sábado, 21 de diciembre de 2024

«Amor prohibido», de Frank Capra «pre-code»…

 

Un intenso melodrama que desnuda la doble moral política en Usamérica.

 

Título original: Forbidden

Año: 1932

Duración: 83 min.

País:  Estados Unidos

Dirección: Frank Capra

Guion: Jo Swerling. Historia: Frank Capra

Reparto: Barbara Stanwyck; Adolphe Menjou; Ralph Bellamy; Dorothy Peterson; Thomas Jefferson; Charlotte Henry; Oliver Eckhardt.

Fotografía: Joseph Walker (B&W).

 

          Son tenues las fronteras entre el melodrama y el folletín, sobre todo en cuanto a las acciones se refiere, otra cosa, después, es el dibujo de los personajes y su condición compleja, lo que puede hacer decantar la historia de una u otro lado. Hay en el folletín una suerte de presentación  estereotipada de la realidad que nos aleja irremisiblemente del sentimiento, en sus diferentes grados. El melodrama, sin embargo, es una exaltación del sentimiento que nos arrolla y nos permite profundizar en la intimidad de los personajes que los experimentan. Amor prohibido es una película rodada antes de que se implantara de manera coercitiva y generalizada el famoso código Hays, y de ahí lo de título pre-code, que constituye, de por sí, una clasificación de las películas: antes y después del código Hays. El hecho de la maternidad asumida por una mujer soltera o el más banal del adulterio, por ejemplo, caían del lado de lo prohibido. Capra supo entender las necesidades emotivas de los espectadores usamericanos y es autor de un clásico navideño eterno: ¡Qué bello es vivir!, pero también lo es de este título que tiene tanta heroica abnegación como amarga hipocresía y es, al mismo tiempo, una compleja y bella historia de amor. ¡Qué curioso resulta ver una película cercana a su centenario con el mismo interés que una actual!

          El arranque de la película, una mujer insatisfecha con su vida, que coge todos sus ahorros y decide invertirlos en un viaje de placer en un crucero, una mujer a quien el banquero se toma la libertad de regañarla porque le parece que está haciendo una tontería al retirar todos sus fondos, lo cual nos habla de la pequeña población en la que vive, viendo la vida pasar e imaginando el glamur de la «otra realidad», la que tópicamente se representa con el cava, los bailes, la seducción amorosa, los viajes, la despreocupación, la frivolidad…, es decir, no tanto una vida intensa cuanto una vida liviana, ajena a las monótonas y repetidas obligaciones cotidianas, como si en ellas solo hubiera presencia y recordatorio de la soledad y la muerte.

          Decide embarcarse en un crucero y, tras cenar en el gran salón del barco más sola que la una, despechada por su fracaso, se retira a su habitación, habiendo sido la comidilla de parte de los camareros y los músicos por ser «una» para cenar. Una casualidad de tipo moderadamente alcohólico la lleva a encontrar otro viajero en su camarote, quien ha confundido su habitación, la 99 por la 66 de ella. Ella es una jovencísima Barbara Stanwyck; él, un varón de cierta edad que responde por Adolphe Menjou, o sea, una vieja gloria del cine y una renovación en cierne. Cómo  el destello de la empatía, el afecto e incluso el amor surge entre ambos, de tan distinta edad, pero ambos necesitados de sólido afecto, es uno de esos milagros aún mayores que el de la película navideña del autor… Pero al espectador, al margen de chocarle, no le importa, porque, al menos ella, vive una situación casi «desesperada», en el plano afectivo y en el de la ilusión de un «romance» que pueda incluir en su haber vital antes de que la enojosa sombra de la soltería irremediable asome en su horizonte vital. El misterio sobre la condición profesional de él alimenta una intriga que no tarda, sin embargo, en resolverse, porque, al volver del viaje e incorporarse cada uno a su trabajo, él confiesa que está casado y que no abandonará jamás a su mujer, inválida, aunque solo la quiera a ella y desee estar con ella cuanto pueda. La situación no es lo que la protagonista esperaba, y cuando él se presenta como candidato a Gobernador del estado, ella se aparta para que su relación no lo perjudique. Pero, ¡ay!, los frutos del amor no están en nuestra mano, y tras debatirse entre aceptar a su criatura o darla en adopción, decide tenerla y criarla.

