martes, 27 de febrero de 2024

«El hombre de la isla de Man», de Alfred Hitchcock o la tentación del melodrama.

 

Una rareza polémica en la filmografía de Sir Alfred: un estupendo triángulo amoroso que será revalorizado a pesar de que él despreció la película.

 

Título original: The Manxman

Año: 1929

Duración: 80 min.

País: Reino Unido

Dirección: Alfred Hitchcock

Guion: Eliot Stannard. Novela: Hall Caine

Reparto: Carl Brisson; Malcolm Keen; Anny Ondra; Randle Ayrton; Clare Greet; Wilfred Shine; Nellie Richards; Harry Terry; Kim Peacock.

Fotografía: Jack E. Cox (B&W).

 

          La segunda adaptación al cine de El hombre de la isla de Man —la primera fue rodada en 1916 por George Loane Tucker y fue un éxito tanto en Gran Bretaña como en Usamérica, aunque la película desapareció en el famoso incendio del almacén de la MGM en 1965 en la ciudad de Culver—, dirigida por Alfred Hithcock no ha despertado gran entusiasmo crítico, por el hecho de que él mismo la descalificara en la famosa entrevista suya con Truffaut. Se trata de su última película muda, y a lo mejor, más hitchcockista que el propio autor, me dispongo a defenderla de esa fama de película supuestamente «anodina». Debió influir en el juicio de Hitchcock las dificultades que supuso el rodaje en la isla de Man y el incordio de tener cerca al autor de la novela que la película adapta, el popular novelista de triángulos amorosos Hall Caine. De hecho, acabó trasladando el rodaje a Cornualles, harto de la especie de acoso que sufría por parte del novelista, disconforme con el enfoque que Hitchcock daba a la historia.

          La heroína de la historia fue la actriz checa Anny Ondra, a quien su deficiente inglés privó de participar, conm su propia voz,  en la primera película hablada de Hitchcock, Blackmail. A título anecdótico, en YouTube hay un gracioso testimonio de la prueba de sonido que hizo Ondra junto al director: https://www.youtube.com/watch?v=7Z8mSwzSQQk&ab_channel=BFI

y que redunda en la vieja obsesión del director con las mujeres rubias. Ondra, en todo caso, triunfó en el sonoro en Alemania, donde hizo más de cuarenta películas. Bien, pues la heroína en cuestión va a ser el codiciado objetivo amoroso de dos amigos de la infancia que se reencuentran, el uno como pescador y el otro como abogado, en una lucha en defensa de los derechos laborales de los pescadores. Poco a poco, se va trazando el conflicto futuro: ella, inicialmente propensa al coqueteo con el guapo marinero encarnado con justeza por Carl Brisson, acaba dirigiendo su atención al amigo abogado cuando el padre de Kate ha rechazado la propuesta matrimonial que le hace llegar precisamente a través del abogado, porque, en palabras del padre, no tiene recursos para mantener a su hija. Pete decide irse a África para hacer fortuna y le pide a su enamorada que le prometa esperarlo: todo ello en una atípica escena de balcón en la que el apuesto joven se sostiene de pie sobre los hombros de quien acabará convirtiéndose en su rival. Ella lo promete. Pero al poco de haberlo prometido, todo da a entender que se ha precipitado, y que no está segura, pero Pete ya ha partido. Philip recibe el encargo de «cuidar de ella» hasta que regrese. Es cierto que sucede lo inevitable cuando el amante se ausenta y no da señales de vida: que Philip acaba sucumbiendo a la pasión que Kate despierta en él. A ello se añade la noticia, llegada por telegrama, de que Pete ha muerto en un accidente en la mina de oro donde trabajaba. Es muy interesante en la novela el contraste de los dos enamorados: han de mostrar su pena por Pete y, al mismo tiempo, contener su júbilo por lo que de liberación tiene que puedan casarse libremente, como es su propósito. No tardan las cosas en torcerse, porque Pete, que sigue con vida, anuncia su inminente llegada. El encuentro entre los amantes, en una playa con acantilados donde Hitchcock consigue unos planos espectaculares en una correspondencia de picado y contrapicado, desde donde se saludan los jóvenes hasta que se reúnen en la playa y él le comunica que Pete sigue con vida y que está de camino. La cámara, mientras los amantes deploran su desdicha, enfoca en la línea del horizonte el buque en el que supuestamente viaja Pete, un contraste que acentúa el sufrimiento de ambos, porque Philip, como amigo íntimo que es de Pete, considera que Kate ha de cumplir la palabra dada.

          El honor a la palabra dada se convierte en el eje moral de la trama, hasta tal punto que acabará condicionando la vida de las tres personas que conforman el triángulo doblemente amoroso que abocará a todos sus componentes a la desgracia, como se anunciaba en el epígrafe bíblico que abre la película.

          La boda y la vida de casados de la pareja feliz lleva a Philip a «exiliarse» para seguir formándose laboralmente y poder volver de nuevo a la isla como juez único de la isla, donde es recibido por los pescadores, con Pete a la cabeza, como un héroe. ¿Qué complica, de nuevo, la trama? El embarazo de un  hijo que, obviamente, no será del marido, sino del amigo. Las escenas en las que la mujer «exige» a su amante que se aclare todo, que se lo digan a Pete, porque ella no puede seguir representado el papel de esposa abnegada y amante cuando, en realidad, está enamorada de Philip, se cuentan entre lo mejorcito de la película, por lo que hace al verismo de la interpretación y a la profundidad de los nobles sentimientos de la joven, dispuesta a que prevalezca la verdad sobre el «escándalo» que el juez quiere evitar. La imagen de los amantes con cara de funeral de tercera mientras Pete, entre ambos, quienes le dan la espalda, estalla de júbilo ante la inminente maternidad  bien podría haberse comercializado como el cartel de la película, porque resume a la perfección los entresijos de la situación. No relataré el final, pero sí que es un intento de suicidio de la joven en el que lo provoca, y en la corte presidida por el juez, donde se ha de resolver la trama. No adelanto nada, pero sí quiero hacer mención, por el año de la película, de la reacción de Pete cuando descubre que su esposa lo ha abandonado: centrarse en el cuidado de la hija de ambos con una dedicación extraña para los hombres de aquella época. Es posible que Hitchcock no haya hecho gala en la película de sus mejores virtudes, dada la ausencia del suspense que él dominó como nadie, pero que hay muchas partes de la película en la que advertimos que es él quien está detrás de la mirada de la cámara. Igualmente, la atmósfera del pueblo de pescadores, con sus viviendas modestas, la taberna donde Kate trabaja ayudando a sus padres y el conflicto de clase en dos direcciones, del tabernero hacia Pete y de la tía de Philip respecto de Kate ayudan a construir un retrato de la época muy respetuoso y eficaz.   

