domingo, 31 de julio de 2022

«El político», de Robert Rossen, una radiografía del populismo.

 


El mejor cine político para descubrir la esencia del populismo actual: actores y actrices en estado de gracia y un Rossen inspiradísimo. 

Título original: All the King's Men

Año: 1949

Duración: 109 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Robert Rossen

Guion: Robert Rossen. Novela: Robert Penn Warren

Música: Louis Gruenberg, George Duning

Fotografía: Burnett Guffey (B&W)

Reparto: Broderick Crawford, Mercedes McCambridge, John Ireland, Joanne Dru, John Derek, Shepperd Strudwick, Anne Seymour, Ralph Dumke, Katherine Warren, Raymond Greenleaf, Grandon Rhodes, Walter Burke, Will Wright.

 

         Con sumo cuidado debió de ver Elia Kazan esta película antes de dirigir Un rostro en la multitud, tan soberbia como esta, y tan relacionada, porque, sea en la política, sea en los media, el triunfo y el fracaso parecen tener exigencias muy similares, sobre todo cuando la base de la historia se centra en dos personas «del pueblo», dos utopistas honestos y bien intencionados que, por unas u otras razones, acaban sucumbiendo a la dura realidad de venderse al mejor postor para sacar adelante una carrera que les permita satisfacer sus ambiciones y, en parte, sus promesas populistas a las masas a las que, en origen, pretendían representar.

         La película tiene unos encuadres que transmiten a la perfección muchas sensaciones propias de los personajes, como, al inicio, la llegada al pueblo de un periodista al que le es retenida la cámara, del mismo modo que se le ha impedido a un candidato hablar en el espacio público y repartir los folletos con su candidatura: la secuencia del periodista, el alcalde y el candidato en un espacio diminuto, abarrotado de gente, en un día de calor angustioso genera una atmósfera que significa justo lo contrario de lo que la autoridad presume: que están en el país de la democracia y la libertad de expresión, lo que demuestra devolviendo la cámara y los carteles aunque la cámara, eso sí, sin el carrete que lleva estampado el abuso de autoridad.

         La historia de un político de base que quiere acabar con las corruptelas de quienes gobiernan la localidad va evolucionando hasta que, tras perder las elecciones, el candidato, guiado por su esposa, se convierte en  abogado y deriva su ambición política a la ayuda de los demás a través de la defensa de sus derechos. Después del éxito que obtuvo como revelación cuando luchaba «por libre», y tras haber denunciado la ruina de muchos servicios públicos, el lamentable accidente en una escuela, con a muerte de varios alumnos, abre los ojos a sus vecinos y les convence de que él, el ahora abogado, era quien les decía la verdad. A partir de ese momento, el abogado se fija como objetivo la lucha para ser elegido Gobernador del estado, un puesto de auténtico poder real en Usamérica, preludio siempre de ser elegido congresista o senador y trampolín, para los más ambiciosos, hacia la Presidencia de la nación. Sin embargo, sus rivales deciden optar por él para dividir el voto en la elección y conseguir que salga elegido otro candidato. Ajustándose al programa creado por sus interesados promotores, el candidato advierte cómo se van esfumando sus opciones, hasta que se rebela contra ese juego perverso y se afirma en su compromiso con «la gente», en este caso los granjeros y agricultores como él mismo lo ha sido, y en su lucha contra «los poderosos». Por cierto, ¿le suena a alguien este simplicísimo esquema del populismo más barato, tras el resumen del año político hecho por el presidente Sánchez Castejón? Estamos, en consecuencia, ante una película política que se enfrenta desde una excelente perspectiva diacrónica -porque las elipsis funcionan que es un contento para abarcar el mayor número posible de años y «tropelías» por parte de un Gobernador que, rodeado por un equipo fiel entre los que se encuentran los dos personajes que intuyen desde el comienzo de su aventura política el final de la misma, una enamorada en la sombra, Mercedes McCambridge, de corta carrera, pero papeles extraordinarios, y John Ireland, un actor al que acaso le cuadrara el calificativo de indie, no solo por una carrera de secundario glorioso, sino por haber rodado una discreta película de título premonitorio: The Fast and the Furious.

         La película no se limita a la evolución depravada del político, sino que presta especial importancia a las complejas relaciones humanas que este tiene con su mujer, Lucy, maestra que dejó la escuela para ayudar a su marido, y a quien impulsó hasta conseguir el título de abogado, con su «consejera» y con la novia del periodista, John Ireland, que lo «descubre» para el gran público y que asiste impotente a la seducción que el vibrante discurso demagógico del político populista ha ejercido sobre ella, porque la deslumbra y se convierte en su amante, llegado incluso a traicionar a su propio hermano para salvar a su amante de una acusación penal que podría haber acabado con su carrera.

         ¿A quién debemos tan espectacular interpretación del político? Pues nada más ni nada menos que a Broderick Crawford, a quien le concedieron un Oscar por su papel de Willie Stark; un actor en racha que, al año siguiente, con Nacida ayer, de George Cukor, logró el segundo de sus dos éxitos absolutos e indiscutibles. Tuvo una larga carrera, pero nunca estuvo tan deslumbrante como en estas dos películas. En El político, Crawford encarna al político populista corrupto con una verosimilitud total. Y los espectadores vemos, como lo más natural, que sus votantes le sigan siendo fieles, porque él no se cansa de repetir que está a su servicio y en su defensa contra los poderosos. La deriva autoritaria del protagonista la narra Rossen casi como si se tratara de un documental. La película no llega a la altura de Ciudadano Kane, de Welles, pero es muy estimable en su retrato del paternalismo que fideliza a los votantes con una imagen tan próxima como distinto es el camino hacia la riqueza y la vida fácil que sigue su propia vida. La historia del hijo adoptado pone el punto melodramático a una historia que va creciendo hacia el modelo del gansterismo institucionalizado en el que, a sus correligionarios, anulado el sentido crítico, solo les queda decidir entre el «conmigo o contra mí», una lucha que, a lo largo de toda la película, encarna el periodista desde cuyo punto de vista privilegiado seguimos las andanzas de esta muestra inequívoca del más rancio de los populismos. Dada nuestra política actual, me parece un visionado muy oportuno. El título en inglés, All the King’s Men, «Todos los hombres del rey”, otorga a la historia un aire chespiriano que se pierde en la traducción española, y como un drama fatal ha de verse esta película en la que la fuerza de las pasiones más elementales tiene un protagonismo esencial. En modo alguno los 73 años pasados desde su estreno le pesan; antes al contrario: parece hecha ayer mismo… Es lo que tiene haber dirigido un «clásico».

viernes, 29 de julio de 2022

«Fear no More», de Bernard Wiesen, o la lección del suspense bien aprendida.

