Una obra previsible y un apreciable documental sobre la
interioridad de los Premios Nobel: La
buena esposa o la versión literaria de Big
Eyes.
Título original: The Wife
Año: 2017
Duración: 100 min.
País: Reino Unido
Dirección: Björn Runge
Guion: Jane Anderson (Novela: Meg Wolitzer)
Música: Jocelyn Pook
Fotografía: Ulf Brantas
Reparto: Glenn Close, Jonathan
Pryce, Christian Slater, Max Irons,
Harry Lloyd, Elizabeth McGovern,
Annie Starke, Alix Wilton
Regan, Karin Franz Körlof, Morgane
Polanski.
─¿Y cuándo te diste cuenta de que…? ─Cuando deja
de botar con él sobre la cama festejando el Nobel que le acaban de comunicar
que ha ganado… Tal cual sucedió la conversación con mi Conjunta a la salida
de la sala la recojo. No sé si peco de lo que tampoco sé si se podría llamar
excitación hermenéutica o hipersemiotismo…, pero lo cierto es que si algún
misterio puede haber en un matrimonio como el presentado que arruine semejante “momentazo”
no puede deberse más que a una larga vida de infidelidades consentida o a lo
que sucede en esta película. Es tan evidente que, sin embargo, se lo ahorraré
al posible espectador de esta película que plantea una situación quizás en
exceso previsible, aunque resuelta con mucha dignidad cinematográfica, porque
con una estructura clásica de narración que alterna entre el presente de la
ceremonia de entrega del Nobel y los flash backs del pasado que permiten “explicar”
el porqué de la crisis matrimonial que estalla, por sus gestos contados, durante
la estancia en Estocolmo, la película progresa hacia la satisfacción narrativa
del espectador, quien, hasta el momento, ha observado en cada uno de los gestos
de la “secundaria” en dicha ceremonia, la “acompañante”, todo un drama que, por
suerte, acaba conociendo con todo detalle. Mientras la veía, pensaba en la
diferente situación que debió de vivir CJC o incluso Mario Vargas Llosa, cuya
situación personal se acercaba bastante más
la de los personajes de La buena
esposa. No son infrecuentes las crisis matrimoniales en la vejez, desde
luego, con esos “¡Hasta aquí podríamos llegar!” que tienen toda la humedad de
la gota que rebosa, quién sabe si el vaso, el bol o el búcaro de una dignidad
malherida. Enfocar una ceremonia como la del Nobel desde la perspectiva de
quien acompaña a la “lumbrera” es un acierto narrativo. Glenn Close, en este
sentido, se lleva la película de calle, máxime si resulta que el “premiado”
tiene mucho de frívolo e inane, algo que afecta negativamente a la película,
porque no solo queda en entredicho la decisión de la concesión del Nobel en sí,
sino, y eso se ve ya en el primer flashback, la integridad del “misterio” que comparte
la pareja y que cualquier intelector avispado habrá adivinada cuál es, aunque yo
voy a cumplir con mi rol y de estas líneas no saldrá el nombre del mayordomo…
La situación, explotada en otras películas, como ocurrió en Big Eyes, de Tim Burton,por ejemplo, o
en el doblete de Polanski: El escritor
fantasma y Basada en hechos reales,
deriva en esta película hacia una crisis de identidad que culmina una crisis
matrimonial y una suerte de reivindicación feminista que, al final, acaba como
acaba, porque, a todo esto, después de una accidentada entrega en la que “el
florero” se niega a seguir siéndolo, en un arrebato de dignidad que se produce
cundo ambos acaban de ser abuelos por primera vez, a él le da un infarto y
muere con el premio puesto, por así decirlo, en un plano cenital de hermoso verismo:
rara vez vemos morir a alguien cercano así. Se trata de una película de
detalles, de miradas, de gestos, de renuncias, de complicidades, de chantajes,
de decisiones equivocadas que han construido una mentira que el propio
interesado ha interiorizado de tal manera que ni siquiera concibe que lo sea.
Al fin y al cabo, y eso parece decírsenos en los flash backs de la juventud,
sin ser demasiado explícitos sobre las responsabilidades de cada uno, todo da a
entender que forman un equipo con un reparto de papeles que a ella solo se le
aparece injusto al final de sus vidas. La presencia de un biógrafo no
autorizado, una especie muy usamericana, algo así como un paparazzo en el
ámbito de la paraliteratura, anima la trama y la sitúa en el camino adecuado
que lleva al desenlace. Con todo, y a pesar del esfuerzo de Jonathan Pryce por
estar a la altura de las circunstancias, reconozco que la situación exhala un
tufo de impostura y de insinceridad que antes he querido sintetizar con el
concepto “previsible”. Planas, me parecen ambas vidas, y no las redime la excelente
composición de los planos o la magnífica puesta en escena. Sí, sin embargo, todo
el aspecto del protocolo que han de seguir los premiados, que es, a mi
entender, lo mejor de la película. Se intenta alguna digresión erótica sin
sentido para dotar de coherencia a los protagonistas -el detalle de la nuez
dedicada va por ahí, aunque resulta ridículo, por supuesto, y ella se salva con total dignidad del
miniacoso interesado del cazaexclusivas- y se pretende conseguir algo de
tensión dramática mediante el conflicto con un hijo que aspira a ser escritor y
un padre que marca distancias abismales con él. La película tiene entidad, a
pesar de todo, pero el drama de ella se hace patente cuando ¡ay! ya no toca, sin
que, si toca, se entienda como un arrebato extemporáneo que pretende enderezar
no un momento biográfico dado, sino toda una vida. Hay, por lo tanto, una
visión nada feminista de la historia, pero sí muy realista. A los espectadores
toca juzgar al respecto. La obra, pues, pretende ser polémica. Y en estos
tiempos de empoderamiento feminista, bien está que películas así contribuyan
como elemento de debate para una situación social tan compleja.