lunes, 25 de noviembre de 2019

«The Quiet Roar», de Henrik Hellström, el cine que vendrá…



La eutanasia o el viaje premórtem al conflicto central de una existencia para liberarse de la culpa antes de entrar en el  olvido absoluto.

Título original: The Quiet Roar
Año: 2014
Duración: 77 min.
País: Suecia
Dirección: Henrik Hellström
Guion: Henrik Hellström, Fredrik Wenzel
Música: Robert Hefter
Fotografía: Fredrik Wenzel
Reparto: Eva-Britt Strandberg, Hanna Schygulla, Joni Francéen, Jörgen Svensson, Denise Gough.

Henrik Hellström ha dirigido dos largos, el presente y Man Tänker sitt, además de un documental sobre una banda musical y otra película de solo 45 minutos, 2060, de naturaleza distópica. Vista en Filmin, porque el tráiler me cautivó con la potencia de sus imágenes y el tema de la eutanasia siempre me ha preocupado, ¡aún recuerdo los morideros donde se despedían los ciudadanos de la vida en Soylent Green («Cuando el destino nos alcance»), de Richard Fleisher, con aquellas imágenes espectaculares de la naturaleza en todo su esplendor!,  esta película tiene las dosis justa de la anticipación social como para no resultarnos tan inverosímil que nos distraiga hacia el terreno entretenido de lo fabuloso y nos haga perder de vista el potente drama humano que se aloja en su narración.
Diagnosticada de una enfermedad terminal, la protagonista se acoge a un programa en el que mediante el uso de drogas como la psilocibina, los pacientes pueden hacer un “viaje”-realmente el trip hippie de los alucinógenos en los finales de los años 50 del siglo XX- al momento que ellos escojan de su vida pasada. El viaje lo hacen guiados por quien los va dirigiendo en ese camino hacia sus viejos conflictos, de modo que lleguen con bien a él y puedan revivir de la mejor manera posible, desde la frialdad de la distancia, aquella experiencia que marcó su vida.
El viaje nos lleva a unas vacaciones en una casa de montaña y vemos en ella a una mujer, a su marido y a sus dos hijos. Entramos, de repente, en un espacio de intimidad en el que la convivencia extraña entre los esposos y su relación con los hijos se va tiñendo de la gelidez propia de quien, como ella, vive una vida que no acaba de satisfacerle, sin que haya ninguna causa objetiva que se explicite. El escenario, de una belleza sobrecogedora, contraste enormemente con el sufrimiento psicológico de ella, una tendencia a la retirada, a la distancia, propia de quien, como en las películas de Bergman, más parece estar tentada por la muerte que propiamente por la vida. No tarda en hacer acto de presencia la mujer desahuciada, quien se convierte en la interlocutora del marido, e incluso de sí misma, en un juego de desdoblamiento que los espectadores, al menos este que escribe, acepta con total naturalidad.
No es una película sencilla, ni será tampoco un éxito de público, porque el ritmo narrativo nos sitúa en el tempo musical del Largo (y en no pocas ocasiones rozando el Larghissimo…), lo cual desesperará a la gran mayoría y atrapará a aquellos que se han formado fílmicamente en la contemplación de los dramas de Bergman, por ejemplo. Hay mucho de espíritu nórdico habituado a los silencios infinitos que aterraban a Pascal, del mismo modo que hay una deriva que no sé si calificar de mística, y que se genera en el contacto con una naturaleza como la retratada con verdadera exquisitez en la película. Tanto la casa, en una cima, como los espacios contemplados desde dentro o fuera de la casa permiten al director recrearse en una selección de planos que «meten» al espectador en la vivencia muy íntimo de lo que se siente estando en contacto directo con esa naturaleza impresionante.
Está claro que la insatisfacción, manifestada sin discurso verbal, puede derivar en una propuesta demasiado críptica, sobre todo porque la película se centra en la vida cotidiana de la familia en esa suerte de retiro privilegiado en el que pueden disfrutar de su presente sin que el espectador sepa absolutamente nada de por qué la mujer alberga esa tendencia a la melancolía, a la tristeza, que alterna, sin embargo, con un súbito apasionamiento por su marido. No sé, quizás sea mucho pedir que el espectador haya de aportar tantísima sugerencia de información para hacerse una idea más o menos nítida de cuál sea la relación entre los esposos y el porqué de la quiebra de su convivencia, que, en un momento dado, incluso llega a la violencia física. Lo único que sabemos es que ella tiende a la fuga, que cambian sus estados de ánimo y que él se siente “toreado” por esa actitud que no acaba de aceptar ni comprender.
Del mismo modo que la “guía” que ayuda a la mujer a entrar en el conflicto de su existencia que ella ha escogido practica con ella lo que podríamos considerar una sesión de psicoanálisis; la protagonista, una vez se materializa en el pasado y habita con ella misma y con su marido, realiza igualmente varias sesiones psicoanalíticas en busca de una explicación de aquel pasado, la decisión de tener hijos incluida, por ejemplo, dado el desencuentro entre ambos. Estamos, pues, ante un intento de comprensión de las pulsiones básicas de una mujer que busca en la «retirada» de su presente, una rara huida, un refugio para lo que no comprende. Por eso la película se mueve siempre en la frontera de lo que no se dice y de lo que se sufre, sin saber por qué, una suerte de parálisis que te vuelve la vida en enigma incomprensible.
Insisto, no se trata de una película para los amantes de tempos musicales más animados, pero la planificación de los planos y secuencias que nos describen la vida familiar de la protagonista, están llenos de una belleza que compensa y permite entender, incluso, el conflicto íntimo de los protagonistas, muy dependientes de la naturaleza que los rodea. Curiosa, y bella.

sábado, 23 de noviembre de 2019

«La muerte en directo», de Bertrand Tavernier o la anticipación de «Black Mirror».



Una crítica demoledora del dominio desalmado de la realidad urdido por los mass media. La muerte en directo o cómo adelantarse casi 40 año a las distopías corrientes y molientes de nuestro presente…

Título original: La mort en direct
Año: 1980
Duración: 128 min.
País: Francia
Dirección: Bertrand Tavernier
Guion: Bertrand Tavernier, David Rayfield
Música: Antoine Duhamel
Fotografía: Pierre-William Glenn
Reparto: Romy Schneider, Harvey Keitel, Harry Dean Stanton, Max Von Sydow, Thérèse Liotard, William Russel, Carolyn Langrishe, Bill Nighy.