          Estoy convencido de que los aficionados al buen cine serán capaces de apreciar la excelente narrativa de la película, las excelentes actuaciones del trío protagonista y la evidente intensidad de los sentimientos que dominan a los personajes y les complican la vida hasta ni ellos mismos se imaginan. Y, por cierto, ¿es de las pocas películas del director inglés sin su clásico cameo? Si alguien lo ve, que indique minuto y resultado, por favor…                                                                                                  

lunes, 26 de febrero de 2024

«Tres secretos», de Robert Wise, un soberbio melodrama y más…

 


El embarazo como «accidente» en la vida de tres mujeres muy distintas: el retrato moral polifónico de una época.

 

Título original: Three Secrets

Año: 1950

Duración: 98 min.

País:  Estados Unidos

Dirección: Robert Wise

Guion: Martin Rackin, Gina Kaus

Reparto: Eleanor Parker; Patricia Neal; Ruth Roman; Frank Lovejoy; Leif Erickson; Ted de Corsia; Larry Keating; Edmon Ryan; Katherine Warren; Arthur Franz.

Música: David Buttolph

Fotografía: Sidney Hickox (B&W).

 

          Vista hace muchos años, he revisitado ayer esta cinta de Wise que no está, me temo, entre las suyas más vistas, y no será por el altísimo interés que tiene el melodrama que retrata las vidas de tres mujeres en cuyo camino personal se cruza un embarazo y el parto de una criatura a quien optan por dar en adopción, dado el rumbo que toma sus vidas, en la imposible compañía del hombre con quien lo tuvieron cada una de ellas. A partir de una trágica noticia: el choque de un avión contra un pico en el que fallecen los padres de un niño adoptado, que sobrevive al accidente, justo el día en que el niño celebraba su cumpleaños, tres mujeres que dieron el niño en adopción el mismo día a la misma institución de donde procedía el niño ahora huérfano, se ven sacudidas por la premonición de que acaso ese niño sea su hijo. Abre la historia Eleanor Parker, a quien su marido le trae la noticia que absorbe el interés de toda la ciudadanía, porque se van a iniciar las labores de rescate del niño, colgado en una repisa del pico a 4000 metros de altura. El marido se va, pero la mujer se queda en compañía de su madre, quien trata de disuadirla de que ese sea «su» hijo, lo que no consigue, está claro. El primero de los tres flashbacks que veremos, nos cuenta la historia del desencuentro amoroso de un soldado y la joven que lleva un hijo suyo en las entrañas. Es la madre quien la disuade, con una posición moral a la que contradice una reacción «maternal» con el nieto al que renuncia: «Yo te he perdonado; ahora espero que Dios también lo haga». Sí, claro, estamos en 1950, en una sociedad muy puritana en la que los embarazos extramatrimoniales están absolutamente demonizados y conducen al ostracismo social. Finalmente, la mujer, acongojada y deseosa de reconciliarse consigo misma, porque su intención fue tenerlo, no renunciar a él, conduce hasta el lugar donde se va a encontrar con la segunda  mujer: una periodista cínica, dura y brillante, que se ha abierto camino en un mundo de hombres renunciando a todo. Estamos en presencia de quien acapara, con su magnetismo, la atención de los espectadores: la inmensa Patricia Neal, la misma de El manantial, de King Vidor y la acaso desconocida en un extraordinario papel en Hud, de Martin Ritt, que fue el que le valió un Oscar, el único de una brillante carrera. Su historia entra de lleno en un tema de gran actualidad en nuestros días: la compatibilidad profesional y familiar de una mujer que aspira a llegar a lo más alto en su profesión. Es evidente que su pareja en la película, quien no acepta esa vida «independiente» de su mujer, y pretende tenerla poco menos que «con la pata quebrada y en casa», y en esos menesteres de cocinera hogareña viene a tentarla el director de su diario con la mejor oferta para consagrarla, lo que acaba definitivamente con su matrimonio, pero la lanza al estrellato periodístico. Las tres se encuentran en el despacho de la institución que gestiona las adopciones, y vuelven a encontrarse en el pequeño restaurante desde donde parte la patrulla de rescate del niño, cuyas peripecias se nos van retransmitiendo constantemente, lo que genera una tensión que sirve de contrapeso a las historias melodramáticas de las tres mujeres. A título anecdótico, conviene saber, para apreciar lo que hubo de significar este personaje para Patricia Neal, que la actriz acababa de tener un aborto tras su relación con Gary Cooper, con quien rodó El manantial. Hay en su interpretación, así pues, un fondo de experiencia compartida, hasta cierto punto, que contribuye poderosamente a perfilar su «duro» personaje, en quien vemos, junto con sus colegas, la otra cara del periodismo, el de la búsqueda de la historia sensacional a toda costa, sin jamás importarles la repercusión en los demás de sus publicaciones. En cierto modo, aunque muy suavizado, el ambiente de la prensa alrededor del suceso del crío superviviente recuerda el «circo» de la película de Wilder: El gran carnaval. Sí, hay una noble acción de por medio, porque un sabueso de la carnaza es capaz de renunciar, previa petición de una enternecida periodista, a la exclusiva de que una exconvicta y ahora expresidiaria podría ser la madre del niño rescatado. Porque ahí radica el suspense de la historia, en saber cuál de las tres es la verdadera madre del niño. Para completar el trío del que venimos hablando, se nos cuenta la historia de la última mujer que aparece en el escenario desde donde se sigue el rescate: la historia de una bailarina a quien rechaza un amante, condicionado por un lugarteniente suyo que se interpone constantemente entre ella y él, y con quien solo puede entrevistarse para comunicarle su embarazo cuando el lugarteniente lo ha preparado todo para inculparla a ella de la muerte de su jefe, por lo que es condenada a la cárcel. La relación entre las tres mujeres, tras la abrupta llegada de la expresidiaria, va suavizándose paulatinamente, porque, al fin y al cabo, las une el hecho de ser las tres totalmente ignorantes de cuál de ellas sea la madre biológica. Recordemos que por las normas éticas de la institución que los da en adopción, nunca, en ninguna circunstancia, ninguna mujer que entrega a su hijo en adopción, tendrá información de ese hijo. Dejo aquí a los lectores de esta crítica para que sepan cómo se resuelve una película cuyo final no es lo más relevante, dadas las historias que nos ofrecen una visión de la sociedad en la que las mujeres parecen destinadas a sacrificarlo todo por los hombres, incluso la renuncia a su propio instinto maternal, pero ha de reconocerse que también hay momentos de reconciliación con ciertas actitudes positivas, como la reacción del esposo que vuelve de viaje y se reencuentra con su esposa para conocer una parte de su vida que ella le había ocultado.