 


La factura perfecta de la serie B para la única película de su director, Bernard Weisen,  con una actriz académica: Mala Powers.

 

Título original: Fear No More

Año: 1961

Duración: 80 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Bernard Wiesen

Guion: Robert Bloomfield. Novela: Robert Bloomfield

Música: Paul Glass

Fotografía: Ernest Haller

Reparto: Mala Powers, Jacques Bergerac, John Harding, Helena Nash, John Baer, Anna Lee Carroll, Robert Karnes, Peter Brocco, Peter Virgo Jr., Gregory Irvin, Emile Hamaty.

 

         Bueno, de nuevo ante una película singular, porque fue, de hecho, el único largo que dirigió Bernard Weisen, quien dirigió para TV capítulos de series como El show de James Stewart o Cómo casarse con un millonario. No me pregunten cómo doy con ellas, pero el archivo de películas que tienen en YouTube es de tal magnitud que no es difícil tropezar con títulos sugerentes. Mi mérito se reduce a intuir tras las primeras secuencias si merece la pena seguir viéndola o no. En la estela de las películas de suspense del gran Hitchcock, Fear no More se construye alrededor del concepto de falso culpable que ha de probar su inocencia cuando todo parece haberse confabulado para incriminarla en el crimen que reitera hasta la angustia y la desesperación no haber cometido. Cuando a lo largo de la trama descubrimos que la protagonista fue acusada y posteriormente absuelta de un asesinato que se produjo en defensa propia, quien abogaba por su inocencia es convencido, arteramente, de su culpabilidad y de su locura, pues, con anterioridad, pasó una breve temporada en un psiquiátrico.

         Todo comienza de un modo rutinario: una secretaria es enviada por su jefe a una reunión de negocios y el chófer que la lleva a la estación le da, en el último momento, un sobre que ha de entregar sin falta cuando llegue a su destino. Así que entra en su compartimiento se encuentra con un hombre que la amenaza con una pistola y le muestra el cadáver de una mujer, derrumbada sobre una butaca, lo que la hace entrar en pánico. El supuesto asesino la golpea con la pistola y le hace perder el conocimiento. Cuando lo recupera, no está la mujer, pero un policía la fuerza a confesar la autoría del supuesto crimen. Cuando bajan en una estación, para regresar al lugar de origen, la «sospechosa» logra escaparse y, en la carretera, al parar un coche en el que viaja un padre con su hijo, este se acaba golpeando contra el salpicadero, y el extraño recoge a la mujer quien, a duras penas, logra hacerle entender que necesita volver a su casa. El hombre para a dejar al niño con su madre, de la que está divorciado y después acompaña a la secretaria. Como la ve tan inquieta, decide invitarla a tomar algo y ella accede, pero al creer descubrir al  hombre del vagón en uno de los clientes, el pánico vuelve a apoderarse de ella y pide al apuesto Jacques Bergerac que la saque de allí. Una nueva sorpresa le espera en su apartamento, porque se lo había dejado a un amante, mientras ella estaba de viaje, un amante, sin embargo, con quien no prosperó la relación, pero sí mantuvo la amistad, y descubre que lo han asesinado. Huye de la casa y alcanza a su «salvador», con quien se va para refugiarse en casa de él y oír de sus labios el desarrollo de cuanto los espectadores hemos visto, más la información añadida de su estancia en el psiquiátrico.

         Estamos, pues, ante una de esas tramas que tratan de conducir a la locura a quien ha vivido lo que la protagonista ha vivido, con la clara intención de ocultar, primero, un crimen y, después, cargarlo en su haber. La trama es bastante sólida, y aunque son inevitables ciertos deslices hacia la incongruencia —¡qué guion no los padece, sobre todo si se trata de una historia de persecución y de elaboración cuidadísima de una conjura para incriminar a alguien!—, el giro de guion que conduce a que el galán que la defiende se convenza de que está ante una enferma mental incapaz de recordar sus horrendas acciones, añade una perspectiva novedosa a este tipo de enredos, porque la indefensión de la protagonista, en manos, finalmente, de sus conspiradores augura un final casi inapelable o, en todo caso, muy difícil de subvertir.

         No añado más, por si alguien quiere pasarse menos de hora y media de espléndido cine negro contemplando la única película de su director y, sobre todo, la magnífica interpretación de una actriz excepcional, Mala Powers, a quien los buenos aficionados recordaran en el papel principal de Outraged, de Ida Lupino, por ejemplo, y con eso ya está todo prácticamente dicho, en cuanto a su calidad. Conviene añadir, sin embargo, que Mala Powers fue también maestra de actores y actrices en la escuela del sobrino de Anton Chéjov, la Michael Chekhov School, quien fue, además, discípulo de Stanislavski. Sirvan estas mínimas referencias para concluir que Mala Powers no era simplemente una belleza decorativa, papel que, lamentablemente, hubo de representar en alguna película, sino una poderosa actriz «de método», y ello se verifica sobradamente en esta entretenida película que ella sola sostiene con absoluta entrega y sin pasarse un milímetro hacia la sobreactuación. En el capítulo de «los malos» hay sus más y sus menos, porque es la parte más débil de la película, pero por la parte del galán, Jacques Bergerac cumple, con su encantador inglés afrancesado, a la perfección.