No la vi en su momento, y, dado el año, acaso fuera por problemas presupuestarios…, pero siempre he ido detrás de recuperarla. Filmin, como siempre en estos casos, bien puede decirse que hace una obra de caridad para con los cinéfilos y, sobre todo, con los críticos a los que les urge recuperar esta o aquella película. La mínima ciencia-ficción que presupone la historia de la película, en parte parecida a la que he revisitado recientemente de El hombre con rayos X en los ojos, de Roger Corman, deja paso enseguida a una crítica feroz del poder terrible de los grandes medios de comunicación, en este caso la televisión y los reality-shows que no nacerían hasta diez años después de la película.
Estamos, pues, ante un cine de «anticipación» que, por moverse en terreno absolutamente desconocido, agranda aún más el mérito de la película. Pensemos que la protagonista, además, es una pionera de la escritura de best-sellers mediante ordenador, ¡en los albores, propiamente, de la cibernética!, lo cual «redondea» el futurismo de la trama en aquella época. Mucho tiempo después, ya digo, llegaría Gran Hermano a los televisores y El show de Truman, de Peter Weir, a las pantallas, por ejemplo. Inciso: en un papel minúsculo, hace su aparición en esta película Bill Nighy, a quien reconocí por el inconfundible timbre de su voz, dado que ni siquiera un plano completo de él se nos ofrece en la película, una coproducción usamericana, inglesa y francesa, una de esas felices joint venture que, en este caso al menos, tuvo un resultado espectacular, sin duda por la dirección de Tavernier y el estilo de película «de autor» que se impone al casi impersonal, la mayoría de las veces, de la gran coproducción, excepción hecha de obras de la envergadura de las películas monumentales de David Lean, por ejemplo.
La historia es simple: a una autora de esos best-sellers románticos le dice su médico que tiene un cáncer incurable y que solo le quedan, a lo sumo, dos meses de vida. Enseguida entra en acción un productor televisivo sin escrúpulos empeñado en hacer un programa de televisión que «siga» a la enferma durante esos dos últimos meses de su vida para ayudar a la gente a familiarizarse con la llegada de la muerte, esperada o inesperada; es decir, se disfraza el negocio con el drama ajeno con el aire de un documental en favor del bien social, todo ello mediante un suculento estipendio de medio millón de dólares por medio. Visto desde los retorcimientos psicológicos de nuestro presente, hay, en la reacción de la enferma, que finalmente acepta el contrato, no poco de ingenuidad y algo, incluso, de sentimentalismo ñoño, como el encuentro con el niño en el parque, por ejemplo, que se disculpan por lo que la película tiene de iniciadora.
Ella no sabe nunca cómo es posible que la graben, porque ignora que el desconocido con el que ha entablado una relación de solidaridad  y afecto, interpretado por un joven Harvey Keitel, «es» la cámara que sigue sus pasos. Con la comprobación de cómo funciona ese mecanismo inserto en sus ojos arranca la película, si bien la cámara inicia su andadura en el espacio de un cementerio donde juega una niña y desde donde se perfila la visión de Glasgow, una ciudad a la que Tavernier sabrá extraer planos de profundo lirismo y desolación, cuando la mujer desahuciada la atraviesa en su deambular propiamente sin rumbo. A pesar de haber firmado el contrato, pretende zafarse del seguimiento de las cámaras, ignorando que la lleva a su lado, con el nuevo amigo con el que ha reemplazado la codicia de su marido, quien enseguida se mostró partidario de «participar» en tan lucrativo experimento. No es un personaje definido y se trata, en realidad de un punto débil de la película, excesivamente larga porque en su «viaje hacia el mar», ella va buscando el reencuentro con quien fuera su primer amante, un Max von Sydow fiel a sus papeles bergmanianos que la acoge en esas postrimerías dramáticas en un espacio alejado del mundanal ruido, justo donde, en el momento menos inesperado, su compañero de viaje y camarógrafo también «comprado» por el productor y amigo del programa, que tiene el título de la película «Muerte en directo», Death Watch, según se lee en las vallas publicitarias donde se anuncia el programa…, pierde la linterna con la que, enfocándose a los dispositivos oculares, mantiene con vida el sistema de visión, que no puede someterse a la oscuridad completa, circunstancia que acabaría provocándole la ceguera, como ocurre al final, de un modo metafórico.
La protagonista va viviendo una deriva que la lleva incluso a dormir en los albergues para sin techo y acercándose a una realidad miserable que, hasta ese momento, formaba parte de una realidad que ignoraba completamente. Gracias a la compañía de su nuevo amigo, va sorteando trágicamente la degradación física que se va apoderando de ella, merced a la medicación que le ha prescrito el doctor que le comunicó el desahucio, y desesperada por el malhadado destino que la espera, y al que, finalmente, se adelanta, protegida por el amante al que había idealizado y con quien se reúne porque con nadie mejor que con él cree ella que puede recibir la visita de la Parca. El hecho de que haya sido escogida como un conejillo de indias para el programa y que, en realidad, no esté desahuciada, no acaba de convertirse en una noticia que llegue hasta ella, quien, cuando aterriza el helicóptero que pretende auxiliarla, con el productor al frente, ha iniciado ya el viaje hacia la nada, protegida por quien fuera su amante, quien se enfrenta a la maldad del productor para poner el broche final a un especulación mediática capaz de infringir las más sagradas leyes de la ética por un provecho económico.
Resulta muy interesante en esta película avanzada notablemente a su época la acción paralela de las retransmisiones televisivas que siguen los teleespectadores y el íntimo destino trágico de la protagonista, alejado de esa curiosidad social malsana. En la ausencia de intersección entre ambas historias hay una profunda sabiduría narrativa.
Aunque solo sea por la anticipación que supuso, la película merece una visión que puede complacerse en el alto valor técnico de la selección de escenarios y en la suerte de road movie en que se convierte cuando ella quiere volver, a su manera, a sus orígenes, junto a su primer amor y al mar. El reparto es francamente sensacional, y Romy Schneider hace una de sus grandes interpretaciones, aunque la estética de los años 80 no es, precisamente, de las que favorecen a las actrices, aunque los numerosos primeros planos de la película, tan intimista, contrarrestan la estética deplorable de aquellos años.



martes, 12 de noviembre de 2019

«Beat Girl», de Edmond T. Gréville, un «raro» francobritánico.



Una exploración inicial de la juventud contestaria londinense: Beat girl («L’Aguicheuse») o un melodrama a caballo entre dos mundos en conflicto: la juventud rebelde y el rígido orden burgués de posguerra.

Título original: Beat Girl
Año: 1960
Duración: 83 min.
País: Reino Unido
Dirección: Edmond T. Gréville
Guion: Dail Ambler (Historia: Edmond T. Gréville)
Música: John Barry
Fotografía: Walter Lassally
Reparto: David Farrar, Noëlle Adam, Delphie  Lawrence, Christopher Lee, Gillian Hills, Adam Faith, Shirley Anne Field, Peter McEnery, Claire Gordon, Oliver Reed, Pascaline.