          La película, muy intimista, se prodiga en secuencias en las que los protagonistas de la película adquieren una presencia dominante, con primeros planos llenos de una expresividad emocional que nunca decepciona. El ritmo no cojea en ningún momento y las revelaciones se suceden en dosis que nos permiten comprender mejor los sentimientos de las tres mujeres. A pesar de la excelsa interpretación de Patricia Neal, quiero destacar la historia de la bailarina, con una intensa Ruth Roman, superviviente, años más tardes, del hundimiento del buque Andrea Doria, junto con su hijo…, en el papel de amante de un hombre de negocios, acaso un capo mafioso, al que no puede acceder porque su lugarteniente, un espléndido Ted de Corsia, especialista en papeles de mafioso, se interpone como un mal sueño en su camino, en una magnífica sucesión de secuencias que adquieren naturaleza de pesadilla kafkiana para la protagonista.

          Me extraña que esta película de Wise no forme parte del núcleo duro de sus mejores películas, pero me gustaría contribuir con esta crítica a que tal cosa suceda.

domingo, 25 de febrero de 2024

«The killer That Stalked New York» y «The Barefoot Mailman», de Earl McEvoy, prematuramente fallecido.

Título original: The Killer That Stalked New York
Año: 1950
Duración: 79 min.
País:  Estados Unidos
Dirección: Earl McEvoy
Guion: Milton Lehman, Harry Essex
Reparto: Evelyn Keyes; Charles Korvin; Wlliam Bishop; Dorothy Malone; Lola Albright;
Barry Kelley; Carl Benton Reid; Ludwig Donath; Art Smith; Whit Bissell; Roy Roberts; Connie Gilchrist; Dan Riss.
Música: Hans J. SalterFotografía: Joseph F. Biroc (B&W)

 


Título original: The Barefoot Mailman

Año: 1951

Duración: 83 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Earl McEvoy

Guion: James Gunn, Francis Swann. Novela: Theodore Pratt

Reparto: Robert Cummings; Terry Moore; Jerome Courtland; John Russell; Will Geer; Arthur Shields; Trevor Bardette; Arthur Space; Ellen Corby; Frank Ferguson; Aldo Ray.

Música: George Duning

Fotografía: Ellis W. Carter.

 

Un thriller con trasfondo epidémico y  una comedia en el Miami casi despoblado de 1890: dos de las tres únicas películas que rodó Earl McEvoy.

 

          No he encontrado Cargo to Capetown en YouTube, la que completa el trío de películas que dirigió McEvoy antes de fallecer a los 46 años, tras una carrera brillante como asistente de dirección y, por el reparto y el avance, se me antoja que acaso sea la más interesante de todas, con Broderick Crawford y John Ireland, pero tiempo habrá para encontrarla. De momento me he acercado a las dos disponibles: un thriller ambientado en el desarrollo de una epidemia de viruela causada por la protagonista, una ladrona de joyas que acaba de llegar de Cuba y ha traído con ella la epidemia, sin saberlo; y una comedia situada en el salvaje y despoblado Miami de 1890, cuando el correo lo tenía que llevar a pie un cartero, sorteando el peligro de los pantanos y los intentos de robo de los amigos de lo ajeno y con poca vocación laboral.

          Ya anticipo que no son dos películas imprescindibles, uno de esos descubrimientos que tanto nos alegran a los amantes del cine que, literalmente, somos capaces de ver cualquier película, como la Bugambilia, de Indio Fernández que he comenzado a ver esta madrugada, después de llevar a mi hijo al aeropuerto, y que tanto promete. Mi interés ha radicado, sobre todo, tras haber visto ambas películas, en la escasa información que he encontrado acerca del director y los buenos directores a los que asistió como ayudante de dirección: Aldrich, S. Sylvan Simon, Sam Wood, etc., y de quienes a buen seguro aprendió no poco, porque, al margen de los valores propios de las dos películas que he visto, nada puede reprochársele al director, quien ha sacado de ambos guiones dos muestras de cine muy distinto, pero muy popular, porque en la base de su perspectiva está contar sus historias de la manera más entretenida posible, algo que, a mi parecer, consigue con creces.

          The killer that stalked New York tiene un planteamiento de cine negro, con una trama de un robo de joyas que han de llegar desde Cuba para ser llevadas a un perista encargado de revenderlas; pero la mujer y su marido, quien, por cierto, la engaña con su hermana, un planteamiento que actuará sobre la trama de forma determinante, porque la mujer, sin lugar donde meterse, deambulará, enferma y contagiando a cuantos se cruzan con ella la viruela de la que es portadora, una epidemia que nos hace la película muy cercana, dada la de covid de la que acabamos de salir, como quien dice; la mujer y el marido, decía, lo que no saben es que hay un inspector de aduanas que sigue a la mujer y el rastro de las joyas, de modo que, tras algunas averiguaciones, acaban visitando al perista, quien se amilana y renuncia, hasta que se calmen las cosas, a encargarse de «mover» la mercancía. La fotografía de Joseph Biroc, un auténtico maestro, consigue una visión de Nueva York muy potente, porque la cinta, que se convierte de pronto en una película de desastres, dado el seguimiento que se hace de la campaña de vacunación contra la viruela y los esfuerzos administrativos y farmacéuticos que se ponen en marcha, nos ofrece una amplia panorámica de la lucha de una ciudad contra el enemigo silencioso que se pasea por ella, encarnado en la «paciente cero» a la que buscan las autoridades con un celo extraordinario. En películas así, se encuentra uno, de repente, con sorpresas como la de ver a Dorothy Malone en un papel casi de extra y con apenas tres líneas, mientras que algunos personajes, como el doctor que encabeza la búsqueda de la que había sido su paciente, sin descubrir entonces que estaba infectada de viruela, tienen, a pesar de su rudeza y torpeza interpretativas una presencia excesiva. La trama emocional que se superpone a la delictiva y el enfrentamiento a muerte entre ambos esposos son puntos de notable interés en la historia, que se sigue con agrado, sobre todo por la muy acertada interpretación de la protagonista Evelyn Keyes, la Suellen O’Hara de Lo que el viento se llevó, de Víctor Fleming. Ella es quien, poco a poco, se hace dueña y señora de la película, para bien de los espectadores que asistimos a su doble condición de fugitiva: de la justicia y, sin desearlo, de las autoridades sanitarias. La parte de la película que retrata el progreso de la epidemia y los esfuerzos de vacunación son de una actualidad que solo por ello ya la hace acreedora a ser vista. Y, por supuesto, la mejor fotografía del cine negro es su otro gran aliciente.

