Nebraska. Poética de la
testarudez última o el viaje a la semilla.
Título original: Nebraska
Año:2013
Duración: 115 min.
País: Estados Unidos
Director: Alexander
Payne
Guión: Bob Nelson
Música: Mark Orton
Fotografía: Phedon Papamichael (B&W)
Reparto: Bruce Dern, Will Forte, Stacy Keach, Bob Odenkirk, June Squibb, Missy Doty, Kevin Kunkel, Angela McEwan, Melinda Simonsen
Quizás un
título supuestamente menor de John Ford, pero para este crítico más que mayor: Tobacco Road, sea, acaso, una referencia
que algunos pueden juzgar como mínimo extraña, a la hora de buscarle
antecedentes familiares a Nebraska,
esta lírica película de Alexander Payne, el reconocido autor de dos cintas muy
notables, Entre copas (2004) y Los descendientes (2011). Con la
película de Ford hemos de emparentar el uso del blanco y negro, la poética
descripción del paisaje y la descripción de esa comúnmente llamada América
profunda donde parece que todas las abyecciones, extravagancias y bondades
tengan su asiento. Con todo, habríamos de remontarnos a la segunda película de
Payne, A propósito de Schmidt, con un
espléndido Jack Nicholson –según opinión unánime de la crítica, tras su
estreno– para entender que Nebraska
es algo así como la culminación de aquel primer intento. El director, hijo de
aquel territorio (Omaha, Nebraska) ha querido rendirle un homenaje entrañable a
los paisajes de su niñez, porque la fotografía y la selección de los paisajes invernales
que aparecen en la película justificarían por sí solas su visionado, y ello a
pesar de una banda sonora cuyos inicios, con un fuerte acento mejicano,
chirrían de lo lindo, aunque después recuperan un poderoso ayuntamiento con las
imágenes. La sensibilidad para fotografiar el paisaje me llamó poderosamente la
atención en Los descendientes, donde,
al margen de los otros valores dramáticos de la película, contemplé un Hawai
que me pareció literalmente el Paraíso.
En todas sus películas, sin distinción, la
familia, el complejísimo mundo de las relaciones familiares, aparece como “el”
tema por excelencia. En este caso de Nebraska
se trata el tema de la vejez, o acaso sea más propio hablar de la ancianidad, y
de la piedad filial. Y es a propósito de esa piedad que, apenas vi el rostro de
Bruce Dern mirando hacia el cielo a
través de la ventanilla del Subaru en el que lo lleva su hijo a recoger el
premio del millón de dólares, se me calcó el rostro de Fernando Fernán Gómez en
aquella película excepcional que es En la
ciudad sin límites, de Antonio Hernández, y ya no pude, durante el resto de
la película, evitar el solapamiento de esos dos actores, de esos dos rostros,
de esos dos registros interpretativos, lo que, lejos de perturbarme la visión
del film, me la enriquecía.
Ha de
entenderse lo que, coloquialmente, significa en Usamérica la expresión “un
millón de dólares”, y ahí está, sin ir más lejos, esa joya del cine que es One
million dollar baby, de Clint Eastwood, que la ostenta en el título, para
darse cuenta de que en Nebraska no se
habla del premio, sino de la propia vida del protagonista, demasiado bueno,
generoso y desprendido, tanto que, hasta en la ficción del premio final, porque
negarlo todo, como se apresura a hacer el hijo piadoso en todo momento, es
concederle, para la mente retorcida de los rufianes y los parásitos, la mayor
de las verosimilitudes, se le quiere desvalijar con amenazas e incluso con
violencia. Hay algo en la anécdota argumental de Nebraska de las películas de Frank Capra, porque ese sencillo
malentendido tiene un poder inmenso para revelar la verdadera naturaleza de no
pocos personajes, comenzando por la propia familia del protagonista, que se
suma a su road story con una generosa
e interesada complicidad. Por suerte, el
humor, sobre todo el irónico, pero no abrasivo, permite ver la película con una
tranquilidad de espíritu que se agradece, porque el quijotesco personaje de
Bruce Dern también acaba molido en su peregrinar hacia el ideal, que eso es lo
que el coloquialismo significa en Usamérica, donde hasta le calidad humana o la
belleza reciben esa tasación para el grado de excelencia.
Quienes
disfrutaron con Una historia verdadera,
de David Lynch, lo harán mucho más con esta película, porque lo que allí era
hasta cierto punto una visión idealizada de los lazos familiares, incluso algo
ñoña, tiene en Nebraska su
contrapunto, dada la descarnada visión de esos lazos que se ofrece, si bien,
más allá de esa circunstancia en que se desata la avaricia y el instinto de
rapiña, se ensalza el sólido fundamento social que constituye en una zona rural
la familia. Es impagable, por ejemplo, la visión de la familia “de pocas
palabras” viendo la televisión en perfecta comunión de silencio en la sala de
estar, como un geriátrico… La descripción de la vida pueblerina, con sus
pequeñas miserias, grandezas y rivalidades, recibe un tratamiento de orden
mítico en Nebraska, porque el protagonista se resiste a la idea de pasar por
Hawthorne, su pueblo natal, camino de Lincoln, donde ha de recibir el premio.
Su hijo insiste en hacer ese alto en el camino, pero para su padre, esa visita
es una vuelta a los orígenes, ese camino inverso que se recorre con tanta
lucidez cuando nos acercamos a la muerte. El poder nostálgico y emotivo de la
visita a la casa familiar abandonada, donde vivió el anciano con sus padres, se
manifiesta en toda su dramática trascendencia humana cuando, después de revelar
a su mujer y a sus hijos que no podía entrar en el cuarto de sus padres porque,
de hacerlo, les zurraban, añade: “supongo que ya nadie me puede reñir”, y en ese comentario hecho
sottovoce, con la mirada perdida en el pasado, sin ningún tipo de énfasis, reconoce la especie de orfandad en que ha
vivido toda su vida, como adulto, fuera de la férula familiar.
A pesar de su
grandeza cinematográfica, la película se ofrece como una especie de delicada miniatura
sin pretensiones, como el intento de revelar una anodina historia familiar que
no merece el interés general, por la escasa entidad social de sus
protagonistas, seres que se mueven en el magma espeso de la vulgaridad, del
mundo cotidiano de la ordinary people, ciénaga de la que sólo uno de
los hijos, presentador de televisión –magnífico Bob Odenkirk (el abogado Saul
Goodman de Breaking Bad), ha logrado despegarse; ese mundo
de los losers usamericanos de los que
es muestra emblemática, y cierro el círculo, Tobacco Road. El deseo de
narrar una historia mínima e íntima se advierte ya en los títulos de crédito
–un subgénero cinematográfico del que soy un apasionado seguidor–: tanto el
título como el reparto y la paternidad van apareciendo en minúsculas blancas
por las esquinas de una pantalla totalmente negra, como copos de nieve contra
el paisaje desolador de las miserias humanas.
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