Haber sido ayudante de dirección de Abel Gance en su clásico de clásicos, Napoleón, es un aval que, por sí solo, exige prestar atención a quien se pone como director al frente de un proyecto cinematográfico. Ha sido, pues, la primera película que he vito de Edmond T. Gréville, pero no será la última.
Beat Girl no esconde, desde el título, cuál es el retrato que nos va a brindar. Unas fuentes la fechan en 1959 y otras en 1960, pero los jóvenes, año arriba o año abajo, eran los mismos, y no se trata de los existencialistas de los 50, sino de los amantes del rock y del jazz que preludiarán los años inminentes de la música pop como fenómeno de masas.
La historia no deja de ser, en el fondo, un melodrama familiar. El padre de la protagonista vuelve a casa, después de una larga ausencia y lo hace casado con una mujer francesa. El choque entre ambas mujeres es inmediato, porque la rivalidad estalla en cuanto la hija se siente amenazada en su “reino” por una intrusa. Los esfuerzos de la madrastra por comportarse como tal y convertirse en guía de la joven, para satisfacción del marido y padre, chocan con el espíritu rebelde y agresivo de la joven, que marcará entre ambas un curioso territorio de diferencias y semejanzas, entre las primeras, que la madrastra pertenece a la generación rígida y conformista de los padres, y entre las segundas, que ambas son mujeres dispuestas a usar sus armas femeninas para la consecución de sus objetivos. La joven debutante Gillian Hills solo tenía 14 años cuando rodó la película, pero su desarrollo físico aparenta por lo menos 4 o 5 años más. Hay una suerte de morbosa delectación en la ambigüedad sexual de ella y de otros personajes a lo largo de la película que marca, en parte, el tono de rareza propio de la película.
La trama se complica con la aparición, en el bar del Soho adonde ha ido la madrastra a buscar a su hijastra para comer con ella, de una mujer que había sido amiga de la madrastra y que trabaja en el local de strippers que hay cruzando la calle, en el mismo barrio. Así que la hija descubre que hay un «pasado oscuro» en la mujer con quien se ha casado su padre, no dudará ni siquiera en adentrarse en ese local para buscar la información que le ayude a combatirla, a «abrirle» a su padre los ojos de la trampa en la que ha caído.
¡El local de striptease no tiene precio, de puro cutre, a pesar de que, formalmente,  mantiene la apariencia de un honesto negocio! La sala pequeña, con dos hileras de butacas ocupadas por hombres de cierta avanzada edad, la reducida orquesta de músicos en vivo, las actuaciones y, sobre todo, la dirección del local por parte de Christopher Lee, son una gozada cinematográfica inconmensurable! Imaginemos el garito lujoso  de Gilda en versión cutre de barriada inglesa…, pues eso. Con todo, el numero de striptease protagonizado por Pascaline, una bailarina haitiana que triunfó en París con ese tipo de danzas, heredera de los atrevidos cabarets de los felices 20, cuando triunfaba en toda Europa y sobre todo en Berlín Joséphine Baker, es especialmente atrevido para la cinematografía de la época, porque, mediante un pañuelo como símbolo fálico que incluye hasta un amago de felación, la bailarina, que incluye el top-less final, consigue un número realmente espectacular. De hecho, en algunos países fue censurado. En España imagino que ni siquiera, dado el control ideológico para evitar la contaminación de la juventud, debió de estrenarse la película. No tardaría mucho el turismo, sin embargo, en recibir a los primeros hippies a los que pronto emularíamos todos -los que en esos años éramos jóvenes, claro- para desesperación de las «fuerzas vivas» de media España.
La trama evoluciona, pues, en esa doble dirección de la venganza de la hija y de cómo, por consumarla, acaba enredada en una situación difícil en el teatrillo, cuyo gerente, un estilizadísimo Christopher Lee, que ha utilizado a la amiga de la madrastra para proveerse de danzarinas para su espectáculo, intenta seducirla.
El retrato de la juventud rebelde, teniendo en cuenta las películas usamericanas clásicas, como Rebelde sin causa, de Nicholas Ray, por ejemplo, nos parece un perfecto simulacro del modelo del otro lado del Atlántico y, por ello mismo, resulta no solo artificial, sino incluso hasta ñoño, como «de pega», una burda imitación de modelos con más verdad. En el retrato de ese coro de rebeldes sin causa hay dos escenas, sin embargo, muy bien rodadas, en las que se aprecia cuanto digo, pero sin el dramatismo de los modelos originales: la competición entre dos coches para ver quién es el gallina que frena antes de estrellarse contra el pilar de un puente por cuyo arco solo cabe un coche y el reto de ver quién es el último que aparta la cabeza del raíl de un tren antes de que este le decapite… La protagonista, a quien el enamorado que no le hace ni caso considera un iceberg, dada su rabiosa sed de independencia, es la última en apartarla, claro. El enamorado, Adam Faith,  fue luego un ídolo musical, y aquí interpreta hasta tres canciones con exquisito gusto. A título anecdótico, cabe decir que Beat Girl fue la primera película que puso a la venta un álbum con la banda sonora, iniciando así una costumbre que nos llevaría al trío famoso: El libro, la película y el disco, entre los que preceptivamente tenía que decidirse, por cierto. ¡Lo que agradecería la industria que eso volviera a ponerse de moda…! La música de la película la compuso John Barry, el creador de la mayoría de las bandas sonoras de James Bond, y las actuaciones en la película son las de su banda en aquel momento. Dentro del grupo de jóvenes rebeldes, a los aficionados les encantará ver a un joven de 20 años, guapo y atlético, y algo payaso aquí, Oliver Reed, quien después se convertiría en una auténtica estrella del cine inglés.
Está claro por dónde discurre el melodrama y cómo el conocimiento del pasado de su mujer puede condicionar la futura relación de los recién casados, sobre todo después de que en la cena en la que se formaliza la contratación del diseño de toda una ciudad en Brasil por parte del padre, un famoso arquitecto, la hija deja ir veladas acusaciones de prostitución por parte de la madrastra. Por ello dejo a los curiosos que se acerquen a lo que algunos críticos consideran una auténtica y excelente película de serie B, y no creo que les falte razón. La discreta puesta en escena, el rodaje en estudio y los pocos exteriores de la película nos hablan de una producción «barata», pero no exenta de interés genuino por un movimiento juvenil que iría creciendo exponencialmente en apenas dos años, con la aparición de The Beatles y la beatlemanía, que tanto desconcertó a la puritana Inglaterra de entonces.
Que nadie se llame a engaño, Beat Girl es una rareza quizás solo apta para curiosos, pero con cuya visión cualesquiera espectadores pueden pasar un rato entretenido. La actriz, que también triunfó después como cantante, Gillian Hills, en modo alguno llega a tener la profundidad dramática que el guion le otorga, teniendo en cuenta que, en una conversación con su padre, hasta es capaz de introducir el miedo a la bomba nuclear entre los factores que la estresan y la inducen a la rebeldía contra el sistema de sus mayores, que vertebró todo un movimiento político joven en Gran Bretaña, encabezado por pensadores de la talla de Bertrand Russell, y más parece una futura sexy symbol como Diana Dors, por ejemplo.

lunes, 11 de noviembre de 2019

«El crack cero», de José Luis Garci o el adiós por principio.