          The Barefoot Mailman comienza como una comedia amable en la que un gentleman desembarca en un punto de la costa de Florida con la intención de llegar hasta Miami, que, en 1890, aún ni siquiera era una «ciudad», sino un conjunto de casas y chozas que no alcanzarían el título de ciudad hasta 1896, seis años después del momento en que se sitúa la acción de la película, cuando tenía 300 habitantes. Acompaña, de vuelta, al cartero encargado de llevar el correo a pie entre las diferentes poblaciones, atravesando los Everglades, infestados de caimanes, lo que convierte la comedia, a su vez, en una película de aventuras, porque a través de ella flota la idea de haber construido una película de aventuras en los tiempos fundacionales de lo que hoy en día es el «balneario» privilegiado de Usamérica.  La película homenajea a unos carteros que forman parte de la historia de Florida, como lo atestiguan monumentos como este: 



A los dos personajes mencionados, el cartero y el gentleman Sylvan se une, contra la opinión de ambos, una niña que busca, tras haberse escapado, volver a su hogar. La que se presenta como una niña resulta ser una jovencita diecinueve años que suscita el deseo, bien que casto y encubierto, de ambos hombres. La situación, en cierto modo, recuerda la de Dos mulas y una mujer, de Don Siegel, pero pronto nos apercibiremos de que el dandy tiene, tras el brillo glamuroso de su simpatía y su buena planta seductora, unas intenciones delictivas que se cifrarán en, amparado en la promesa de que él sabe que van a traer el ferrocarril desde el norte hasta Miami, montar una estafa a los lugareños para que participen en una sociedad que explote la venta de los terrenos que serán necesarios para ese trazado. El dandi no es otro que Robert Cummings, cuyo reconocido encanto y experiencia cinematográfica, ¡51 películas a sus espaldas!, antes de embarcarse en esta amable e interesante comedia de McEvoy, garantizan una solvencia extraordinaria y permiten pasar un rato estupendo en su compañía, porque la trama picaresca para desplumar a las almas inocentes de la pretérita Miami va progresando muy poco a poco, e incluso, en el colmo de la doble moral, intentará, a espaldas del cartero, que ya se ha comprometido con la joven, arrebatársela gracias al derroche de sus innegables encantos. La última parte de la película, que bien podría calificarse de «histórica» por la década, 1890, en la que transcurre la acción, supone el enfrentamiento entre los bandidos que asaltan al cartero nada más empezar la película, y deriva rápidamente hacia una suerte de película del far east…, dada la ley de las pistolas que rige en tan salvaje región, casi cincuenta años antes de que lo haga en el otro extremo del país, en el far west. La película está llena de pequeños detalles, algunos de ellos de tipo costumbrista, que contribuyen a subir la calidad de la película, aunque mucho me temo que los más severos especialistas no saquen a esta, ni a la anterior, de las películas de serie B. En todo caso, lo que sí puedo asegurar es que se trata de una B con sobrados puntos para convertirse en A.

miércoles, 21 de febrero de 2024

«Pobres criaturas», de Yorgos Lanthimos o la autoparodia chirriante.

 

La estética de los anuncios de Jean Paul Gaultier  y la parodia de nuestros iconos del terror favoritos durante dos horas y veinte minutos de bostezo continuo.

 

Título original: Poor Things

Año: 2023

Duración: 141 min.

País: Irlanda

Dirección: Yorgos Lanthimos

Guion: Tony McNamara. Novela: Alasdair Gray

Reparto: Emma Stone; Mark Ruffalo; Willem Dafoe; Ramy Youssef; Christopher Abbott;

Jerrod Carmichael; Kathryn Hunter; Margaret Qualley; Hanna Schygulla; Vicki Pepperdine;

Suzy Bemba; Tom Stourton; Wayne Brett; Charlie Hiscock; Jack Barton; Jeremy Wheeler; Damien Bonnard; John Locke; Vivienne Soan; Carminho; Kate Handford.

Música: Jerskin Fendrix

Fotografía: Robbie Ryan.

 

          Cuando en el cine no acabo de encontrar la posición en la butaca —y aprovecho para decir que a los Renoir Floridablanca ya les toca renovar las suyas…— sé que estoy gestando un juicio crítico desfavorable. Si la pantalla no te engulle y se acentúa la distancia con esos recursos viejunos del ojo de pez y la escenografía publicitaria, sabes que, tarde o temprano, lo que desearás es que la broma pesada se acabe cuanto antes. Pero, desgraciadamente, no fue así, y cuando todo parecía que concluía, reaparece el primer dominador de la hembra liberada que, como era de rigor wokista, acaba convertido en cabrón filófago, para risueño disfrute de quienes necesitan parodias bien mascaditas.

          ¡Qué desastre, por Meliès! Lo peor del cine es que te haga sentir, como espectador, vergüenza ajena por lo que ves, y eso es lo que me paso ayer, a pesar de las buenas referencias de mis vástagos y de la pésima de un lúcido espectador que dejó su opinión en Equis. Puede alegarse que se ha escogido el género de la fábula, el mundo de fantasía y la realización preciosista, pero todo eso lo ha hecho insuperablemente la película de Greta Gerwig, con un guion portentoso y una realización notable. Desgraciadamente, los caminos de la fantasía distópica, que nada tienen que ver con los del realismo distópico, especialidad de Lanthimos, han gestado un verdadero monstruo que, a juicio de este veterano espectador, solo puede complacer a quienes le tienen tirria al cine mudo y al cine en blanco y negro; todo un mundo de auténtica imaginación que esta película de Lanthimos parodia y casi ridiculiza, porque falta, a mi juicio, una mirada íntima, no «espectacular», a la trama estrambótica de las pobres criaturas nacidas de la mente del científico loco que, desde la perspectiva de ese cine proscrito, es acaso lo único que se salva de la película. Ya antes de que se embarcaran en el crucero, andaba yo buscándole el referente a la estética de la película, generosa con los efectos especiales y la puesta en escena —no en vano ha costado treinta millones de dólares— hasta que, a bordo del barco me llegó el referente con total nitidez: la publicidad de las colonias de Jean Paul Gaultier, y ahí fue ya un perder toda esperanza de que la cosa se «enderezase», porque estaba claro que toda la «provocación» de la amoral protagonista no iba más allá de cuatro o cinco procacidades proferidas en situaciones sociales descontextualizadas; una protagonista con el cuerpo adulto de una mujer joven y el cerebro de la hija que le nacen por cesárea tras su suicidio, y que aprende lentamente al principio y a toda velocidad a partir de la mitad de la película, los fundamentos de la vida y del saber, si bien es el descubrimiento del placer sexual en lo que se recrea la película la mayor parte del tiempo, si bien ciertas conversaciones dan a entender sus progresos en la lectura y el pensamiento. Con todo, las supuestas gracias de la «criatura» no tardan en atragantársenos por puro hastío, haciéndonos más que antipático un personaje que lo tiene todo de mecánico y nada de humano. Ni siquiera la contemplación de la miseria desde el lujo, que tanto altera, conmueve y desgarra a la protagonista, es capaz de escapar al maniqueísmo profundo que anida en el seno de la película y a su «revolución social» de manual de resistente, porque, al fin y al cabo, a quienes se saben seres «excepcionales», no les cabe otra que crearse un mundo de excepción con sólidas fronteras con el resto de la realidad. De hecho, la película viene a ser como una parodia de la Odisea, y la conclusión la conocemos antes de que la protagonista se embarque en la aventura: ¡nada como el hogar!, al que vuelve para sustituir al padre y heredar su reino…

