domingo, 26 de septiembre de 2021

«Otra ronda», de Thomas Vinterberg (o el alcohol sin dogmatismo…)

 


Ambigua celebración y condena del alcoholismo a través de un experimento social más previsible que los efectos de la  ley de la gravedad…

 

Título original: Druk

Año: 2020

Duración: 116 min.

País: Dinamarca

Dirección: Thomas Vinterberg

Guion: Tobias Lindholm, Thomas Vinterberg

Fotografía: Sturla Brandth Grøvlen

Reparto: Mads Mikkelsen, Thomas Bo Larsen, Magnus Millang, Lars Ranthe, Susse Wold, Maria Bonnevie, Dorte Højsted, Helene Reingaard Neumann, Martin Greis, Magnus Sjørup, Mercedes Claro Schelin, Frederik Winther Rasmussen, Silas Cornelius Van, Albert Rudbeck Lindhardt, Aksel Vedsegaard, Aya Grann.

 

         Supongo que esta es una de esas películas, como, a mucha distancia estética y de calidad, lo fueron antes Días de vino y rosas, de Blake Edwards y Días sin huella, de Billy Wilder, ante las que da igual si el crítico es bebedor de alcohol o abstemio, porque, como ocurre en  Otra ronda, traducción demasiado «festiva» del danés Druk, «Beber», «La bebida», la ingesta de alcohol se nos ofrece como un «experimento» social en el que cuatro profesores que no atraviesan su mejor momento deciden embarcarse para mejorar sus vidas, profesionales y sentimentales. Con un prólogo en el que se describe una competición a medio camino entre la yincana y el botellón, por parte de los bachilleres que afrontan su último año en la Secundaria, antes de acceder a la universidad, la película nos sitúa inmediatamente ante la descripción de las vidas de cuatro amigos, cada uno con sus miserias particulares, pero la narración escoge a uno de ellos como protagonista, aquel que está a punto de tener un serio conflicto laboral por la dejadez con que encara sus clases de Historia, tras la queja de los alumnos y sus familias, que lo ponen en un aprieto del que aspirará a salir a través del experimento para la realización del cual se confabulan los cuatro amigos en la cena de celebración del cumpleaños de uno de ellos, asediado por una deprimente vida familiar, del mismo modo que el protagonista, casado con una enfermera que hace muchos turnos de noche, tiene una miserable vida sexual y sentimental, más cerca de las vidas paralelas consentidas que de la «unidad» familiar que forman.

         De por sí, tanto los alumnos, como sus profesores, como el país en general, en el que todos «beben como cosacos», al decir de la mujer del protagonista, la siempre efectiva y cautivadora Maria Bonnevie; todos, pues, son aficionados a la bebida, algo que no puede extrañar en el clima nórdico, a pesar incluso del supuesto «cambio climático», en el que el alcohol es fuente preciosa de calorías y compensación tóxica frente al fracaso existencial, que es, acaso, el impulso que lleva a los cuatro hombres, en fraternal camaradería, a lanzarse gozosamente al experimento socioalcohólico para combatir el tedio, la monotonía y la impotencia que se han apoderado de sus vidas, deparándoles una insatisfacción lindante con la desesperación.

         Para el espectador, lo peor del planteamiento es lo previsible de su final, porque mientras logran tener una tasa de alcohol en sangre que los tiene «en su punto» de ingenio, bonhomía y contenida euforia, todo discurre como si el alcohol fuera el elixir de la felicidad; pero los cuatro están advertidos por la teoría del inventor de ese experimento de que si traspasan al alza ese nivel es muy probable que se pase a la fase de dependencia absoluta y solo se beba sin otro objetivo que satisfacer la necesidad de mantener y/o aumentar ese nivel en sangre que convierte a los bebedores en alcohólicos clásicos, en drogadictos.