         De hecho, esta única película de la productora Scaramouche, aun siendo inequívocamente de serie B, tiene un nivel de calidad que permite verla con gran placer, porque los giros de guion permiten mantener la intriga hasta el final y satisfacer con creces el desasosiego creciente de los espectadores ante lo irremediable, que solo se cumple en parte…

 

viernes, 22 de julio de 2022

«Inocencia interrumpida», de James Mangold. Los psiquiátricos de lujo.

 

El viacrucis del internamiento psiquiátrico en pacientes sobrediagnosticados.

 

Título original:  Girl, Interrupted

Año: 1999

Duración: 122 min.

País: Estados Unidos

Dirección: James Mangold

Guion: James Mangold, Lisa Loomer, Anna Hamilton Phelan. Autobiografía: Susanna Kaysen

Música: Mychael Danna

Fotografía: Jack N. Green

Reparto: Winona Ryder, Angelina Jolie, Clea Duvall, Brittany Murphy, Elisabeth Moss, Jared Leto, Jeffrey Tambor, Vanessa Redgrave, Whoopi Goldberg, Joanna Kerns, Angela Jillian Armenante, Bruce Altman, Kurtwood Smith, Kadee Strickland. Bettis.

 

         Debí verla en Mumford, de Lawence Kasdan, curiosamente una muy buena película sobre un psicoanalista que practica el intrusismo profesional con magníficos resultados que concitan la animadversión de todos los auténticos titulados que advierten cómo se les escapan los clientes hacia el “mágico” doctor, pero no la recuerdo en absoluto. Me refiero a Elisabeth Moss en una de sus primeras apariciones en pantalla, aunque ha actuado desde muy niña. Ahora, ya famosa, no solo me parece admirable en Shirley, de Josephine Decker, recientemente criticada en este Ojo, sino una actriz dispuesta incluso a salir desfigurada en pantalla para interpretar a una de las residentes en un psiquiátrico «de lujo», lo que prueba que sabe distinguir perfectamente entre un buen papel y su propia presencia en pantalla, más allá de salir como a muchas actrices suele gustarle aparecer: favorecidas.

         Inocencia interrumpida es una película a la mayor gloria de su productora, Winona Ryder, y está basada en un hecho real. Sucede, sin embargo, que, a pesar de estar contada la historia desde el punto de vista de una joven que un buen día decide suicidarse ingiriendo un tubo de somníferos con una botella de vodka, una de las internas en el sanatorio, Angelina Jolie, rematadamente perversa y despiadada, le roba el protagonismo a la Ryder y nos ofrece una actuación que le valió el Oscar a la mejor actriz de reparto. Pudiera alguien pensar que hay algo de sobreactuación en su interpretación, pero a medida que avanza la película, el personaje adquiere una mayor densidad que justifica su protagonismo.

         La protagonista es internada contra su voluntad, aunque con su consentimiento, en una clínica en la que su «caso» pronto se revela de una entidad bastante menor que las de quienes la rodean, como el personaje de Elisabeth Moss, una chica que se roció de gasolina y se prendió fuego a sí misma, a resultas de lo cual tiene la cara totalmente deformada por las quemaduras. La protagonista, que atraviesa una depresión que le ha llevado de forma inconsciente al intento de suicidio, es internada por los padres tras recibir asesoramiento médico, pero sin tener un diagnóstico claro de cuál pudiera ser la patología que sufre. A medida que vamos conociendo la difícil relación con sus padres, y cómo no encaja en modo alguno en el estilo de vida de estos, la joven se siente aislada e incomprendida, porque, acabado el College, no dice tener otro objetivo en la vida que «escribir», lo cual le parece de todo a sus padres menos una salida profesional. Es decir, que un conflicto existencial propio de la juventud se resuelve impulsivamente a través de una huida radical del medio donde no encaja, y ello acaba llevándola a un sanatorio privado con un régimen de vida que nada tiene que ver con la masificación de la sanidad pública.

         La joven autora del libro en que cuenta su experiencia, reacciona al contacto con otros casos clínicos y va descubriendo en su trato con ellas y en su terapia con la doctora, una fugaz aparición, pero siempre espectacular, de Vanessa Redgrave, lo que le une a ellas y lo mucho que le separa de ellas, todo ello en un viaje que cuenta con el apoyo de actrices no solo como Elisabeth Moss, sino como la compañera de habitación de la protagonista, la estupendísima Clea DuVall, que tenía un papel maravilloso en la serie Carnivàle. De la historia se deduce claramente la idea de la sobrediagnosis que sufre la protagonista y que confunde el desequilibrio mental con una crisis existencial aguda que no requeriría un internamiento, sino una terapia adecuada, lo cual no significa que sea fácil de encontrar; pero que hay un abismo entre el «trastorno» existencial de la protagonista y los cuadros patológicos severos de las otras internas salta a la vista y acaba convenciéndola a ella de que la vía de la solidaridad con las otras internas no es la «solución» a sus propios problemas, sino la necesidad de llevar una vida independiente que le permita desarrollar, con esfuerzo, su propio proyecto de vida, encaje o no en la familia o el círculo social al que pertenece. Lo que también nos revela la película es lo fácilmente que una persona con un trastorno no severo puede acabar involucrándose en una dinámica conflictiva que la lleve a considerar que «lo suyo» es pertenecer a ese mundo de diversas patologías que, en mayor o menor medida, impiden la vida «normal» en sociedad. En ese sentido, la presencia inquietante del personaje de Angelina Jolie, incontrolable, perverso y, al mismo tiempo, seductor, atrae inexorablemente a la protagonista para acercarla a su mundo y evitar su salida del sanatorio.