Los inicios de dos películas colosales con el mejor Alfredo Landa/Carlos Santos imaginable, entre otros. El crack cero o un homenaje a la memoria…, es decir, a la imposibilidad de olvidar.

Título original: El crack Cero
Año: 2019
Duración: 122 min.
País: España
Dirección: José Luis Garci
Guion : José Luis Garci, Javier Muñoz
Fotografía: Luis Ángel Pérez
Reparto: Carlos Santos, Miguel Ángel Muñoz, Luisa Gavasa, Patricia Vico, Pedro Casablanc, María Cantuel, Macarena Gómez, Belén López, Raúl Mérida, Cayetana Guillén Cuervo, Luis Varela, Ramón Langa, Andoni Ferreño, Alfonso Delgado, Jacobo Dicenta, Samuel Miró, Susana Paz, Jero García, Daniel Huarte.

Le tengo manía a la palabra precuela, me suena al viejísimo café de recuelo de antes del desarrollismo/landismo… Hablemos de la genealogía del héroe fílmico, de sus inicios antes de devenir un clásico de nuestro cine de detectives, con una legendaria producción, sobre todo en los años 50, que convendría revisar más ordenadamente de como lo ha hecho La noche del cine español. Se impondría otro programa similar, pero agrupando los títulos por géneros. En cualquier caso, El crack cero nos cuenta los orígenes profesionales de Germán Areta y se agradece que Garci lo haya hecho con tanto estilo y con tanto cariño por su personaje, por Madrid, por la Historia y por sus espectadores. En esta película nos damos cita los cultivadores de la memoria, los amantes del noir, los fieles al cine español y los amantes de las películas que remiten al cine como un eje cardinal de nuestras vidas. Sí, en cine de repesca de estreno en Barcelona, a las 22’30h éramos seis espectadores selectos.
«Cuadros para una exposición», se me pasó por la cabeza titular la crítica, a la vista de la técnica que ha escogido el autor para componer esas miniaturas detallistas y perfectas con que nos va contando la historia intercalando un recitativo de imágenes de Madrid traídas de las otras dos películas, a modo de bajo continuo que nos permiten, como un “fundido en urbe”, en vez de “en negro”, pasar de unos a otros cabos de la historia muy ramificada que se nos cuenta y que empieza, como mandan los cánones, con la visita de una mujer de soberbia estampa dispuesta a pagar lo que sea para que se esclarezca la verdad de una muerte calificada por la policía como «suicidio» y que ella sospecha que ha sido un asesinato.
A partir del «caso», y tras un comienzo de la película que nos remite con una intervención desdichada de Areta a las otra dos películas posteriores a esta, se nos va a ir desgranando no solo la vida de Areta, su relación con «El abuelo» -Bódalo se ha manifestado imposible de ser replicado, aun a pesar del excelente trabajo de Pedro Casablanc, magistral en la narración futbolística con la moraleja de las tres íes-, la historia un tanto teatral de uno de sus amores, la relación familiar con el barbero Rocky o las brillantes intervenciones de Miguel Ángel Muñoz y Luisa Gavasa (¡Qué voz, la de esta mujer!) que le dan vida a una oficina llena de ella con una naturalidad que no siempre se halla presente en otras escenas de la obra.
Compuesta, pues, como pequeños cuadros medidos hasta el último detalle y ofrecidos, toda la película, en realidad, con una suerte de negro roto -del mismo modo que hay un blanco roto- algo penumbroso, la película acusa cierto estatismo que le resta algo del dinamismo que tenían las dos entregas anteriores. Diríase que Garci está homenajeando no tanto a sus anteriores obras cuanto a lo que para él son los cánones del cine negro y sus constantes. En este caso, el blanco y negro, la luz tamizada, las gabardinas, los billares, los gimnasios de boxeo, los combates, el permanente humo de los cigarrillos, una hermosa disquisición literaria sobre el Dry Martini, los diálogos acerados, cortantes, llenos de réplicas/uppercut tras un prolongado intercambio de jabs de control, el erotismo en este caso insinuado, el sentido del humor sin estridencias, etc. Es decir, cada uno de los planos de la película está estudiado al máximo para optimizar la creación de una atmósfera propia del cine negro y homologable al original del que nuestras películas de detectives son un simulacro con mayor o menor fortuna.
Como toda buena película de detectives que se precie, se encadenan los interrogatorios de los testigos y sospechosos con una habilidad magnífica para evitar dar las pistas suficientes que lleven a los espectadores a la búsqueda del asesino, aunque sí que se dan las necesarias para desviar la atención y que luego el desenlace nos sorprenda.
Germán Areta es un hombre introvertido, parco en palabras, escéptico y con un punto de nihilismo que en esta película se explica pero sin excesivo énfasis. Es interesante el cuidado con que ha evitado Garci el amaneramiento o la cursilería de la relación de Areta con su pareja, con la que tiene una escena muy afortunada en la habitación de un hotel. He de apresurarme a decir que del mismo modo que la verosimilitud e intensidad de María Cantuel marcan el contundente realismo de la relación de ambos personajes, el resto del reparto contribuye esencialmente a la buena marcha de la película y a conferirle la calidad que nos permite seguirla con absoluta complicidad. A mí me ha recordado, por ejemplo,  el noir de Borau, Crimen de doble filo, cuya crítica titulé, en su día, «Ophüls en Chamberí»…, por la exquisitez de los movimientos de cámara del director. En El crack cero, sin embargo, Garci ha optado por la cámara estática en planos fijos que  se ajustan perfectamente a la labor de investigación y a las entrevistas en las que el personaje se «desnuda» ante el espectador.
Lo que más va a sorprender al espectador es el modo de caminar de Santos, que remeda los de Landa -acaso sin habérselo propuesto- con una exactitud total, y no pocas veces, enfocado por detrás mientras este camina, se duda de si estamos ante un prodigioso viaje en el tiempo a lo imposible o ante una simulación maravillosa de un Areta que se nos quedó incrustado en la retina en sus dos apariciones posteriores.
Garci ha situado la historia en los meses de la agonía y muerte de Franco, un momento de incertidumbre histórica y social, aunque Areta elige la esperanza hacia el futuro, por más que él esté implicado en casos que, como el de la película, nos permiten conocer las debilidades humanas que en modo alguno están relacionadas con los regímenes políticos en los cuales se manifiestan. Las atmósferas de la película, desde la escena del bar donde Areta juega al mus con «los suyos», hasta cada una de las que nos permiten seguir la trama, como la sastrería de lujo, la comisaría de policía o el bar en el que se entrevistan, él y “Moro” -perfecto sustituto de Rellán, por cierto-  con la «estrella» del rock patrio, el único cabo de la historia que queda algo deslucido por la chulescohistriónica interpretación que han escogido, aunque chirría no poco la dimensión de big star que se le adjudica al protagonista en aquella España del 75 en la que un fenómeno así aún no se había dado; lo más cercano fue el numero 1 de Miguel Ríos con el Himno a la alegría de Beethoven, pero ni de lejos le dio para haber podido tener una dimensión como la que se le adjudica de forma incongruente a la estrella musical de la película. Ello no es un óbice, sin embargo, para que la película progrese con total virtuosismo fílmico hacia el desenlace en el que se acaba mezclando la doble trama ajena e íntima que acaba confluyendo en Areta.
En suma, un dignísimo cierre de una trilogía que suponemos acabada con esta nueva entrega, para felicidad de los admiradores de las dos anteriores, quienes renovaran aquella felicidad con la presente.

domingo, 10 de noviembre de 2019

«La historia de Esther Costello», de David Miller, un potente melodrama olvidado.



