martes, 9 de mayo de 2023

Andrei Rublev, de Andrei Tarkovsky, el cine como exploración del alma.

 

Un pretexto biográfico para una road movie medieval del espíritu: el arte, la sequedad espiritual y el triunfo de la vocación.

 

Título original: Andrei Rublev

Año: 1966

Duración: 205 min.

País: Unión Soviética (URSS)

Dirección: Andrei Tarkovsky

Guion: Andrei Konchalovsky, Andrei Tarkovsky

Música: Vyacheslav Ovchinnikov

Fotografía: Vadim Yusov

Reparto: Anatoly Solonitsyn; Ivan Lapikov; Nikolai Sergeyev; Nikolai Grinko; Irma Rausch; Nikolay Burlyaev; Mikhail Kononov; Rolan Bykov; Nelly Snegina; Yuri Nazarov; Yuriy Nikulin; Nikolai Grabbe; Stepan Krylov; Bolot Beyshenaliyev; Irina Miroshnichenko.

 

         Que Tarkovsky significa otra dimensión del cine es algo que apreciamos en cuanto entramos en alguna de sus películas, sean las más conocidas, Sacrificio o Solaris, sean las menos vistas, como Andrei Rublev o la enigmática y casi mirífica La zona (rodada tras la destrucción accidental en un laboratorio del primer rodaje), y no hablemos ya de La apisonadora y el violín, que critique en este Ojo y que le sirvió de ejercicio de graduación en la escuela de cine.

         Si repasamos la lista de «sus» diez películas predilectas, obtendremos, por así decirlo, la «genealogía» del director ruso: 1. Diario de un cura rural (Le journal d'un curé de campagne, 1950), de Robert Bresson. 2. Los comulgantes (Nattvardsgästerna, 1962), de Ingmar Bergman. 3. Nazarín (1958), de Luis Buñuel. 4. Fresas salvajes (Smultronstllet, 1957), de Ingmar Bergman. 5. Luces de la ciudad (City Lights, 1930), de Charles Chaplin. 6. Cuentos de la luna pálida (Ugetsu monogatari, 1953), de Kenji Mizoguchi. 7. Los siete samuráis (Shichinin no samurai, 1954), de Akira Kurosawa. 8. Persona (1966), de Ingmar Bergman. 9. Mouchette (1967), de Robert Bresson y 10. La mujer en la arena (Suna no onna, 1964), de Hiroshi Teshigahara. No es una lista elaborada de cualquier manera, sino muy meditada, por lo que advertimos enseguida la alta exigencia artística que tiene fijada como meta el cine deTarkovsky, y, como suele suceder en estos casos, sus obras están a la altura de las de sus admirados. Que haya dos de Bresson y dos de Bergman en una lista tan reducida, acota aún más el horizonte de su cine. En este Ojo figura la crítica de algunas de esas diez películas, pero, en todo caso, y por no agotar al hipotético lector, lo remitiría a la de Mouchette, una película escalofriante.

         En Andrei Rublev, una biografía muy parcial de un artista a quien nunca se le ve en el ejercicio de su arte y que, antes bien, nos es mostrado en una época en la que cree que, dada la realidad que lo rodea, es poco menos que una inmoralidad dedicarse en cuerpo y alma a cualquier arte, lo que lo sume en una suerte de sequía espiritual de la que le va a llevar no pocos años salir antes de, reconciliado con su propio poder artístico, manifestarlo en la pintura de algunos de los iconos más hermosos de la historia del arte ruso.

         Como un artista trashumante, al servicio de quien lo quiera contratar, Andrei deja el monasterio donde vive y, en compañía de sus incondicionales que lo ayudan en su trabajo, se lanza al camino en parte para huir de la molicie de una vida religiosa sin expectativas, en parte para reencontrarse a sí mismo y hallar una razón poderosa para seguir pintando. La película se abre, sin embargo, con un prólogo simbólico, el del creador de un globo que huye de la turba que se empecina en abortar el vuelo por la fuerza, lo que no consiguen, para disfrute de quien, burlándolos, se eleve con el rústico globo muy por encima de sus asombradas cabezas. Da igual que ese vuelo tarde poco en fracasar, porque su simbología permea toda la película: la osadía de la creación, el riesgo del arte y la lucha contra la ignorancia. ¿He dicho ya que estamos a caballo de los siglos XIV y XV? Pues sépase, porque es ese contexto medieval el que va a recrear Tarkovsky en varios episodios que nos permiten tener un conocimiento de la vida rusa en ese periodo.

