Esnapur y La
tumba india , antes de cerrar su obra y su época expresionista con Los crímenes del Dr. Mabuse , su última
película.
La
puesta en escena, que fue santo y seña de todo un movimiento como el expresionismo
alemán, la correspondencia en el cine de la época de las vanguardias artísticas
de los años de entreguerras, adquiere una importancia ambiental de primer orden
en la película. Al fin y al cabo, la fidelidad a los detalles en la descripción
de los mundos exóticos, añadida a los planos que nos ofrecen siempre ángulos
sorprendentes desde los que contemplar la acción, constituían el reclamo de lo
mirífico para unos espectadores que aun veían el cine como una ventana abierta
a lo sorprendente.
Las
tres breves historias, sobre todo la del mago chino, con unos efectos
especiales que sorprendieron en aquella época, del modo como hizo la procesión
inicial de las almas que atraviesan el muro construido por la Muerte junto al
cementerio de la localidad, un muro en el que no hay ninguna puerta que permita
el acceso a los terrenos comprados por la Muerte, son historias de amor trágico
en las que la protagonista no puede salvar a su amante, por lo que se reconoce
que el amor no es más poderoso que la muerte, para desconsuelo de esta misma,
harta ya de tener que apechugar con tan ingrata tarea como la que Dios le ha
encomendado. Apagadas las «tres luces», la Muerte aún le da una última
oportunidad: tiene una hora para darle una vida con algo de futuro por delante.
Desesperada, vuelta a la realidad, y deshecho el intento de suicidio a cargo
del boticario, la protagonista comienza a pedir una vida para la muerte a
cambio de recuperar ella la de su amante… Diríase que tras los tres fantásticos
ejercicios narrativos y visuales que suponen las tres historias, dos de ellas
exóticas, porque la primera está ambientada en la Venecia del siglo XVI, la película
no guarda nada que alimente las
expectativas de los espectadores, pero como ocurre justo lo contrario, he de
suspender aquí la presentación de esta obra llena de emotividad paradójica, porque
todas nuestras simpatías se van con esa Muerte, cansada de sí misma, que acepta
el reto de enfrentarse al amor en la más clásica de las contiendas literarias…
Después de ver la película, recomiendo fervorosamente leer el soneto de Quevedo
que menciono en el título de la crítica, porque hay quienes dicen que es el
mejor soneto jamás escrito en lengua española.