         La presencia de Whoopi Goldberg en un registro distinto de por los que ella se hizo famosa internacionalmente acaba de redondear una historia que, con base real, conecta muy bien con estos tiempos hiperpsicologizados en los que parece una «necesidad» individual ser diagnosticado de algo para poder entender aquella que siempre ha sido parte esencial de la naturaleza humana: el desconcierto, el abismo, el peligro, el desequilibrio, la rareza, la excentricidad, el drama e incluso la tragedia. Vivimos tiempos en los que se persigue la seguridad de las tumbas pero en vida: nadie puede estar expuesto a peligros que lo «trastornen» psicológicamente y, por ende, lo marquen; aunque, paradójicamente, el modo escogida para luchar contra ella es justamente el peor: diagnosticar a todo el mundo y exigir, después, la comprensión social para todos los trastornos habidos y por haber; «normalizar» la afección psicológica de modo que no halla fronteras entre la antigua «normalidad» y la vieja «locura». Recordemos, por otro lado, que la acción se sitúa en los años finales de la década de los 60, cuando el sueño de la contracultura y la revolución de las flores y el amor libre, sumada al uso masivo de las drogas, sumió en el desconcierto a no pocos jóvenes. Y en esas estamos…

         La película-documento se ve con agrado e interés, y destacan unas interpretaciones que elevan sustancialmente el nivel de la misma. No quiero olvidar la presencia de Jared Leto, en un papel breve, pero efectivo, a la altura de su gran versatilidad interpretativa. Diría que me parece mucho más actual ahora que cuando se estrenó. Jame Mangold, al margen de las películas comerciales sobre los X-Men, ha dirigido dos películas de mçerito:   Walk the Line, con Joaquin Phoenix, una estupenda biografía de Johnny Cash en la que se echó de menos la voz de este, porque Phoenix llevó el verismo de su actuación hasta el punto de suplir al inmenso cantante de voz tan particular; y Cop Land, con acaso el mejor papel que se le ha visto nunca en la pantalla a Sylvester Stallone.

sábado, 16 de julio de 2022

«Shirley», de Josephine Decker o el «biopic» sesgado.

 

La vida patológica y maldita de la escritora Shirley Jackson, con una Elisabeth Moss descomunal.

 

Título original: Shirley

Año: 2020

Duración: 107 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Josephine Decker

Guion: Sarah Gubbins. Novela: Susan Scarf Merrell

Música: Tamar-Kali Brown

Fotografía: Sturla Brandth Grøvlen

Reparto: Elisabeth Moss, Odessa Young, Logan Lerman, Michael Stuhlbarg, Victoria Pedretti, Robert Wuhl, Paul O'Brien, Orlagh Cassidy, Bisserat Tseggai, Allen McCullough, Tony Manna, Edward O'Blenis Jr.

 

         Sin haber leído nada de la autora, excepto el cuento breve que le dio retorcida fama de autora transgresora, La lotería, cuya publicación en The New Yorker en 1948 provocó la cancelación de no pocas suscripciones,  sí he visto una meritoria adaptación de su novela La maldición de Hill House, realizada por Robert Wise, y me he percatado de que la crítica de la película destacaba los elementos esenciales de la escritura de la autora, de acuerdo con varias opiniones que he ido consultando aquí y allá en la red. Lo sustancial en su particular concepción del horror es que este nace a partir de los personajes y de situaciones aparentemente anodinas, que pueden «leerse» como una muestra de normalidad que en nada desentona de lo comúnmente aceptado. Creí advertir en La lotería un eco nítido del relato de Kafka En la colonia penitenciaria, pero hermeneutas habrá que nos hayan revelado con fundamento las influencias de una autora a la que en esta película se la presenta de un modo que no coincide del todo con las más elementales biografías de urgencia que pueden leerse de ella a través de Google.

         Quizás el hecho de que la película adapte una novela biográfica sobre la escritora justifique la visión que de ella se da en la película, pero la ausencia en la vida del matrimonio formado por Shirley Jackson y su marido, el profesor y crítico Stanley Edgar Hyman, de los cuatro hijos de la pareja, con lo que la maternidad supuso para la autora, quien incluso llegó a escribir una obra de inspiración autobiográfica titulada La vida entre salvajes, no le resta interés a la historia, pero sí la sitúa en un ámbito de ficción en el que se proyecta una imagen hasta cierto punto mitificada, incluso en la depravación, de la escritora, quien no necesitaba, ciertamente, que se cargaran mucho las tintas sobre su inestable y compleja personalidad que la llevó a una temprana muerte, a los 48 años.

         La historia nos presenta la llegada a la casa de la escritora de una joven pareja, él doctorando y ella estudiante, invitados por el marido de Shirley con una ambigüedad que no tarda en resolverse, porque ella se convierte en la «criada» de la casa, mientras él lo aligera de ciertas clases aburridas en la Universidad, mientras se dedica a sus infidelidades varias, con el consentimiento de su esposa y explotada escritora, dado que Hyman se encarga de facilitarle la vida a su mujer para que esta pueda dedicarse a escribir, por cuya obra ingresaba más dinero que él por su dedicación universitaria. Al modo de Lunas de hiel, de Polansky, pero sin la explicitud morbosa de esta, la situación claustrofóbica de Shirley, quien está escribiendo sobre una estudiante que ha desaparecido de la universidad, labor en la que acaba ayudándola la invitada, quien está embarazada. El hecho de que su protagonista estuviera también embarazada permite una identificación entre la huésped y la protagonista de su novela que facilita el acercamiento intenso de ambas mujeres, aunque cuando la joven descubre que muy probablemente la estudiante desaparecida hubiera seguido algún curso con su marido y fuera una de sus amantes, Shirley ni se inmuta y asegura que ella sabe perfectamente con quién se acuesta su marido.

         El cruce de personalidades entre la huésped y la protagonista llega al extremo de confundir ambos destinos, lo que añade a la historia una dosis de ambigüedad notabilísima, y que la directora resuelve con harta eficacia, porque el acercamiento erótico entre ambas mujeres, Shirley y Rose da lugar a un desenlace que ha de reinterpretarse a la luz del sentido de la novela que se trae entre manos y que le desvela a su marido: «¿Qué pasa con todas las muchachas que desaparecen? Que se vuelven locas…» Solo desde esa línea del diálogo puede entenderse el verdadero desenlace de la novela.

