miércoles, 19 de junio de 2019

«Un rostro en la multitud», de Elia Kazan o la raíz del populismo.



La crítica más moderna y demoledora del populismo y el poder de los media, filmada por Elia Kazan con un reparto extraordinario: un clásico poco conocido del cine político.

Título original: A Face in the Crowd
Año: 1957
Duración: 126 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Elia Kazan
Guion: Budd Schulberg (Historia: Budd Schulberg)
Música: Tom Glazer
Fotografía: Harry Stradling, Gayne Rescher (B&W)
Reparto: Andy Griffith,  Patricia Neal,  Lee Remick,  Anthony Franciosa,  Walter Matthau, Kay Medford,  Burl Ives,  Percy Waram,  Charles Irving,  Paul McGrath,  Rip Torn.

No estrenada en España en salas comerciales, pero sí en TV, primero en La Clave y luego en ¡Qué grande es el cine!, de José Luis Garci, Un rostro en la multitud es, hoy por hoy, la película más actual que cabe imaginar sobre fenómenos políticos que se están desarrollando ante nuestros ojos. ¡Qué poderoso despliegue de inteligencia a la hora de diseccionar la creación de figuras populares con enorme ascendiente sobre las masas, es decir, lo que actualmente estamos sufriendo bajo el nombre de «populismo», si bien planteado cuando acababan de inaugurarse las emisiones de TV en España desde el Paseo de la Habana. ¡Como podría extrañarnos que la censura no autorizase el estreno de esta película que desvelaba ante nuestros ojos el proceso de creación de la alienación política justo cuando la TV comenzaba a comportarse como “el mejor instrumento de propaganda del Régimen”! La película de Kazan, que lamentablemente no había visto hasta hace unos días me ha parecido una joya del cine político que convendría reestrenar cuanto antes para que los espectadores pudieran no solo disfrutar de un  peliculón dramático de primera magnitud, sino sacar las lecciones correspondientes de un discurso que desnuda con elegancia implacable el hosco rostro de la demagogia que se esconde tras los populismos. La historia es sencilla, pero la realización muy compleja, porque la historia tiene muchos recovecos que el director sabe explorar para construir una suerte de fresco social que retrata a la perfección la imbricación de intereses que permiten la creación del «monstruo», porque de eso hablamos. La historia arranca con una modestia que sirve de contraste adecuado con el punto de llegada: una joven reportera de una emisora de radio local, hija del dueño, tiene u n programa llamado A face in the crowd, un rostro en la multitud, que consiste, ni más ni menos, que en darle voz a cualquiera que, por las razones que sean, ni de lejos ha considerado la posibilidad de que su mensaje sea radiado o de que su historia, la que sea, llegue a los demás. Con ese fin, visita la cárcel del sheriff del condado y allí va preguntando a unos y a otros, sin que nadie quiera hablar. Finalmente, acaba haciéndolo un vagabundo que solo lleva su guitarra como todo equipaje y quien, a cambio de hablar con la joven e incluso de cantar una canción «rebelde», se garantiza salir en libertad. Como la emisión tiene mucho éxito y los oyentes quieren saber más de ese personaje, la encarnación del «hombre libre», no sujeto a ataduras de ningún tipo, con un sentido del humor chocarrero y popular, del que forma parte una manera de expresarse políticamente incorrecta pero llena de lo que, con ciertas limitaciones, podríamos llamar «sabiduría popular», y que conecta inmediatamente con el usamericano medio, el dueño de la emisora y su hija salen a la caza y captura de semejante mirlo blanco. La hija es Patricia Neal, y en esta película tiene un papel que solo ella, con un rostro hiperfotogénico, del que Kazan extrae primeros planos de corte expresionista, es capaz de representar con la complejidad que exige la extraña pasión que acaba sintiendo por un ser tan primitivo y popular como Lonesome Rhode, encarnado por un debutante como Andy Griffith con total propiedad. A su manera, Griffith recuerda mucho al vaquero representado por Don Murray -¡un típico urbanita neoyorquino!- en Bus Stop, de Joshua Logan. Su naturalidad, su desparpajo, sus profundas raíces en el «gracioso» que siempre tiene la carcajada explosiva en la garganta y a quien cualquier comentario suyo le parece cargado del mayor de los ingenios imaginables nos ofrece una personalidad cargante, desde a óptica de un intelectual, pero muy próxima a la ingenuidad de la gente sencilla que comulga a pis juntillas con un humor a la altura de sus limitadas capacidades de entendimiento y de expresión. ¿Cuál es el secreto de su éxito? La capacidad innata para movilizar a los oyentes hacia el objetivo por él marcado. Primero comienza todo con bromas locales, como que en un día caluroso los niños invadan la piscina del dueño de la emisora y