          Una trama paralela va creciendo en forma de la inquina que el director del diario donde ella trabaja, quien la ama casi sin esperanza de ser correspondido, le tiene al Gobernador y contra quien batalla periodísticamente cuando se presenta a la elección como senador. El azaroso encuentro de los tres en un parque desata la investigación periodística, porque la hija de ambos ha llamado «papá» al candidato, de quien se ignoraba que tuviera descendencia. Nada me extrañaría que esta historia rocambolesca, porque la protagonista acabará convertida en la niñera de la hija que como adoptada le presenta el candidato a su mujer cuando vuelve de la cura de su invalidez en Europa, hubiera influido en la película La novena sinfonía (Acorde final), de Douglas Sirk, ya comentada en este Ojo, y con una historia muy parecida a la presente.  Las diferencias caligráficas son enormes, pero Capra narra con una agilidad que prescinde de cualquier ornamentación, aunque, sea el espacio que sea, un parque, una redacción, una convención del partido o el humilde apartamento de la protagonista, la adecuación es perfecta. Da la impresión de que todo lo quiera centrar en la evolución de esa narración que se desarrolla ante nuestros ojos con una duración temporal de la historia que no nos ahorra el comienzo de la vejez de los personajes.

          La posición intermedia de ella entre el periodista perseguidor del escándalo moral de un político y la hipocresía, al parecer pactada con ella, del político que no quiere renunciar a su vida política ni al verdadero amor de su vida, confiere a la protagonista una condición de mujer atormentada que, no obstante su delicada situación, sabe escoger aquello que siempre vuelve a ella con la fuerza del amor primero: 66 y 99. Y no cuento más de la historia, porque hay película que hacen de ella, más allá de los recursos técnicos, su verdadero interés y los espectadores tienen derecho a que no se la chafen. A los fieles de ¡Qué bello es vivir! les va a llamar la atención una película tan atrevida y cruda para el año en que fue rodada. Y descubrirán a dos estrellas del cine, una en ascenso y la otra en fase de despedida, formando la más insólita de las parejas convincentes que se hayan visto en el cine.

         

2 comentarios:

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  2. Si Carlos Boyero tuviera que comentar esta crítica de *Amor prohibido* (1932), probablemente lo haría con su estilo directo, mordaz y sin concesiones, dejando claro lo que le fascina y lo que le repele. Podría sonar algo así:

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    A ver, *Amor prohibido* es uno de esos melodramas de la época pre-código Hays que te recuerdan que el cine, incluso en sus formas más sentimentales, puede tener un descaro y una humanidad que ya quisiéramos ver hoy. Frank Capra, antes de convertirse en el apóstol de la bondad navideña con *¡Qué bello es vivir!*, se permitió explorar las zonas más turbias de las emociones humanas. Aquí no hay milagros ni finales felices empaquetados con lacitos: hay adulterio, maternidad fuera del matrimonio y una buena dosis de hipocresía política. Y todo esto en los años 30. ¿Quién dijo que el cine clásico era inocente?

    Barbara Stanwyck está inmensa. Esa mujer podía hacer creíble cualquier cosa, desde una heroína sacrificada hasta una femme fatale sin escrúpulos. Aquí interpreta a una mujer atrapada entre el amor y la renuncia, y lo hace con una intensidad que te deja clavado en la silla. Adolphe Menjou, por otro lado, es ese tipo de galán envejecido que te hace preguntarte si realmente alguien se enamoraría de él fuera del guion. Pero bueno, la química funciona, aunque sea a trompicones.

    La trama es rocambolesca hasta decir basta: un romance en un crucero, un político casado incapaz de dejar a su mujer inválida, una hija secreta criada como si fuera adoptada… Vamos, un folletín puro y duro. Pero Capra tiene esa habilidad para narrar con fluidez y evitar que te pierdas en los giros más absurdos. No necesita artificios ni decorados grandilocuentes; todo está al servicio de la historia y los personajes.

    Eso sí, no nos engañemos: esta película no es para todos los públicos. Si eres alérgico al melodrama o no soportas las historias donde el sacrificio parece ser el único camino para las mujeres, mejor pasa de largo. Pero si te gusta el cine que se atreve a desnudar las miserias humanas sin miedo al qué dirán, *Amor prohibido* tiene mucho que ofrecer.

    En resumen: no es perfecta, pero tiene alma. Y eso es más de lo que puedo decir del 90% del cine actual.

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