         En la medida en que Elisabeth Moss es la productora de la película, entendemos el hiperprotagonismo de la actriz, sobre cuya interpretación de la atribulada vida de la escritora recae, junto a Odessa Young, el peso de la película. Y ambas la salvan de modo sobresaliente, porque la intimista realización casi en penumbra de la historia -la escritora padecía agorafobia y prácticamente no salía de casa- consigue crear eso que tantas películas se esfuerzan en vano por crear: una atmósfera. El papel del marido, un comparsa cómico que sabe controlar a la escritora con mano izquierda, es un contrapeso necesario para ella, hundida en la marginación que supuso, desde su nacimiento, ser una hija no deseada y, después, una mujer que no encajaba en modo alguno en los estereotipos de la mujer estándar de su tiempo, ni por la belleza ni por la inteligencia: la escritura fue su refugio, su única vida y su razón de ser, hasta que la combinación fatal de alcohol, barbitúricos y las anfetaminas para combatir la obesidad le provocaron un paro cardíaco mientras dormía. En la película hay poca información real y contrastada sobre la vida de la escritora, acaso porque no fue ese el objetivo de la novela de Susan Scarf, pero solo con esa información puede entenderse que la escritora le diga a su huésped que espera que le nazca un hijo, porque la vida trata muy mal a las mujeres. A ella, sin duda que sí, pero el retrato «deprimente» que se nos da de su «locura» tiene un sesgo tremendista que casa muy bien con la necesidad de impresionar a la audiencia, y, aunque sea coherente con los presupuestos literarios de la novela, creo que un personaje literario de su envergadura merecía un esfuerzo complementario de contextualización.

         Con todo, la película, como un proceso que mezcla vida y literatura, tiene entidad propia y nos ofrece un relato de terror quizás mucho más explícito que el de la propia obra de la autora. ¡Y hay que ver lo mucho y bien que ha trabajado Moss el personaje! Es curioso advertir cómo va creciendo esta actriz hacia la perfección, y el buen ojo que tiene para elegir su trayectoria. Del grupo que componía el excelente reparto de Mad Men, nadie como ella se ha colocado en mejor situación para consagrarse como una de las grandes actrices de nuestro siglo. Acabo de verla en una de sus primeras interpretaciones, en Inocencia interrumpida, de James Mangold y en este Ojo critique hace un tiempo The one I love, de Charlie McDowell, y doy fe de que no para de crecer artísticamente.

        

viernes, 15 de julio de 2022

«La bahía del tigre», de J. Lee Thompson, un sólido thriller emotivo.

 

El debut de Hayley Mills en una historia criminal de impecable factura clásica.

 

Título original: Tiger Bay

Año: 1959

Duración: 105 min.

País: Reino Unido

Dirección: J. Lee Thompson

Guion: John Hawkesworth, Shelley Smith. Historia: Noël Calef

Música: Laurie Johnson

Fotografía: Eric Cross (B&W)

Reparto: John Mills, Horst Buchholz, Hayley Mills, Yvonne Mitchell, Megs Jenkins, Anthony Dawson, George Selway, Shari, George Pastell, Marne Maitland, Paul Stassino.

 

         Siete años después de que Charles Crichton sorprendiera al mundo con una historia en apariencia minúscula, pero poderosa en sus implicaciones temáticas,  Haunted, con un Dirk Bogarde magnificente, J. Lee Thompson, indiscutible autor de El cabo del miedo, pero anodino de tantas y tantas películas al servicio de Charles Bronson y otros proyectos alimenticios, pero nada artísticos, rodó esta película que guarda un evidente parentesco con la de Crichton. Allí, un marinero mata al amante de su mujer; en esta, el marinero, que ha estado mandado dinero a su enamorada mayor que él, quien se ha hartado de su ausencia y se ha buscado una cómoda relación con un hombre casado, mata a la mujer tras una violenta discusión y forcejeo por la posesión del arma que ella guardaba en un cajón de la cómoda. Antes de esa escena capital para el devenir de la historia, el prólogo nos muestra a un afable marinero que, después de desembarcar en Cardiff,  va en busca de su amante, a la que no encuentra en la dirección habitual, adonde él le enviaba el dinero. Por el camino se nos presenta a una niña, Hayley Mills, de fuerte temperamento, que no duda en enfrentarse a sus compañeros de juego que no la dejan participar en sus luchas de policías y ladrones porque no tiene una pistola con la que jugar. El marinero pregunta por una dirección que es la de la propia casa de la niña, por lo que esta lo acompaña. Enviada por su madre a entregar una prenda y cobrar el trabajo, la niña, después de alguna travesura con muy malas pulgas, acaba viendo, a través de la rejilla del correo en la puerta de la vecina «polaca», la violenta discusión a la que los disparos sobre la mujer ponen fin. El juego de planos que usa el director para narrarnos desde dos puntos de vista la escena es muy notable, pero la huida del asesino, que deja la pistola en un escondite que localiza la niña, quien enseguida se hace con ella para poder jugar «con todas las de la ley», es decir, alardeando de poseer una pistola «de verdad», son de una creatividad del mejor cine negro. No en balde, el cinematografista de esta película es el mismo de Haunted, Eric Cross, con un brillante historial en el cine británico desde finales de los 30.