Anterior a El milagro de Ann Sullivan y de la mano de Jack Clayton, Un lugar en la cumbre, una visión muy diferente del caso de Helen Keller: La historia de Esther Costello o la mercadotecnia de la compasión y la caridad…

Título original: The Story of Esther Costello
Año: 1957
Duración: 103 min.
País: Reino Unido
Dirección: David Miller
Guion: Charles A. Kaufman (Novela: Nicholas Monsarrat)
Música: Georges Auric
Fotografía: Robert Krasker (B&W)
Reparto: Joan Crawford, Rossano Brazzi, Heather Sears, Lee Patterson, Ron Randell, Fay Compton, John Loder, Denis O'Dea, Sid James, Bessie Love, Robert Ayres, Maureen Delaney, Harry Hutchinson, Tony Quinn, Janina Faye.

David Miller es, hoy, un director olvidado, pero nos ha dejado películas tan interesantes como Miedo súbito, también con Joan Crawford y con Jack Palance, en un duelo interpretativo de muchos quilates. Debería haberla criticado cuando la vi, porque me pareció un thriller casi «redondo», pero tras haber visto hace unos días esta joya sorprendente, he optado por criticar esta última, aunque animo a los amantes del buen cine a pasearse con fervor por Miedo súbito, porque me lo agradecerán.
Estamos, lo anuncio desde el título, ante un melodrama, pero construido a partir de la historia de Helen Keller, en cuya vida se inspiró el novelista Nicholas Monsarrat, aunque, cuando salió la novela, la Fundación Keller sopesó llevarlo a juicio y el autor hizo todo lo posible porque la obra no se difundiera, por más que la inspiración solo afectara a la primera parte de la película, y no al desarrollo total de la acción que se aparta mucho de lo que es la historia real de Keller. A pesar de ese amedrentamiento, la novela fue adaptada al cine, producida por Jack Clayton y dirigida por David Miller, en lo que, a mi entender, constituye, para Clayton, algo así como un anticipo de lo que sería su obra cumbre, Un lugar en la cumbre, esta sí que criticada en este Ojo Cosmológico, y que se traduce, en esta película en la más que interesante segunda parte cuyo nivel crítico respecto de los fenómenos masivos de la popular charity anglosajona está a la altura del melodrama que vive la protagonista y que tanto influirá en el desenlace de la película.
Antes de que Anne Bancroft fuera aclamada por su interpretación en la película magistral sobre Hellen Keller, Joan Crawford nos dio una visión más amable del proceso de aprendizaje de una niña que se queda ciega y sorda después de un accidente en Irlanda, cuando unos niños juegan con una caja de granadas, del IRA, que han descubierto y acaba estallando. La protagonista, una acaudalada norteamericana, hija de ese pequeño poblado irlandés al que vuelve de vez en cuando, entra en contacto con la niña y le repele el trato denigrante que recibe. Decide, a partir de entonces, protegerla y llevarla a revisiones médicas a Londres para confirmar el diagnóstico. No contenta con lo que le dicen, y alentada por la primera comunicación que puede entablar con la niña, la mujer se la lleva a Usamérica para educarla en una institución para criaturas sordas y ciegas. Comienza, entonces, un proceso de superación en el que descuella la interpretación de Heather Sears en su primer papel protagonista, el siguiente sería ya en la obra de Clayton, Un lugar en la cumbre, con Laurene Harvey. Réplica perfecta a la fluida interpretación de Crawford, Heather supo expresar facialmente el mundo de reacciones de todo tipo que exigía su proceso de aprendizaje.
Cuando todo va sobre ruedas y sus diferentes apariciones en conferencias le granjean la fama y la reputación de una persona capaz de superar el difícil trauma de haber quedado ciega y sorda a causa de la explosión, aparece un hombre en la vida de la madre y su hija adoptiva que en modo alguno esperaban: se trata del marido de ella, con quien estuvo casada y con quien se reencuentra para dejarse seducir de nuevo por la ilusión de renovar lo que una vez fue un amor apasionado. Él, de origen italiano, está interpretado por un más que convincente Rossano Brazzi, quien dos años antes había cautivado a Katharine Hepburn en la más que excelente Summertime  («Locuras de verano»), de David Lean. Antes de él, otro hombre ha aparecido en la vida de la protagonista, el joven periodista que contribuye, con sus artículos, a que la vida de Esther Costello se vaya convirtiendo en un fenómeno nacional.
Justo en se momento irrumpe en su vida un creativo publicitario que diseña una campaña efectista para lograr multiplicar los ingresos para la fundación de la protagonista, que recauda dinero para ayudar a otros jóvenes en su misma situación. Hay, en este momento, una perspectiva cinematográfica de esa campaña de charity comercial que recuerda enormemente la campaña política de Ciudadano Kane, por la puesta en escena y por los propios ángulos desde los que las cámaras captan esas asistencias masivas en grandes estadios y salas, así como la ritualización de unos gestos y representaciones que pretenden «conmover» la cartera de los asistentes, más que sus corazones, aunque a veces estos y aquella se superponen en el mismo lado de la chaqueta y se confunden a qué apelan los llamamientos publicitarios. No tardamos, claro está, en percatarnos que el marido y el creativo publicitario están conchabados para sacar un jugoso beneficio de esa suerte de «chollo» con el que pueden tocar la fibra sensible de los espectadores y donantes.
De forma paralela, el marido oportunista, a quien su mujer aún se empeña en seguir dándole oportunidades para regenerarse y dedicarse íntegramente a ella, desvía, sexualmente, la atención hacia la joven, con quien convive. No arruina ninguna expectativa sobre la película revelar la sutileza con la que se narra en la película ese proceso de degeneración del marido y la creciente atracción física que le despierta la joven. En una noche de tormenta, después de que se haya quedado solo con ella, el marido finalmente la asalta, si bien una estilizada elipsis nos descubre, cuando llega la madre adoptiva a casa y descubre uno de los gemelos que le ha regalado a su marido, para hacer las paces y empezar «de nuevo» la vida en común, en la cama de la hija, quien tras el drama sufrido ha recuperado la vista y la palabra, cumpliéndose el dicho de que un clavo saca otro clavo.
A partir de esa convicción, la mujer toma una decisión sobre la que sí que no desvelo nada y la película se encamina hacia un final marcado por su condición de melodrama de muy alta calidad e interpretado al viejo etilo de Hollywood, aunque la película se rodó en Inglaterra.
A mí me ha parecido una película espléndida, llena de fuerza, y con excelentes momentos dramáticos en los que la Crawford no carga las tintas lo más mínimo, y cuya interpretación merece ser vista por todos los amantes del cine. Lo dicho, pues. No se la pierdan.

sábado, 9 de noviembre de 2019

«High-Rise», de Ben Wheatley o la arquitectura al servicio del delirio.



