Título
original: Relatos salvajes
Año:
2014
Duración:
115 min.
País:
Argentina Argentina
Director:
Damián Szifrón
Guión:
Damián Szifrón
Música:
Gustavo Santaolalla
Fotografía:
Javier Juliá
Reparto:
Ricardo Darín, Darío Grandinetti, Leonardo Sbaraglia, Érica Rivas, Oscar
Martínez, Rita Cortese, Julieta Zylberberg, Osmar Núñez, Nancy Dupláa, Germán
de Silva, María Marull, Marcelo Pozzi, Diego Gentile, María Onetto
Las películas
de episodios pueden ser consideradas como un género propio dentro de la larga y
maravillosa historia del séptimo arte. Los italianos, por ejemplo, supieron
explotarlo con innegable talento, no solo el de sus directores, de estilo muy
costumbrista, sino por la pléyade de actores y actrices de altísimo nivel que
allí floreció. Siempre, no obstante, ha habido películas de episodios que han
gozado del beneplácito del público. Hemos de distinguir entre episodio y corto,
porque no es lo mismo una película de episodios que otra de cortos que se
juntan para crear un largo, ambos tienen poéticas diferentes. Normalmente las
películas de episodios pueden parecer un conjunto de cortos, pero ni lo son ni
el propósito que anima a los directores
es el mismo. Los cortos siempre son autónomos; los episodios suelen girar
alrededor de un tema muy específico que da sentido al conjunto, como sucedió en
el caso de Intolerancia (1916) de
Griffith; Los sueños (1990) de
Kurosawa, Las tres edades, de Buster
Keaton (1923), Los complejos (1965),
de Dino Risi o el gran éxito de taquilla que fue en su momento Historias de la radio (1955), de José
Luis Sáenz de Heredia, en la España deprimida –en todos los sentidos habidos y
por haber de la palabra– de los años 50.
Me ha costado mucho ponerme a
escribir esta crítica, porque mi decepción chocará probablemente con una
posible acogida entusiasta de buena
parte del público, sobre todo del más joven que puede sintonizar con esta
faceta solo aparentemente transgresora de la película, porque se acoge a tantos
tópicos que enseguida, digámoslo así, cae en la rutina de la transgresión, sin
buscar un enfoque diferente o novedoso, como en el caso del episodio
protagonizado por el airado Darín que, aun teniendo planos excepcionales, se
podría haber convertido en una formidable película yendo más allá de la
topicidad de la anécdota. Como son diferentes historias, es evidente que los
aciertos y desaciertos se reparten entre ellas y, al final, queda un poso de
insatisfacción porque de ninguno de los episodios podemos decir que sea
absolutamente redondo. La carencia más evidente en todos ellos es el escaso
margen que dejan a la aparición de lo sorprendente que le dé un giro ingenioso
a casa episodio: todo discurre siguiendo una especie de desarrollo lógico que
permite conocer el desenlace de cada episodio,
o poco menos, así que se concluye con la presentación de la trama de
cada pequeña historia. En general, la mezcla de comedia y de terror funciona,
porque en el interior de cada historia hay un momento casi climático en el que
la progresión de los hechos hacia el estallido de violencia consigue provocar
una efímera sonrisa en el espectador, como si la vuelta de tuerca de las
disparatadas historias le permitiera relajarse ante la violencia liberada en
pantalla. A la mente nos vienen enseguida las imágenes impactantes de Michael
Douglas en aquella película tan polémica que fue Un día de furia (1993) de Joel Schumacher, a la que incluso tildaron
de apologética del fascismo cuando lo que hacía en realidad era describir una
enfermedad mental denominada “síndrome de Amok”, bien descrito en una de las
novelas del gran Stefan Zweig: Amok o el
loco de Malasia.
En Relatos salvajes hay seis historias, todas
ellas, eso sí, con un nivel de interpretación, por parte de actores y actrices,
excepcionalmente bueno, aunque, a veces, la escasa consistencia argumental de alguna historia o de alguna de las
situaciones dificulta mucho la labor de los actores. No podemos destacar a
ninguno de ellos, porque todos cumplen a la perfección –y éste es uno de los
grandes alicientes de la película, que conste–, tanto los más famosos, como
Darin, Sbaraglia o Grandinetti, como los menos populares aquí, pero mucho en
Argentina, como Óscar Martínez, sobresaliente intérprete de El nido vacío (2008), de Daniel Burman,
magnífico director de obras como El
abrazo partido (2003) o Derecho de
familia (2005).
Acaso los episodios primero y
último de la película tengan algo más de relieve, no por el mero hecho de
iniciar y acabar, sino porque el punto de partida es una historia de aire
cortazariano con un final que, aun a pesar de avanzarlo con una repetición
innecesaria de planos, más allá del único que era obligado, consigue introducir
al espectador en lo que podría haber sido una excelente comedia de humor negro
que, obviamente, no ha conseguido. El último episodio, más que por el
desarrollo argumental, tan tópico como el de los demás, supone, desde el punto de vista de
la realización, un tour de force visual
impresionante, por el ritmo, la puesta en escena, la ajustadísima
interpretación, la conseguida atmósfera y la sabiduría con que logra extraer
imágenes muy potentes de una situación tan manida como el banquete de bodas,
del que parece que no haya posibilidad de enfocarlo desde una manera novedosa.
Szifrón lo consigue, sin embargo, y deja al espectador con el buen sabor de
boca de lo que podría haber visto, más que con la sensación de haber visto un
espectáculo redondo. Son muchas las referencias cinematográficas de cada uno de
los episodios, a cada uno de ellos podría buscársele el pertinente correlato, y
todo parece indicar que Szifron ha querido meter en una película los seis
largos diferentes que podría haber hecho con la mayoría de los episodios,
desarrollando hasta sus últimas consecuencias las respectivas historias. El
tono amable, dentro del humor negro, que tienen todas las historias acaba
calando en el espectador, que sale de la sala más divertido que angustiado o
aterrorizado por esa violencia propia de la especie que ve aflorar crudamente
en la pantalla.
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