         La primera persecución que se inicia es la de la niña cargo del marinero, quien la encuentra en la iglesia, en una boda en cuyo coro canta la niña y en donde intercambia la bala que le quedaba al revólver con un compañero de juegos, quien mira con asombro la pistola que exhibe ante él. La persecución en el interior de la iglesia, que la niña conoce a la perfección, no evita que sea atrapada por el marinero, quien logra extraer de ella la información necesaria para saber que la policía aún no lo busca. Cuando esta entra en acción, el inspector, John Mills, padre de Hayley, con quien va a mantener una relación muy curiosa, aunque de muy diversa índole que la de la niña con quien no tarda en convertirse en un fugitivo, a poco que la investigación avanza lo suficiente como para identificarlo, va a asistir, con los nervios perdidos, a un hermoso muestrario de mentiras por parte de la niña que consiguen lo que pretenden: obstaculizar la investigación, lo que se irá acentuando a medida que avance la acción y el marinero y la niña, que vive con su tía, entablen una relación emotiva que no necesariamente cae dentro del famoso síndrome de Estocolmo, porque la niña aspira a poner tierra de por medio para vivir la aventura de la vida, espoleada por una imaginación casi febril y la convicción de poder salir adelante gracias a ella. El recital interpretativo de Hayley Mills, desbordante aun en sus sobreactuaciones, contrasta con la sequedad áspera del inspector, su padre en la vida real, que le da la réplica. Esa actuación, premiada en Berlín, le abrió las puertas de la fama y le deparó un contrato con Disney que la llevaría a la cúspide de la popularidad con un clásico, Pollyana, y con la feliz historia del autor de Emilio y los detectives, Erich Kästner, adaptada con el título de Tú a Boston y yo a California.

         Por lo escrito, es evidente que a muchos espectadores que desconocen las películas de Crichton y Thompson, la trama les recordará vagamente una película más cercana: Un mundo perfecto, de Clint Eastwood, una road movie cuyas evidentes semejanzas con estas dos no le quitan un ápice de interés; pero yo los invito a descubrir estas dos joyas del cine británico que tienen todas las hechuras cinematográficas de los grandes clásicos, y, especialmente de La bahía del tigre, interpretaciones llenas de emotividad e incluso un cierto lirismo que trata de compensar la angustia permanente de la huida del protagonista, con quien simpatiza no solo la niña, sino también los espectadores, una ambigüedad moral que se resuelve perfectamente en el fantástico desenlace de la película en alta mar, en el límite de la jurisdicción de las autoridades británicas. Mi sorpresa particular ha sido el comedimiento y la expresividad de un actor, Horst Buchholz, que resulta totalmente insípido en la magnífica película de Wilder, Un, dos, tres; pero, en esta, da un recital convincente de unas dotes que le permitieron triunfar en el cine usamericano y en el europeo, aunque su larga carrera ha contemplado obras de muy diversa calidad. En esta, imagino que el alto nivel de todos los intérpretes contribuyó a sacar lo mejor de él, no solo en la vertiente dramática, sino también en la cómica, muy breve, con la que «distrae» a la niña hasta conseguir embarcarse en un buque que lo lleve fuera del país.

         Después de haber visto varias películas muy actuales, he de reconocer que descubrir un clásico como este le reconforta a uno como espectador, y le anima a seguir buceando en fondos cinematográficos, como el del cine policiaco inglés, donde se pescan verdaderas obras de arte.

 

 

 

miércoles, 13 de julio de 2022

«Spotswood», de Mark Joffe, una comedia brillante…

Una película australiana con un  punzante humor universal y un reparto de campanillas: Hopkins, Crowe, Collete…

 

Título original: Spotswood (The Efficiency Expert)

Año: 1992

Duración: 95 min.

País: Australia

Dirección: Mark Joffe

Guion: Max Dann, Andrew Knight

Música: Ricky Fataar

Fotografía: Ellery Ryan

Reparto: Anthony Hopkins, Ben Mendelsohn, Alwyn Kurts, Toni Collette, Bruno Lawrence, Angela Punch McGregor, Russell Crowe.

 

         ¡Qué magníficas sorpresas depara Filmin a sus abonados! Soy propenso a la filmografía australiana, porque, poco presente en nuestras pantallas, tiene, sin embargo, obras auténticamente de mérito, como esta Spotswood que trata un tema, además, muy próximo a nuestro presente: las reestructuraciones empresariales que suelen acabar con una larga ristra de despidos, bajadas de salarios y pérdidas de derechos consolidados. La presencia de los tres actores mencionados en el título contribuyó también a que me metiera en la película, que tardó un suspiro en seducirme, porque, aunque me ofrecieran las comedias de la Ealing inglesa como referente de su humor, enseguida me percaté de que no estaba lejos, por ejemplo, del universo laboral del banco de Atraco a las 3, de José María Forqué, es decir, que la película toca las teclas del humor sin fronteras. El mundo empresarial de la pequeña localidad de Spotswood y su empresa familiar, a pesar del disparate surrealista que nos pueda parecer, son universales, de ahí que disfrutara tanto con el humor sencillo, directo y me atrevería a decir que incluso poético, porque hay una suerte de bonhomía innata que preside las relaciones humanas y laborales en la película que sitúan la empresa muy lejos del mundo competitivo y deshumanizado que conocemos en las grandes empresas.

         El personaje encarnado a la perfección por Hopkins, en un registro «normalito, realista y comedido», es el de un consultor que asesora a las empresas para mejorar su rendimiento, después de hacer un examen riguroso de todo el sistema productivo. La empresa que ha aceptado sus servicios es una empresa familiar, Balls, que fabrica mocasines que bien pudieran ser considerados como artículos de broma o de disfraces, a juzgar por los modelos que le presentan al asesor, quien, independientemente de la ínfima calidad de los productos, sigue con su plan de monitorizar el proceso productivo para sacarle rendimiento. Ese repaso a la labor de los empleados, quienes socializan más que trabajan y cuyo trabajo no se ajusta a ninguna pauta eficiente de producción, va a permitir descubrir el mundo real de un modo de encarar el trabajo muy alejado de los tiempos modernos. De hecho, el retrato de Balls me ha parecido el propio de una empresa española muy anterior a la de El buen patrón,  de León de Aranoa, un mundo cercanísimo al familiar de los empleados de Atraco a las 3, y con un humor parecidísimo, porque en esta el jefe de la sucursal vendría  representar el mismo papel que el del personaje de Hopkins, quien crea un equipo de supervisión en el que participa la hija del dueño y un empleado torpón, ingenuo e inocente que quiere tirarle los tejos a la hija, obviando que una compañera de trabajo y de barrio bebe los vientos por él, la encarnada por Toni Collete, ya sobresaliente en su debut en la pantalla. En esa aspiración amorosa surge la rivalidad de un tercero que encarna Russell Crowe, en su tercera película, hecho un auténtico «pincel» de magnífica planta, pero de agrios modales. La perspectiva de una reestructuración que acabe con casi la mitad de la plantilla despedida coincide con la revelación del verdadero estado de cuentas que le entrega Crowe al consultor, donde se aprecia que, para sortear la quiebra, el dueño, Balls, ha ido vendiendo buena parte de los activos de la compañía. El punto culminante de la intervención del consultor llega cuando confraterniza con los empleados y acaba teniendo una visión de los mismos que pone en entredicho los objetivos últimos de su intervención en la empresa, porque no es lo mismo echar a nombres escritos en un papel que a personas con las que has sintonizado y empatizado humanamente.