          Está claro que Lanthimos ha dado un giro radical a lo que hasta el presente eran sus constantes cinematográficas, algo que ya hizo, en parte, con La favorita, sin tener que apartarse ni un jeme de la realidad para conseguir el efecto distópico de sus anteriores películas. En Pobres criaturas emerge, sin embargo, un mundo irreal, con una puesta en escena lujosa que se lleva toda la admiración de los espectadores, legítimamente. Si, además, le sumamos las excelentes actuaciones de Emma Stone y Willem Dafoe, porque Mark Ruffalo peca mucho de sobreactuación, algo que, en el caso de la Stone, que también sucede, viene determinado por su condición de criatura impropiamente humana, lo que le permite un conjunto de recursos interpretativos que nos acercan grandemente a clásicos como Los cuentos de Hofmann, cuya máxima adaptación cinematográfica es La muñeca, de Ernst Lubitsch, una obra maestra del séptimo arte que muy probablemente jamás verán los públicos a los que esta película de Lanthimos les parecerá una «novedad». Ni siquiera sé si en el recuerdo cinematográfico de los admiradores de esta película emergen imágenes de otros clásicos como La novia de Frankenstein, con una Elsa Lanchester absolutamente icónica, algo que me resisto a creer que esta película de Lanthimos haya conseguido: ni una sola de sus imágenes, me atrevo a decir, perdurará en la mente de los cinéfilos con la potencia de tantísimos planos de películas antiguas o modernas, sea La novia de Frankestein, de James Whale sea El espíritu de la colmena, de Víctor
Erice, sea incluso una parodia tan exitosa como El jovencito Frankenstein, de Mel Brooks. En esto, concluyo, anda ahora afanado cierto cine, en crear espectáculos visuales que, como los efectos especiales en las popularísimas películas de superhéroes, atraigan a las salas a generaciones educadas en productos de ínfima calidad pero altísima eficacia visual. En fin, que salí del cine con todas las expectativas defraudadas, porque Lanthimos antepuso la espectacularidad de la puesta en escena a los dramas íntimos de unos personajes de quienes se buscaba el chiste fácil, antes que la reflexión. El cine son imágenes, cierto, pero no todas las imágenes, por mucho que se haya invertido en ellas técnicamente, son cine, y menos aún de la calidad a la que nos tienen acostumbrados no ya los grandes clásicos, sino películas más honestas y bien hechas, como la propia Barbie, con la que la presente no resiste la más mínima comparación, o Perfect Days, de Wim Wenders, que acabo de ver hace pocos días. Confío en que Lanthimos recupere su rico mundo personal y nos devuelva a asperezas tan estimulantes como las de sus primeras películas.

 

 

domingo, 18 de febrero de 2024

«Perfect Days», de Wim Wenders, o la vida «ordenada».

Las virtudes de la novedad hasta la saciedad o el refugio de la realidad frente a la pesadilla.

 

Título original: Perfect Days

Año: 2023

Duración: 124 min.

País: Japón

Dirección: Wim Wenders

Guion: Takuma Takasaki, Wim Wenders

Reparto: Kôji Yakusho; Arisa Nakano; Tokio Emoto; Yumi Asou; Sayuri Ishikawa; Tomokazu Miura; Aoi Yamada; Min Tanaka.

Fotografía: Franz Lustig.

Música: The Animals, The rolling Stones, Otis Redding, Nina Simone, Lou Reed, Velvet Underground, Patti Smith, Aoki Sakana, The Kinks, Van Morrison.

          Imagino que a quienes hayan visto El caballo de Turín, de Béla Tarr, la propuesta de Wenders no puede sorprenderles, a pesar de ser, ambas, tan diferentes. De la extrema miseria de la película húngara al planteamiento zen de una vida fugitiva que halla en la perfecta repetición de los actos cotidianos una suerte de refugio contra un pasado cuya amenaza solo se insinúa, curiosamente, en las tormentosas pesadillas en blanco y negro en las que solo hacia el final de la película podemos distinguir el torso desnudo de una mujer y poco más. Nada sabemos, pues, del pasado del protagonista y sí todo de su sucinta vida cotidiana vivida en un apartamento modestísimo y ajustada a unos horarios implacables que lo llevan a cada sitio en su justo momento, sin que nada sobre la tierra impida que esas repeticiones se sucedan día tras día, como un seguro emocional que impide ciertos peligros, como la reacción afectuosa a la que cede con su hermana, rica, cuando le dice que han ingresado a su padre en una unidad de paliativos, aunque él diga que no irá a verlo. Todo ello sucede cuando la presencia de su sobrina, que lo tiene como el tío favorito, ha irrumpido en su modesta vivienda, tras haberse escapado de casa, para compartir unos días con él.

