Un caminante entre dos deseos y la utopía, para el extranjero, de una vida «normal», acompasada a los ritmos de la naturaleza.
Título original: La veuve
Couderc
Año: 1971
Duración: 87 min.
País: Francia
Dirección: Pierre
Granier-Deferre
Guion: Pierre
Granier-Deferre, Pascal Jardin. Novela: Georges Simenon
Reparto: Alain Delon; Simone Signoret; Ottavia Piccolo;
Jean Tissier; Monique Chaumette; Boby Lapointe; Jean-Pierre Castaldi; Pierre
Collet.
Música: Philippe Sarde
Fotografía: Walter Wottitz.
Honrando la
memoria de Alain Delon, a quien tanto quisimos cuando admiramos su trabajo en
tantísimas películas…, hemos visto tres muestras muy distintas de su trabajo: A
pleno sol, de René Clément, que ni de lejos puede compararse con la serie Ripley,
de Steven Zaillian, El silencio de un hombre, de Jean-Pierre Melville
que sigue siendo un polar majestuoso, y esta joyita perdida acaso en su amplia
filmografía, La viuda Couderc, de Pierre Granier-Deferre, un director
que adaptó también otras dos obras de Simenon, El tren y El gato.,
ambas tan espléndidas como la presente.
Un autobús, la
protagonista sentada en la última fila de asientos, un caminante con aire de
vagabundo, un extraño, un levente, hacia quien ella vuelve su mirada porque el
ejemplar de macho impone la visión detallada. La mujer llega a la parada del
pueblo y el conductor le deja a los pies el pesado equipaje adquirido en la
ciudad. En ese instante llega el caminante sin destino. Le ofrece su ayuda para
llevarle el pesado bulto. Ella la acepta. Atraviesan una pequeña villa y han de
aguardar a que la encargada baje el puente levadizo que permite a los barcos navegar
por el canal fluvial. Cruzan al otro lado sin cruzar una palabra con la
guardesa del puente. Al otro lado ya, ella dice dos palabras: «mi cuñada». Y
llegan a la casa donde un hombre, el suegro de ella, comparte la vivienda. La atracción animal que siente la mujer, en
la edad fronteriza de la madurez avanzada, por ese extranjero sin oficio ni
beneficio ni destino alguno la incita a preguntarle si busca trabajo. Y ahí se
inicia una historia que va a entretejer varios destinos, familiares y no
familiares, porque el enfrentamiento de la viuda Couderc, que entró en la
familia del suegro como doncella hasta convertirse, por un matrimonio, en la
señora de la casa, con la cuñada que vive enfrente de ella y que le disputa la
herencia de la gran casa que ocupa junto a su suegro, alimentará la narración y
la acabará conduciendo al trágico final que sella la historia de un amor
imposible, una lealtad sorprendente y un brillante futuro, enunciado como la
fábula de la lechera…, truncado por esos odios familiares de los que se
desentiende la joven sobrina de la madura viuda, quien acaba tentando, verde
racimo, el ardiente deseo del recién llegado, poco dado a pararse en barras, si
de conquistar tan jugoso premio se trata.
La película
tiene un ritmo tan lento como el del paso de los barcos que atraviesan la localidad, porque el canal la divide en
dos; barcos que tanto son de trabajo como de diversión, que tanto llevan la
bandera francesa como la usamericana, y en los que se oye un jazz propio de la
época histórica en la que se sitúa la acción: 1934 y el nacimiento del
antisemitismo y de los movimientos totalitarios. La vida misma no tiene otro
ritmo que el pausado de las faenas del campo, entra las que vamos conociendo
los enfrentamientos entre la protagonista y la cuñada, porque esta quiere que
el padre firme ante notario la cesión a la hija de la propiedad, para «quitársela»
a la viuda de su hermano, aunque el suegro prefiere vivir con la viuda.
La vida
cotidiana adquiere un relieve protagonista en la película, como se aprecia en
la secuencia del baile en que las jóvenes cifran su esperanza de hallar pareja
para formar una familia. Llama la atención del uso del tocadiscos para amenizar
con música el baile, y la desbordante alegría de los participantes, especialmente
de la sobrina, a quien rescata el extranjero para llevársela y gozar de ella en
unas escenas que fueron suprimidas por la censura franquista.
Poco a poco el
hombre acabará jugando las dos barajas, la de la viuda y la de la joven, por un
lado, el deseo de la juventud, por otro, el de la estabilidad económica, y lo
dirá claramente cuando es interpelado por la viuda, a quien le dice que su
vejez no puede competir con la lozanía de la joven sobrina, una escena
realmente dramática en la que la verdad sin tapujos es encajada por la viuda de
un modo casi heroico, lo cual no obstará para que ambos sigan manteniendo su
extraña relación. A diferencia de la novela, el origen del extraño solo se conoce mediante una
leyenda antes de los títulos de crédito, pero conviene recordar que el extraño
posee una pistola que, descubierta por la viuda, esta se encarga de apartar de
su lado, escondiéndola en la chimenea, junto al atadijo de sus dineros.
Cuando la sobrina
se cuela en la casa y roba la documentación falsa del joven, que ha confesado a
la viuda que ha salido de la cárcel, se inicia la persecución del extraño a
partir de la denuncia de la cuñada. Entonces se pone en marcha el aparato
represivo y nos extraña a los espectadores el despliegue de tropas a pie, a
caballo y motorizadas para reducir a un hombre de quien, hasta ese momento, no
hemos visto tendencia hacia la crueldad ninguna y sí un deseo firme de «establecerse»
junto a la viuda y convertirse en criador de pollos para venderlos al por mayor.
No se resalta demasiado en la película esa tendencia hacia la violencia sin razón
aparente propia del extraño que lo emparentaría con la famosa novela de Camus,
cuyo éxito sorprendió a Simenon, dada la semejanza de tema entre ambas.
En cualquier
caso, la realización de Graniere-Deferre, apegada a los planos descriptivos de
la vida cotidiana, al lento deslizarse de los barcos por el canal y a la celebración
del deseo, amén de la lealtad del extraño a la viuda que lo acoge en su casa,
describe un ritmo de vida en el que parece que sea imposible un final como al
que asistimos con algo de incredulidad, y que se aparte del propio de la novela
de Simenon. Al final, todo parece indicar que el vínculo extraño entre la viuda
y el caminante sella el destino de ambos, en un giro poético que nos hace
pensar casi en el final de Bonnie y Clyde.
Si El gato
es un extraordinario análisis psicológico de la ruina de la convivencia marital,
La viuda Couderc saca a la luz las entrañas de las egoístas rivalidades
familiares en el contexto de una Francia en la que triunfará el orden
totalitario y el antisemitismo, propiciadores de la ocupación alemana.
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