         La película sigue de forma casi pedagógica la conversión del implacable consultor que solo se atiene a la cuenta de resultados en una persona que trata de buscar una solución empresarial que no pase única y necesariamente por los despidos, sino por la utilización óptima de los recursos humanos de los que dispone la empresa, con los sacrificios necesarios incluidos e incluso con la perspectiva de reconvertir la empresa familiar en estado ruinoso en una cooperativa en la que los nuevos propietarios se sientan comprometidos con esa cuenta de resultados sin la que la empresa indefectiblemente acabará desapareciendo del mercado. Desde el eje económico, así pues, se abre la película a la historia de amor del joven trabajador enamorado de la hija del jefe, quien lo desprecia, a la ambición del vendedor que busca la complicidad del consultor y a la lucha del consultor con su propio socio, quien acaba traicionándolo, porque su máxima preocupación consiste en que, se hunda o no la empresa, los primeros que han de cobrar son ellos, la empresa consultora. El acercamiento al descubrimiento de los valores humanos que a menudo suelen oscurecer los procesos de producción de cualquier bien es un punto capital de la película, y ese trayecto lo encarna a la perfección un atribulado Hopkins.

         Insisto, el excelente humor, disparatado en parte, de la comedia tiene un alcance universal, y cualquier espectador puede disfrutar con él. Creí que el director, Mark Joffe, era desconocido para mí, pero tras leer su breve historial me percato de que fue director de la serie Neighbours, a la que curiosamente, estuvimos enganchados un año en que coincidimos mi Conjunta y yo con ella a la hora de comer… Un feliz reencuentro, pues.

lunes, 11 de julio de 2022

«Torremolinos 73», de Pablo Berger y «Días de viejo color», de Pedro Olea. Dos debuts y un lugar.

 

Título original: Torremolinos 73

Año: 2003

Duración: 93 min.

País:  España

Dirección: Pablo Berger

Guion: Pablo Berger

Música: Nacho Mastretta

Fotografía: Kiko de la Rica

Reparto: Javier Cámara, Candela Peña, Juan Diego, Fernando Tejero, Mads Mikkelsen, Malena Alterio, Ramón Barea, Nuria González, Tina Sáinz, Thomas Bo Larsen, Carmen Machi, Mariví Bilbao, Ana Wagener, Máximo Valverde, Mariano Peña.

 

 





Título original: Días de viejo color

Año: 1967

Duración: 77 min.

País:  España

Dirección: Pedro Olea

Guion: Antonio Giménez Rico

Música: Carmelo A. Bernaola

Fotografía: Manuel Rojas

Reparto: Cristina Galbó, Andrés Resino, Gonzalo Cañas, José Manuel Gorospe, Fernanda Hurtado, Josefina Serratosa, Gela Geisler, Guillermo Castellano, Curri Ojeda, María Martín, Coccinelle, Mercedes Pinto, Luis García Berlanga, Luis Eduardo Aute, Manuel Viola, Massiel, Miguel Picazo.

 

Una visión contemporánea de un espacio mítico del erotismo: Torremolinos, y una recreación cinéfila del sexo como negocio y el cine como vocación.

 

Aunque el orden temporal invita a poner delante Días de viejo color, rodada en el 67, he optado por  destacar la que tiene mayor enjundia argumental y, por supuesto, mayor interés cinematográfico, Torremolinos 73, dado que es una revisión crítica de un momento de la vida española que la película de Olea retrata casi como un documento. Aunque en su momento me aburrió soberanamente, porque pecaba de ingenua, de romanticona y de excesiva parodia de lo que acabó convirtiéndose en eso mismo: el mundo hippie de los alucinógenos, en esta revisión, más de medio siglo después, esos mismos elementos paródicos han acabado teniendo, como decía, un valor documental, e incluso he intuido una referencia fílmica a ¿Qué tal, gatita?, la película de Clive Donner con guion de Woody Allen e interpretada desquiciadamente por, entre otros, Peter Sellers, a quien un persona enteramente circunstancial del logrado party psicodélico hacia el final de la película parece rendirle homenaje. Días de viejo color, el debut de Pedro Olea, tiene algunos alicientes extraargumentales que conviene destacar: La presencia, como actor muy secundario, de Luis García Berlanga; la aparición, supongo que la primera en el cine, de Luis Eduardo Aute como un bohemio cantante francés de protesta que interpreta tres canciones en francés, una de ellas con el título de la película en su letra, y luciendo unas patillas de hacha que parecían anunciar la llegada futura de Patxi Andión; así mismo, en el curso de ese party alucinógeno, el pintor Manuel Viola, inicialmente surrealista y, después miembros del grupo El Paso,  en un auténtico happening, pinta en un mural una de sus infinitas peleas de gallos ante los ojos atónitos de los espectadores, pues la película consigue planos, en esos momentos de creación pictórica, de inmensa belleza, por la gama de colores con que juega Viola la violencia de sus grandes trazos ampulosos, tras los que van emergiendo y apareciendo las figuras de los gallos contendientes. ¡Qué bien da la pintura en el cine! La historia en sí es bien simple: tres amigos llegan a Torremolinos dispuestos a vivir una bacanal en el paraíso del sexo, y a cada uno de ellos le va a ir de muy diferente manera en la feria que, como no podía ser de otro modo, está muy lejos de ser lo que sus mentes calenturientas, es decir, sus genitales desesperados, han imaginado. A la que aparece Cristina Galbó, una de las actrices más bellas del cine español de siempre,  el protagonista, Andrés Resino, inicia un acercamiento que no nos muestra el Torremolinos de las suecas sino el del turismo nacional con unas conductas que nos retrotraen a lo genuinamente tradicional, pues es en la iglesia donde tiene lugar, por ejemplo, el primer contacto/tonteo entre los jóvenes. La película oscila entre ese romance nada transgresor y el retrato de una juventud hippy que lo tiene todo de pastiche y muy poco o nada de auténtico, aunque es cierto que el contraste entre un mundo y otro está lo suficientemente marcado, desde el vestuario hasta la mentalidad. La relación “prematrimonial” de los jóvenes no deja de ser, con todo, un auténtico desafío en aquellos años de aún férrea censura. En ese sentido, la película trata de llevar un mensaje de libertad sexual a la juventud del tardofranquismo, aunque estamos ante una relación “seria”, eso también, pero no formal, porque aún las familias no tienen conocimiento ni se las nombra siquiera.