         La película, extraordinariamente larga, 205 minutos, está divida en un prólogo y ocho «actos», a través de los cuales se despliega ante nosotros un fresco histórico sobre manifestaciones de la vida medieval que van desde el acoso a los bufones goliardescos que les cantan las cuarenta a la nobleza y al clero, hasta una batalla demoledora de un noble, ayudado por los tártaros,  contra su hermano, pasando por las prácticas paganas y nudistas de los campesinos, fuertemente reprimidos por el poder, y acabando en el magnificente episodio de la elaboración de una campana por parte de quien se ofrece al príncipe como el único a quien el campanero, su padre, ya muerto, le ha hecho depositario de su arte para crear campanas. Bajo la amenaza de ser ejecutado si la construye y no suena, el joven, en compañía de otros artesanos, afronta la febril tare de la construcción. ¿Dónde está Rublev en este y otros episodios? Aunque su vida es el hilo conductor, a veces asume un papel secundario. En el episodio de la campana es un observador de los esfuerzos del joven desde el voto de silencio que se ha impuesto desde que, en el asalto a la catedral donde fenecen bajo las armas de los tártaros toda la población que allí se había refugiado, él  mata con un hacha a un tártaro que  pretendía violar a la joven con retraso mental a quien él protege. La contemplación de tanta violencia desatada, que incluso lo ha arrastrado a él, un monje,  lo lleva a esa penitencia silenciosa de la que saldrá ya para el desenlace de la película.        

         En el episodio del juglar bufo en la choza donde se refugian de una tormenta que les ha pillado en su camino, tras salir del monasterio, uno descubre, por ejemplo, que el rap no es un invento tan reciente, dado que la suerte de danza del bufón acompañándose de un instrumento en un ritmo sincopado es lo más parecido, pero en virtuoso, a esa musiquilla algo deleznable. Que entren los sicarios del noble de turno, lo secuestren y, como sabemos en otro episodio, el de la campana, le corten la lengua, forma parte de aquellos tiempos en los que cualquier arte, humilde o encumbrando, podía significar para sus practicantes la gloria o la muerte.

         El cine de Tarkovsky se caracteriza por el uso frecuente de los planos secuencia, y más aún en el formato panorámico en que está rodada Andrei Rublev, que mezcla la coreografía de masas, como en el ataque a la catedral, con momentos intimistas y con imágenes soberbias de carácter metafórico, como la final de los caballos, los cisnes, la barca con el tótem religioso de los heterodoxos nudistas que celebran en el río la noche de San Juan o la conversación fantasmagórica de Rublev con Teófanes en la catedral destruida.

         El acogimiento de la joven trastornada, que tendrá un momento de rebeldía cuando se sienta seducida por un joven jinete tártaro, con quien acabará huyendo de la protección de Rublev, forma parte de esas escenas que, en plena nevada, se te meten por los ojos deslumbrados como una herida lancinante; de igual manera, la recreación dela crucifixión en el monte nevado alcanza cotas estéticas de máxima altura y espiritualidad.

         Curiosamente, a continuación de este clásico inmortal, tuve la dolorosa experiencia crucial de contemplar Barbarroja, de Kurosawa, uno de sus directores favoritos, aunque de él escoja Los siete samuráis, pero entre Andrei Rublev y Barbarroja hay un cierto nexo espiritual que se manifiesta en la realización, en el uso del blanco y negro y en la fuerte veta espiritual, en el segundo caso podríamos hablar de humanismo compasivo, que ambas comparten.

         El protagonista de la película, con quien Tarkovsky volvió a trabajar, imprime un sello muy personal a la historia del monje y artista medieval, cuya vida nos es ofrecida en el más rico de los contextos posibles. ¡Una gozada!, a poco que el amor a la creación de imágenes inolvidables guíe nuestra afición al Séptimo Arte.

 

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