         Aunque el tono de comedia parece presidir muchos de los momentos de la película, porque no es fácil llevar a cabo el experimento en un centro escolar en el que la presencia del alcohol está prohibida, lo cierto es que la vida patética de los cuatro amigos impone un tono amargo de fracaso existencial que advertimos en no pocas secuencias, especialmente en la llegada a casa del protagonista, totalmente borracho, y siendo recogido por uno de sus hijos ante la puerta de otra vivienda, que no la suya propia, o la del padre en apuros que se acaba meando en la cama familiar donde suelen acabar durmiendo los padres con sus tres hijos pequeños, o ya hacia el final, la llegada a la sala de profesores del profesor de educación física,  incapaz de dar un paso sin amenazar con caer redondo en el suelo. Como se advierte, se trata de situaciones muy cotidianas, muy de andar dando tumbos por casa, lo cual le quita mordiente al planteamiento, e incluso añade un cierto romanticismo falso de que alguna situación familiar, como la del protagonista, se puede enderezar.

         En estos tiempos de botellones que acaban en estallidos de violencia incontrolables por una policía pasiva que se guarda muy mucho de ni siquiera rozar con su equipamiento represor a ningún joven, según las órdenes recibidas por sus mandos, más atentos a la corrección política que propiamente a mantener el orden público, al menos aquí en Cataluña, desde donde escribo, ¿qué mensaje nos traslada una película como Otra ronda? ¿Condena la ingesta masiva de alcohol? ¿Reconoce el poder desinhibidor del mismo? ¿Acepta acríticamente que el alcohol ha de ser el «centro nuclear» de cualquier celebración? ¿Agradece a Noé que nos marcara el camino? ¿Se recrea en el fracaso existencial de los protagonistas para estigmatizar el consumo inmoderado, ¡y aun el moderado!? Pueden parecer preguntas de inquisidor o de moralista severo, pero como el abuso del alcohol es uno de los grandes problemas de nuestras sociedades conviene saber cuál es la respuesta que les da a todas ellas la película. Ahí radica, a mi entender, en la ambigüedad con que la película esquiva las respuestas, el flaco favor que esta hace a una mitificación del alcohol en la sociedad occidental que amenaza con lastrar seriamente nuestro camino hacia el progreso en la equidad y la justicia social. Que el experimento se lleve a cabo en el seno de un centro educativo no deja de ser un mensaje inequívoco de la magnitud del problemón, aunque el tono festivo del desarrollo del mismo, y tres o cuatro ingeniosidades baratas, den a entender que no ha alcanzado los niveles de preocupación social que, a mi entender, requiere. ¿De qué modo ha de entenderse, si no, la inserción anticlimática de un encadenado de apariciones de altos dirigentes políticos en público en estado de embriaguez: Yeltsin, Clinton, Sarkozy, Orban, Brézhnev, etc.?

         La película, con un contenido social tan punzante, tiene la virtud, sin embargo, salvo algún momento aislado, de narrar el experimento con una envidiable fluidez, porque incluso los momentos de ebriedad total acaban formando parte, casi coreográfica, de una conducta deprimente. Dado el director, el retrato psicológico, sobre todo los del protagonista y su pareja, alcanza cotas incluso de contundente emotividad, lo que nos permite conectar el experimento con la vida real, más allá del juego perverso con el control del nivel de alcohol en sangre. A esa emotividad se llega a través de interpretaciones impecables y alguna tan difícil como la que el poco papel que tiene exige de Maria Bonnevie. Pudiera entenderse que estamos ante una película, como ha banalizado algún crítico, de «amigotes» curdescos, o, como dice la crítica de Cinemanía, «ante una celebración de la vida y del amor...», porque es cierto que los hombres de la película la acaparan, pero la planificación de la historia por parte de Vinterberg nos deja claro que, de algún modo, son víctimas de su propia impotencia y su pérdida de poder en el cambio de roles sexuales de la sociedad actual. Solo desde esa perspectiva puede considerarse una obra que toma a los hombres como cobayas de un experimento en el que se meten voluntariamente, que conste.

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