         Torremolinos 73 es el debut del director de Blancanieves, Pablo Berger, un auténtico cinéfilo de raza que eleva esa pasión al protagonismo de la película. La anécdota tiene su gracia: una empresa de enciclopedias, cuyos vendedores no venden una escoba, descubren un filón de negocio en la publicación de una enciclopedia danesa  sobre el sexo en la naturaleza que se vende, en el extranjero, con unas películas de aficionados que muestran cómo son los hábitos sexuales en diferentes países. Un inspirado Juan Diego convoca una reunión en la sierra con sus mejores vendedores y les solicita la realización de unos ilustrativos vídeos porno caseros. La empresa nórdica ofrece el asesoramiento de un director de cine que, como recalca Diego muy enfáticamente, «ha trabajado con el gran director sueco Ingmar Bergman». Las escenas de iniciación al uso de la cámara cutre de 8mm son una auténtica delicia, así como las de la selección de los enfoques. Cámara, Javier…, enseguida advierte que ha descubierto una vocación cinematográfica que se le ha metido muy adentro, y pronto la asocia al descubrimiento del cine de Bergman y especialmente a la película El séptimo sello. La evolución de la nueva «profesión» de ambos esposos, porque él deja las enciclopedias y ella se da de baja como auxiliar de peluquería, los lleva, finalmente, al éxito, y de ahí que su jefe, ahora reconvertido en productor cinematográfico, acepte financiarle su primer largo, una coproducción con Dinamarca con un delirante guion inspirado en la película de Bergman. El equipo técnico de cine porno que llega a Torremolinos para rodar la película incluye a quien se acaba convirtiendo en protagonista, tras la baja de última hora de Máximo Valverde: el ahora oscarizado Mads Mikkelsen, quien incluso se atreve con unas líneas en español. Por el medio se cruza la historia de una maternidad deseada que la protagonista ve frustrada por la esterilidad de su marido, lo que, rocambolescamente, nos llevará a una macarrónica  inseminación natural in situ cinematographicus rodada, con absoluta entereza «artística» y serenidad emocional por «el marido de la peluquera». Lo sé, suena todo a un disparate delirante, pero la gracia de la película es cómo Berger ha sabido conjugar todos esos elementos para filmar una sincera y muy convincente declaración de amor al cine, la cual incluye momentos excepcionales, como los planos en blanco y negro muy contrastado de la protagonista en una feria, cuando se cruza con un grupo de enanos toreros que son preludio inequívoco de esa otra declaración de amor a Tod Browning que es Blancanieves. En el coloquio que siguió a la película Berger dijo que quiso “embutir” tantos temas, como el dominante de la maternidad, no solo porque le afectaba a él personalmente en aquel momento, sino porque, por ser su debut, quería, como se suele reconocer, «decirlo todo», y de ahí el homenaje a La escopeta nacional, de Berlanga, por ejemplo, o el de toda la película a Bergman, aunque él lo trate en clave de parodia, pero lejos del estilo de Wilder. Los personajes de clase media baja que encarnan Candela Pena y Javier Cámara están muy conseguidos, y la caracterización de ambos pretende instalar en los espectadores el recuerdo de la famosa pareja José Luis López Vázquez y Gracita Morales, mutatis mutandis, triunfadora en aquellos años 60 en el cine cómico español. Toda la película está llena de detalles que nos traen incluso a la memoria películas hoy ignoradas, como Los nuevos españoles, de Roberto Bodegas, en la que parece haberse inspirado para el desarrollo de la «convención» laboral en la sierra, de la que salen transformados en auténticos hombres y mujeres Bruster & Bruster del nuevo negocio de las películas eróticas, con diplomas incluidos, o la clásica toma del ángulo de la pierna de la ardiente Anne Bancroft de El graduado, de Mike Nichols, por ejemplo.

         Torremolinos en Torremolinos 73 no es ya el pueblo bullicioso y animado de Días de viejo color, sino un espacio invernal desierto, como si los protagonistas buscaran los recuerdos en una estampa congelada en el tiempo, como ese hotel donde solo parece que se hospeden los integrantes del rodaje… Incluso la luz escogida tiene algo de neblina que lo envuelve todo, y cuando los protagonistas llegan para iniciar el rodaje diríase que han entrado en otra dimensión de la realidad.

         Fue un acierto de La noche del cine español programar estas dos obras que comparten un mismo espacio y lo observan desde dos aproximaciones completamente distintas. Disfruté mucho y lo mismo creo que les pasará a quienes se programen su visión una a continuación de la otra.