La distopía como género en alza, y más en un rascacielos autócrata: High-Rise o un festival de símbolos, metáforas y excelente cine. 

Título original: High-Rise
Año: 2015
Duración: 118 min.
País: Reino Unido
Dirección: Ben Wheatley
Guion: Amy Jump (Novela: J.G. Ballard)
Música: Clint Mansell
Fotografía: Laurie Rose
Reparto: Tom Hiddleston, Sienna Miller, Jeremy Irons, Luke Evans, Elisabeth Moss, James Purefoy, Keeley Hawes, Reece Shearsmith, Peter Ferdinando, Sienna Guillory, Stacy Martin, Enzo Cilenti, Augustus Prew, Tony Way, Dan Renton Skinner.

Queda claro dónde se inspira José Luis Cuerda para la notable continuación de Amanece que no es poco, me parece, aunque todo dependerá de lo que él confiese, pero entra dentro de lo posible que la lectura del libro de Ballard en el que se basa esta película tenga todas las papeletas. En cualquier caso, la precedencia en la fecha de estreno convierte a Hig-Rise en un modelo relativo del bloque de pisos donde se aloja la acción de Tiempo después, aunque se trate de dos películas de muy distinta naturaleza. La de Cuerda se decanta hacia el lado lírico del surrealismo disparatado español, cercano a 3 sombreros de copa, pongamos por caso, y High-Rise se acerca al modelo apocalíptico próximo al terror, más cercano, pongamos en su caso, a La naranja mecánica, de Kubrick o El unicornio, de Louis Malle, o Dr. M, de Chabrol, por poner tres referentes de distopias distintas.
         Lo bueno que tiene el género distópico es que se aleja de lo que tradicionalmente tiene tanta importancia en las películas estandarizadas, la narración, la historia, la creación de personajes, y nos sumerge, desde los mismísimos títulos de crédito, en un torbellino de imágenes que no siempre están en relación con esa narración, lineal o no, que pretende hacernos llegar una «historia». Si las imágenes son la historia, está claro que la puesta en escena es algo así como el espacio en que aquellas emergen, algo así como lo que les da sentido.
En este caso, pues, el edificio es bastante más importante que las propias vidas de unos seres que más parecen haber nacido para estar a su servicio, para formar parte de su engranaje terrible,  que para disfrutar de él, a juzgar por cómo todos los personajes se definen por su estatus dentro del edificio. Y sí, es cierto que hay algunos tópicos imposibles de soslayar incluso para autores tan transgresores como Ballard, cuya historia llevada al cine por Cronenberg, Crash, siempre me ha parecido un vuelo sin par de la imaginación creadora. Pues sí, en un rascacielos que funciona como una metáfora de la sociedad occidental, hay «arriba» y «abajo», hay «espacios reservados» y hay «espacios públicos», hay un “arquitecto” que construye esos mundos -el de la película es el primero acabado de un perímetro de 5 que ocupan un espacio desértico a las afueras de la gran ciudad, hay obreros- autónomos, con supermercado, gimnasio, campo de golf y, en una de las escenas más espectaculares de la película: un jardín privado donde la mujer del arquitecto pasea a caballo y que, jugando con el efecto sorpresa, el espectador cree que está en la planta baja, a pesar de que el nuevo inquilino, el doctor Laing -una referencia al psiquiatra británico especializado en el diagnóstico y tratamiento de la esquizofrenia- ha subido al último piso del edificio. Cuando, finalmente, la cámara se desplaza lateralmente y tenemos una perspectiva en picado de la altura a la que nos hallamos, se consuma la sorpresa y el mismísimo espacio parece cobrar vida para expandirse más allá de la lógica, del mismo modo que, cuando entremos en la entropía que aqueja al edificio y a sus moradores mortales y mortíferos, el espacio parecerá «encogerse».
Como la obra arranca con un presente caótico, un auténtico final apocalíptico como el descrito en The omega Man («El último hombre vivo»), de Boris Sagal, curiosa, sin más,  sabemos de buen comienzo cuál es el final, aunque esos primeros compases engañan lo suyo, porque el flash back que recorre en sentido inverso toda la película hasta el presente, acaba dejando espacio temporal suficiente como para que lleguemos casi sin darnos cuenta al punto desde el que se había iniciado el retroceso y aún tengamos la oportunidad de asistir a la continuación de ese desarrollo entrópico que amenaza con acabar con el «sistema», por más que metafóricamente sepamos que el orden se mantiene inmutable al estilo de la sentencia clásica del conde Salinas en El Gatopardo.
Insisto en que las imágenes son determinantes, y el repertorio que le permite al autor un edificio como el que se fotografía en la película es variadísimo, con unos juegos de perspectivas, sobre todo desde el edificio hacia el vacío, al aparcamiento de los coches de los propietarios, por ejemplo, o desde unas terrazas a otras más el añadido del vacío sobre el que ambas se sostienen que son todo un prodigio de profundidad de campo y de puesta en escena. Si a ello le sumamos la suerte de celebración de la liberación de los instintos en que se convierte la película prácticamente desde el comienzo, con fiestas salvajes en las que penas hay diferencias con las bacanales, advertiremos que el sexo, el alcohol y la ebriedad consiguiente marcan un camino por el que todo parece ir despeñándose cuando comienzan las dificultades funcionales del edificio, que se inician con cortes de luz que hacen presagiar un infierno de oscuridad en el que todo parecerá que está permitido. La evolución hacia el caos progresa quizá excesivamente, y aunque la acción se centra en una decena de personajes, principalmente en el Dr. Laing, sí ha de decirse que sorprende el ritmo de ese deterioro y la facilidad con que se le pide al espectador que lo acepte bajando el nivel de exigencia crítica que impondría un desarrollo racional cuyos pasos se omiten deliberadamente, una suerte de elipsis que le viene a decir al espectador: si, en la vida real, otro hubieran sido los pasos que se hubieran dado, pero en este edificio con vida propia, una burbuja en la sociedad, una suerte de monada plural, un edificio autocrático, con sus propias leyes, autoridades y rebeldes, todo ha de devenir según las imposibles normas del caos, que exime de causalidades y prima las casualidades o directamente las arbitrariedades. De repente, la lucha por la vida en toda su crudeza se impone a cualquier atisbo de comprensión racional de lo que ocurre. Se cruzan, en ese caos, infinitas líneas críticas que ponen en tela de juicio relaciones humanas cosificas, adulteradas y casi militarizadas, amén de cruelmente absurdas, pero la película es una suerte de apogeo del horror y de la incapacidad humana para ordenar la convivencia, una mirada absolutamente escéptica -no sin exageración- de nuestras escasas posibilidades para sobrevivir como especie, aunque, mientras "okupemos" el planeta, ciertas normas imperecederas, propias de nuestro sistema social actual, permanecerán. Quizás ese mensaje sea lo más simple de la película, junto a otras simplezas que solo pueden justificarse en esa aceptación de la petición de principio sobre la singularidad de la sociedad concreta,  ajena a la sociedad general, que supone la vida del edificio y sus normas específicas.
La película es, sobre todo, un festival visual rodado con una delicadeza y una exactitud extraordinarias. Del mismo modo que las interpretaciones, comenzando por Irons, pero extendiéndose a todos los participantes en la misma, permiten tomarnos en serio lo que, sin su concurso, pudiera echar para atrás a no pocos espectadores. Un deleite y un horror a partes iguales, pero una experiencia visual digna de ser tenida en cuenta.