          Todo el mundo sabe ya, dada la promoción de la película, que esos días perfectos son la repetición reiterada de un único día, y que, en consecuencia, cualquier variación que altere la rutina ha de considerarse de especial trascendencia. La humilde ocupación del sujeto, limpiar los váteres de diseño esparcidos por algunos parques de Tokio, faena que realiza a plena conciencia, como si el zen guiara sus pasos, porque la iluminación del zen, como el Dios de Santa Teresa, también «anda entre los pucheros», viene a sugerirnos que pueda haber alguna intención expiatoria en la conducta del sujeto, porque, como trabajo, su compañero, un casi idiota magníficamente interpretado por Tokio Emoto, aguanta en él hasta que se harta y lo deja por algo menos desagradable. La novia de su ayudante, que descubre las cintas de casete que el protagonista se pone cada día, nada más arrancar el coche para dirigirse a sus urinarios públicos, forma parte de esas «variaciones» de la rutina que nos llevan al descubrimiento del auge del mercado de segunda mano de casetes que el limpiador conserva desde su juventud y que oye reiteradamente, cada día, construyendo una banda sonora que ha de entenderse en relación con su vida cotidiana. De hecho, la canción de Lou Reed, Perfect Day, sirve para titular la película, aunque perfectamente hubiera servido el Feeling Good, de Nina Simone, cuya audición estremece y permite, en la expresión del personaje, detectar la lucha inmensa entre la conformidad con su presente y ese drama ignoto que se intuye en algún momento de su pasado, y del que no llegamos a saber nada de nada.

          A pesar de que las repeticiones exactas de las jornadas del protagonista puedan sonar a un previsible aburrimiento, no hay más que ver la expresión con que saluda cada nuevo día para darnos cuenta de lo que «realmente», más allá de los horripilantes y vacíos libros de autoayuda, significa vivir el «aquí y ahora»; máxime si, como le ocurre al protagonista, tiene una relación especial con las plantas y los árboles, algo que va bastante más allá del postureo de cierto ecologismo político pernicioso. La comunión del protagonista con la naturaleza es, sobre todo, una comunión respetuosa con los propios seres humanos, con quienes se muestra distante, sí, erigiendo un muro protector a su alrededor, pero también afectuoso. La relación con su sobrina podría ser un ejemplo, pero hay otras en la película, como la que tiene con la dueña del restaurante que frecuenta, quien, por cierto, interpreta una versión en japonés de la canción de The Animals que abre la película, The House of the Rising Sun, auténtica estremecedora, casi como un fado portugués.

          La ciudad de Tokio aparece, también, como otro protagonista de la película, sobre todo porque, a pesar de ser una megalópolis, la selección de espacios, de calles, de paseos, de jardines, etc., nos habla de un espacio a la medida de la persona que los transita, no hay ni pizca de agresividad, aun a pesar de, como se ve en algún plano, circulen los coches a tres alturas por ella. Será, sin duda, que el ritmo pausado, medido, del protagonista es algo así como la vara de medir que nos permite evaluar los espacios entre benéficos o agresivos. Recordemos la pasión por los árboles y la estrecha unión con uno de ellos al que reverencia y al que fotografía cada día para captar todos los momentos «presentes» de un ser vivo que es distinto en cada uno de ellos, aunque sea fiel a su identidad. Es metáfora del protagonista, por supuesto.

          La banda sonora que aportan las casetes del protagonista son una baza importante de la película, porque cada una de las canciones puede y debe ser puesta en relación con la propia vida del personaje. Se trata de canciones que conforman la biografía de alguien nacido a mediados del siglo XX, es decir, en la posguerra japonesa que contribuyó a definir un nuevo Japón, abierto a occidente, como el propio protagonista, a pesar de que acabe viviendo plenamente sus raíces, como lo demuestra la vida zen que se ha fabricado para su profunda estabilidad personal. La austeridad, el compromiso, la lectura, la música y la soledad son elementos que definen una vida «distinta» solo en la medida en que no se ajusta a los desquiciados patrones actuales de la fama, de la celebridad, asentada en la inanidad más absoluta.

           Reconozco que Perfect Days me está gustando más a través de esta crítica que en el momento de verla, aunque en ningún momento me pareció ni pesada ni repetitiva, y sí muy emocionante. El juego de «pisarse la sombra», hacia el final de la película, es una maravilla y una excepción en la perfección de esos días, y es curioso que el tema escogido sean las sombras, las mismas que noche tras noche construyen la pesadilla hermética a la que no nos es dado acceder en ningún momento. De alguna manera, Perfect Days sería algo así como la ilustración de la Lógica de lo peor. Elementos para una filosofía trágica, de Clément Rosset, donde el filósofo insomne sostiene que ser capaces de sobreponerse a la repetición es el verdadero triunfo existencial; del mismo modo que no hacerlo nos aboca a la muerte.

          Aunque una interpretación fundada en el mutismo y en la máxima economía gestual pueda parecer fácil, la labor de Kôji Yakusho no lo es, y él sabe sacarla delante de un modo triunfal. Verlo desenvolverse en acciones tan minúsculas como las de la vida corriente de un hombre reducido a la máxima humildad frente a la incomprensión general con que suele ser acogida por los más cercanas, su potentada hermana la primera, y ver su modo de empatizar con la marginación, como la complicidad con el «loco» que abraza los árboles como si fueran personas, es emocionante. Hay mucha sabiduría existencial en esta suerte de relativo «diogenismo» descubierto por Wenders y tan bellamente filmado. Solo la sinfonía de perspectivas desde las que se nos ofrece la repetición de lo mismo que no existe como tal repetición es en sí una señal de maestría que los espectadores agradecemos en lo mucho que vale, porque el ojo de la cámara es el ojo del protagonista que agradece la constante epifanía de lo real maravilloso. Sí, I feel good, en efecto. En cierto modo, la letra de la canción cantada magistralmente por Nina Simone sería un buen resumen de la historia filmada por Wenders:

Breeze driftin' on by, you know how I feel.

It's a new dawn,

It's a new day,

It's a new life for me, yeah.

It's a new dawn,

It's a new day,

It's a new life for me, ooh,

And I'm feeling good.

Fish in the sea, you know how I feel.

River running free, you know how I feel.

Blossom on the tree, you know how I feel.

It's a new dawn,

It's a new day,

It's a new life for me

And I'm feeling good.

Dragonfly out in the Sun.

You know what I mean, don't you know?

Butterflies all havin' fun, you know what I mean.

Sleep in peace when day is done, that's what I mean.

And this old world is a new world.

And a bold world for me, yeah, yeah.

Stars when you shine, you know how I feel.

Scent of the pine, you know how I feel.

Oh, freedom is mine!

And I know how I feel.

It's a new dawn,

It's a new day,

It's a new life for me.

I'm feeling good!

«Ricos y extraños», de Alfred Hitchcock o los experimentos sociológicos.

 

Un cuento frívolo sobre lo de que el dinero no da la felicidad…

 

Título original: Rich and Strange

Año: 1931

Duración: 83 min.

