IDA
o las profundas heridas de la memoria histórica.
Título
original: Ida (Sister of Mercy)
Año:
2013
Duración:
80 min.
País:
Polonia
Director:
Pawel Pawlikowski
Guión:
Pawel Pawlikowski, Rebecca Lenkiewicz
Música:
Kristian Selin Eidnes Andersen
Fotografía:
Lukasz Zal, Ryszard Lenczewski (B&W)
Reparto:
Agata Kulesza, Agata Trzebuchowska, Joanna Kulig, Dawid Ogrodnik, Jerzy Trela,
Adam Szyszkowski, Artur Janusiak, Halina Skoczynska, Mariusz Jakus
Ida ha sido este año la ganadora del
Oscar a la mejor película de habla no inglesa, si bien a este crítico tampoco
le habría extrañado que lo hubiera sido Relatos
salvajes, por ejemplo, o la más que merecedora Leviathan. Cinematográficamente, las tres son muy diferentes, pero
entre una inteligente y divertida crítica corrosiva de los comportamientos
cotidianos, como es el caso de la obra de Szifron, una crónica de la tragedia
que supuso pertenecer al pueblo judío en la Europa del nazismo y una
radiografía impactante de la praxis política y las relaciones humanas en una
región periférica risa, alejada de los centros clásicos de poder, el jurado ha
considerado oportuno premiar un nuevo recordatorio de la tragedia del pueblo
judío. Los valores cinematográficos de Ida
lo justificaban plenamente, sin embargo.
Con un
uso extraordinario del blanco y negro y el retrato de una Polonia rural, donde
tuvo lugar el asesinato de los padres de la protagonista, la película nos narra
el descubrimiento que de sus orígenes hace una novicia católica a quien la
madre superiora de su convento, antes de que haga firmes los votos para
ingresar definitivamente en él, envía una temporada con su único familiar vivo,
una tía, hermana de su madre, quien lleva una vida patética entre la adicción
al alcohol y al sexo con extraños, arrastrando el drama doloroso de una vida
insoportable en su calidad de única superviviente de su familia judía. La tía, así que la sobrina
llega a casa, lo primero que le revela, para sorpresa de la novicia, es que es
judía y que sus padres fueron asesinados. Juntas inician, entonces, un viaje
para indagar dónde paran sus restos mortales, si pueden dar con ellos, algo que
la tía nunca ha querido averiguar.
Este tipo
de viaje convierte a la película en una más que singular road-movie que nos trae a la memoria, salvando las distancias, la
película Dos mulas y una mujer (1970)
de Don Siegel, en la que Shirley McLaine hacía el papel de una monja a quien ha
de proteger Clin Eastwood, quien se siente atraído sexualmente por ella. La tía
y la sobrina, ya lo dicen ellas, son, en efecto, una extraña pareja, porque la
tía es una agresiva fiscal que se mueve con una seguridad propia de saberse una
autoridad del estado comunista, lo que contrasta vivamente con la timidez, la
discreción y el pudor de la joven sobrina. Si a eso le añadimos que en ningún
momento la tía esconde a la sobrina sus adicciones, al alcohol y al sexo
aventurero, tendremos una idea muy ajustada de lo que puede dar de sí una
situación tan llamativa. Pawlikowski, el director, no pone el acento, sin
embargo, en la exploración de las posibilidades que le ofrece el desarrollo de
esta situación inicial, y es en esta ausencia de énfasis, el hecho de tomarla
como algo bien normal, lo que, mediante los muchos silencios de la película,
permite al espectador contemplar un desarrollo perfectamente pautado del
conocimiento e incluso la comprensión mutua entre ambas mujeres, tan lejanas la
una de la otra.
El viaje
a la casa de los padres de Ida, la estancia de las dos mujeres allí y el encuentro
con un músico autoestopista a quien recogen para llevarlo al mismo pueblo al
que ellas van, añade a la cinta unas escenas, la del concierto de música
popular de los años 60, la época en que transcurre la acción, muy conseguidas,
tanto desde el punto de vista de la realización como del de la música. El
rescate de los restos mortales que finalmente encuentran, al altísimo precio de
no denunciar al asesino y al ladrón de la casa familiar, parece el último
capítulo que la tía quiere dejar bien cerrado en su vida. El asesino, desde
dentro del hoyo excavado en la tierra, y desde donde ha exhumado los restos de
la familia de Ida, le confiesa a esta, desde las entrañas de la tierra
removida, y con la cabeza gacha, en una escena escalofriante, que si Ida vive
es porque él no tuvo valor para matarla también, dado lo pequeña que era.
Después de llevar los restos al cementerio judío de Lublin, donde estaban
enterrados todos los miembros de la familia, se inicia el último acto de la
película, acto que la prudencia me aconseja no desvelar. No tanto porque si el
espectador lo supiera dejaría de verlo con la misma emoción, sino porque es
bueno que los giros de guion en una película tan milimétricamente calculada
como esta sean respetados por los críticos. A lo largo de la película hay una
tensión evidente entre la vida actual de Ida, su deseo de convertirse en monja
católica y el efecto que tendrá en ella a partir de ahora el descubrimiento de
su condición de judía. Parece, además, que la road-movie tenga como objetivo ayudarla a tomar una decisión
correcta, más allá del rescate de los restos de su familia.
La
ambientación de la película es impactante, sobre todo para quienes tenemos
memoria histórica viva de la España de los 60 y hemos ya vivido ya viajado a
pequeños pueblos de provincia. Las casas, las carreteras, los coches, el
vestuario, las costumbres y ciertas conductas nos resultan demasiado
familiares, a pesar de la diferencia de régimen político entre la España
franquista y la Polonia comunista. El director, además, utiliza unos encuadres
muy personales, en los cuales los protagonistas parece que apenas saquen la
cabeza para meterse en el campo, como si el cámara se hubiera despistado; pero
asomándolo muy poco, ante la inmensidad del plano ocupado por el espacio contra
el que se recortan tan mínimamente los personajes y que se supone que debería
de haber sido sino marco. Y no es que el decorado adquiera un papel relevante o
preponderante en los planos, si nos atenemos a la pobreza de la mayoría de los
espacios que se describen en la película, a excepción del hotel donde el autor
consigue una puesta en escena magnífica, sino que todo parece querer
indicarnos, metafóricamente, el sometimiento de los personajes principales a
una agobiante situación social y religiosa, en el caso de ambas mujeres. Las
dos están espléndidas en sus respetivos papeles, pero no se puede obviar la
presencia magnética de la tía, Agatha Kulesza, quien nada más aparecer en
pantalla imanta poderosamente la atención del espectador, como si se hallase
ante una mezcla extraña de Anna Magnani y de Melina Mercouri. No podía competir
por el Oscar a la mejor actriz, pero hubiera sido una dificilísima rival a
batir. Su actuación a Ida, que soporta el peso de la película, le ha valido,
sin embargo el reconocimiento de la Asociación de Críticos Cinematográficos de
Los Angeles, un galardón, el de mejor actriz, que ya recibió de la Academia
polaca de cine. Estamos, pues, ante una película sutil y llena de hallazgos
visuales, con un contundente blanco y negro absolutamente clásico
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