El doble retrato, al óleo y con palabras, del artista
estrafalario y del escritor como modelo virtuoso: Final Portrait
o el mundo aparte e inaccesible del artista genial.
Título original: Final Portrait
Año: 2017
Duración: 90 min.
País: Reino Unido
Dirección: Stanley Tucci
Guion: Stanley Tucci
Música: Evan Lurie
Fotografía: Danny Cohen
Reparto: Geoffrey Rush, Armie
Hammer, Clémence Poésy, Tony Shalhoub, James Faulkner, Sylvie Testud, Martyn Mayger, Takatsuna Mukai, Dolly Ballea, Begoña Fernández Martín.
Dos
años antes de su fallecimiento, Giacometti invita a un amigo suyo, James Lord, a posar para un retrato, intuyendo, quizás,
que se trataría de su última obra pictórica, él, que ha pasado a la historia
como escultor, no como pintor. Estamos, pues, ante una de esas películas «artísticas»
que tienen la virtud de alejar al gran público de las pantallas, porque toda la
acción de la película será psicológica y porque, además, tiene todos los
números para desarrollarse en un escenario único, como así sucede, por más que
el estudio de un artista, para el buen entendedor, tenga más paisajes, y más
variados, que una superproducción internacional de Bond, James Bond, por
ejemplo.
La
mínima anécdota argumental, relativamente bien exprimida por el director, aun a
riesgo de caer en una reiteración de la que se salva por los pinceles, es tan
sencilla como complejo el proceso que dispara, porque lo que vamos a ver, de forma privilegiada, es el proceso
titubeante de la epifanía del arte, del surgimiento de la obra desde el reto
del lienzo en blanco, del enrevesado y tortuoso camino que seguirá el artista
para acabar asintiendo a lo que es mejor, al final, «no meneallo», tras un
camino de ensayo y error que acaba sacando de sus casillas al paciente modelo,
quien va posponiendo cada tres días su regreso urgente a Usamérica, para desesperación
de sus interlocutores, y también al artista, quien una y otra vez se derrumba
ante la imposibilidad de plasmar en el lienzo lo que ve con nitidez en su
imaginación, desesperado por su incapacidad senil para plasmar lo que con tanta
claridad se le representa así que desvía la mirada y se fija en el modelo. No
extraña que el modelo quisiera llevar al papel ese proceso, en forma autobiográfica,
porque tener el privilegio no ya de ser modelo, sino de ser un crítico que
asiste al espectáculo de la creación a escasos dos metros del artista no está
al alcance de todo el mundo, y eso sí que lo transmite la película con
generosidad. La visión del artista, a pesar de proceder del recuento biográfico
del modelo, se nos presenta en la película como el punto de vista de un tercero
que se ha colado subrepticiamente en esa extraña relación en la que al modelo
le toca el papel pasivo de espectador de la extravagancia moral y artística de
un artista en su fase crepuscular, quien mantiene una relación matrimonial
abierta que le permite frecuentar a una prostituta de lujo a la que colma de
regalos caros que despiertan, en un momento dado, los celos de la mujer. La
puesta en escena se centra en el estudio del artista, al lado del cual tiene
algo así como un cuchitril donde se aloja. Se trata de un estudio rudimentario de
23 metros cuadrados en el número 46 de la calle Hippolyte-Maindron en París, en
el barrio de Montparnasse, en un estudio
mítico inmortalizado por grandes fotógrafos como Brassaï, Robert Doisneau, Sabine
Weiss o Ernst Scheidegger. Pasar cuarenta años de vida y creación en un espacio
tan reducido, por fuerza ha de conferir a este algo más que un papel protagonista
en una película biográfica sobre el escultor y pintor, y eso sí que lo sabe
aprovechar Tucci, quien se recrea con la cámara, como un buen pintor de
bodegones, en todos y cada uno de los elemento que «componen» ese espacio, por
el que Giacometti se mueve, con el cigarrillo terciado en los labios y con el aire
desengañado de un dios que no acaba de estar satisfecho de unas creaciones que
va retocando amorosamente con sus manos, sin saber nunca cuándo va darlas por acabadas.
La
personalidad de Giacometti, insobornablemente libre, libérrima, en realidad,
está perfectamente encarnada por Geoffrey Rush, quien nos ofrece una suerte de
Giacometti redivivo, a juzgar por lo sobresaliente del parecido. Se trata de un
hombre tan parco en palabras que cuando encadena tres frases seguidas nos
parece un prodigio de verbosidad. La película nos muestra su desapego al
dinero, al que no le da excesivo valor, su total falta de respeto a lo que
podríamos entender como una vida «reglada» y su anarquizante conducta que solo cede
ante el impulso creador, el único compromiso que pasa por delante de cualquier
otra circunstancia de su vida. Da igual a qué hora del día o de la noche sienta
la llamada de la creación: allí está él satisfaciendo esa necesidad perentoria,
independientemente de la vida de quienes la comparten con él.
A
medida que avanza la realización del retrato, advertimos la importancia de ese
espacio que parece darle sentido a la vida del escultor. Giacometti solo es él,
de verdad, realmente, mientras deambula por su estudio, fumando y con el abrigo
puesto para evitar el frío -el estudio ni siquiera tenía agua caliente…-,
retocando aquí una pieza, allá otra, y descubriendo incluso originales de
dibujos y bocetos suyos cuya existencia ignoraba. Giacometti vive en sus
últimos años un amor fou con una prostituta que no impedirá que sufra,
además, la extorsión de su proxeneta, pero Giacometti no parece ser una persona
dispuesta a entrar en polémicas o disputas: pagará el precio que sea para poder seguir disfrutando de
los interesados favores de la joven.
La
verdadera desesperación es la del joven modelo que ha accedido al deseo del autor,
sin que nada indique que ese retrato llegará a ser pintado alguna vez, dada la estrategia
penelopiana del autor: deshace todo lo pintado para volverlo a iniciar de nuevo
al día siguiente. James Lord es el espectador privilegiado de la impotencia que
alega Giacometti sesión tras sesión para justificar que no dé por bueno nada de
lo que pinta: en el marco de un estudio lleno de obras a medio acabar, de trastos y objetos hermosos
acumulados durante cuarenta años,
Giacometti se nos aparece como una figura espectral en un mundo propio y extraño
por el que solo él deambula como pedro por su casa, aunque presa de una insatisfacción
casi metafísica.
¿Intuía
el artista su próximo final? ¿Sus paseos por el cementerio en animada
conversación con el modelo forman parte de esas «postrimerías»? Gracias a los
registros fotográficos de lo pintada cada día, tomados por el modelo,
disponemos de las 18 versiones que hubo del cuadro antes de llegar no
necesariamente a la definitiva, que, para muchos, no será la mejor de la serie,
sin embargo. La película, lo aviso, no es apta para los amantes de una acción
externa que «entretenga»; estamos ante una película psicológica sobre un genio
poco comunicativo, además. Y los silencios son más elocuentes que las
conversaciones. Eso sí, la cámara descriptiva de Tucci, muy en la línea del
maestro Ophüls, sabe describir con precisión la insólita geografía apasionante
de esa vida circunscrita a un espacio tan áspero, tan reducido y tan
suficiente, al mismo tiempo, para crear una obra de importancia mundial.
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