País: Reino Unido

Dirección: Alfred Hitchcock

Guion: Alma Reville, Val Valentine. Novela: Dale Collins

Reparto: Henry Kendall; Joan Barry; Percy Marmont; Betty Amann; Elsie Randolph; Arty Ash; Aubrey Dexter; Hannah Jones; Bill Shine.

Música: Adolph Hallis

Fotografía: Jack E. Cox, Charles Martin (B&W).

 

          Aun siendo la vigesimotercera película inglesa de Sir Alfred, y quedándole por dirigir algunas más antes de dar el salto a Usamérica, es cierto que nos hallamos ante un Hitchcock claramente menor, no solo por el desequilibrado reparto o por la deslavazada historia, a medio camino entre el experimento sociológico, el cine de aventuras y la alta comedia, sino porque esa indeterminación genérica va a pesar lo suyo en la relativa falta de pulso narrativo que solo acierta en ocasiones muy aisladas, y no por falta de medios ni de motivación, porque no se trata de una obra de encargo sino nacida a iniciativa del matrimonio Hitchcock-Reville, porque, de alguna manera les recordaba un viaje en barco que ellos mismos habían hecho, ignoro si fue a propósito de su luna de miel, como loe he leído a alguien sin ulterior verificación. La elección del protagonista, el sosísimo Henry Kendall, quien solo está gracioso al comienzo de la película, convertido en el único trabajador al que no se le abre el paraguas al salir del trabajo, una salida cinematográficamente prometedora, pero escasamente cumplidora. La protagonista, la rubia de facciones modernas Joan Barry, de quien se han de hacer enormes esfuerzos para intentar comprender qué le atrajo del patán para convertirse en su marido, es de lo poquito que se salva en una película que, como decía en el título, parece un experimento sociológico. Después de haber comprobado los espectadores lo insípida que es una vida sin grandes recursos económicos, un tío rico del marido les hace llegar una fortuna para que la usen en lo que crean conveniente. Como el marido sueña con un viaje por mar, allá que se embarcan en un transatlántico, dispuestos a un periplo que los lleve a sitios exóticos, aunque, en realidad, son ellos los exóticos en una travesía en la que cada uno por su lado caerán prisioneros de dos hechizos muy distintos: una aventurera, mujer fatal, seduce al marido; un capitán de apuesta figura y respetuosas maneras la seduce a ella, quien cede al verse abandonada por su marido. Las numerosas escenas del barco, el escenario principal de la trama, porque los exteriores son material rodado que usa Hitchcock, adoptan más un aire de comedia bufa que de drama matrimonial, y a ello contribuyen algunos personajes francamente ridículos, como la dama cegata enamorada, o el propio marido disfrazado de árabe para una fiesta, con la peculiar seducción de la bella fatal que consigue arrancarle una buena suma antes de desaparecer en una escala. Cuando ambos esposos pasan de su anunciado divorcio a la realidad de verse ambos abandonados, el navío choca con un obstáculo y, habiendo quedado la puerta de su camerino cerrada, ambos se reconcilian y se disponen a morir como hasta entonces habían vivido, sin hacer ruido. El nuevo día les pilla, sin embargo, con el barco escorado y con libre acceso a lo que aún no se ha hundido del barco a través de la claraboya. Aprovechando que un junco chino se acerca para desvalijar lo que puedan del barco antes de que se hunda, el matrimonio se traslada al barco chino y desde él contemplan cómo uno de los compañeros queda atrapado en una cuerda y se ahoga frente a la inmovilidad de sus compañeros. Más tarde, les dan de comer, comida que ellos devoran hasta que el cruel de Sir Alfred, hace que un chino clave la piel del gato que se había salvado con ellos, en cubierta para que se seque al sol…

          Con afortunadas elipsis que aligeran la poco dinámica obra, a pesar de algunos golpes ingeniosos, el matrimonio regresa a Londres, dispuesto a reanudar su insípida vida, renunciando a los «placeres» de la vida muelle que puede deparar el dinero.

          Las escenas del hundimiento y de la convivencia con la tripulación china son de lo mejorcito de la película, sobre todo por la particular inferioridad de la pareja en una situación de supervivencia a la que no están acostumbrados, y por los apuntes de choque cultural entre la pareja y los tripulantes. Si como al parecer le dijo Hitchcock a Truffaut, en una entrevista fundamental para entender el cine del inglés, el final de la película hubiese sido el que él había proyectado, muy otra sería la película, desde luego, porque la pareja acababa su odisea yendo a ver al genial director para explicarle, al modo unamuniano, que han vivido una obra que merece ser llevada a la pantalla, aunque Hitchcock les disuade de que eso sea cierto. La humorada, entonces, si no hubiera permitido repensar toda la película, sí que hubiera tenido un broche genial. El gran problema que plantea la película, en realidad, es el del gran desconocimiento que tienen los esposos, uno del otro, cuando están obligados a convivir fuera de los pocos momentos que les dejan libres las ocupaciones cotidianas de ambas. Recordemos que las vacaciones de verano, y las de la pareja son unas auténticas «vacaciones en el mar», son el tiempo más propicio para las separaciones matrimoniales, según las últimas estadísticas…

miércoles, 14 de febrero de 2024

«‘Beau’ Brummell», de Curtis Bernhardt o el preciosismo biográfico.

 


La vida de Beau Brummell, el Petronio inglés de un apabullante Peter Ustinov como Príncipe de Gales.

 

Título original: Beau Brummell

Año: 1954

Duración: 113 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Curtis Bernhardt

Guion: Karl Tunberg. Obra: Clyde Fitch

Reparto: Stewart Granger; Elizabeth Taylor; Peter Ustinov; Robert Morley; James Donald;  

James Hayter; Rosemary Harris; Paul Rogers; Noel Willman; Peter Dyneley; Charles Carson; Ernest Clark; Peter Bull; Mark Dignam.

Música: Richard Addinsell

Fotografía: Oswald Morris.

 

 

          Pues ya había visto y criticado dos excelentes películas de Bernhardt, Retorno al abismo y La egoísta, con Bogart y Bette Davis, respectivamente, como para no ceder a la tentación de este retrato de época interpretado por un actor que no está entre los míos predilectos, Stewart Granger, pero que aquí da el do de pecho y cumple a la perfección, en dura pugna con una excelsitud de actor como es Peter Ustinov, perfecto en el papel de Príncipe de Gales, futuro Jorge IV,  y con un timbre de voz notablemente parecido a quien hizo de Príncipe de Gales en The Crown, Josh O’Connor. Hasta esta mañana no he comprobado que se trataba de la biografía de un personaje real, aunque la película lo daba a entender, por la realeza británica aludida y por la presencia de Lord Byron, amigo del prototipo del dandy, modelo de otros por venir.