jueves, 7 de noviembre de 2019

«¡Hola, mamá!», de Brian de Palma «godardizado»…



El cine en el ojo del huracán,  el sexo degradado, y la antipolítica…

Título original: Hi, Mom!
Año: 1970
Duración: 87 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Brian De Palma
Guion: Brian De Palma, Charles Hirsch
Música: Eric Kaz
Fotografía: Robert Elfstrom
Reparto: Robert De Niro, Charles Durning, Allen Garfield, Lara Parker, Bruce Price, Ricky Parker, Andy Parker, Jennifer Salt, Robbie Heywood, Leslie Bornstein, Paul Bartel.

No hay director que no cuente entre sus obras con alguna rareza que, justificada en el momento de la creación, pierde casi toda su potencial capacidad transgresora apenas ha pasado una década. Sucede con Almodóvar, sucedió con Godard y también, por supuesto, con Brian de Palma. La película, no obstante, tiene algunos «valores» que permiten verla hoy con ojos de espectador arqueólogo que visita las ruinas de un pasado no precisamente glorioso, pero en el que identifica motivos, técnicas y propuestas muy dignas de ser revisitadas.
Hay quienes descubren, dentro de l carrera del director, «constantes» de su carrera, en este caso la esencial es el «voyeurismo» que anima al protagonista, un Robert de Niro tan joven como ya experto actor con una pluralidad de registros muy notable, si bien en esta ocasión, por la propia indefinición del personaje, se mueve entre varios de ellos que parecen anularse mutuamente. El protagonista, un director de cine, le propone a un productor de cine erótico un proyecto de grabación con actores no profesionales a partir de imágenes robadas sin consentimiento de estos. El método consiste en instalarse en un edificio desde donde poder rodar en el edificio de enfrente los «momentos eróticos» de sus inquilinos. A ello se suma el plan de seducción de una joven para «programar» una relación sexual que será grabada de forma automática a una hora precisa. En esos menesteres, la película transcurre como una fábula alrededor del cine, de la imagen y del acto de mirar como una función creadora. La inspiración en Godard s tan evidente como la falta de la amplitud ideológica del director suizo, aunque la aventura sobre la comunicación y comunión interracial sí que puede considerarse como un verdadero hallazgo godardiano, y un momento, el de la sesión de los activistas, muy potente, desde el punto de vista cinematográfico.
La película, hija de la nouvelle vague, recurre constantemente, a pesar del planteamiento inicial voyeurista del edificio de enfrente, al rodaje en la calle, sobre todo para la acción paralela básica de la película que es el seguimiento de un movimiento de defensa de la negritud con un lema Be Black que pretende, a través del teatro de la crueldad, poner a los blanco en la condición de los negros perseguidos y violentados en Usamérica. Toda esta parte política militante acabará derivando en un planteamiento de tipo terrorista que se explica mal en la política y contribuye, en parte, a lo errático de su propuesta fílmica. Es, así mismo, la más parecida a los planteamiento de Godard en La china, por ejemplo. Esa deriva nos llevará a un sorprendente desenlace de la película, con la voladura donde vive el “terrorista” que ya está casado, esperando un hijo y trabajando en el sector de los seguros. Las escenas de las acciones políticas panfletarias en la calle, encuestas incluidas, son extraordinarias y demuestran un pulso narrativo extraordinario. Así mismo, una vez que el protagonista, John Rubin, fracasa en su intento de vender el vídeo porno de la vecina seducida para ser filmada ante las cámaras -quien ocupa la pantalla, al moverse la cara, es el vecino blanco que pertenece al grupo de agitación Be Black, pintándose de negro todo el cuerpo, el pene incluido- Rubin acaba integrándose en dicho grupo para participar en el espectáculo como policía. Pues bien, los curiosos que se atrevan a ver esta película, tendrán un déjà vu total y anacrónico al contemplar a Robert de Niro interpretando por primera vez lo más parecido a la célebre escena de Travis en Taxi Driver frente al espejo: Are you talking to me?
 El protagonista, que acaba de volver de la Guerra de Vietnam, decide explorar la vía de una carrera cinematográfica en el mundo subterráneo del cine porno, una opción que, como su voyeurismo nato, se nos presenta como un planteamiento antisocial, producto del resentimiento de quien ha sido forzado a participar en una orgía colonial y geoestratégica que, sin embargo, no parece pesar en el protagonista como la losa de un trauma; no obstante, hay un cierto desquiciamiento de fondo, podríamos decir, que justifica -si no es exagerado el término- su comportamiento, un desequilibrio emocional que se transmite en el especial distanciamiento que hay entre sus deseos y sus actos. Toda la ceremonia de la seducción de la vecina para poder grabar el vídeo, que después acaba convirtiéndose en una seducción real, con él casi de marido modelo no deja de ser parte de ese desconcierto que vie el espectador ante un desarrollo argumental que exige mucho de él.
El retrato inicial, el más poderoso, es el de la réplica de un director que se inicia y queda sorprendido/absorbido por los recursos y las necesidades específicas de un arte tan complejo como el cinematográfico. Ahí sí que hay una declaración de amor al cine y un cierta vertiente autobiográfica que De Palma sabe explicar con un uso de la cámara original y efectivo, del mismo modo  que el cambio al blanco y negro para la parte del Be Black consigue efectos de iluminación de una radicalidad agresiva extraordinaria.
Con todo ya digo, la película no pasa de ser una hija obediente de su época «rebelde» con unos planteamientos no del todo bien digeridos y una deriva alocada que se manifiesta en su magnífico final, que da título a la película.

domingo, 3 de noviembre de 2019

«Una razón brillante», de Yvan Attal o el elogio de la dialéctica.