prácticamente tomen al asalto su casa, pero cuando el propio personaje acaba dándose cuenta del enorme poder de sugestión que tiene sobre las personas a quienes se dirige, íntimamente, de tú a tú, sin intermediaciones interesadas que valgan, todo empieza poco a poco a cambiar. Enseguida llega el salto de la emisora local a la televisión regional, en la que, poco a poco, va convirtiéndose en un personaje legendario por su franqueza y su naturalidad: la expresión viva de alguien que no sigue los dictados de nadie y que le habla al pueblo con el lenguaje del pueblo para estrechar un lazo que se convierte en una rendición absoluta a su poder de persuasión. De eso se trata, de cómo primero la radio y luego la televisión construyen un «personaje» que acabará poniéndose al servicio de la publicidad, primero y, finalmente, de la política, cuando su potencial social lo ha llevado a la televisión nacional y a ser tenido en cuenta por un  aspirante a Presidente para «asimilar» un cambio de imagen que le permita acercarse a los votantes. Recordemos que estamos en una época en la que la TV acabaría siendo determinante, por cuestión de imagen ante las cámaras, para que Kennedy lograra su victoria sobre Nixon en las presidenciales, pocos años después de esta película,  y como el segundo recordó amargamente: «Confiad plenamente en vuestro productor de televisión, dejadle que os ponga maquillaje incluso si lo odiáis, que os diga cómo sentaros, cuáles son vuestros mejores ángulos o qué hacer con vuestro cabello. A mí me desanima, detesto hacerlo, pero habiendo sido derrotado una vez por no hacerlo, nunca volví a cometer el mismo error». Esa parte en la que en pequeño comité el cómico mediático le revela al candidato que un proceso de «transformación» de su imagen es imprescindible para garantizar sus aspiraciones políticas debería formar parte de las guías de campaña de todos los políticos, porque ahí vemos el germen de la importancia de los asesores de imagen cuyos consejos son capaces tanto de hundirte como de hacerte triunfar. La historia sentimental con el personaje de Neal, que incorpora la figura de un rival, un Walter Matthau, disfrazado convincentemente de intelectual neoyorquino, con las gafas de concha y la pipa en los labios, quien trabaja para ella en la confección de guiones y quien, finalmente, acaba escribiendo un libro sobre el bluff que representa el personaje, antes de que ella, la novia despechada por el súbito matrimonio del histrión con una jovencísima y ya esplendida Lee Remick de 17 años que, como el propio protagonista, también debuta en las pantallas,  logre desacreditarlo dejando abierta la conexión mientras el protagonista se ríe de la ingenuidad de sus televidentes y se burla de su credulidad y de la facilidad con que son capaces de actuar poco menos que según él ordene que hagan. Estamos, pues, ante una venganza, sí, pero el camino que sigue la creación del «monstruo» es apasionante y contiene escenas maravillosas tanto sobre los entresijos de la televisión, la publicidad y la ambición como el peligro inherente a esa capacidad para alimentar audiencias pasivas y obedientes que dejen la gobernación del Estado en manos de desaprensivos, incompetentes o lunáticos. Seguro que Elia Kazan vio con mucha atención la agridulce película de Stanley Donen y Gene Kelly, Siempre hace buen tiempo, en la que aparece una crítica demoledora de la televisión basura que acaba protagonizando el popular Lonesome Rhode. Por fuerza he de hacer referencia a la poderosísima puesta en escena de la película, porque desde la cárcel inicial en la que se presenta al personaje hasta el dúplex neoyorquino donde acaba, no hay paso de su enrevesada biografía que, como el concurso de majorettes donde conoce a la joven Remick, con la que se casa, porque, como le avisa su apoderado -un inspiradísimo Tony Franciosa- es menor de edad, y no le pasan por alto a los «circunstantes» su libidinosa actitud hacia ella, cuando preside el jurado que ha de conceder el título de Miss Arkansas. Es curioso, por otro lado, la coincidencia entre el personaje de Tony Franciosa un pícaro y espabilado agente que se hace con la representación del protagonista y el papel de Tony Curtis en otro peliculón que se estrenó el mismo año: Chantaje en Broadway, de Alexander MacKendrick. Como se aprecia, por la inusual extensión de esta crítica, en la que dejo un montón de detalles sin abordar, esta película de Kazan en modo alguno es una película más, excelente, de las muchas que hizo el director de origen griego, quien delató a ocho de sus compañeros de actividades teatrales ante el comité McCarthy, sino una película que explora con profundo acierto las raíces del populismo como un mal de nuestro tiempo.

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