          La historia de George Bryan Brummell, tan elegante en buena parte de su triunfo como patética en su triste final, que la película de Bernhardt «maquilla» notablemente, ha tenido cierto éxito en el cine, algo que ni siquiera imaginaba, porque desconocía absolutamente todo lo relacionado con este personaje histórico, sin duda porque, físico obliga,  soy más del gañan style que del dandismo. Hay una película muda de 1924, El árbitro de la elegancia, de Harry Beaumont, interpretada magníficamente por John Barrymore y con un desarrollo más ajustado a la historia, prisión de sus últimos días incluida y un juego de presencias evanescentes de sus días de triunfo cuando la locura por la sífilis se ha apoderado de él. Hay otra, argentina, El hermoso Brummel, de Julio Saraceni, cómica, que juega con el equívoco de tomar a su criado por el bello Brummell en su huida a Escocia cuando cae en desgracia ante el Príncipe de Gales y, tan «recientemente» como en 2006, se rodó para la BBC Beau Brummell: Un hombre encantador, de Philippa Lowthorpe, muy centrada en la vertiente de la moda, con un exceso de interiores y con el triunfador de Downton Abbey, Hug Bonneville en el papel de Príncipe de Gales, que queda bastante lejos del despliegue de producción de la película de Bernhardt.

          El inicio, una parada militar del regimiento de húsares que dirigía el Príncipe de Gales, en el que Brummell se exhibe con cierto descaro y se planta ante el Príncipe, quien manda arrestarlo, dará paso a 8una historia de amor con una bellísima Elizabeth Taylor y a una fidelísima historia de amistad entre el dandi y el Príncipe, de naturaleza obesa y amante no solo del buen yantar, sino también del sexo al por mayor, el juego y cualquier capricho propio de su personalidad voluble y algo infantiloide, a juzgar por cómo aparece en la película, pero, en la realidad, se trataba de un hombre formado, amante d ela lectura, del conocimiento y, sobre todo, de la música, algo que si aparece en el retrato de la película. Brummell, por su parte, coincide con el Príncipe, ambos se llaman George, en una exquisita formación en Eton y en Oxford, dondme adquirió fama de bon vivant y, sobre todo, lo más apreciado en los círculos cortesanos: ser un hombre de ingenio, del que en la película se dan muestras casi constantemente, además del sólido temperamento de triunfador en el trivial arte del triunfo social por el aspecto. La comparación con Petronio, el famoso «árbitro de la elegancia» en la Roma de Nerón, viene al talle y al pelo, sobre todo al pelo, porque el dictado de Brummell iba desde el peinado natural que destierra los clásicos pelucones, hasta el uso del pantalón de color oscuro que destierra los bombachos y las medias, amén de unas medidas de higiene personal que, en su caso, ni siquiera desdeñan los famosos baños en leche al estilo de Cleopatra.

          La película, con un tecnicolor muy marcado que pone de relieve el suntuoso vestuario creado para la película según la moda de aquel tiempo, se aúna con una puesta en escena lujosa que recrea los barrocos escenarios recargados propios de la corte inglesa. De hecho, nos llamó la atención, durante el rodaje, las referencias a Brighton, pero luego supe, por la información, que el Príncipe de Gales fue el responsable de la creación del Royal Pavillion de Brighton, de inspiración oriental, una de sus principales atracciones turísticas, como tuvimos oportunidad de comprobar un verano de hace muchos años.

          Hacía falta un actor de buena planta —aunque Brummell se jactaba de no haber hecho en su vida ejercicio físico alguno— y un aire de afectada superioridad para dar verosimilitud al personaje, algo que Stewart Granger consigue, del mismo modo que cuando cae en desgracia y ha de huir a Calais para evitar ser llevado a la cárcel por sus acreedores —algo que no podría evitar con los acreedores franceses, porque Brummell vivió siempre, incluso en sus días de triunfo, absolutamente endeudado, pero protegido por su amistad con el Príncipe— consigue transmitir la congoja y el miedo a la pobreza que forzosamente se apodera de él, teniendo que vivir en una mísera alcoba donde, al parecer, perdida la razón, «representaba» los festines con que salía agasajar a sus nobles invitados.

          Como la vida exitosa de Brummell apenas dura una decena de años y está envuelto en no pocas intrigas de su época, como el intento del Príncipe de declarar loco a su padre para poder sucederle en el trono, lo que consigue en parte, convirtiéndose en Regente, muy marcado por los políticos del Parlamento, la película transcurre, propiamente, a uña de caballo, y echamos en falta cierto reposo para «asentar» la personalidad del protagonista, a quien poco menos que se define desde el principio, cuando abandona el ejército y se con vierte en el amigo íntimo y consejero del Príncipe, sin que, de su rico anecdotario, sobrevivan algunas muestras como la de limpiar las botas con cava o no quitarse el sombrero ante nadie para no descomponer su estampa. Dado ese vértigo narrativo, es muy posible que, en nuestros días, el personaje dé más de sí para una serie, que solo los británicos pueden hacer, dada su tradición, que para una película. Tengamos presente que Brummell heredó una fortuna de su padre y que la empleó en instalarse como un noble; que gastó un capital en el juego y que nunca consideró que endeudarse fuera algo que no debía hacer un caballero como él, con tan buenas relaciones que le servían casi como aval, hasta la llegada de los malos tiempos, en los que todos los acreedores se volvieron pulgas para el can despreciado.

          La película de Bernhardt satisfará a todos los aficionados al cine histórico, no solo por la riqueza de medios empleados para la producción, sino por las interpretaciones, entre las que no se ha de desdeñar, aunque sea breve, la del padre loco del Príncipe de Gales, Jorge III, interpretado por ese gran secundario que fue Robert Morley, si bien ya hemos dicho que Ustinov y Granger componen un hermoso duelo interpretativo que se gana nuestro favor.

          El personaje de Brummell me ha parecido tan rico, que bien merecería la pena que alguien con buen ojo comercial promoviera una serie sobre él, porque estoy seguro de que la fortuna lo favorecería. Una serie permitiría entrar en detalles muy interesantes sobre el personaje que el metraje de una película, por extenso que sea, ha de despreciar. Si tenemos en cuenta, además, lo que pudiera dar de sí la aparición de una figura como Lord Byron o el paralelismo evidente entre el final de la vida de Brummell y Oscar Wilde, esa particular «anatomía del dandismo» pudiera ser de notabilísimo interés.