El mejor cine político para descubrir la esencia del populismo actual: actores y actrices en estado de gracia y un Rossen inspiradísimo.
Título original: All the King's Men
Año: 1949
Duración: 109 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Robert Rossen
Guion: Robert Rossen. Novela: Robert Penn Warren
Música: Louis Gruenberg, George Duning
Fotografía: Burnett Guffey
(B&W)
Reparto: Broderick Crawford, Mercedes McCambridge, John Ireland, Joanne
Dru, John Derek, Shepperd Strudwick, Anne Seymour, Ralph Dumke, Katherine
Warren, Raymond Greenleaf, Grandon Rhodes, Walter Burke, Will Wright.
Con sumo cuidado debió de ver
Elia Kazan esta película antes de dirigir Un rostro en la multitud, tan
soberbia como esta, y tan relacionada, porque, sea en la política, sea en los media,
el triunfo y el fracaso parecen tener exigencias muy similares, sobre todo
cuando la base de la historia se centra en dos personas «del pueblo», dos
utopistas honestos y bien intencionados que, por unas u otras razones, acaban
sucumbiendo a la dura realidad de venderse al mejor postor para sacar adelante
una carrera que les permita satisfacer sus ambiciones y, en parte, sus promesas
populistas a las masas a las que, en origen, pretendían representar.
La película
tiene unos encuadres que transmiten a la perfección muchas sensaciones propias
de los personajes, como, al inicio, la llegada al pueblo de un periodista al
que le es retenida la cámara, del mismo modo que se le ha impedido a un
candidato hablar en el espacio público y repartir los folletos con su
candidatura: la secuencia del periodista, el alcalde y el candidato en un
espacio diminuto, abarrotado de gente, en un día de calor angustioso genera una
atmósfera que significa justo lo contrario de lo que la autoridad presume: que
están en el país de la democracia y la libertad de expresión, lo que demuestra
devolviendo la cámara y los carteles aunque la cámara, eso sí, sin el carrete que lleva estampado el abuso de
autoridad.
La historia de
un político de base que quiere acabar con las corruptelas de quienes gobiernan
la localidad va evolucionando hasta que, tras perder las elecciones, el
candidato, guiado por su esposa, se convierte en abogado y deriva su ambición política a la
ayuda de los demás a través de la defensa de sus derechos. Después del éxito
que obtuvo como revelación cuando luchaba «por libre», y tras haber denunciado
la ruina de muchos servicios públicos, el lamentable accidente en una escuela,
con a muerte de varios alumnos, abre los ojos a sus vecinos y les convence de
que él, el ahora abogado, era quien les decía la verdad. A partir de ese
momento, el abogado se fija como objetivo la lucha para ser elegido Gobernador
del estado, un puesto de auténtico poder real en Usamérica, preludio siempre de
ser elegido congresista o senador y trampolín, para los más ambiciosos, hacia
la Presidencia de la nación. Sin embargo, sus rivales deciden optar por él para
dividir el voto en la elección y conseguir que salga elegido otro candidato.
Ajustándose al programa creado por sus interesados promotores, el candidato
advierte cómo se van esfumando sus opciones, hasta que se rebela contra ese
juego perverso y se afirma en su compromiso con «la gente», en este caso los
granjeros y agricultores como él mismo lo ha sido, y en su lucha contra «los
poderosos». Por cierto, ¿le suena a alguien este simplicísimo esquema del
populismo más barato, tras el resumen del año político hecho por el presidente
Sánchez Castejón? Estamos, en consecuencia, ante una película política que se
enfrenta desde una excelente perspectiva diacrónica -porque las elipsis funcionan
que es un contento para abarcar el mayor número posible de años y «tropelías»
por parte de un Gobernador que, rodeado por un equipo fiel entre los que se encuentran
los dos personajes que intuyen desde el comienzo de su aventura política el
final de la misma, una enamorada en la sombra, Mercedes McCambridge, de corta
carrera, pero papeles extraordinarios, y John Ireland, un actor al que acaso le
cuadrara el calificativo de indie, no solo por una carrera de secundario
glorioso, sino por haber rodado una discreta película de título premonitorio: The
Fast and the Furious.
La película no
se limita a la evolución depravada del político, sino que presta especial
importancia a las complejas relaciones humanas que este tiene con su mujer, Lucy,
maestra que dejó la escuela para ayudar a su marido, y a quien impulsó hasta
conseguir el título de abogado, con su «consejera» y con la novia del
periodista, John Ireland, que lo «descubre» para el gran público y que asiste
impotente a la seducción que el vibrante discurso demagógico del político populista
ha ejercido sobre ella, porque la deslumbra y se convierte en su amante, llegado
incluso a traicionar a su propio hermano para salvar a su amante de una acusación
penal que podría haber acabado con su carrera.
¿A quién
debemos tan espectacular interpretación del político? Pues nada más ni nada
menos que a Broderick Crawford, a quien le concedieron un Oscar por su papel de
Willie Stark; un actor en racha que, al año siguiente, con Nacida ayer,
de George Cukor, logró el segundo de sus dos éxitos absolutos e indiscutibles.
Tuvo una larga carrera, pero nunca estuvo tan deslumbrante como en estas dos
películas. En El político, Crawford encarna al político populista
corrupto con una verosimilitud total. Y los espectadores vemos, como lo más
natural, que sus votantes le sigan siendo fieles, porque él no se cansa de
repetir que está a su servicio y en su defensa contra los poderosos. La deriva
autoritaria del protagonista la narra Rossen casi como si se tratara de un
documental. La película no llega a la altura de Ciudadano Kane, de
Welles, pero es muy estimable en su retrato del paternalismo que fideliza a los
votantes con una imagen tan próxima como distinto es el camino hacia la riqueza
y la vida fácil que sigue su propia vida. La historia del hijo adoptado pone el
punto melodramático a una historia que va creciendo hacia el modelo del
gansterismo institucionalizado en el que, a sus correligionarios, anulado el
sentido crítico, solo les queda decidir entre el «conmigo o contra mí», una
lucha que, a lo largo de toda la película, encarna el periodista desde cuyo
punto de vista privilegiado seguimos las andanzas de esta muestra inequívoca
del más rancio de los populismos. Dada nuestra política actual, me parece un visionado
muy oportuno. El título en inglés, All the King’s Men, «Todos los
hombres del rey”, otorga a la historia un aire chespiriano que se pierde en la traducción
española, y como un drama fatal ha de verse esta película en la que la fuerza
de las pasiones más elementales tiene un protagonismo esencial. En modo alguno
los 73 años pasados desde su estreno le pesan; antes al contrario: parece hecha
ayer mismo… Es lo que tiene haber dirigido un «clásico».