Argumentar no es producto de la casualidad, sino del estudio, de la formación y de la habilidad en el uso de las estrategias discursivas: Una razón brillante o una declaración de amor a la retórica.

Título original: Le brio
Año: 2017
Duración: 95 min.
País: Francia
Dirección: Yvan Attal
Música: Michael Brook
Fotografía: Rémy Chevrin
Reparto: Daniel Auteuil, Camélia Jordana, Jacques Brel, Serge Gainsbourg, Romain Gary, Yvonne Gradelet, Yasin Houicha, Nozha Khouadra, Jean-Baptiste Lafarge, Louise Loeb, Claude Lévi-Strauss, François Mitterrand, Yves Mourousi, Nicolas Vaude.

Como no se puede llegar a todo, estrenaron a mi vera esta película de Attal que dejé pasar porque me «olía» un «pastel» parecido a aquel gran éxito del inmigrante que lleva la silla de ruedas del inválido rico, Intocable, de Olivier Nakache y Eric Toledano, y que me abstuve de ver. Algo de ese esquema  hay en esta película en la que el choque entre la realidad multicultural de Francia, encarnada en una joven  francesa de origen argelino  y la mentalidad tradicional, conservadora y un punto racista de un profesor de universidad que falta al respeto a sus alumnos desconsideradamente va a discurrir por los cauces previstos por ese «gran abrazo» del respeto final entre quienes se desconocen y se miran y hablan desde los prejuicios y no desde el conocimiento «profundo» de las personas, entendidas como individuos, no como estereotipos ni como representantes de nada.
Acusado, finalmente, de tratos vejatorios y racistas hacia sus alumnos, el Rector, amigo del profesor cuya conducta no puede seguir protegiendo, hace un trato con él para que prepare a la alumna de origen magrebí a la que ha vejado públicamente de modo que esta pueda participar en el concurso de oratoria, un torneo entre universitarios en el que la universidad a la que todos pertenecen hace mucho que no tiene un buen resultado.
Con ese objetivo competitivo de por medio, el primer escollo será que el profesor, chapado a la antigua de la vieja y eterna retórica, sea capaz de congeniar lo suficiente con la arisca alumna como para que puedan trabajar conjuntamente, algo que no está claro que vaya a suceder. Sucede, claro, porque, si no, no hubiéramos tenido película. ¿Por qué sucede? Pues porque nace en cada uno de ellos algo imprescindible para que tal colaboración pueda darse: el interés verdadero y genuino por el otro, por quién sea, por cuáles sean sus orígenes y sus metas en la vida y, finalmente, por el reconocimiento del alto valor humano y académico del saber que está en juego: ¡nada menos que argumentar impecablemente para ser capaz, ella, de derrotar a potentes adversarios mediante el uso exclusivo de la palabra! El choque, pues, entre la irascibilidad defensiva de la joven y el supremacismo cultural y eurocéntrico del profesor está servido… La base de la preparación será el texto de Schopenhauer, El arte de tener razón, un opúsculo en el que a lo largo de 38 estratagemas puede uno ganar dialécticamente a sus adversarios, al margen de que esa victoria respete la verdad, claro está. Queda claro desde el principio: Convencer. Tener razón. La verdad da igual, le dice el protagonista a la joven estudiante.
Y el plato de ese choque y esa preparación se come con gusto, todo sea dicho. Y ello a pesar de todos los «clichés» que la narración pone en juego. No solo por el contraste inevitable entre la banlieu y el centro, entre la tradición árabe y la tradición cristiana, sino, sobre todo, porque, más allá de ellos, de los «clichés», va emergiendo poco a poco una sólida relación profesor-alumna que responde a esquemas tradicionales de la literatura y la cinematografía del bildungsroman o novela de formación. En el fondo, lo que acaba uniendo la narración son dos desclasamientos, dos soledades: la de la mujer independiente y con iniciativa en un mundo de ascendencia árabe profundamente machista y la de un ser cultivado al que le repele la banalización y trivialización de la vida contemporánea: dos solitarios, en definitiva.
A lo largo de la película, vamos alternando la preparación académica de la joven, un descenso sin escrúpulos a la Sofística que dominaba la filosofía griega antes de Platón y Aristóteles, y que en los Diálogos de Platón,  Gorgias y Protágoras, se trata en detalle. He de reconocer que he echado de menos el desarrollo íntegro de alguno de los debates que se insinúan de una forma algo chusca entre la protagonista y sus rivales, porque el arte de la persuasión retórica es un verdadero espectáculo en sí mismo, y hubiera sido conveniente, incluso para el gran público, presenciarlo, a pesar de lo poco cinematográfico que es seguirlo, como lo atestiguan las retransmisiones parlamentarias, tan de plano fijo…
Está de más decir que, aun respondiendo a una realidad incontrovertible, el personaje protagonizado por Daniel Auteuil tiene una deriva estrafalaria y asainetada, caricaturesca, que le permite ciertos excesos de interpretación que potencian el excelente buen humor de la cinta, en algunos casos incluso con gags tan excelentes como el de la visita al geriátrico donde tiene el profesor a la madre; o las «actuaciones» en el metro, ¡de ambos! Ella, Camelia Jordana, con una actitud inicial propia del espíritu defensivo con que los miembros de las minorías se protegen siempre en una sociedad agresiva respecto de la inmigración ilegal, va entrando al mismo tiempo en la película y en la aceptación por parte del espectador, aunque cuesta, no es fácil. Se simpatiza mucho más con ella en «su» ambiente, con una posición inequívoca de no sometimiento a los valores culturales y religiosos propios de sus orígenes, que cuando se mueve fuera de él con una inseguridad que su profesor explota para irla «moldeando» un poco al antojo de lo políticamente correcto, todo se ha de decir.
Así, la película va transcurriendo como debe: descubriendo una el valor del trabajo riguroso que ha de sobreponerse incluso a que esa sabiduría le llegue de su «peor enemigo», y descubriendo, el otro, que los auténticos valores de la cultura occidental están muy por encima de las pequeñeces identitarias o religiosa. Está claro que hay una acción subterránea que, preceptivamente descubierta por la joven, nos abocará a un desenlace que, en este caso, son dos, por el mismo precio de la entrada, aunque el segundo sobra, por redundante, innecesario y moralizante, desde luego; pero el publico siempre sale de la sala preguntándose: Y después qué pasó. Aquí se nos ofrece el después. Que cada cual juzgue. Recordemos, sin embargo, que el cine es el arte de la elipsis.